Concepto de los derechos fundamentales en la Constitución

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Concepto de los derechos fundamentales en la Constitución española
Bloque 4: Consideraciones sustantivas
Sumario
1.
2.
3.
4.
5.
Introducción
Derechos subjetivos con eficacia inmediata
Derechos de configuración legal, en especial los derechos prestacionales
Mandatos al legislador y reservas de ley
Garantías institucionales y derechos fundamentales
1. Introducción
Es común insistir en que el contenido de una norma no depende sólo de su
cualificación formal; y, por lo que aquí interesa, que no todas las normas contenidas
en el Título I de la Constitución son derechos fundamentales. No lo serían ni siquiera
todas las del Capítulo II, aunque a él se refieran las garantías de la reserva de ley, el
contenido esencial y la tutela judicial; porque tales garantías en rigor se aplicarían a
“los derechos y libertades reconocidos” en esa sede (art. 53.1 CE), y no a otras
normas allí recogidas, pero de contenido diferente. Lo mismo puede decirse del
recurso de amparo (art. 53.2).
La pregunta es, pues, ¿qué otros tipos normativos conviven en la parte dogmática de
la Constitución con los derechos fundamentales? En un texto relevante, aparecido
cuando aún el entusiasmo inicial con la eficacia normativa de la Constitución parecía
capaz de dotar a todas sus prescripciones de la máxima fuerza vinculante, Francisco
Rubio Llorente se ocupó de incorporar al acerbo doctrinal español la diferenciación
de Ulrich Scheuner entre derechos fundamentales, garantías institucionales,
mandatos al legislador y normas que establecen fines o principios fundamentales del
Estado. Preguntándose por el ámbito de aplicación de la reserva de ley del art. 53.1
CE y la correlativa garantía del contenido esencial, señaló más tarde Ignacio de Otto
que no cabía aplicarlas a lo que no fueran derechos fundamentales, por ejemplo las
garantías institucionales o las reservas de ley.
Aquí hemos optado por una clasificación un poco diferente, pero de función similar.
La Constitución reconoce derechos subjetivos con eficacia inmediata, al margen de
cualquier actividad legislativa, con independencia de que también quepa, o aún se
imponga, su regulación o desarrollo por parte de la ley; pero también existen
derechos constitucionales que no son concebibles al margen de un entramado
legislativo. Existen luego normas constitucionales orientadas no al eventual titular de
un derecho, sino directamente hacia el legislador, sea imponiéndole de forma más o
menos inequívoca y constrictiva que aborde una materia o que persiga determinados
fines (mandatos al legislador), sea sólo señalando su competencia irrenunciable al
efecto (“sólo por ley ...”). Y, finalmente, están las garantías institucionales.
Pero, aún admitiendo en principio esa diversidad de tipos de normas, ¿hasta qué
extremo resulta rígida esa diferenciación de tipos normativos?; porque podría ocurrir
que un mandato al legislador o una garantía institucional pudieran encerrar también
un derecho fundamental, o viceversa. ¿Es acaso previa la categorización de la norma,
o más bien su interpretación?; porque la prefiguración de las categorías condiciona
sin duda el proceso interpretativo, pero lo cierto es que sólo cuando se ha
identificado mediante la interpretación el contenido de la norma cabe sostener su
pertenencia a una u otra categoría. ¿Depende el régimen jurídico de la identificación
del tipo de norma, o más bien ocurre al contrario?; porque puede afirmarse que la
tutela judicial no se corresponde con la figura de las garantías institucionales o con
los mandatos al legislador, pero también cabría invertir el razonamiento para sostener
que un precepto dotado de tutela judicial debe ser dotado por el intérprete de un
alcance que no lo reduzca a mera garantía institucional o mandato al legislador.
Todas esas preguntas exigen un análisis más detallado de las mencionadas
categorías.
1. Derechos subjetivos con eficacia inmediata
En España es costumbre afirmar que la “reserva de ley” a la que quedaban sometidas
las tradicionales proclamaciones constitucionales de derechos significaba simple y
llanamente que tales derechos carecían de cualquier eficacia jurídica mientras una ley
ordinaria no los recogiera, y que era entonces esa ley, y no la Constitución, la que en
realidad delimitaba su objeto, contenido y alcance.
No se trata de someter aquí a debate la justeza de tal interpretación, que bien puede
ser discutible desde el punto de vista de la Historia del Derecho constitucional
español. Pero lo cierto es que, ante la presencia de tales tesis, es natural que la
primera afirmación de la normatividad de la Constitución de 1978 insistiera en la
eficacia inmediata que adquirían los derechos reconocidos en ella por su sola
proclamación constitucional. Una eficacia inmediata que no había de esperar a ley
alguna de desarrollo o de regulación del ejercicio, y que en su caso se imponía
incluso frente a la ley que los desconociera. Los derechos fundamentales son
derechos a partir de su mismo reconocimiento constitucional, susceptibles por tanto
de tutela judicial.
Insiste así Eduardo García de Enterría, en un texto (La Constitución como norma y el
Tribunal Constitucional) que no sólo identificó, sino que también contribuyó a
consolidar algunos aspectos relevantes de la normatividad constitucional:
Eduardo García de Enterría, La Constitución como norma y el Tribunal
Constitucional, Madrid: Civitas, 1985 (3ª ed.), Parte I (“La Constitución como norma
jurídica”), apartado III (“El valor normativo de la Constitución española”), págs. 63 a
94. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
El artículo 53.1 de la Constitución declara que “los derechos y libertades reconocidos
en el Capítulo II vinculan a todos los poderes públicos” (...) tal regulación tiene el
carácter de Derecho directamente aplicable, sin necesidad del intermedio de una Ley.
En este sentido proporciona un claro argumento a contrario el artículo 53.3 (...) que,
aunque con torpeza técnica, según hemos visto, condiciona la aplicabilidad judicial
de los “principios rectores de la política social y económica” a su desarrollo por la
Ley, condición no exigible para la aplicación de as normas constitucionales
referentes a los derechos fundamentales (...).
Concluye en el mismo sentido de la aplicación directa de la regulación constitucional
de los derechos fundamentales, el párrafo 2 del propio artículo 53, que faculta a cualquier ciudadano a «recabar la tutela» de los derechos fundamentales (aunque aquí se
restrinja esta facultad a (...) los regulados en los artículos 14 a 30 inclusive (...)) «ante
los Tribunales ordinarios» y posteriormente en amparo constitucional ante el
Tribunal Constitucional [como reitera el art. 161, 1, b)]. Si los Tribunales ordinarios
han de tutelar los derechos fundamentales en la forma que los ha delineado la
Constitución, quiere decir que ésta será la norma a aplicar en dicho proceso de tutela.
A su vez, si el Tribunal Constituciona, que es el defensor de la Constitución y está
sólo sujeto a ella y a su Ley Orgánica (art. 1 de su Ley Orgánica de 3 de octubre de
1979), ha de amparar esos derechos, quiere decirse que la norma material del amparo
a prestar será la propia Constitución, único parámetro material de sus Sentencias. Así
lo precisa, por lo demás, de manera inequívoca, el artículo 55, 1, b), de dicha Ley
Orgánica, al indicar que la Sentencia que estime un recurso de amparo reconocerá el
derecho violado «de conformidad con su contenido constitucionalmente declarado»,
precisamente.
Con claridad, el constituyente español (y una experiencia análoga fue la inspiradora
del precepto paralelo de la Constitución alemana) ha querido excluir la burla del
sistema de libertades que resultó de la técnica seguida por el régimen anterior, en el
que una Ley fundamental, la llamada con retórica historicista Fuero de los Españoles,
hacía proclamaciones enfáticas de derechos cuya efectividad quedaba seguidamente
condicionada enteramente a Leyes de desarrollo (art. 34 del propio Fuero), Leyes que
o bien no llegaron nunca a dictarse, lo que ocurrió con la mayoría de los derechos, o
cuando se dictaron regularon a su arbitrio el ámbito y los condicionamientos (con
frecuencia consistentes en decisiones discrecionales de la Administración para hacer
posible su ejercicio) de los derechos abstracta y retóricamente proclamados. Con
excelente criterio, pues, se ha querido ofrecer un estatuto completo de la libertad,
efectivo por sí mismo, no necesitado de ningún complemento para ser operativo
inmediatamente y que, en el supuesto de que alguna Ley (que habrá de ser Orgánica,
según el art. 81, 1) lo desarrolle ulteriormente, deberá hacerlo respetando «en todo
caso, su contenido esencial» (art. 53, 1; otra fórmula procedente de la Ley
Fundamental de Bonn, art. 19, 2: Wesensgehalt).
Hay que entender, por tanto, que la totalidad de las regulaciones pre-constitucionales
de regulación de los derechos fundamentales contrarias a la regulación constitucional
han quedado directamente derogadas por la promulgación de la Constitución, a tenor
de su disposición transitoria 3, sin que resulte precisa una declaración expresa de
inconstitucionalidad por parte del Tribunal Constitucional; la derogación puede ser
comprobada, como es normal en todo efecto derogatorio, por el juez que esté
entendiendo el caso, incluso de oficio, por virtud de la regla iura novit curia, y no
precisa, por tanto, la entrada en juego del Tribunal Constitucional. Cualquier
Tribunal, pues, tanto los afectados al amparo judicial ordinario y directo de los
derechos fundamentales (...) como cualquiera de cualquier orden que esté
entendiendo de cualquier proceso en que tengan incidencia directa los derechos
fundamentales proclamados en la Constitución, deberá aplicar directamente ésta y
atribuir al derecho fundamental de que se trate la totalidad de su eficacia, no obstante
cualquier Ley anterior.
Esta conclusión tiene una enorme importancia práctica. Pondremos algunos
ejemplos, sin intención agotadora:
-- Los jueces penales están ya sometidos: a la abolición de la pena de muerte —art.
15—; a las reglas materiales y procesales sobre libertad, detención preventiva,
declaraciones de inculpados, asistencia de Letrado —art. 17—; sobre información de
la acusación, derecho de no declaración contra sí mismo y a no confesarse culpable
—art. 24—; sobre cumplimiento de las penas —art. 25—; a la eliminación de tipos
penales construidos por Leyes anteriores que sean incompatibles con los derechos
fundamentales proclamados por la Constitución, etc.
-- Los jueces civiles, a su vez, deben ya considerar derogadas cualquier norma civil
que discrimine la aplicación de la Ley por razón de nacimiento, sexo, etc. —art. 14—
; que obligue a declarar sobre religión o creencias —art. 16—; que limite o excluya
el derecho a la intimidad y a la propia imagen —art. 18—; que restrinja (...) el
derecho a obtener la tutela efectiva de los derechos e intereses legítimos —artículo
24—, etc.
-- Los jueces contencioso-administrativos han de estimar derogado el artículo 40 de
la Ley de la Jurisdicción, en cuanto excluye y permite excluir por otras Leyes (de lo
que éstas no se han privado) ciertas materias administrativas del control judicial,
como contrario al derecho a la tutela judicial efectiva de todos los derechos e
intereses legítimos —art. 24 y, correlativamente, 103,1 y 106,1; principio
constitucional que hay que entender que ha terminado también con la excepción de
acto político [art. 2, b), de la Ley de la Jurisdicción], así como con las arbitrarias
restricciones de legitimación para la impugnación directa de Reglamentos (...), por
prevalencia del mismo artículo 24, con su alusión a la tutela efectiva de «intereses
legítimos», derecho de tutela extensible a «todas las personas»; a entender derogadas
todas las antiguas facultades administrativas en contradicción con los derechos
fundamentales —por ejemplo, secuestro de publicaciones, art. 20,5, autorizaciones e
intervenciones en materia de reunión, y asociación y sindical, arts. 21, 22 y 28, a
imponer sanciones que directa o subsidiariamente impliquen privación de libertad,
art. 25,3, a juzgar por Tribunales de Honor, art. 26, etc.
-- Los jueces laborales, entre otras cosas, deberán tener cuenta del reconocimiento
como fundamental del derecho de huelga —art. 28, 2—, que implica derogaciones
normativas importantes, etc.
(...) Dos ejemplares Resoluciones de la Dirección General de los Registros y del
Notariado, las de 26 de diciembre de 1978 (BOE de 30 de diciembre, contiene una
Instrucción) y de 6 de abril de 1979 (BOE de 18 de mayo), sostuvieron precozmente
el mismo criterio de aplicación directa de esta parte dogmática de la Constitución,
para entender derogado el art. 42 del Código Civil en cuanto permite sólo la
utilización del matrimonio civil a los no católicos, por contrario al artículo 16,2 de la
Constitución, y rectifica la hasta ahora uniforme jurisprudencia sobre el no
reconocimiento de efectos civiles al divorcio declarado por Tribunales extranjeros a
nacionales españoles por virtud de la excepción de orden público, rectificación
determinada por el artículo 32,2 de la Constitución (...).
Hemos hablado hasta ahora de que la aplicación directa de la Constitución en materia
de derechos fundamentales ha implicado la derogación de las leyes anteriores que
regulaban esta materia de manera distinta (...). El problema es distinto, como se
comprende, respecto de las Leyes (generalmente Orgánicas, art. 81,1) posteriores a la
Constitución, que al regular los derechos fundamentales o incidir sobre los mismos
puedan incluir preceptos inconstitucionales (...). El monopolio de la declaración de
inconstitucionalidad de las Leyes por el Tribunal Constitucional no ha sido
exceptuado en este caso. (...) Si con ocasión de esta aplicación de la Constitución se
aprecia que la Ley de desarrollo de la misma no contradice a ésta, se aplicará
también esta Ley de manera simultánea, formando un complejo normativo unitario
con el precepto constitucional, cuya superioridad de rango habrá de presidir la
interpretación del conjunto (...); el criterio de la aplicación directa e inmediata de la
Constitución fuerza aquí, como ya antes hemos notado, a una aplicación simultánea y
jerarquizada de la Constitución y de las Leyes, sin que la aplicación de éstas pueda
ocultar o excluir la aplicación primordial de la regulación constitucional de los
derechos fundamentales.
Hemos prescindido en este fragmento de una discutible tesis que García de Enterría
avanzó sobre la posibilidad de que, a semejanza de lo que el art. 55.2 LOTC de la
LOTC en su redacción originaria permitía al Tribunal Constitucional, el juez
ordinario que conocía de un recurso de amparo pudiera concederlo inaplicando al
efecto la ley postconstitucional inconstitucional, sin necesidad de suspender al efecto
el proceso para plantear la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad. Porque
en realidad, lo decisivo es que los jueces puede asegurar la eficacia inmediata de los
derechos fundamentales al margen de la eventual inexistencia de una ley de
desarrollo, junto con la ley que los desarrolle o los regule de conformidad con la
Constitución, e incluso por encima de la ley inconstitucional, aunque en este último
supuesto la aplicación judicial de la Constitución precise de una previa declaración
de inconstitucionalidad de la ley.
El Tribunal Constitucional ha afirmado esa aplicación inmediata de los derechos
fundamentales incluso en algunos casos en los que la Constitución o su propia
jurisprudencia permitían intuir que la mediación de la ley resultaba decisiva.
Reproduciremos sólo dos sentencias relevantes: la que aseguró que del mandato al
legislador recogido en el art. 30.2 CE, conforme al cual la ley debía regular la
objeción de conciencia, derivaba un derecho subjetivo aún antes de la aprobación de
la correspondiente ley, y la que estableció que, pese a que la creación de televisiones
privadas se había considerado dependiente de una regulación legal, también la
ausencia de ley podía abrir un espacio de libertad individual. Estas sentencias, por
cierto, contribuyen a poner en entredicho que sólo contengan derechos
fundamentales las normas de las que se pueda afirmar indubitadamente su eficacia
inmediata como derechos; más bien pudiera ocurrir que hubiera de dotarse de
eficacia inmediata a las normas susceptibles de ser interpretadas como derechos
fundamentales.
STC 15/1982
Fundamentos jurídicos
5. En cuanto al fondo del asunto, las cuestiones debatidas que condicionan la
decisión sobre el otorgamiento del amparo solicitado pueden concretarse en los
siguientes puntos:
- El reconocimiento en nuestro ordenamiento jurídico de la objeción de concienciar
como derecho constitucional.
