26 LATERCERA Viernes 1 de julio de 2016 Mundo Estragos de la ocupación CAPITULO I Las aldeas condenadas Basta examinar un mapa de los territorios ocupados para comprender la razón de los asentamientos: rodean a todas las grandes ciudades palestinas, a la vez que van ensanchando la presencia israelí y fracturando el territorio que supuestamente debería ocupar el futuro Estado Palestino hasta hacerlo impracticable. “ El problema mayor de Israel es uno solo, los asentamientos en Cisjordania, es decir, la ocupación de los territorios palestinos” –me dice Yehuda Shaul-. “El próximo año cumplirá medio siglo. Pero tiene solución y la veré puesta en práctica antes de morir”. Le replico a mi amigo israelí que hay que ser muy optimista para creer que un día más o menos próximo los 370.000 colonos instalados en las tierras invadidas del West Bank –verdaderos bantustán que cercan a los 2.700.000 habitantes de las ciudades palestinas y las desconectan una de otra- podrían salir de allí en aras de la paz y la coexistencia pacífica. Pero Yehuda, que trabaja incansablemente por hacer conocer lo que una gran mayoría de sus compatriotas se niega a ver, la trágica situación en que viven los palestinos de la orilla occidental del Jordán, me dice que tal vez yo sea menos escéptico después del viaje que haremos juntos, mañana, hacia las aldeas palestinas de las montañas del sur de Hebrón. Estuvimos él y yo en esas montañas, casi en el límite de Cisjordania, hace seis años. Y, es cierto, la aldea de Susiya, que entonces tenía unos 300 habitantes y parecía destinada a desaparecer al igual que otras de la zona, ahora tiene 450, porque, pese a los infortunios de que sigue siendo víctima, han regresado buen número de las familias que habían huido; también ellas, como Yehuda, gozan de un optimismo a prueba de atrocidades. Porque el acoso que padecen Susiya y las aldeas vecinas desde hace muchos años no ha cesado, al contrario. Me muestran la demolición reciente de las casas, los pozos de agua cegados con rocas y basuras, los árboles cortados por los colonos y hasta los videos que han podido tomar de las agresiones de éstos –con fierros y garrotes- a los vecinos, así como las detenciones y maltratos que reciben también de las FDI (Fuerzas de Defensa de Israel). En la casa comunal, una de las pocas viviendas que se tienen en pie, quien hace las veces de alcalde, Nasser Nawaja, me muestra las órdenes de demolición que, como espadas de Damocles, se ciernen sobre las construcciones todavía no destruidas por los buldóceres del ocupante. Las formas se guardan: esta zona ha sido elegida para maniobras militares de las FDI y las aldeas deberían desaparecer (pero no los asentamientos ni los puestos de avanzada de los colonos que prosperan por todo el contorno). A veces, el pretexto es que las frágiles viviendas son ilegales, pues carecen de permiso de edificación. “Es cosa de locos Por Mario Vargas Llosa / El País RR Mario Vargas Llosa conversa con Zuheir Rajabi, vecino y defensor del barrio de Silwan. FOTO: OREN ZIV / ACTIVESTILLS Hay una intencionalidad clara en esta estrategia: mediante la proliferación de asentamientos volver irrealizable aquella solución de los dos Estados. No se entiende por qué todos los gobiernos, de centro, de izquierda y de derecha, hayan permitido y sigan haciéndolo, la existencia y crecimiento sistemático de unas colonias ilegales. –me dice Nasser-; cuando pedimos permiso para construir o reabrir los pozos de agua, nos lo niegan, y luego nos demuelen las viviendas por haberlas levantado sin autorización”. En este pueblo, como en los otros del contorno, los campesinos y pastores no viven en casas sino en frágiles tiendas levantadas con telas y latas o en las cuevas –muy abundantes en la zonaque los soldados todavía no han inutilizado rellenándolas de piedras y basura. Pese a todo, los vecinos de Susiya y de Yimba, las dos aldeas que visito, siguen ahí, resistiendo el acoso, apoyados por algunas ONG e instituciones israelíes solidarias, como Breaking the Silence (Rompiendo el Silencio), de la que es miembro Yehuda y la que me ha invitado aquí. En Susiya conozco a un joven muy simpático, Max Schindler, judío norteamericano; ha venido como voluntario a vivir unos meses en este lugar y enseña inglés a los niños de la aldea. ¿Por qué lo hace?: “Para que vean que no todos los judíos somos lo mismo”. En efecto, hay muchos como él –los justos de Israel-, que los ayudan a presentar alegatos en los tribunales, que vienen a vacunar a los niños, que protestan contra los atropellos, y, entre ellos, es- critores como David Grossman y Amos Oz, que firman manifiestos y se movilizan pidiendo que cesen los abusos y se deje vivir a estas aldeas en paz. Un pronunciamiento de esta índole, encabezado por ellos, hace algunos meses, salvó de la picota –por el momento- a Yimba, un pueblo antiquísimo, aunque se llegaron a demoler 15 casas. Ahora aguarda una última decisión de la Corte Suprema sobre su existencia. Tiene una enorme cueva, todavía indemne, que, me aseguran, es de la época romana. En ese entonces la aldea estaba a la orilla del camino –todavía se puede seguir su trazo en el áspero desierto de piedra, polvo y rastrojos que nos rodea- que conducía a los peregrinos a la Meca; entonces Yimba era próspera gracias a sus tiendas de abastos y restaurantes. Ahora su antigüedad esconde un riesgo: que, como se trata de un lugar arqueológico, la autoridad israelí decida que debe ser deshabitado para que los arqueólogos puedan rescatar los tesoros históricos de su subsuelo. Las quejas son idénticas a las que escucho en Susiya: “Apenas consigan echarnos con ese pretexto, llegarán los colonos; ellos sí pueden convivir con los restos arqueológicos sin