- El alcance de la previsión constitucional contenida en el art. 30.2 al establecer que
una Ley regulará con las debidas garantías la objeción de conciencia, y el
cumplimiento de dicha previsión por el legislador.
- La protección constitucional del derecho en ausencia de dicha legislación.
6. Alega el Abogado del Estado que en puridad el derecho a la objeción de
conciencia no está reconocido en la Constitución Española, pues el art. 30.2 de la
misma, al limitarse a establecer que «la Ley regulará con las debidas garantías la
objeción de conciencia», contiene una declaración abierta, esto es, una remisión al
legislador que afecta a la propia existencia del derecho y no sólo a su configuración.
Una interpretación sistemática de los preceptos constitucionales no apoya, sin
embargo, esta tesis.
Nuestra Constitución declara literalmente en su art. 53.2, in fine, que el recurso de
amparo ante el Tribunal Constitucional «será aplicable a la objeción de conciencia
reconocida en el art. 30», y al hacerlo utiliza el mismo término, «reconocida», que en
la primera frase del párrafo primero del citado artículo cuando establece que «los
derechos y libertades reconocidos en el capítulo II del presente título vinculan a
todos los poderes públicos». A su vez, el propio párrafo segundo del art. 53 equipara
el tratamiento jurídico constitucional de la objeción de conciencia al de ese núcleo
especialmente protegido que son los derechos fundamentales y libertades públicas
que se reconocen en el art. 14 y en la Sección primera del capítulo II, del título I.
Por otra parte, tanto la doctrina como el derecho comparado afirman la conexión
entre la objeción de conciencia y la libertad de conciencia. Para la doctrina, la
objeción de conciencia constituye una especificación de la libertad de conciencia, la
cual supone no sólo el derecho a formar libremente la propia conciencia, sino
también a obrar de modo conforme a los imperativos de la misma. En la Ley
Fundamental de Bonn el derecho a la objeción de conciencia se reconoce en el
mismo artículo que la libertad de conciencia y asimismo en la resolución 337, de
1967, de la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa se afirma de manera expresa
que el reconocimiento de la objeción de conciencia deriva lógicamente de los
derechos fundamentales del individuo garantizados en el art. 9 de la Convención
Europea de Derechos Humanos, que obliga a los Estados miembros a respetar las
libertades individuales de conciencia y religión.
Y, puesto que la libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica,
que nuestra Constitución reconoce en el art. 16, puede afirmarse que la objeción de
conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento
constitucional español, sin que contra la argumentación expuesta tenga valor alguno
el hecho de que el art. 30.2 emplee la expresión «la Ley regulará», la cual no
significa otra cosa que la necesidad de la interpositio legislatoris no para reconocer,
sino, como las propias palabras indican, para «regular» el derecho en términos que
permitan su plena aplicabilidad y eficacia.
7. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre con otras manifestaciones de la libertad
de conciencia, el derecho a la objeción de conciencia no consiste fundamentalmente
en la garantía jurídica de la abstención de una determinada conducta -la del servicio
militar en este caso-, pues la objeción de conciencia entraña una excepcional
exención a un deber -el deber de defender a España- que se impone con carácter
general en el art. 30.1 de la Constitución y que con ese mismo carácter debe ser
exigido por los poderes públicos. La objeción de conciencia introduce una excepción
a ese deber que ha de ser declarada efectivamente existente en cada caso, y por ello
el derecho a la objeción de conciencia no garantiza en rigor la abstención del objetor,
sino su derecho a ser declarado exento de un deber que, de no mediar tal declaración,
sería exigible bajo coacción. Asimismo, el principio de igualdad exige que el objetor
de conciencia no goce de un tratamiento preferencial en el cumplimiento de ese
fundamental deber de solidaridad social. Técnicamente, por tanto, el derecho a la
objeción de conciencia reconocido en el art. 30.2 de la Constitución no es el derecho
a no prestar el servicio militar, sino el derecho a ser declarado exento del deber
general de prestarlo y a ser sometido, en su caso, a una prestación social sustitutoria.
A ello hay que añadir que el criterio de la conformidad a los dictados de la
conciencia es extremadamente genérico y no sirve para delimitar de modo
satisfactorio el contenido del derecho en cuestión y resolver los potenciales
conflictos originados por la existencia de otros bienes igualmente constitucionales.
Por todo ello, la objeción de conciencia exige para su realización la delimitación de
su contenido y la existencia de un procedimiento regulado por el legislador en los
términos que prescribe el art. 30.2 de la Constitución, «con las debidas garantías», ya
que sólo si existe tal regulación puede producirse la declaración en la que el derecho
a la objeción de conciencia encuentra su plenitud.
El legislador español, sin embargo, no ha dado aún cumplimiento a ese mandato
constitucional. Hasta el momento presente la única norma vigente en la materia es el
Real Decreto 3011/1976, de 23 de diciembre, sobre la objeción de conciencia de
carácter religioso al servicio militar, ya que la Ley Orgánica de Defensa Nacional,
promulgada el 1 de julio de 1980, se limita a reproducir el precepto constitucional al
afirmar tan sólo en su art. 37.2 que «la Ley regulará la objeción de conciencia y los
casos de exención que obliguen a una prestación social sustitutoria».
Es evidente que la regulación contenida en el mencionado Decreto, norma de rango
inferior a la Ley y que contempla únicamente la objeción de carácter religioso,
resulta insuficiente en su aplicación a la nueva situación derivada de la Constitución,
pues se limita a extender, haciendo uso de la facultad otorgada al Gobierno por la
Ley General del Servicio Militar en su art. 34.1, a dichos objetores la prórroga de
incorporación a filas de cuarta clase -prórroga que puede desembocar en una
declaración de exención del servicio militar activo- y a autorizar a la Presidencia del
Gobierno para que señale los puestos de prestación del servicio de interés cívico que
han de asignarse a quienes disfruten de las prórrogas.
Cualquiera que sea la interpretación que se dé a «las debidas garantías» exigidas por
la Constitución, un análisis de las legislaciones extranjeras que regulan el derecho a
la objeción de conciencia y de los principios básicos y criterios relativos al
procedimiento y al servicio alternativo contenidos en la resolución 337 de la
Asamblea Consultiva del Consejo de Europa, así como de las aportaciones
doctrinales, pone de manifiesto que el Real Decreto de 23 de diciembre de 1976 no
puede aplicarse por analogía a la objeción de conciencia no fundada en motivos
religiosos.
8. De ello no se deriva, sin embargo, que el derecho del objetor esté por entero
subordinado a la actuación del legislador. El que la objeción de conciencia sea un
derecho que para su desarrollo y plena eficacia requiera la interpositio legislatoris no
significa que sea exigible tan sólo cuando el legislador lo haya desarrollado, de modo
que su reconocimiento constitucional no tendría otra consecuencia que la de
establecer un mandato dirigido al legislador sin virtualidad para amparar por sí
mismo pretensiones individuales. Como ha señalado reiteradamente este Tribunal,
los principios constitucionales y los derechos y libertades fundamentales vinculan a
todos los poderes públicos (arts. 9.1 y 53.1 de la Constitución) y son origen
inmediato de derechos y obligaciones y no meros principios programáticos; el hecho
mismo de que nuestra norma fundamental en su art. 53.2 prevea un sistema especial
de tutela a través del recurso de amparo, que se extiende a la objeción de conciencia,
no es sino una confirmación del principio de su aplicabilidad inmediata. Este
principio general no tendrá más excepciones que aquellos casos en que así lo
imponga la propia Constitución o en que la naturaleza misma de la norma impida
considerarla inmediatamente aplicable supuestos que no se dan en el derecho a la
objeción de conciencia.
Es cierto que cuando se opera con esa reserva de configuración legal el mandato
constitucional puede no tener, hasta que la regulación se produzca, más que un
mínimo contenido que en el caso presente habría de identificarse con la suspensión
provisional de la incorporación a filas, pero ese mínimo contenido ha de ser
protegido, ya que de otro modo el amparo previsto en el art. 53.2 de la Constitución
carecería de efectividad y se produciría la negación radical de un derecho que goza
de la máxima protección constitucional en nuestro ordenamiento jurídico. La dilación
en el cumplimiento del deber que la Constitución impone al legislador no puede
lesionar el derecho reconocido en ella.
Para cumplir el mandato constitucional es preciso, por tanto, declarar que el objetor
de conciencia tiene derecho a que su incorporación a filas se aplace hasta que se
configure el procedimiento que pueda conferir plena realización a su derecho de
objetor, declaración, por otra parte, cuyos efectos inmediatos son equivalentes a los
previstos en el Real Decreto 3011/ 1976, de 23 de diciembre, ya que, según advierte
el Abogado del Estado, la Presidencia del Gobierno no está haciendo uso en el
momento presente de la autorización en él contenida en relación con la prestación
social sustitutoria.
No corresponde, sin embargo, a este Tribunal determinar la forma en que dicha
suspensión o aplazamiento ha de concederse, por lo que no puede proceder, como
pretende el recurrente en su escrito de demanda, a la adopción de las medidas
adecuadas para que el Ministerio de Defensa y sus órganos subordinados le concedan
la prórroga de incorporación a filas de cuarta clase a).
9. En consecuencia, este Tribunal estima que procede el otorgamiento del amparo
demandado, sin que ello prejuzgue en absoluto la ulterior situación del recurrente que
vendrá determinada tan sólo por la legislación que, en cumplimiento del precepto
constitucional, configure el derecho a la objeción de conciencia.
STC 31/1994
1. Las pretensiones de amparo de las entidades recurrentes, cuyas demandas son
sustancialmente idénticas, se dirigen contra sendas Resoluciones del Gobierno Civil
de Huesca, por las que se les requirió para que en el plazo más breve posible cesasen
en sus emisiones de televisión por cable y procediesen al desmontaje de sus
instalaciones, por no adecuarse su funcionamiento a lo dispuesto en el art. 25 de la
Ley 31/1987, de 18 de diciembre, de Ordenación de las Telecomunicaciones
(L.O.T.). A juicio de las demandantes de amparo, las citadas Resoluciones
administrativas vulneran los derechos de libertad de expresión y comunicación
reconocidos en el art. 20.1 a) y d) C.E. (...).
Con el fin de delimitar claramente las cuestiones suscitadas, conviene recordar, como
se ha dejado constancia en los antecedentes, que las entidades actoras venían
ejerciendo la actividad de televisión por cable en las localidades de Sabiñánigo y
Monzón, respectivamente, previa autorización municipal para el tendido de cables
necesario para la emisión, distribuyendo a los aparatos conectados a sus instalaciones
material audiovisual, que incluía producciones cinematográficas y programas
culturales, deportivos e informativos de índole local. Las Resoluciones del Gobierno
Civil, ambas de idéntico contenido, que requirieron el cese de las emisiones y el
desmontaje de las instalaciones, se fundaron, según resulta de las actuaciones
judiciales, en que la televisión, incluida la propagada por cable, había sido calificada
por el legislador como servicio de difusión (art. 25.2 L.O.T.) y, por ello, como
servicio público esencial de titularidad estatal (art. 2.1 L.O.T.), cuya prestación en
régimen de gestión indirecta está sometida a concesion administrativa (art. 25.1
L.O.T.), desarrollando las entidades recurrentes en amparo dicha actividad, la cual no
resultaba encuadrable en el supuesto excepcionado en el art. 25.3 de la L.O.T., sin
haber obtenido la inexcusable concesión administrativa previa.
4. El núcleo esencial de la argumentación de las demandas se centra en la lesión de
los derechos de libertad de expresión y comunicación [art. 20.1 a) y d) C.E.].
Sostienen las solicitantes de amparo que el contenido de las citadas libertades
comprende el derecho a crear televisiones por cable de alcance local, por tratarse de
un medio o soporte de difusión que, al utilizar el cable coaxial para conectar el centro
emisor con los aparatos receptores, es enteramente compatible con la recepción de
otras televisiones por cable, así como con las emisiones televisivas realizadas por
ondas o vía satélite, de modo que no hay en la actividad de televisión por cable
posibilidad de que se creen por razones técnicas situaciones fácticas de monopolio ni
de oligopolio, única circunstancia que legitimaría, a la luz de la jurisprudencia de
este Tribunal, el establecimiento de un monopolio de derecho del Estado sobre dicho
medio de comunicación. Consiguientemente, la exigencia de concesión
administrativa que establece el art. 25 de la L.O.T. para la gestión indirecta de la
televisión por cable, lo que no es sino consecuencia de su configuración como
servicio público de titularidad estatal, no constituye un requisito admisible para el
ejercicio en tales casos de las libertades de expresión y comunicación.
Por tanto, las Resoluciones administrativas impugnadas -confirmadas por las
Sentencias recaídas en la vía judicial- al requerir a las recurrentes en amparo que
cesasen en sus emisiones y desmontasen sus instalaciones por estar desarrollando
dicha actividad sin haber obtenido la previa concesión administrativa habrían
conculcado los derechos reconocidos en el art. 20.1 a) y d) C.E. (...)
5. Llegados a este punto, es necesario recordar, siquiera sea sucintamente, la doctrina
de este Tribunal Constitucional sobre el derecho de creación de los medios de
comunicación en relación con las libertades reconocidas en el art. 20.1 a) y d) C.E. y
sobre la configuración de la televisión como servicio público esencial de titularidad
estatal, pues la exigencia de concesión administrativa para la gestión indirecta de la
televisión por cable de alcance local es, sin duda, consecuencia de aquella
conceptuación de la televisión.
Cierto es, como se señala en las demandas de amparo, que este Tribunal tiene
declarado desde la STC 12/1982, y reiterado posteriormente en otras resoluciones,
que «no hay inconveniente en entender que el derecho de difundir las ideas y
opiniones comprende, en principio, el derecho de crear medios materiales a través de
los cuales la difusión se hace posible» (fundamento jurídico 3.; también, SSTC
7/1982, fundamento jurídico 3.; 181/1990, fundamento jurídico 3.; 206/1990,
fundamento jurídico 6.; 119/1991, fundamento jurídico 5.). Ahora bien, también
hemos dicho que si éste es el principio general en nuestro ordenamiento, aquel
derecho no es absoluto y presenta indudables límites, debiendo compaginarse con la
protección de otros bienes jurídicos constitucionalmente relevantes (SSTC 12/1982,
fundamento jurídico 3.; 74/1982, fundamento jurídico 2.; 181/1990, fundamento
jurídico 3.; ATC 1.325/1987). Ahondando en esta línea, «no se puede equiparar dijimos en la STC 206/1990- la intensidad de protección de los derechos primarios
directamente garantizados por el art. 20 C.E. y los que son en realidad meramente
instrumentales de aquéllos. Respecto al derecho de creación de los medios de
comunicación, el legislador dispone, en efecto, de mucha mayor capacidad de
configuración, debiendo contemplar al regular dicha materia otros derechos y valores
concurrentes, siempre que no restrinja su contenido esencial» (fundamento jurídico
6.; STC 119/1991, fundamento jurídico 5.). Así, en relación con la radiodifusión y la
televisión señalamos, en las últimas Sentencias citadas, que «plantean, al respecto,
una problemática propia y están sometidas en todos los ordenamientos a una
regulación específica que supone algún grado de intervención administrativa, que no
sería aceptable o admisible respecto a la creación de otros medios. El Convenio
Europeo de Derechos Humanos, en su art. 10.1, último inciso, refleja esta
peculiaridad al afirmar que el derecho de libertad de expresión, opinión y de recibir o
comunicar información o ideas no impide que los Estados sometan a las empresas de
radiodifusión o televisión a un régimen de autorización previa» (fundamentos
jurídicos 6. y 5., respectivamente).
Es en el marco descrito donde se incardina la configuración de la televisión como
servicio público esencial, calificación que deriva del ordenamiento jurídico del sector
globalmente considerado, en el que la televisión está declarada servicio público sin
distinción del medio técnico que utilice ni de los contenidos que transmita y esa
declaración, como hemos dicho en la STC 12/1982, «aunque no sea una afirmación
necesaria en nuestro ordenamiento jurídico político se encuentra dentro de los
poderes del legislador» (fundamento jurídico 3.). Así se establece en el Estatuto de la
Radio y la Televisión (art. 1.2) y en la Ley de Ordenación de las Telecomunicaciones
(art. 2.1), y por lo que se refiere concretamente a la televisión propagada por cable,
ha sido calificada por el legislador como servicio de difusión (art. 25.2 L.O.T.) y por
ello como servicio público esencial de titularidad estatal (art. 2.1 L.O.T.).
Como se concluyó en la STC 206/1990, y ahora es necesario reiterar «la calificación
de la televisión como servicio público es constitucionalmente legítima desde el
momento en que el legislador la considera necesaria para garantizar -en términos de
igualdad y efectividad- determinados derechos fundamentales de la colectividad»
(fundamento jurídico 6.). Así pues, configurada genéricamente por el legislador la
televisión, como un servicio público esencial, cuya prestación en régimen de gestión
indirecta requiere, como consecuencia de dicha conceptuación, la previa obtención
de una concesión administrativa, y resultando constitucionalmente legítima aquella
calificación, decae el que constituía elemento esencial de la argumentación de las
demandantes de amparo, pues no puede considerarse contraria a los derechos de
libertad de expresión e información reconocidos en el art. 20.1 a) y d) C.E., la
necesidad de obtener una concesión administrativa para que los particulares puedan
desempeñar la actividad de difusión televisiva de ámbito local mediante cable.
6. La calificación de la televisión como servicio público ciertamente no es, en
absoluto, «una etiqueta que una vez colocada sobre el medio, permita cualquier
regulación de la misma, ya que hay en juego derechos subjetivos -los de comunicar
libremente el pensamiento y la información- que la publicatio limita y sacrifica en
favor de otros derechos, pero que no puede en modo alguno eliminar» (STC
206/1990, fundamento jurídico 6.). En este sentido, este Tribunal, en más de una
ocasión, ha señalado alguna de las condiciones que hacen constitucionalmente
legítima la regulación de esa actividad como servicio público. Así, con referencia en
general a los medios de comunicación, ha dicho que «para que se produzcan dentro
del orden constitucional tienen ellos mismos que preservar el pluralismo» (SSTC
12/1982, fundamento jurídico 6.; 206/1990, fundamento jurídico 6.) y, por lo que
respecta a la televisión privada, que en su organización han de respetarse «los
principios de libertad, igualdad y pluralismo, como valores fundamentales del
Estado» (SSTC 12/1982, fundamento jurídico 6.; 205/1990, fundamento jurídico 6.);
habiendo manifestado también que este Tribunal no puede dejar de ser sensible a las
tendencias tanto de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
como a las de otros Tribunales Constitucionales Europeos que han evolucionado en
los últimos años estableciendo límites más flexibles y ampliando las posibilidades de
gestión de una televisión privada (STC 206/1990, fundamento jurídico 6.).
Es de resaltar, a los efectos de los presentes recursos de amparo, que el legislador, al
contemplar la gestión por los particulares del servicio de televisión, sólo ha regulado
expresamente hasta el momento la emisión de cobertura nacional por medio de ondas
hertzianas, no habiendo desarrollado la modalidad de televisión por cable, y, más
concretamente, la de alcance local. En efecto, la Ley 10/1988 sobre Televisión
Privada, a la luz de su contenido legal, únicamente puede entenderse como Ley de
esa modalidad de televisión privada de ámbito nacional y no de la de todas las
posibles formas de gestión indirecta de la misma, pues no contempla una regulación
global de la gestión por los particulares de la televisión como servicio de difusión, ni
siquiera de todas las modalidades técnicamente posibles de televisión privada, con
distinto alcance y mediante diversos soportes tecnológicos; y es tan sólo una
ordenación parcial del acceso a un medio o soporte tecnológico, entre todos los
posibles, de la actividad televisiva.
Por lo que hace a la televisión local por cable, la omisión del legislador en su
desarrollo, plasmada en la ausencia de regulación legal del régimen concesional de
esa modalidad de televisión, viene de hecho a impedir no ya la posibilidad de obtener
la correspondiente concesión o autorización administrativa para su gestión indirecta,
sino siquiera la de instar su solicitud, lo que comporta, dentro del contexto de la
normativa aplicable, la prohibición pura y simple de la gestión por los particulares de
la actividad de difusión televisiva de alcance local y transmitida mediante cable.
Precisamente, en el vacío legislativo existente, con la consiguiente prohibición de la
actividad resultante del mismo, radica el fundamento último de las Resoluciones
administrativas impugnadas, en las que se requiere a las recurrentes en amparo el
cese en sus emisiones de televisión local por cable y el desmontaje de sus
instalaciones por carecer de la concesión administrativa previa para emitir, la cual,
como es obvio, no era posible obtener.
Así las cosas, hay que cuestionarse, por lo que se refiere a la televisión local por
cable, si una virtual prohibición de esa modalidad de televisión, como consecuencia
de la omisión del legislador, está justificada y tiene un fundamento razonable y, por
consiguiente, si es constitucionalmente legítima, pues ya ha tenido ocasión de
advertir este Tribunal, y es necesario reiterarlo nuevamente, que una legislación que
impida, al no preverla, «la emisión de televisión de alcance local y mediante cable
podría ser contraria, no sólo al art. 20 C.E., tal y como ha sido interpretado por este
Tribunal, sino también a los derechos y valores constitucionales cuya garantía
justifica para el legislador la configuración de la televisión como servicio público,
con la consiguiente vulneración del principio de interdicción de la arbitrariedad
consagrado en el art. 9.3 de la Constitución» (STC 189/1991, fundamento jurídico
3.). En los casos ahora contemplados, a diferencia del supuesto que fue objeto de la
STC 206/1990, el examen de esa omisión del legislador respecto a la televisión local
por cable resulta posible y necesario para la resolución de los presentes recursos de
amparo, ya que la pretensión de las sociedades demandantes es que se les reconozca
el derecho a la actividad de difusión televisiva de carácter local y por cable, cuya
satisfacción, en razón del soporte tecnológico empleado, no requiere la atribución
directa de frecuencias y potencias a efectos de emitir, lo que, sin duda, no resultaría
posible obtener en una Sentencia de amparo (STC 12/1982, fundamento jurídico 2.;
206/1990, fundamento jurídico 8.).
7. La Constitución al consagrar el derecho a expresar y difundir libremente los
pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro
medio de reproducción [art. 20.1 a) C.E.] y a comunicar o recibir libremente
información veraz por cualquier medio de difusión [art. 20.1 d) C.E.], consagra
también del derecho a crear los medios de comunicación indispensables para el
ejercicio de estas libertades, si bien es cierto, como hemos tenido ocasión de señalar,
que no se puede equiparar la intensidad de protección de los derechos primarios
directamente garantizados por el art. 20 C.E. y los que son en realidad meramente
instrumentales de aquéllos, de modo que respecto al derecho e creación de los
medios de comunicación el legislador dispone, en efecto, de una mayor capacidad de
configuración, debiendo contemplar, al regular dicha materia, otros derechos y
valores concurrentes, siempre que no restrinja su contenido esencial. También lo es,
asímismo, que en virtud de la configuración, constitucionalmente legítima, de la
televisión como servicio público, cualquiera que sea la técnica empleada y el alcance
de la emisión, los derechos a comunicar libremente el pensamiento y la información
pueden resultar limitados en favor de otros derechos.
Pero lo que no puede el legislador es diferir sine die, más allá de todo tiempo
razonable y sin que existan razones que justifiquen la demora, la regulación de una
actividad, como es en este caso la gestión indirecta de la televisión local por cable,
que afecta directamente al ejercicio de un derecho fundamental como son los
reconocidos en el art. 20.1 a) y d) C.E., pues la ausencia de regulación legal
comporta, de hecho, como ha ocurrido en los supuestos que han dado lugar a los
presentes recursos de amparo, no una regulación limitativa del derecho fundamental,
sino la prohibición lisa y llana de aquella actividad que es ejercicio de la libertad de
comunicación que garantizan los apartados a) y d) del art. 20.1 C.E., en su
manifestación de emisiones televisivas de carácter local y por cable. Ni la publicatio
de la actividad de difusión televisiva permite en modo alguno eliminar los derechos
de comunicar libremente el pensamiento y la información (STC 206/1990,
fundamento jurídico 6.; 189/1991, fundamento jurídico 3.) ni, en lo que atañe a
derechos fundamentales de libertad, puede el legislador negarlos por la vía de no
regular el ejercicio de la actividad en que consisten, pues no es de su disponibilidad
la existencia misma de los derechos garantizados ex Constitutione, aunque pueda
modular de distinta manera las condiciones de su ejercicio, respetando en todo caso
el límite que señala el art. 53.1 C.E.
Como ha señalado reiteradamente este Tribunal, los principios constitucionales y los
derechos y libertades fundamentales vinculan a todos los Poderes Públicos (art. 9.1 y
53.1 C.E.) y son origen inmediato de derechos y obligaciones y no meros principios
programáticos, no sufriendo este principio general de aplicabilidad inmediata más
excepciones que las que imponga la propia Constitución expresamente o que la
naturaleza misma de la norma impida considerarla inmediatamente aplicable (SSTC
15/1982, fundamento jurídico 9.; 254/1993, fundamento jurídico 6.). Cierto es que
cuando se opera con la interpositio legislatoris es posible que el mandato
constitucional no tenga, hasta que la regulación se produzca, más que un mínimo
contenido que ha de verse desarrollado y completado por el legislador (SSTC
15/1982, fundamento jurídico 8.; 254/1993, fundamento jurídico 6.), pero de ahí no
puede deducirse sin más que la libertad de comunicación ejercitada por las entidades
demandantes de amparo no forma parte del contenido mínimo que consagra el art.
20.1 a) y d) C.E., de modo que deba ser protegido por todos los Poderes Públicos y,
en última instancia, por este Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo.
El legislador ha demorado, hasta el presente, el desarrollo de la televisión local por
cable con el consiguiente sacrificio del derecho fundamental. En efecto, dada la
escasa complejidad técnica de la regulación de su régimen concesional en atención al
soporte tecnológico empleado para la emisión y la ilegalidad sobrevenida que la Ley
de Ordenación de las Telecomunicaciones supuso para una actividad que con
anterioridad había recibido alguna cobertura jurídica por parte de la jurisprudencia
(entre otras, Sentencias del T.S. de 17 de noviembre y 11 de diciembre de 1986; 21
de febrero, 6, 7, 10 y 13 de marzo, 21 de abril y 10 de julio de 1987), la prohibición
absoluta que para las emisiones televisivas de carácter local y por cable implica la
ausencia de regulación legal sin razones que lo justifiquen constituye un sacrificio
del derecho fundamental desproporcionado respecto a los posibles derechos, bienes o
intereses a tener en cuenta, que, en razón de la publicatio de la actividad de difusión
televisiva, podrían dar cobertura suficiente a una limitación, pero en ningún caso a
una supresión de la libertad de comunicación. Puesto que dichas emisiones, dado el
soporte tecnológico empleado, no suponen el agotamiento de un medio escaso de
comunicación, ya que difícilmente puede ser estimable la vía pública en este
supuesto como un bien escaso, ni implican, por sí y ordinariamente, restricciones al
derecho de expresión de los demás, toda vez que la existencia de una red local de
distribución no impide el establecimiento de otras. Por ello, sin negar la conveniencia
de una legislación ordenadora del medio, en tanto ésta no se produzca, no cabe,
porque subsista la laguna legal, sujetar a concesión o autorización administrativa -de
imposible consecución, por demás- el ejercicio de la actividad de emisión de
televisión local por cable, pues ello implica el desconocimiento total o supresión del
derecho fundamental a la libertad de expresión y de comunicación que garantiza el
art. 20.1 a) y d) C.E.
En consecuencia, las Resoluciones administrativas impugnadas, que requirieron a las
demandantes de amparo el cese en sus emisiones y el desmontaje de sus instalaciones
por falta de una autorización administrativa han lesionado los derechos
fundamentales de las recurrentes, y ello ha de llevar derechamente al otorgamiento
del amparo solicitado.
2. Derechos de configuración legal, en especial los derechos prestacionales
Existen derechos constitucionales, pues, que pueden gozar de tutela judicial incluso
en ausencia de toda regulación legal. Para algunos de ellos, sin embargo,
comenzando por el mismo derecho a la tutela judicial, tal afirmación resultaría
inconcebible: sin ley que regule la organización de los tribunales y el proceso
difícilmente cabría acudir a juez alguno. Quizá por ello convenga deshacer primero
el equívoco de atribuir a los derechos fundamentales una eficacia completamente al
margen de la ley y del resto del ordenamiento jurídico, para luego centrar la atención
en aquellos que necesitan de modo especial tal mediación.
Para el primer objetivo, nada más ilustrativo que comenzar con unas citas de Javier
Jiménez Campo: “el derecho fundamental –todo derecho fundamental-- vive a través
y por medio de una legalidad a falta de la cual resulta impracticable (salvo, acaso, los
derechos estrictamente defensivos) (...) Lo distintivo del derecho fundamental no es
–o no es siempre, cuando menos-- su inmediata posibilidad de realización judicial al
margen y con independencia de cualquier mediación legal (...). No sería posible,
aunque resulte tentador, presentar el derecho fundamental como aquel no necesitado
de definición (legislativa) tras su declaración constitucional y sí sólo, estrictamente,
de acción (procesal) para su defensa (...) La cuestión relevante es la de si cabe, y con
qué condiciones y límites, la intervención directa del juez para reconocer y amparar
un derecho cuya existencia no queda supeditada, según sabemos, a la intervención
delimitadora del legislador (...) Creo, por decirlo del modo más sencillo, que aquella
protección extra legem es posible y necesaria en todos aquellos casos, y sólo en
ellos, en los que, de no ampararse judicialmente el derecho, la pasividad legislativa
convertiría un mandato al legislador, incumplido, en una prohibición ex silentio
dirigida a los titulares del derecho (...); la situación inconstitucional nace cuando
derechos como éstos quedan ‘prohibidos’, sin razón atendible, por la falta de
regulación de sus condiciones de ejercicio y sometido al riesgo de sanción penal o
administrativa su ejercicio. Procede entonces –ésta sería la conclusión-- el amparo,
en lo que fuera posible, de la libertad negada ex silentio. Es obvio que no cabe
concluir lo mismo para los derechos de prestación o de participación, supeditado
como está el ejercicio de unos y otros a la regulación legal que habilite, cuando
menos, el procedimiento para su realización efectiva, esto es, para la provocación del
acto positivo del poder que ha de realizar la prestación o abrir los cauces de
participación. Tal procedimiento no puede ser establecido ni soslayado por el juez y
ésta es la razón por la que, ante la pasividad legislativa, resulta inviable la
satisfacción, siquiera parcial, del derecho fundamental. Su reconocimiento y respeto
básicos no dependen, en estos casos, de un mandato de no hacer dirigido al poder
público, sino de una acción positiva que sólo puede ser dispuesta por el legislador”.
En definitiva: el contenido de los derechos que puede garantizar el juez en ausencia
de ley es siempre el mínimo, que impide que se obstaculice el ejercicio de la libertad
o excluye que de tal ejercicio se derive sanción alguna. Pero lo cierto es que tal
eficacia inmediata de los derechos fundamentales resulta extraordinariamente
limitada. Con ella no quedan agotadas las posibles consecuencias jurídicas de su
lesión ni dispuestas las oportunas medidas preventivas. Por ejemplo, el principio
constitucional de tipicidad legal de las sanciones penales excluye que la represión
penal de los atentados a los derechos fundamentales pueda deducirse directamente de
la Constitución. La protección de los derechos se debe realizar también a través de
normas organizativas adecuadas, de la correcta --a estos efectos-- disposición de las
instituciones y de los procesos públicos y privados. Sólo la política de derechos
fundamentales que está exclusivamente en manos del legislador puede enfrentar
eficazmente ciertas amenazas a la libertad o articular medidas antidiscriminatorias
efectivas. En definitiva, la eficacia de los derechos fundamentales sólo puede
desarrollarse a través de la Ley: ésta otorga a los derechos mayor certeza y
proyección, al tiempo que permite un juego más funcional de la división de poderes.
Si el legislador asume plenamente su tarea, el control del Tribunal Constitucional
tendrá por objeto no tanto la decisión judicial relacionada directa y materialmente
con los derechos fundamentales, sino la ignorancia de la Ley, su interpretación
radicalmente inconsistente o la posible inconstitucionalidad de la Ley misma; para
desarrollar estos controles existen criterios orientadores más precisos y seguros que
los que dirigen primero la decisión del juez no vinculada legalmente sobre el alcance
de los derechos y después su revisión por parte del Tribunal Constitucional.
De todos modos, la pregunta aquí pertinente no versa sobre necesidad de la ley para
agotar la potencial eficacia de los derechos constitucionales, sin más bien acerca de
la cualificación como derechos fundamentales de aquellas normas constitucionales
que sin la mediación de la ley carecerían de la eficacia específica de los derechos
subjetivos. No nos interesan, citando de nuevo a Jiménez Campo, “todos cuantos
derechos fundamentales admitan algún tipo de intervención legal para su ordenación,
sino, de manera estricta, aquellos atribuidos a los individuos por la Constitución en
términos de una titularidad (...) que se concretará sólo en conexión con la ley.
Acotada de este modo, la noción [de derechos de configuración legal] ha de
emplearse para hacer referencia a los derechos de participación (arts. 23 y 27.7). a los
derechos en todo o en parte prestacionales (arts. 24 y 27.1y 5) y a aquellos otros, en
fin, que se reconocen en el seno de una institución garantizada (arts. 33 y 38) o,
simplemente, prevista por la Constitución (art. 30.2). En todos estos supuestos,
citados sin ánimo exhaustivo, la titularidad del derecho subjetivo fundamental surge
sólo, como realidad práctica y actual, de la convergencia o conexión entre el
enunciado abstracto de la Constitución y la ordenación legal de los procedimientos y
condiciones que delimitan el derecho”.
Para responder a la pregunta sobre la identidad de estas disposiciones
constitucionales, es necesario comenzar constatando que, como insiste el mismo
autor que venimos citando, “los enunciados que (...) expresan derechos
fundamentales presuponen la existencia del ordenamiento en su conjunto”. La
Constitución se inserta, como norma jurídica suprema, en un ordenamiento jurídico
ya existente, de manera que esa situación de un derecho constitucional proclamado al
margen de toda regulación legal resulta en buena medida hipotética: la precedencia
del derecho frente a la legislación es ordinariamente “sólo de orden lógico, no
cronológico”.
Por lo que aquí nos interesa, sigue Jiménez Campo, la Constitución se limita a
identificar como derecho subjetivo una determinada posición jurídica y a impedir que
el legislador altere tal determinación; no crea un derecho subjetivo en medio del
vacío jurídico, sino que consolida con rango de fundamental algún derecho
preexistente o inserta tal posición en el marco jurídico de las relaciones ya reguladas.
La Constitución da origen a la supremacía del derecho frente a la ley, pero quizá no,
al menos cronológicamente, al derecho mismo; en otros casos, se limita a modificar
la interpretación de la ley o a integrar su contenido para dar cabida a un nuevo
derecho subjetivo.
Justamente por ello, el ordenamiento dispone de múltiples vías que permiten dotar de
eficacia a los derechos constitucionales de índole prestacional. Lo han demostrado
cumplidamente, con relación a la específica categoría de los derechos sociales, los
profesores argentinos Víctor Abramovich y Christian Courtis en un libro del máximo
interés; citaremos sólo fragmentariamente el breve resumen de sus tesis que figura en
el prólogo, redactado por el eminente jurista italiano Luigi Ferrajoli.
Luigi Ferrajoli, “Prólogo” a Víctor Abramovich y Christian Courtis, Los derechos
sociales como derechos exigibles, Madrid: Trotta, 2002, págs. 9 a 14. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
Si bien los derechos sociales son solemnemente proclamados en todas las cartas
constitucionales e internacionales del siglo xx, una parte relevante de la cultura (...)
no considera que se trate propiamente de «derechos». Los argumentos para sostener
este singular desconocimiento del derecho positivo vigente, no por casualidad
articulados por politólogos más que por juristas, son siempre los mismos; que a estos
derechos les corresponden, antes que prohibiciones de lesión, obligaciones de
prestación positiva, cuya satisfacción no consiste en un no hacer sino en un hacer, en
cuanto tal no formalizable ni universalizable, y cuya violación, por el contrario, no
consiste en actos o comportamientos sancionables o anulables sino en simples
omisiones, que no resultarían coercibles ni justiciables.
Víctor Abramovich y Christian Courtis someten estos argumentos a una crítica
rigurosa (...) y muestran, con una gran cantidad de ejemplos, cómo la diferencia entre
el carácter de expectativas negativas de los derechos de libertad clásicos y aquél de
expectativas positivas de los derechos sociales es sólo de grado, dado que tanto unos
como otros incluyen expectativas de ambos tipos. Ciertamente, aun los derechos
sociales a la salud, a la protección del medio ambiente o a la educación imponen al
Estado prohibiciones de lesión de los bienes que constituyen su objeto. Y también los
clásicos derechos civiles y políticos —desde la libertad de expresión del pensamiento
al derecho al voto— requieren, por parte de la esfera pública, no sólo prohibiciones
de interferencia o de impedimentos, sino también obligaciones de proveer las
numerosas y complejas condiciones institucionales de su ejercicio y de su tutela.
No existe entonces, sostienen Abramovich y Courtis, ninguna diferencia de
estructura entre los distintos tipos de derechos fundamentales. Cae en consecuencia
el principal fundamento teórico —si es que se puede hablar de un «fundamento»—
de la tesis de la inexigibilidad judicial intrínseca de los derechos sociales.
Ciertamente son justiciables, es decir, sancionables o al menos reparables, ante todo
los comportamientos lesivos de tales derechos: por ejemplo, la contaminación
atmosférica, que viola el derecho a la salud; o el despido injustificado, que viola el
derecho al trabajo; o la discriminación por razones de género o nacionalidad, que
viola el derecho a la educación. Pero también son o pueden tornarse justiciables las
violaciones de los mismos derechos consistentes en omisiones, es decir, en la falta de
la prestación que constituye su objeto y cuya exigibilidad en juicio es posible
garantizar en la mayor parte de los casos (...)
En todo caso, este libro no se limita a afrontar el problema de la justiciabilidad de los
derechos sociales desde el punto de vista teórico. Su mérito principal, desde el plano
metodológico, es salirse de las consabidas discusiones abstractas sobre la estructura
de los derechos sociales, a través de las cuales se pretende generalmente dar fundamento al prejuicio ideológico de su no justiciabilidad. Por el contrario, partiendo del
reconocimiento de su compleja polivalencia semántica, el libro documenta
empíricamente, con una extraordinaria cantidad de casos traídos de la experiencia
jurisprudencial de los más variados ordenamientos, las numerosas técnicas y
estrategias de garantía de los diferentes tipos de derechos sociales llevadas a la práctica por distintos tribunales de justicia. Y se dedica, además, a partir de esas
experiencias, a la elaboración teórica y a la argumentación doctrinaria de nuevas
estrategias de garantía, sugeridas como practicables desde la perspectiva más general
de una dogmática, aún pendiente de construcción, de los derechos sociales. En ese
sentido, Abramovich y Courtis someten a análisis la gran cantidad de obstáculos que
se esgrimen ante la posibilidad de actuación de tales garantías: la indeterminación de
la prestación debida, la resistencia del Poder Judicial a resolver cuestiones de
apariencia típicamente política, la ausencia de mecanismos jurisdiccionales adecuados, la falta de una tradición cultural en orden a la justiciabilidad. Se trata, como
muestran los autores, no de obstáculos teóricos, sino puramente contingentes, que
bien podrían ser superados mediante una legislación mucho más adecuada de
actuación de los principios constitucionales y que, de todos modos, tendencialmente
van en vía de ser superados en la experiencia práctica de las distintas jurisdicciones.
Precisamente por ello, la segunda parte del libro describe minuciosamente las formas
judiciales de esa superación —sobre las estrategias de exigibilidad «directas» e
«indirectas» de satisfacción de los distintos derechos sociales.
Resultan iluminadoras, en este sentido, las múltiples formas de garantía «directa», es
decir basadas sobre el derecho social mismo, elaboradas de manera cada vez más
frecuente por la práctica jurisprudencial. Abramovich y Courtis analizan una gran
cantidad de casos judiciales (...) en los que los tribunales han superado los distintos
obstáculos antes mencionados, imponiendo el cumplimiento del derecho no
satisfecho o la reparación del derecho violado con pronunciamientos innovadores y
originales pero siempre rigurosamente fundados en el derecho positivo vigente.
Pero no menos fecundas y estimulantes resultan las estrategias de tutela de los
derechos sociales que los autores llaman «indirectas» y que ilustran a través de una
variada casuística. Se trata de una tutela fundada, en la rica jurisprudencia
examinada, no tanto (y no sólo) sobre la estipulación de derechos sociales (...) sino
más bien, indirectamente, sobre otros principios normativos también violados por la
lesión del derecho en cuestión: en primer lugar sobre el principio de igualdad,
invocado por ejemplo en Holanda para sostener el derecho de las mujeres al mismo
tratamiento previsional que los hombres, o en los Estados Unidos, contra la
discriminación racial en el acceso a la educación pública; en segundo lugar, sobre el
principio y las garantías del «debido proceso», que suplen la falta de una forma más
específica de tutela jurisdiccional; en tercer lugar sobre los más tradicionales
derechos civiles y de libertad y sobre el mismo derecho a la vida, ya que su defensa
efectiva supone necesariamente la de los derechos sociales vitales como el derecho a
la salud o a la subsistencia; finalmente, sobre derechos sociales más «fuertes», por
estar por ejemplo garantizados por sanciones, como el derecho a la protección del
medio ambiente, cuya tutela garantiza también el derecho a la salud. Así, (...)
Abramovich y Courtis demuestran, sobre la base de este extenso y documentado
análisis empírico, las (...) frecuentes sinergias entre principios, en virtud de las cuales
los derechos no se contraponen, sino que se conectan, en el sentido de que la tutela
de uno significa necesariamente la del otro.
Abramovich y Courtis son muy conscientes de los límites de la jurisdicción como
instrumento adecuado para una plena garantía de los derechos sociales. Esta
inadecuación proviene de los obstáculos mencionados, que, como ellos reconocen,
son sólo parcialmente superables. La tarea de la jurisdicción, en realidad, consiste
esencialmente en señalar las violaciones —ciertamente, el Poder Judicial no puede
sustituir al Poder Legislativo y al Ejecutivo en la formulación de políticas sociales,
tanto menos si se trata de políticas de gran escala o de largo alcance temporal—. Y
de todos modos, este mismo carácter cognitivo de la jurisdicción sugiere a los
autores una rigurosa actio finium regundorum entre Poder Judicial y Poder Político,
como fundamento de su clásica separación; de aquello que el Poder Judicial no puede
hacer, por motivo justamente de su naturaleza cognitiva, pero también de aquello
que, debido a esa misma naturaleza, debe hacer, es decir, señalar todas las
violaciones de los derechos sociales cometidos por la Administración pública. Está
claro que esta denuncia, que se extiende también a las violaciones de los principios y
de otros derechos a los que los derechos sociales sirven como presupuesto, siempre
produce efectos jurídicos, que pueden ir desde la imposición de la obligación de la
concreta prestación, cuando ésta está predeterminada por la ley, pasando por la
puesta en mora de los órganos incumplidores, hasta la simple requisitoria, en una
suerte de diálogo institucional idóneo cuanto menos para deslegitimar la inercia y
estimular la intervención.
El resultado es un amplio abanico de intervenciones y estrategias garantistas, que
representa la mejor refutación de las hipótesis escépticas acerca de la no
justiciabilidad de los derechos sociales (...). Y revelan el carácter por así decirlo
performativo y constitutivo que una cultura jurídica que tome los derechos en serio,
según la bella frase de Ronald Dworkin, puede tener frente al derecho mismo, que no
es una entidad natural, sino una construcción lingüística y simbólica cuya
consistencia conceptual y fuerza vinculante dependen en gran parte del empeño
cívico e intelectual de sus intérpretes, sean éstos jueces o juristas.
Con todo ello, la cuestión de los derechos de configuración legal cambia de
perspectiva: ya no se trata de saber si desde la sola Constitución merecen la
consideración de derechos fundamentales, sino ante todo de conocer el específico
status constitucional de las facultades concretas con las que la ley les ha dotado. Y
ésta es una pregunta, además, que potencialmente se proyecta sobre todos los
derechos, en la medida en que, con independencia del contenido esencial reconocido
por la Constitución, están abiertos al desarrollo legislativo de su eficacia. Se trata, en
fin, de la pregunta que dejábamos apartada en el primer párrafo del último epígrafe
del tema anterior. Y la abordaremos citando el correspondiente epígrafe del libro
colectivo dirigido por Francisco Bastida, escrito en este caso por Ignacio Villaverde:
Ignacio Villaverde Menéndez, “El legislador de los derechos fundamentales”, en
Bastida Freijedo, F. J., Villaverde Menéndez, I., Requejo Rodríguez, P., Presno
Linera, M. A., Aláez Corral, B., Fernández Sarasola, I., Teoría general de los
derechos fundamentales en la Constitución española de 1978, Madrid: Tecnos, 2004,
págs. 151 a 178. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
El TC en diversas ocasiones ha distinguido una clase de derechos fundamentales que
se caracterizan por la circunstancia de que son derechos para cuya plena eficacia,
bien porque así lo exige la propia CE (por ejemplo, el art. 23.2 CE) o «por su
naturaleza» (caso del art. 24 CE) resulta indispensable su delimitación por el
legislador (...). Aparentemente la diferencia estriba en que, mientras unos derechos
fundamentales tienen todo su contenido, objeto y límites abstractamente definido en
el precepto constitucional que los contiene y el legislador sólo puede concretar lo que
ya está en la Constitución; en los de configuración legal, sin embargo, la
Constitución sólo establece un «mínimo contenido» del derecho a partir del cual el
legislador puede (o debe, según el caso) definir su diseño final (...).
No por ello, y así lo ha dicho el TC (...), estos derechos están a disposición del
legislador. Su existencia como derechos, y por eso siguen siendo fundamentales, no
depende de la decisión legislativa de regularlos. Ocurre que, en palabras del TC, sólo
un «mínimo contenido» del derecho fundamental en cuestión gozaría de eficacia
directa, necesitando de la intervención del legislador para la delimitación de su
objeto, contenido y límites. Dicho en otros términos, a salvo ese contenido mínimo,
el objeto, contenido y límites de ese derecho fundamental serán aquellos con los que
le dote la norma con rango de ley que lo regule. Los derechos fundamentales de
configuración legal se asemejarían a una garantía institucional cuyo objeto es un
derecho individual y no una institución jurídica.
A pesar de que el derecho fundamental de configuración legal tendrá el contenido
que la norma legal le dé, no por ello el legislador puede configurar libremente ese
contenido. La indisponibilidad del derecho fundamental se lo impide (así la STC
24/1990, FJ 2.°).
(...) Esta tesis del TC plantea alguna que otra dificultad. Por un lado, para el TC
parece que son derechos fundamentales de configuración legal todos aquellos que
necesitan ser regulados o desarrollados por el legislador para alcanzar su plenitud de
efectos, es decir, todos aquellos que hacen de las posibilidades que ofrecen las
reservas de los artículos 53.1 y 81.1 una necesidad. De ser así, todos los derechos
fundamentales serían derechos de configuración legal en potencia. Incluso en cierta
medida todos los son por cuanto todos pueden ser desarrollados por ley orgánica y su
contenido será el que dicha ley les haya concretado.
Por otro lado, la consecuencia lógica de esta doctrina es que lo que sea el derecho
fundamental viene definido por el legislador de manera que la lesión de la norma
legal que configura el derecho es una vulneración de éste. Si esto es así, surge el
problema, no resuelto por el TC, de saber si el haz de facultades o poderes jurídicos
con los que la norma legal ha constituido el contenido de ese derecho fundamental
son derechos constitucionales o únicamente legales. La cuestión no es baladí, ya que
está en juego el parámetro que deba emplearse para controlar esa ley configuradora
del derecho fundamental y el alcance de la jurisdicción del TC. La STC 214/1998,
antes citada, pone de manifiesto la trascendencia de la cuestión, ya que si las
facultades o poderes jurídicos que la ley incorpora al derecho fundamental en su
labor configuradora son meros derechos legales, su interpretación y aplicación
corresponde a la jurisdicción ordinaria, de manera que el TC estará sometido a esta
interpretación en tanto él no es el juez de la legalidad. Sin embargo, a nuestro juicio
esto no es así. Para los aplicadores de la ley configuradora del derecho fundamental
su contenido es contenido de un derecho fundamental y no simple legalidad
ordinaria. Para quien ese contenido es mera legalidad, en el sentido de que puede ser
modificada por una legalidad posterior, es, justamente, para el legislador. Acaso deba
repararse en que una cosa es que los contenidos incorporados por la ley al derecho
fundamental que configura puedan hacerse valer ante la jurisdicción ordinaria o la
constitucional como elementos de la delimitación del derecho cuya infracción lo es
también de éste, y otra cosa es que ese contenido se eleve a rango constitucional, sin
perjuicio de que con esa ley se forme un bloque constitucional en materia de
derechos fundamentales.
En nuestra opinión, la categoría de los derechos fundamentales de configuración
legal no es sino la manera con la que el TC se refiere a todos aquellos derechos
fundamentales cuya dimensión subjetiva no se articula técnicamente con derechos de
libertad. Hay en efecto derechos fundamentales cuyas expectativas de conducta que
integran su objeto sólo pueden existir y realizarse si media la colaboración del poder
público pues requieren para su ejercicio prestaciones de bienes o servicios o el
establecimiento de normas de procedimiento y organización. En estos casos en los
que la disposición por el titular del derecho de su objeto y contenido requiere de la
previa actuación de los poderes públicos (y no su abstención como es lo habitual), y
en concreto, para el caso español, del legislador, estaremos ante derechos
fundamentales de configuración legal, que no son otros que aquellos cuyo contenido
no sean derechos de libertad o reaccionales, sino de prestación o que impongan la
existencia de normas de organización y procedimiento. Así pues, esa configuración
del derecho fundamental es la concreción y creación de las prestaciones,
organizaciones o procedimientos indispensables para que el titular del derecho pueda
disponer y realizar las expectativas de conducta que constituyen su objeto. Y será de
configuración legal porque en su condición de derecho fundamental la habilitación
para configurarlo sólo puede recaer en el legislador en los términos de los artículos
53.1 y 81.1 CE. El legislador habrá configurado la dimensión subjetiva del derecho
fundamental, de forma que ésta sólo podrá ejercerse en los términos de la norma
legal que la configura, y la lesión de esa legalidad implica también la lesión del
derecho fundamental que configura.
Tanto la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) cuanto los derechos de participación en
los asuntos públicos (art. 23 CE) son ejemplos paradigmáticos de lo que se acaba de
decir. Para poder acceder a los tribunales con el fin de hacer valer nuestras
pretensiones o para poder ejercer el derecho de sufragio (que todo ello son
expectativas de conductas constitucionalmente garantizadas) se requiere de normas
procesales y una organización judicial y de normas electorales y de una organización
electoral. Extremos que en la CE sólo la ley puede crear, que será orgánica u
ordinaria según esa configuración sea un desarrollo del derecho o su mero ejercicio.
Así, por ejemplo, los derechos de defensa, de acceso al proceso o de acceso al
recurso, deben ejercerse en los términos de la legalidad procesal, de forma que, ni del
artículo 24.1 CE cabe derivar un derecho a la existencia de trámites inexistente (en
conexión con su carácter de derecho de configuración legal, SSTC 66/1985, FJ 2.°, y
además las Sentencias 245/1991, 115/2002, 124/2002, 184/2002), ni puede
considerarse lesionado uno de estos derechos de configuración legal cuando se han
ejercido sin atender a los requisitos que esa legalidad le ha impuesto (STC 80/2002).
Así, por ejemplo, es condición de la admisibilidad de los recursos de amparo en los
que se invoca el derecho a la prueba pertinente (art. 24.2 CE) si se ha solicitado el
recibimiento de la prueba rechazada o no practicada en tiempo y forma (STC
1/1996).
3. Mandatos al legislador y reservas de ley
La posibilidad de que un mandato al legislador incorpore un derecho fundamental se
ha visto ya en materia de objeción de conciencia contemplada en el art. 30.2 CE.
Pero era aquél un supuesto particular, en el que la propia Constitución, al prever de
modo expreso la posibilidad del recurso de amparo constitucional (art. 53.2 CE),
dejaba clara tal derivación: la objeción de conciencia era para el constituyente, sin
duda, un derecho fundamental, por más que estuviera particularmente ligado a un
desarrollo legislativo.
¿Existen otros supuestos en los que un mandato al legislador formulado como tal por
el constituyente se pueda convertir en un derecho fundamental, específicamente en
uno de los derechos cuya infracción abre la vía del recurso de amparo? La pregunta
no es, como en el caso de la objeción de conciencia, si un derecho que formalmente
depende de su regulación legal puede tener entretanto alguna eficacia inmediata.
Tampoco nos preguntamos aquí por el estatuto preciso de los derechos necesitados
de ulterior regulación legal, por ejemplo a los efectos de determinar si los contenidos
jurídico-subjetivos que la ley asocia a un derecho fundamental tienen asimismo la
cualificación de derecho fundamental: de eso ya se trató en el epígrafe anterior. En
este caso buscamos normas que, al menos aparentemente, no proclaman derechos; y,
sin embargo, ¿cabe atribuirles tal sentido mediante la interpretación?
Si el mandato constitucional ya se ha cumplido y la ley incorpora derechos
subjetivos, podríamos pensar que la aparición del derecho fundamental procede de la
conexión entre el mandato constitucional al legislador, formulado en sede de
derechos fundamentales, y la ley que lo acata: nos habríamos aproximado a la figura
de los derechos de configuración legal, podría decirse incluso que habíamos
construido un derecho constitucional de tal naturaleza.
La pregunta que aquí interesa se plantea en términos más radicales, sin embargo,
cuando el mandato no ha sido cumplido y, por tanto, no hay aún ley en la que anclar
el derecho. Es en este contexto donde cobra plena autonomía la pregunta acerca de la
convertibilidad de los mandato al legislador en derechos fundamentales. Pues bien, el
caso se planteó en nuestra jurisprudencia constitucional con la STC 254/1993.
STC 254/1993
II. Fundamentos jurídicos
1. El recurrente en amparo Sr. Olaverri no recibió contestación, por parte de la
Administración del Estado, cuando le solicitó información acerca de los ficheros
automatizados donde figurasen datos de carácter personal que le concernían. Ni el
Gobernador civil de Guipúzcoa, ni el Ministro del Interior, dictaron resolución de
ningún tipo respecto de las peticiones deducidas por el ciudadano, que eran tres: a) la
primera, que se le comunicara si existían ficheros automatizados de la
Administración del Estado, o de organismos dependientes de ella, donde constasen
datos personales suyos; b) la segunda, que en caso afirmativo se le indicaran la
finalidad de esos ficheros, y la autoridad que los controla, y c) la tercera, que se le
comunicaran los datos existentes en dichos ficheros referidos a su persona, de forma
inteligible y sin demora.
Estas peticiones de información se fundaban en el Convenio para la protección de las
personas con respecto al tratamiento automatizado de datos de carácter personal,
hecho en Estrasburgo el 28 de enero de 1981, y ratificado por España mediante
Instrumento de 27 de enero de 1984 (publicado en el «B.O.E.» de 15 de noviembre
de 1985, y que había entrado en vigor de forma general, y para España, el anterior
día 1 de octubre).
Las Sentencias de los Tribunales desestimaron el recurso contencioso-administrativo
interpuesto por el Sr. Olaverri por entender que el Convenio no era de aplicación
directa, siendo preciso el complemento de la actividad legislativa y reglamentaria
interna para la aplicación práctica de sus disposiciones en España.
La cuestión suscitada en el presente recurso de amparo consiste en determinar si la
negativa a suministrar la información solicitada, acerca de los datos personales del
actor que la Administración del Estado posee en ficheros automatizados, vulnera o
no los derechos fundamentales a la intimidad y a la propia imagen que le reconoce el
art. 18 de la Constitución, tanto en su apartado 1 como en el 4. No obstante, con
carácter previo es preciso abordar las objeciones preliminares que formula el
Abogado del Estado.
2. La primera de ellas, acerca de la falta de invocación del derecho fundamental en la
vía judicial previa, carece de todo fundamento. El largo itinerario recorrido por el Sr.
Olaverri, desde que en febrero de 1986 se dirigió por escrito al Gobernador Civil de
Guipúzcoa, no tenía como finalidad obtener la aplicación de un Convenio
internacional, sino la de procurar el reconocimiento y protección de sus derechos
fundamentales a la intimidad y a la propia imagen. Ello por sí solo sería suficiente,
ya que nuestra jurisprudencia mantiene que lo esencial es «el derecho fundamental
que se defiende, no la cita del art. de la Constitución que lo proclama»; pues la razón
de ser de la carga de invocación del derecho fundamental es hacer posible que los
Tribunales de Justicia, a quienes compete con carácter general y primordial la
protección de los derechos y libertades fundamentales, en virtud de los arts. 53.2 y
117 C.E., pueden «satisfacer tal derecho o libertad haciendo innecesario el acceso a
sede constitucional» (SSTC 1/1981, fundamento jurídico 4.; 75/1984, fundamentos
jurídicos 1. y 2., y 182/1990, fundamento jurídico 4.).
Por lo demás, el demandante sí mencionó expresamente en sus alegaciones ante los
Tribunales contencioso-administrativos los derechos constitucionales que hacía
valer, como consta en sus escritos forenses, por lo que la oposición del Abogado del
Estado en este punto es claramente improcedente.
3. Tampoco resultan convincentes las afirmaciones que realiza acerca de la
imposibilidad material en que se encontraban las autoridades a las que el Sr. Olaverri
dirigió su instancia para contestar a sus peticiones de información. El que un
determinado órgano administrativo disponga, o carezca, de los medios materiales o
de las atribuciones competenciales precisos no sirve para discernir los derechos de un
ciudadano, especialmente si esos derechos son declarados por la Constitución. La
cuestión que debemos determinar en este proceso es si el actor tenía o no derecho, en
virtud del art. 18 C.E., a que la Administración le suministrase la información que
solicitaba. Si tiene derecho a ella, es deber de todos los poderes públicos poner los
medios organizativos y materiales necesarios para procurársela; si no tiene derecho,
sigue siendo igualmente irrelevante el que dichos medios existan o no.
En cualquier caso, la legislación vigente otorga al Gobernador civil la condición de
representante permanente del Gobierno de la Nación en la provincia, como reconoce
el mismo Abogado del Estado, así como la de primera autoridad de la
Administración civil del Estado (arts. 1 y 11 de su Estatuto, aprobado por Real
Decereto 3117/1980, de 22 de diciembre, así como el art. 11 de la Ley 17/1983, de
16 de noviembre, sobre Delegados del Gobierno en las Comunidades
Autónomas). A él compete ejercer la superior dirección de todos los servicios
periféricos de dicha Administración en la provincia, y coordinar la actividad de todos
sus órganos. Por consiguiente, el Gobernador civil no carece de competencia para
resolver la petición presentada por el Sr. Olaverri, sin perjuicio del signo de dicha
resolución, que es el tema de fondo del presente proceso.
Por añadidura, esas alegadas carencias administrativas no podían justificar en modo
alguno el pertinaz silencio del Gobernador civil, primero, y del Ministro del Interior
luego. Como hemos afirmado en las SSTC 180/1991, fundamento jurídico 1., y
6/1986, fundamento jurídico 3. c), es evidente que la Administración no puede verse
beneficiada por el incumplimiento de su obligación de resolver siempre
expresamente, al no dar respuesta alguna a la solicitud del ciudadano ni sobre la
petición presentada, ni sobre la eventual incompetencia del órgano administrativo
interpelado, y forzar a aquél a acudir a los Tribunales en términos que podrían
infringir el derecho fundamental que enuncia el art. 24.1 C.E.
4. El nudo gordiano del presente recurso consiste en determinar si las dos primeras
letras del art. 8 del Convenio del Consejo de Europa sobre protección de datos
personales surten efecto directo, o en su caso interpretativo, en relación con los
derechos fundamentales que enuncia el art. 18 de la Constitución. Dicho Convenio
tiene como fin garantizar a toda persona física el respeto de sus derechos y libertades
fundamentales, y en especial de su derecho a la vida privada, respecto al tratamiento
automatizado de sus datos personales (art. 1). El reforzamiento de la protección que
los Derechos nacionales venían dispensando a los datos personales de los ciudadanos
obedece, como expone la Memoria explicativa publicada por el Consejo de Europa, a
la creciente utilización de la informática para fines administrativos y de gestión; lo
que da lugar a que, «en la sociedad moderna, gran parte de las decisiones que afectan
a los individuos descansan en datos registrados en ficheros informatizados».
Paradójicamente, los riesgos derivados del exceso, de los errores, o del uso
incontrolado de información de carácter personal no pueden ser afrontados
eficazmente por los particulares afectados a causa de una información insuficiente,
pues los ciudadanos se encuentran inermes por la imposibilidad de averiguar qué
información sobre sus personas almacenan las distintas Administraciones públicas,
premisa indispensable para cualquier reclamación o rectificación posterior. Menos
aún pueden conocer y prevenir o perseguir el uso desviado o la diseminación
indebida de tales datos, incluso aunque le causen lesiones en sus derechos o intereses
legítimos. De aquí que el Convenio europeo de 1981 no se limite a establecer los
principios básicos para la protección de los datos tratados automáticamente,
especialmente en sus arts. 5, 6, 7 y 11, sino que los complete con unas garantías para
las personas concernidas, que formula detalladamente su art. 8.
La solicitud presentada por el Sr. Olaverri Zazpe a las autoridades de la
Administración del Estado coincide sustancialmente en sus términos con lo dispuesto
por los dos primeros apartados de este art. 8 del Convenio, a cuyo tenor «cualquier
persona deberá poder:
a) Conocer la existencia de un fichero automatizado de datos de carácter personal,
sus finalidades principales, así como la identidad y la residencia habitual o el
establecimiento principal de la autoridad controladora del fichero.
b) Obtener a intervalos razonables y sin demora o gastos excesivos la confirmación
de la existencia o no en el fichero automatizado de datos de carácter personal que
conciernan a dicha persona, así como la comunicación de dichos datos en forma
inteligible».
Es preciso analizar sucesivamente los diversos argumentos avanzados por el
demandante en apoyo de su pretensión de amparo.
5. La alegación fundada en el art. 96.1 C.E., para razonar que el efecto vinculante
que este precepto constitucional reconoce a los Tratados permite hacer valer los
derechos recogidos en el art. 8 del Convenio de protección de datos, suscita una
cuestión ajena al recurso de amparo, por las razones expuestas por las SSTC
49/1988, fundamento jurídico 14; 47/1990, fundamento jurídico 8., y 28/1991,
fundamento jurídico 5.
La adecuación de una norma legal, o de una disposición o actuación de los poderes
públicos, a lo preceptuado por un tratado internacional, y por consiguiente si las
autoridades españolas han cumplido o no los compromisos derivados de un acuerdo
internacional, son cuestiones que, en sí mismas consideradas, resultan indiferentes
para asegurar la protección de los derechos fundamentales comprendidos en el art.
53.2 C.E., que es el fin al que sirve la jurisdicción de este Tribunal en el ámbito del
recurso de amparo.
6. Con independencia de esto, sin embargo, es lo cierto que los textos internacionales
ratificados por España pueden desplegar ciertos efectos en relación con los derechos
fundamentales, en cuanto pueden servir para configurar el sentido y alcance de los
derechos recogidos en la Constitución, como hemos mantenido, en virtud del art.
10.2 C.E., desde nuestra STC 38/1981, fundamentos jurídicos 3. y 4. Es desde esta
segunda perspectiva desde la que hay que examinar la presente demanda de amparo.
Dispone el art. 18.4 C.E. que «la Ley limitará el uso de la informática para garantizar
el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de
sus derechos». De este modo, nuestra Constitución ha incorporado una nueva
garantía constitucional, como forma de respuesta a una nueva forma de amenaza
concreta a la dignidad y a los derechos de la persona, de forma en último término no
muy diferente a como fueron originándose e incorporándose históricamente los
distintos derechos fundamentales. En el presente caso estamos ante un instituto de
garantía de otros derechos, fundamentalmente el honor y la intimidad, pero también
de un instituto que es, en sí mismo, un derecho o libertad fundamental, el derecho a
la libertad frente a las potenciales agresiones a la dignidad y a la libertad de la
persona provenientes de un uso ilegítimo del tratamiento mecanizado de datos, lo que
la Constitución llama «la informática».
El primer problema que este derecho suscita es el de la ausencia, hasta un momento
reciente, en todo caso posterior a los hechos que dan lugar a la presente demanda, de
un desarrollo legislativo del mismo. Ahora bien, a esa ausencia de legislación no se
pueden enlazar las desmesuradas consecuencias que postula el Abogado del Estado.
Aun en la hipótesis de que un derecho constitucional requiera una interpositio
legislatoris para su desarrollo y plena eficacia, nuestra jurisprudencia niega que su
reconocimiento por la Constitución no tenga otra consecuencia que la de establecer
un mandato dirigido al legislador sin virtualidad para amparar por sí mismo
pretensiones individuales, de modo que sólo sea exigible cuando el legislador lo haya
desarrollado. Los derechos y libertades fundamentales vinculan a todos los poderes
públicos, y son origen inmediato de derechos y obligaciones, y no meros principios
programáticos. Este principio general de aplicabilidad inmediata no sufre más
excepciones que las que imponga la propia Constitución, expresamente o bien por la
naturaleza misma de la norma (STC 15/1982, fundamento jurídico 8.).
Es cierto que, como señalamos en esa misma Sentencia, cuando se opera con una
«reserva de configuración legal» es posible que el mandato constitucional no tenga,
hasta que la regulación se produzca, más que un mínimo contenido, que ha de verse
desarrollado y completado por el legislador. Pero de aquí no puede deducirse sin más
(como hace el Abogado del Estado), que los derechos a obtener información
ejercitados por el demandante de amparo no forman parte del contenido mínimo que
consagra el art. 18 C.E. con eficacia directa, y que debe ser protegido por todos los
poderes públicos y, en último término, por este Tribunal a través del recurso de
amparo (art. 53 C.E.).
7. A partir de aquí se plantea el problema de cuál deba ser ese contenido mínimo,
provisional, en relación con este derecho o libertad que el ciudadano debe encontrar
garantizado, aun en ausencia de desarrollo legislativo del mismo.
Un primer elemento, el más «elemental», de ese contenido, es, sin duda, negativo,
respondiendo al enunciado literal del derecho: El uso de la informática encuentra un
límite en el respeto al honor y la intimidad de las personas y en el pleno ejercicio de
sus derechos. Ahora bien, la efectividad de ese derecho puede requerir
inexcusablemente de alguna garantía complementaria, y es aquí donde pueden venir
en auxilio interpretativo los tratados y convenios internacionales sobre esta materia
suscritos por España. Pues, como señala el Ministerio Fiscal, la garantía de la
intimidad adopta hoy un contenido positivo en forma de derecho de control sobre los
datos relativos a la propia persona. La llamada «libertad informática» es, así,
también, derecho a controlar el uso de los mismos datos insertos en un programa
informático (habeas data).
En este sentido, las pautas interpretativas que nacen del Convenio de protección de
datos personales de 1981 conducen a una respuesta inequívocamente favorable a las
tesis del demandante de amparo. La realidad de los problemas a los que se enfrentó
la elaboración y la ratificación de dicho tratado internacional, así como la experiencia
de los países del Consejo de Europa que ha sido condensada en su articulado, llevan
a la conclusión de que la protección de la intimidad de los ciudadanos requiere que
éstos puedan conocer la existencia y los rasgos de aquellos ficheros automatizados
donde las Administraciones públicas conservan datos de carácter personal que les
conciernen, así como cuáles son esos datos personales en poder de las autoridades.
Los argumentos que esgrime el Abogado del Estado en contra de este juicio no son
convincentes. Si, como acepta dialécticamente en sus alegaciones, el derecho
fundamental a la intimidad puede justificar en determinados casos que un ciudadano
se niegue a suministrar a las autoridades determinados datos personales, no se ve la
razón por la que no podría justificar igualmente que ese mismo ciudadano se oponga
a que esos mismos datos sean conservados una vez satisfecho o desaparecido el
legítimo fin que justificó su obtención por parte de la Administración, o a que sean
utilizados o difundidos para fines distintos, y aun ilegales o fraudulentos, o incluso a
que esos datos personales que tiene derecho a negar a la Administración sean
suministrados por terceros no autorizados para ello.
Toda la información que las Administraciones públicas recogen y archivan ha de ser
necesaria para el ejercicio de las potestades que les atribuye la Ley, y ha de ser
adecuada para las legítimas finalidades previstas por ella, como indicamos en la STC
110/1984, especialmente fundamentos jurídicos 3. y 8., pues las instituciones
públicas, a diferencia de los ciudadanos, no gozan del derecho fundamental a la
libertad de expresión que proclama el art. 20 C.E. (STC 185/1989, fundamento
jurídico 4. 4, y ATC 19/1993). Los datos que conservan las Administraciones son
utilizados luego por sus distintas autoridades y organismos en el desempeño de sus
funciones, desde el reconocimiento del derecho a prestaciones sanitarias o
económicas de la Seguridad Social hasta la represión de las conductas ilícitas,
incluyendo cualquiera de la variopinta multitud de decisiones con que los poderes
públicos afectan la vida de los particulares.
Esta constatación elemental de que los datos personales que almacena la
Administración son utilizados por sus autoridades y sus servicios impide aceptar la
tesis de que el derecho fundamental a la intimidad agota su contenido en facultades
puramente negativas, de exclusión. Las facultades precisas para conocer la
existencia, los fines y los responsables de los ficheros automatizados dependientes de
una Administración pública donde obran datos personales de un ciudadano son
absolutamente necesarias para que los intereses protegidos por el art. 18 C.E., y que
dan vida al derecho fundamental a la intimidad, resulten real y efectivamente
protegidos. Por ende, dichas facultades de información forman parte del contenido
del derecho a la intimidad, que vincula directamente a todos los poderes públicos, y
ha de ser salvaguardado por este Tribunal, haya sido o no desarrollado
legislativamente (SSTC 11/1981, fundamento jurídico 8., y 101/1991, fundamento
jurídico 2.).
8. Al desconocer estas facultades, y no responder a las peticiones deducidas por el Sr.
Olaverri, la Administración del Estado hizo impracticable el ejercicio de su derecho a
la intimidad, dificultando su protección más allá de lo razonable, y por ende vulneró
el art. 18 de la Constitución.
Por ello no es pertinente hablar, como hace el Abogado del Estado en su
razonamiento, de si el actor sospecha, con mayor o menor fundamento, que las
autoridades estatales guardan datos en sus archivos o registros que quizá son lesivos
para su esfera privada. Es suficiente con constatar que, al negarse a comunicarle la
existencia e identificación de los ficheros automatizados que mantiene con datos de
carácter personal, así como los datos que le conciernen a él personalmente, la
Administración demandada en este proceso vulneró el contenido esencial del derecho
a la intimidad del actor, al despojarlo de su necesaria protección. Por lo que procede
estimar el presente recurso de amparo.
9. No es ocioso advertir que la reciente aprobación de la Ley Orgánica de regulación
del tratamiento automatizado de los datos de carácter personal (L.O. 5/1992, de 29 de
octubre) no hace más que reforzar las conclusiones alcanzadas con anterioridad. La
creación del Registro General de Protección de Datos, y el establecimiento de la
Agencia de Protección de Datos, facilitarán y garantizarán el ejercicio de los
derechos de información y acceso de los ciudadanos a los ficheros de titularidad
pública, y además extienden su alcance a los ficheros de titularidad privada. Pero ello
no desvirtúa el fundamento constitucional de tales derechos, en cuanto
imprescindibles para proteger el derecho fundamental a la intimidad en relación con
los ficheros automatizados que dependen de los poderes públicos. Ni tampoco
exonera a las autoridades administrativas del deber de respetar ese derecho de los
ciudadanos, al formar y utilizar los ficheros que albergan datos personales de éstos,
ni del deber de satisfacer las peticiones de información deducidas por las personas
físicas en el círculo de las competencias propias de tales autoridades.
Por consiguiente, el otorgamiento del presente amparo implica el reconocimiento del
derecho que asiste al Sr. Olaverri a que el Gobernador civil le comunique sin demora
la existencia de los ficheros automatizados de datos de carácter
personal que dependen de la Administración civil del Estado, sus finalidades, y la
identidad y domicilio de la autoridad responsable del fichero. Igualmente, deberá
comunicarle en forma inteligible aquellos datos personales que le conciernen, pero
tan sólo los que obren en aquellos ficheros sobre los que el Gobernador civil ostente
las necesarias facultades.
Finalmente, el reconocimiento de estos derechos, derivados del art. 18 C.E. de
conformidad con el Convenio del Consejo de Europa a la protección de datos
personales de 1981, no obsta a que la autoridad administrativa deniegue, mediante
resolución motivada, algún extremo de la información solicitada, siempre que dicha
negativa se encuentre justificada por alguna excepción prevista por la Ley, incluido
el propio Convenio europeo de 1981.
Voto particular
Voto particular que formula el Presidente del Tribunal don Miguel Rodríguez-Piñero
y Bravo-Ferrer
Lamento discrepar del criterio mayoritario de la Sala que conduce al otorgamiento
del amparo. El fundamento de tal parecer no es otro que el de estimar que, pese a no
haberse desarrollado el art. 18.4 C.E., es amparable la pretensión del recurrente, en
orden a que se le pongan de manifiesto determinados datos personales, con el solo
argumento de que el Convenio del Consejo de Europa de 28 de enero de 1981,
ratificado por España («B.O.E.» de 15 de noviembre de 1985) ofrece criterios
interpretativos que permiten llegar a la conclusión de que los ciudadanos pueden
ejercitar directamente, con la sola base del art. 18.4 C.E., dicha pretensión, como
facultad que forma parte del contenido del derecho a la intimidad, que vincularía
directamente a todos los poderes públicos al margen de su desarrollo legislativo.
Sin desconocer la influencia que los Convenios internacionales sobre derechos
humanos han de tener en la interpretación e integración de los derechos
fundamentales reconocidos en la Constitución, la existencia del Convenio de 1981
implica que se ha estimado necesario acompañar y asegurar la efectividad del
derecho a la intimidad con medidas complementarias, como el habeas data que no
estaba ni siquiera implícito en el Convenio de Roma. Se trata pues de derechos y
facultades que complementan y desarrollan el derecho a la intimidad, imponiendo
cargas a los poderes públicos, y en concreto a la Administración, cuya imposición
necesita una regulación legal de carácter sustantivo y procesal, lo que permite al art.
18.4 C.E. y sin la cual el derecho no alcanza su plena efectividad. La existencia del
Convenio por sí misma no puede implicar un efecto directo e inmediato que obligue
a los poderes públicos a su ejecución prescindiendo de la necesaria intermediación
legislativa, como efectivamente ha hecho la Ley Orgánica 5/1992, de 29 de octubre.
A partir de este momento, los derechos reconocidos en dicha Ley, en cuanto
desarrollo del derecho a la intimidad, pueden ser objeto de tutela y protección a
través del recurso de amparo, pero no antes, por lo que legítimamente el órgano
judicial pudo confirmar el acto denegatorio de la Administración.
En suma, si este Tribunal ha afirmado que nunca una norma convencional en materia
de libertades públicas puede abrir al justiciable recursos que la Ley no ha previsto
(STC 42/1982, fundamento jurídico 3.) o que la falta de integración del mandato al
legislador para regular la objeción de conciencia sólo permitía amparar al objetor en
cuanto al contenido mínimo del derecho (suspensión de la incorporación a filas)
(STC 15/1982, fundamento jurídico 8.), la solución no debía haber sido otra en el
presente caso: el Convenio del Consejo de Europa de 28 de enero de 1981 no puede
hacer las veces de la legislación a la que remite el art. 18.4 C.E.; dictar esa
legislación es, para las Cortes, un imperativo constitucional, pero su omisión no
podía dar lugar a la habilitación por la Administración o por los Tribunales de
procedimientos extralegislativos, de incierta configuración, que permitieran
satisfacer pretensiones positivas cuya ordenación sólo corresponde al legislador.
Semejante carencia de ley -ya paliada- sólo permitiría amparar, eventualmente, la
negativa de la persona a suministrar determinados datos a la Administración en tanto
no hubiera sido articulada la garantía del citado art. 18.4, pero nunca crear una
obligación abierta de hacer para la Administración, sin base legislativa alguna.
A mi juicio, ni la Administración, al negarse a suministrar unos datos, basando la
pretensión en la aplicación directa de un Convenio publicado pocas semanas antes en
el «Boletín Oficial del Estado», dejando al margen la incorrección que supone en
materia de libertades públicas la falta de una respuesta explícita, ni el órgano judicial
han desconocido el derecho fundamental del recurrente, negando una aplicación
directa e inmediata al citado Convenio. No es ocioso recordar que, como ha dicho la
STC 84/1989, «una cosa es que los Convenios internacionales a que se refiere dicho
precepto (art. 10.2 C.E.) hayan de presidir la interpretación de los preceptos
constitucionales relativos a los derechos fundamentales y otra muy distinta es erigir
dichas normas internacionales en norma fundamental que pudiera sustanciar
exclusivamente una pretensión de amparo». Y esto es lo que sucede en el presente
caso, en el que el Convenio no se utiliza meramente, frente a lo que se dice, como
una fuente interpretativa que contribuye a la mejor interpretación del contenido de
los derechos [STC 64/1991, fundamento jurídico 4. a)], sino como elemento de
integración ante la demora en el desarrollo legislativo del precepto constitucional,
para cuyo desarrollo desde luego habría de servir de pauta, aunque no canon
autónomo de validez, el contenido de dicho Convenio.
Contamos, pues, con la posibilidad de derivar derechos fundamentales, mediante la
interpretación, de normas que sólo aparentan contener mandatos al legislador. ¿Qué
ocurre si ni siquiera existe tal mandato, sino una mera reserva de ley? Esto es, la
Constitución se limita a señalar que una determinada materia sólo podrá regularse
mediante ley, pero no impone que se produzca tal regulación; en otros supuestos ni
siquiera impone la existencia de la institución aludida, sino sólo la exigencia de que
sólo la ley podrá crearla.
Lo que ocurre es que, de un lado, la frontera entre la reserva de ley y el mandato al
legislador no es siempre nítida. Como señala Luis María Díez-Picazo,
“si se observan atentamente esas menciones específicas a la ley, se constatará
cómo casi siempre se trata de mandatos -o, al menos, de invitaciones- que la
Constitución hace al legislador para que desarrolle aspectos determinados de
algunos derechos fundamentales. Así, por ejemplo, el art. 17.4 prevé el
procedimiento de habeas hábeas como principal garantía jurisdiccional de la
libertad personal; el art. 18.4 proclama, en el marco de la protección de la
vida privada, un derecho a la limitación del tratamiento automatizado de
datos; el art. 20.1. d) contemplad secreto profesional de los informadores
como medio de asegurar el libre flujo de la información, etc. (...). Así, la
interpretación más plausible de la mayor parte de las remisiones específicas a
la ley en materia de derechos fundamentales consiste en pensar que el
constituyente era consciente de que su obra no había quedado totalmente
terminada, sino que debía ser completada mediante el correspondiente
desarrollo legislativo.
“A veces, en cambio, hay remisiones específicas a la ley que operan como
mandatos constitucionales de que una determinada materia relacionada con
algún derecho fundamental esté efectivamente regulada por ley; pero ello,
bien entendido, no tanto como reservas de ley en sentido clásico, cuanto
como interdicción constitucional del vacío legal (...) Así, por ejemplo,
menciones a la ley como las contenidas en los arts. 16.1 ó 24.2 CE deben
entenderse, respectivamente, como un rechazo constitucional de que las
reglas definitorias del orden público o de la predeterminación del juez puedan
ser fijadas por vía puramente consuetudinaria o jurisprudencial. Se trata, en
definitiva, de un sentido más amplio de la reserva de ley, entendida como
reafirmación del principio de seguridad jurídica: se establece una exigencia
de derecho escrito, en aras de la cognoscibilidad y previsibilidad de ciertas
normas que afectan a derechos fundamentales”.
Además, las reservas de ley bien pueden incorporar, al menos contextualmente,
derechos fundamentales, o al menos cabrá deducirlos de ellas. No nos referimos sólo
al llamado “derecho al rango”, al que ya hicimos una alusión al final del bloque
segundo de estos materiales; ese derecho al rango, de todos modos, no es invocable
en amparo si no es ligado a un daño real y efectivo del derecho fundamental del
recurrente. Ocurre más bien que la Constitución puede prever ciertos derechos
sustantivos en el contexto de tales reservas de ley: de existir la mencionada
regulación legal, ha de configurar posiciones subjetivas en forma de derechos, que
tendrán la cualidad de fundamentales al menos a los efectos del recurso de amparo.
Lo describe así Villaverde:
“Cabe también la posibilidad de que la Constitución establezca que, en el
caso de que el legislador decida crear cierta situación jurídica o institución o
regular cierta realidad, las personas sean titulares de un derecho fundamental.
relacionado con esa creación legislativa. En estos casos también el derecho
fundamental es de configuración legal, pues la realización de las expectativas
de conducta depende de que el legislador decida crear el ámbito de realidad o
jurídico en el que eso sea posible. La misma ley que regula la condición de la
existencia del derecho fundamental debe regular por mandato constitucional
el derecho fundamental que la Constitución española ha aparejado a esa
decisión legislativa. El legislador no tiene por qué tomar esa decisión, que no
es el objeto del mandato constitucional. Pero, si la toma, la Constitución le
ordena configurar un derecho fundamental. El legislador no dispone del
derecho mismo, por eso es fundamental, ya que su existencia es necesaria
siempre que el legislador adopte aquella decisión.
“Éste pudiera ser el caso del derecho de acceso a los medios de comunicación
pública (art. 20.3 CE), el derecho al beneficio de justicia gratuita (art. 119
CE) o el derecho a participar en la administración de justicia por medio del
jurado (art. 125 CE). La existencia de medios de comunicación públicos, del
jurado o de aquel beneficio puede que no sea un mandato constitucional. Pero
si el legislador decide crearlos, tiene la obligación de configurar el derecho
fundamental de acceso a esos medios, o a participar mediante el jurado o a
reconocer el beneficio de justicia gratuita a quien acredite insuficiencia de
medios para litigar, ya que así lo exige la CE en cada caso”.
En definitiva, no es fácil descartar que una prescripción constitucional formulada en
términos de reserva de ley o de remisión a la ley pueda encerrar un derecho
fundamental susceptible de ser sacado a la luz mediante la correspondiente
interpretación.
4. Garantías institucionales y derechos fundamentales
También se han pretendido oponer “derechos fundamentales” y “garantías
institucionales”, de manera que las normas que recogen éstas no están, en rigor,
contemplando verdaderos derechos. Pero podría decirse que la diferencia entre los
derechos fundamentales y las denominadas “garantías institucionales”, en lugar de ir
siendo depurada con el tiempo, resulta cada vez menos clara. Precisamente por ello,
es conveniente para comprenderla remontarse a los orígenes, situados en la
dogmática jurídico-constitucional elaborada en torno a la Constitución alemana de
1919, conocida como Constitución de Weimar; de modo que extractaremos a
continuación la exposición que en España se considera modélica sobre el origen y el
desarrollo de los derechos fundamentales.
Pedro Cruz Villalón, “Formación y evolución de los derechos fundamentales”,
Revista Española de Derecho Constitucional 25, págs. 155 a 184. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
Sobre el trasfondo de la «asignatura pendiente» que es el control de
constitucionalidad en este período, se plantea en Weimar en toda su agudeza el
problema previo de la eficacia jurídica de las normas contenidas en la «Segunda
parte» de la Constitución, en la que encuentran asiento los derechos.
Es conocido cómo la Asamblea Nacional Constituyente reunida en Weimar, tras el
fracasado intento de HUGO PREUSS de prescindir de una tabla de derechos, terminó
incorporando esa farragosa «Segunda parte» en la que, al decir de aquel diputado, se
pretendía regular «todo lo divino y lo humano». Llevaba como epígrafe «Derechos
fundamentales y deberes fundamentales de los alemanes».
No es fácil resumirla. Sus cincuenta y siete artículos se agrupan bajo los epígrafes: 1.
La persona individual; 2. La vida en comunidad; 3. Religión y sociedades religiosas;
4. Educación y escuela, y 5. Vida económica. Podemos decir muy elementalmente
que en esta «Segunda parte» se encuentran tres tipos de preceptos. Primero, los
derechos tradicionales, concentrados sobretodo en el capítulo 1.° (arts. 109 a 118),
pero presentes también en todos los demás: así, los derechos políticos y libertades
públicas en el 2°, la libertad religiosa en el 3.°, la libertad de enseñanza en el 4.° y el
derecho de propiedad en el 5.° En segundo lugar, la Constitución se ocupa de regular
una pluralidad de materias, con frecuencia en alguna conexión con un derecho
fundamental, pero otras veces sin ella. Así, el artículo 139 garantiza el descanso
dominical, en el capítulo dedicado a la religión; en el artículo 149 «se mantienen las
Facultades de Teología de las Universidades», dentro del capítulo dedicado a la
educación. Pero también entran dentro de este grupo preceptos como el que garantiza
la autonomía local (art. 127), o el que declara la «inviolabilidad de los derechos
adquiridos» de los funcionarios (art. 129); los preceptos más representativos de este
grupo son los que se refieren al status de los funcionarios públicos, al de las Iglesias
y al régimen de la enseñanza pública o privada. Por fin, habría que hacer un tercer
grupo con aquellos preceptos que contienen una serie de objetivos de carácter social,
en un lenguaje similar al del capítulo III del título I o a los primeros artículos del
título VII de nuestra Constitución. En el contexto de esta exposición podremos
prescindir de la problemática planteada por este tercer grupo de preceptos.
Desde una perspectiva comparada, la mayor singularidad de esta parte estriba en el
segundo de los grupos de preceptos que hemos individualizado, que serán los que
den lugar a la formulación de las «garantías institucionales». Pero esta originalidad
alemana no era tal desde la perspectiva de su historia constitucional. La Constitución
de Prusia de 1850, vigente hasta 1918, había regulado en el título II («De los
derechos de los prusianos») las tres instituciones consideradas básicas en este Estado:
el Ejército, la Iglesia y la Escuela. Pero el antecedente más directo de la «Segunda
parte» es el título VI de la Constitución del Reich de 28 de marzo de 1849
(Paulskircheverfassung) (...) Lo que, en particular, conviene destacar aquí es cómo el
mencionado título incorpora preceptos relativos a las iglesias, a los funcionarios, a la
educación, etc., de forma parecida a como lo hará después la «Segunda parte».
Alguna doctrina alemana ha querido ver en este fenómeno la expresión de una
concepción específicamente alemana del Estado de Derecho, como orden de una
sociedad estructurada por las instituciones, no simplemente atomizada en individuos.
(...) El problema, y casi el desafío, planteado por esta parte desde el primer momento
era el de su eficacia jurídica o «significado normativo» (...). La mayoría de estos
preceptos contienen, con una fórmula u otra, una remisión al legislador (...) con estas
u otras fórmulas de remisión normativa, no se hace sino dejar el contenido del
derecho a la disposición del legislador, de tal modo que, como bien explicaría
SCHMITT, a la postre los preceptos en cuestión quedan reducidos a meras
especificaciones del principio de legalidad (...).
En su conjunto, la década larga de vigencia de la Constitución es un proceso de
«descubrimiento» de los derechos fundamentales. Las «estrellas» del mismo son, sin
duda, el principio de igualdad y el derecho de propiedad. Pero en el contexto de esta
exposición sólo hay un aspecto de dicho proceso del que ineludiblemente debemos
ocuparnos, el referente a las «garantías institucionales». En efecto, configurado este
concepto para dar inicialmente explicación de los preceptos que incorporábamos al
«segundo grupo» (...) el concepto, ante todo, va a permitirles (...) escapar de las
garras del puro principio de legalidad.
(...) Lo primero, en efecto, es el descubrimiento en la «Segunda parte» de la
Constitución de una pluralidad de instituciones o institutos cuya existencia y
mantenimiento la Constitución ha pasado a garantizar. Su concreta identificación es
variable y su deslinde respecto de los derechos fundamentales esencialmente fluido.
Unos son de derecho privado, y los más caracterizados serían el matrimonio, la
familia, la propiedad, la herencia. Otras son de derecho público, y de nuevo las más
caracterizadas serían la autonomía local, el régimen de la función pública, la libertad
de enseñanza como base de un «derecho fundamental de la Universidad». SCHMITT
reservaría la expresión «garantías de instituto» para los primeros, y el de «garantías
institucionales» para las segundas. Otras distinciones no hacen ahora al caso.
La primera formulación parece haber sido la de MARTIN WOLFF, al destacar en la
propiedad su carácter de «garantía de instituto». El dato es de importancia porque
pone de manifiesto, primero, la estrecha conexión material con los derechos y,
segundo, el objetivo perseguido: si el constituyente ha pretendido realizar una
«operación de salvamento» al incorporar (verankern) a la Constitución determinados
institutos, dicha pretensión resultaría ilusoria si en definitiva el respectivo precepto
constitucional no vinculase en modo alguno al legislador. De lo que se trata, pues, es
de salvar la normatividad del precepto sobre la base de identificar un contenido
institucionalizado social e incluso jurídicamente reconocido. En 1928, CARL
SCHMITT generaliza el concepto en su Teoría de la Constitución en la forma de
«garantías institucionales» (...).
Para que haya «garantía institucional» o «de instituto» lo primero que tiene que
haber, pues, es una institución, un instituto. Escribe SCHMITT: «Una garantía
institucional presupone evidentemente una institución, es decir, un establecimiento
(Einrichtung) de carácter jurídicopúblico formado, organizado y, por tanto,
diferenciado». Sustituyendo la referencia al derecho público, tendríamos una noción
equivalente de garantía de instituto (...) En todo caso, reconoce el carácter
tendencialmente conservador de lo existente inherente a las garantías institucionales.
Para SCHMITT, una garantía institucional no es un derecho fundamental, pero sí es
con frecuencia un elemento complementario, un «añadido» al mismo (garantías
conexas o complementarias).
(...) Veamos lo que dice HANS TOMA: «Las reiteradamente mencionadas garantías
de instituto son prohibiciones dirigidas al legislador, jurídicamente eficaces, de
rebasar en la conformación de un instituto aquellos límites extremos, más allá de los
cuales el instituto como tal quedaría aniquilado o desnaturalizado». Y más
claramente aún: «Con frecuencia quiere la Constitución dotar incondicionadamente
de fuerza constitucional... al instituto mismo, es decir, a un mínimo de aquello que
constituye su esencia».
Es decir: una vez «identificado» un instituto es posible conceptualmente aislar una
imagen del mismo sustraída a la disponibilidad del legislador. La «garantía
institucional» permite así lo que no parecía posible para los derechos: fijar los límites
de la intervención del legislador en la configuración de los derechos, los «límites de
los límites».
Entretanto, sin embargo, no sólo los derechos fundamentales han logrado una
garantía de su contenido esencial sustancialmente equivalente a la que se predicaba
de las garantías institucionales. Ocurre que los propios derechos fundamentales han
pasado a ser percibidos en forma de instituciones. Los nombres básicos en este
desarrollo son Peter Häberle y su maestro, Konrad Hesse.
Ya hemos señalado que el principio de constitucionalidad procura limitar
jurídicamente al legislador democrático y someterle al control de los tribunales; un
legislador democrático al que acababa de incorporarse la representación de las clases
trabajadoras y que, justamente por ello, la Constitución pretende vincular a los
institutos y derechos (propiedad, empresa, herencia, libertad contractual ...) que
habían permitido el desarrollo del sistema económico. Estos derechos e institutos se
elevan directa o indirectamente a la categoría de principios constitucionales fuera del
alcance del legislador. La Constitución pretende, pues, no sólo limitar y estructurar el
poder público, sino también asegurar las posiciones subjetivas que fundan el orden
social. Los derechos fundamentales se sustantivan así frente al legislador, pues se
trata de impedir que mediante la Ley sustituya el orden social fundado en los
derechos. Es evidente que, en consecuencia, operan no sólo en relación con el Estado
(evitando que la libertad individual sea constreñida mediante decisiones de los
poderes públicos), sino también en la configuración de las relaciones privadas (que
precisamente se articulan sobre el ejercicio de tales derechos).
Pero al mismo tiempo, y operando en sentido contrario, el postulado del Estado
social hace que la garantía de la efectividad de los derechos se constituya en estímulo
para el desarrollo legislativo que transforma la realidad anterior. Se produce así, de
un lado, una transformación de las relaciones jurídico-privadas, en particular
mediante una diferenciada intervención pública que relativiza el dogma de la
autonomía de la voluntad y quiebra la unidad del Derecho privado liberal; se
diferencian, por ejemplo, muy diversos regímenes de propiedad (rústica, urbana,
industrial ...), y también distintas modalidades de contrato de trabajo que dan lugar a
un Derecho laboral inspirado por el principio de la protección de los obreros. De otra
parte, se incrementa la capacidad de acción del Estado, impulsada como tutela activa
de la libertad, por ejemplo ampliando sus posibilidades de prestar servicios públicos.
El poder público, tomando como base jurídica los derechos fundamentales, reconfigura el orden social y sus instituciones públicas de garantía. Los derechos
suponen ahora un poder público regulador del mercado y redistribuidor de las rentas,
un poder fiscal que sostenga servicios universales de sanidad, educación o cultura,
transporte público, comunicación, seguridad social, vivienda o medio ambiente.
En ambos sentidos, los derechos incorporan algo más que puras pretensiones
subjetivas tuteladas por el ordenamiento: constituyen el fundamento del entero orden
político y social, articulado a partir del ejercicio efectivo de la libertad individual.
Por eso, esta vertiente institucional de los derechos fundamentales entronca en su
propia dimensión subjetiva.
En efecto, en cuanto derechos subjetivos ponen a disposición de la persona ciertas
posibilidades de acción que, en principio, no dependen de la Ley. Esa disponibilidad
puede ejercerse o no; el individuo puede, en la práctica, no hacer uso de sus derechos
fundamentales. Pero lo cierto es que todos los aspectos típicos del Estado social y
democrático de Derecho se apoyan directa o mediatamente en el ejercicio de
derechos fundamentales; y, recíprocamente, cuando el legislador configura las
instituciones estatales y sociales está dando cuerpo al ámbito de realización de los
derechos fundamentales. Por ello se dice que los derechos suponen un elemento
objetivo relevante del orden social (art. 10.1 CE), que tienen una faceta institucional
al lado de su vertiente subjetiva (Häberle).
Todo ello se aprecia, de manera eminente, en el principio democrático, que
evidentemente descansa en el ejercicio efectivo de la libertad ideológica, de las
libertades de expresión e información, de los derechos de reunión y asociación, del
derecho de participación en los asuntos públicos y del derecho de sufragio. Las
normas adoptadas en todos esos ámbitos, por ejemplo al ordenar la radiotelevisión
pública como vehículo de expresión e información, deben servir para que el ejercicio
de los derechos se oriente a una configuración del orden político que resulte óptima
en relación con los postulados constitucionales. Y el Estado democrático depende de
que los ciudadanos, que concurren en cuanto tales al desenvolvimiento del orden
político, asuman el ejercicio de los derechos fundamentales como responsabilidad
civil. Algo similar podría decirse también del funcionamiento de la economía de
mercado y de la intervención estatal en la actividad económica.
Esta dimensión institucional de los derechos sería perfectamente inteligible como
una “garantía institucional” asociada a los mismos. Pero, recíprocamente, cuando la
Constitución parece establecer una simple garantía institucional, no por ello deja de
reconocer que entre los factores que la vitalizan están derechos subjetivos que, en la
medida en que la institución está garantizada, tienen la cualidad de derechos
fundamentales; quizá de configuración legal, en la medida en que la propia
institución está necesitada de tal configuración, pero no por ello de naturaleza
diferente. Veamos cómo plantea el tema Ignacio Villaverde:
Ignacio Villaverde Menéndez, “Objeto y contenido de los derechos
fundamentales”, en Bastida Freijedo, F. J., Villaverde Menéndez, I., Requejo
Rodríguez, P., Presno Linera, M. A., Aláez Corral, B., Fernández Sarasola, I., Teoría
general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978, Madrid:
Tecnos, 2004, págs. 103 a 119. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
Aunque es posible encontrar garantías institucionales desligadas de los derechos
fundamentales (la autonomía local, por ejemplo: art. 137 CE), (...) en la actualidad la
garantía institucional es tomada como técnica que objetiva la libertad y la juridifica
convirtiendo su contenido no en la abstracta protección de un agere licere o de una
prohibición de poder público, sino en la ordenación normativa de una determinada
realidad (el matrimonio, la autonomía universitaria, el proceso de comunicación
pública). Pero, sobre todo, dota de eficacia normativa informadora de todo el
ordenamiento jurídico a la dimensión objetiva de los derechos fundamentales (efecto
de irradiación) y le impone a los poderes públicos la ordenación de aquella realidad
en los términos constitucionalmente previstos cumpliendo un deber positivo de
protección. Imposición que también se extiende a los particulares, que ven cómo su
vinculación negativa a la Constitución y a la libertad objeto de la garantía
institucional se transforma y «positiviza» (eficacia entre terceros de los derechos
fundamentales). En este sentido, las modernas garantías institucionales son normas
sobre procesos y organización a las que no puede sustraerse el legislador. Allí donde
hay una garantía institucional, se impone al Estado una estructura normativa o
institucional que encarne la dimensión objetiva de un derecho fundamental y en la
que debe encuadrarse el disfrute de su dimensión subjetiva.
De este modo, la Constitución persigue sujetar al legislador también a una dimensión
objetiva del derecho fundamental prefigurada en la norma iusfundamental. La
configuración legal de esa dimensión objetiva ya no estaría acotada únicamente por
su sometimiento a la dimensión subjetiva del derecho fundamental (por ejemplo, el
sistema procesal podía ser el elegido discrecionalmente por el Legislador siempre
que en él se pudiesen realizar los derechos subjetivos del art. 24 CE). La
preexistencia de una garantía institucional predetermina esa dimensión objetiva de
forma que en su concreción el legislador tampoco es libre.
La Constitución puede acudir a la garantía institucional para complementar y servir a
los derechos de libertad contenidos en un derecho fundamental (libertad de expresión
e información y la garantía de un proceso libre y plural de comunicación pública).
También es posible que el propio derecho fundamental sea una garantía institucional
de la que quepa derivar facultades individuales (la institución matrimonial y los
derechos a contraer libremente matrimonio).
En el primer caso, la garantía institucional cumple su función originaria de
aseguramiento de una institución jurídica determinada, que la Constitución liga a un
derecho de libertad. Es el caso de muchos institutos procesales u orgánicos que son
complemento de la garantía jurídica del objeto de un derecho de libertad, dirigidos
normalmente a constreñir o encauzar la acción estatal limitadora de los derechos
fundamentales (los límites sólo pueden imponerse en los términos que precisan esas
instituciones, por ejemplo, el domicilio sólo es violable previa resolución judicial:
art. 18.2 CE; o sólo los órganos judiciales pueden ordenar el secuestro de una
publicación: art. 20.5 CE; o la prohibición de toda censura previa: art. 20.2 CE); o
extendiendo el objeto del derecho de libertad a ámbitos inicialmente ajenos al mismo
mediante la creación de organizaciones o procedimientos (la regulación legal de la
organización y del control parlamentario de los medios de comunicación de
titularidad pública y la garantía del acceso a los mismos de los grupos sociales y
políticos significativos extiende la libertad de expresión e información al derecho de
acceso de esos grupos a los medios de comunicación pública de titularidad estatal:
art. 20.3 CE).
En el segundo caso, cuando el derecho fundamental es una garantía institucional, la
dimensión subjetiva del derecho se deduce de la configuración legal de la garantía
institucional (por ejemplo, el art. 30.2 CE y la remisión a la ley para que ésta
establezca el régimen jurídico del matrimonio y las facultades de quienes deseen
ejercitar este derecho fundamental).
Allí donde hay una garantía institucional se impone al Estado una estructura
normativa o institucional objetiva cuya existencia es necesaria en el ordenamiento
jurídico. Dice la STC 16/2003 (FJ 8.°): “En efecto, conforme a reiterada doctrina de
este Tribunal ésta «no asegura un contenido concreto o un ámbito competencial
determinado y fijado de una vez por todas, sino la preservación de una institución en
términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en
cada tiempo y lugar» (...). En efecto, como ha afirmado este Tribunal en reiteradas
ocasiones, «la garantía es desconocida cuando la institución es limitada, de tal modo
que se la priva prácticamente de sus posibilidades de existencia real como institución
para convertirse en un simple nombre. Tales son los límites para su determinación
por las normas que la regulan y por la aplicación que se haga de éstas. En definitiva,
la única interdicción claramente discemible es la ruptura clara y neta con esa imagen
comúnmente aceptada de la institución que, en cuanto formación jurídica, viene
determinada en buena parte por las normas que en cada momento la regulan y de la
aplicación que de las mismas se hace» (...)”.
En definitiva, si ya de acuerdo con la concepción originaria de Carl Schmitt, como
señaló Luciano Parejo, “el reconocimiento constitucional de derechos subjetivos
(derechos fundamentales y libertades públicas), bien sea a favor del titular de una
institución o simplemente del ciudadano individual, no pertenece a la esencia de la
garantía institucional, pero tampoco es incompatible con la misma”, hoy la
vinculación entre ambas categorías es mucho más estrecha, aunque no por ello
resulten indiscutidas las conclusiones que derivan de tal conexión. Lo podemos
comprobar con la STC que consagró la autonomía universitaria como derecho
fundamental:
STC 26/1987
Fundamentos Jurídicos
2. La representación del Gobierno Vasco y la del Estado, en el apartado segundo de
sus escritos, exponen unas consideraciones generales o argumentación genérica que,
sin referencia concreta a ninguno de los preceptos impugnados, marcan la línea y el
sentido de los razonamientos que tienen después su natural proyección y reflejo en
las posiciones de impugnación y defensa que, respectivamente, adoptan frente a los
artículos de la Ley impugnada que son objeto del recurso.
a) La primera de estas consideraciones generales que formula el Gobierno Vasco
hace referencia a la debatida cuestión de si la autonomía de las Universidades
reconocida por el art. 27.10 de la Constitución es un derecho fundamental o una
garantía institucional. Se inclina por lo primero -derecho fundamental- y extrae de
ello una consecuencia clara: que la Ley debe respetar su «contenido esencial». Si
bien de la configuración de la Universidad como un servicio público, «resulta ya dice el Gobierno Vasco- una limitación de dicho derecho que no es sólo resultado de
la Ley sino de su congruencia con otros derechos fundamentales del ciudadano y del
interés general». Afirma que en todo caso, como entiende la doctrina que cita, la
autonomía universitaria significa: «que los órganos generales del Estado o los de las
Comunidades Autónomas con competencia plena en materia de educación, no
ejercen la totalidad del poder público»; que «el contenido de las potestades de la
Universidad será exclusivo cuando afecte a interés exclusivamente universitario, el
propio interés de la Universidad, contenido que es indisponible por el legislador»,
aunque en lo demás cabrá, con mayor o menor intensidad, «una intervención
normativa de los poderes públicos generales o comunitarios»; y que «en ningún caso
será posible la existencia de controles genéricos o indeterminados». (...)
3. El Abogado del Estado en sus consideraciones generales sobre la autonomía
universitaria, siguiendo el mismo orden expuesto por la representación del Gobierno
Vasco, no las contradice totalmente sino que las desarrolla con distinta significación
y alcance:
a) Entiende que la autonomía universitaria -y aquí radica la principal diferencia-, más
que como un derecho fundamental cuyo «contenido esencial» deba ser el parámetro
de la constitucionalidad de su regulación, debe examinarse preferentemente desde el
punto de vista de la garantía institucional admitido por este Tribunal en los términos
que reproduce la Sentencia de 28 de julio de 1981. Con base en esta Sentencia y en la
doctrina científica que cita, llega a las siguientes conclusiones: que comporta la
autonomía la existencia misma de la Universidad; que ésta ha de contar con órganos
representativos de la comunidad universitaria -Universidad y Comunidad-,
encargados de gestionar los intereses propios de la institución; que para gestionar
esos intereses ha de disponer de potestades administrativas; y que, en fin, esas
potestades han de ejercerse «sin sujeción a controles genéricos o indeterminados de
legalidad ni a ningún control de oportunidad». El núcleo resistente al legislador, o
contenido indisponible de la autonomía universitaria, se reduce, desde este ángulo de
la garantía institucional, al «respeto a la existencia misma de la institución y a la
necesaria aplicación de ciertos principios organizativos». Es, pues, «mucho mayor»
como garantía institucional que como derecho fundamental «el poder conformador
de las normas que regulan la institución», y ello deriva también, a juicio del Abogado
del Estado, «de la expresa regulación constitucional que arbitra amplios poderes del
legislador».
Pero lo cierto es que, pese a esa diferencia cuantitativa que razona el Abogado del
Estado, llega a conclusiones similares a las expuestas por el Gobierno Vasco; no ve
inconveniente en partir del concepto de autonomía que cita la demanda, carga el
acento de la autonomía universitaria en la libertad de cátedra ya que la actividad
fundamental de la Universidad es la enseñanza y la investigación y la libertad
científica no se agota en el derecho del Profesor a rechazar injerencias extrañas, sino
que requiere que la propia estructura del establecimiento científico haga imposibles
tales injerencias. Bajo estas ideas y señalando unos limites a la autonomía
universitaria que nadie discute, derivados del principio constitucional de igualdad (de
acceso al estudio, a la docencia y la investigación), de la existencia de un sistema
universitario nacional que impone instancias coordinadoras y de la financiación del
servicio «aunque se deba reconocer, como propone la doctrina, la autonomía del
gasto», llega, en definitiva, a la conclusión de estimar plenamente correcto el art. 3
de la LRU que enumera el contenido de lo que comprende la autonomía de las
Universidades, cuyo precepto, no recurrido, debe entenderse por tanto admitido
también por el Gobierno Vasco (...)
4. Como resulta de lo expuesto en los fundamentos jurídicos precedentes, que
recogen las consideraciones generales formuladas por las partes en sus respectivos
escritos, hay puntos de coincidencia entre ellas que permiten relativizar la
importancia de las discrepancias que plantean. Es natural que sea así, porque el
fundamento y justificación de la autonomía universitaria que el art. 27.10 de la
Constitución reconoce, está, y en ello hay conformidad de las partes, en el respeto a
la libertad académica, es decir, a la libertad de enseñanza, estudio e investigación. La
protección de estas libertades frente a injerencias externas constituye la razón de ser
de la autonomía universitaria, la cual requiere, cualquiera que sea el modelo
organizativo que se adopte, que la libertad de ciencia sea garantizada tanto en su
vertiente individual cuanto en la colectiva de la institución, entendida ésta como la
correspondiente a cada Universidad en particular y no al conjunto de las mismas,
según resulta del tenor literal del art. 27.10 (se reconoce la autonomía «de las
Universidades») y del art. 3.1 de la LRU («Las Universidades están dotadas de
personalidad jurídica y desarrollan sus funciones en régimen de autonomía y de
coordinación entre ellas»).
(...) Pese a estas coincidencias, hay dos puntos en que las diferencias se acentúan: el
relativo a la conceptuación de la autonomía universitaria como derecho fundamental
o como garantía institucional y (...).
a) Respecto del primer punto, cuyo interés no es sólo teórico, puesto que de una u
otra conceptuación derivan importantes consecuencias que las partes destacan, quizá
con exceso, para justificar sus respectivas posiciones, lo primero que hay que decir es
que derecho fundamental y garantía institucional no son categorías jurídicas
incompatibles o que necesariamente se excluyan, sino que buena parte de los
derechos fundamentales que nuestra Constitución reconoce constituyen también
garantías institucionales, aunque, ciertamente, existan garantías institucionales que,
como por ejemplo la autonomía local, no están configuradas como derechos
fundamentales. Podría, pues, eludirse el tema para dar respuesta a las impugnaciones
concretas que hace el recurso, porque lo que la Constitución protege desde el ángulo
de la garantía institucional es el núcleo básico de la institución, entendido, siguiendo
la Sentencia de este Tribunal 32/1981, de 28 de julio, como preservación de la
autonomía «en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la
conciencia social en cada tiempo y lugar». Y no es sustancialmente distinto lo
protegido como derecho fundamental, puesto que, reconocida la autonomía de las
Universidades «en los términos que la Ley establezca» (art. 27.10 de la C.E.), lo
importante es que mediante esa amplia remisión, el legislador no rebase o
desconozca la autonomía universitaria mediante limitaciones o sometimientos que la
conviertan en una proclamación teórica, sino que respete «el contenido esencial» que
como derecho fundamental preserva el artículo 53.1 de la Constitución.
Ahora bien, como las partes marcan las diferencias entre uno y otro concepto como
barrera más o menos flexible de disponibilidad normativa sobre la autonomía
universitaria, es preciso afirmar que ésta se configura en la Constitución como un
derecho fundamental por su reconocimiento en la Sección 1.ª del Capítulo Segundo
del Título I, por los términos utilizados en la redacción del precepto, por los
antecedentes constituyentes del debate parlamentario que llevaron a esa
conceptuación y por su fundamento en la libertad académica que proclama la propia
LRU.
La ubicación de la autonomía universitaria entre los derechos fundamentales es una
realidad de la que es preciso partir para determinar su concepto y el alcance que le
atribuye la Constitución. Es cierto que no todo lo regulado en los arts. 14 a 29
constituyen derechos fundamentales y que en el propio art. 27 hay apartados -el 8 por
ejemplo- que no responden a tal concepto. Pero allí donde, dentro de la Sección 1.ª,
se reconozca un derecho, y no hay duda que la autonomía de las Universidades lo es,
su configuración como fundamental es precisamente el presupuesto de su ubicación.
El constituyente, que en otros preceptos de la Constitución se remite a los derechos
fundamentales por su colocación sistemática en la misma [arts. 53.2 y 161.1 b)] para
dotarlos de especial protección, no podía desconocer la significación de ese
encuadramiento.
Mas no es sólo el marco constitucional en que se sitúa la autonomía universitaria lo
que conduce a su consideración como derecho fundamental, sino que hay otros
argumentos que avalan la misma conclusión:
El sentido gramatical de las palabras con que se enuncia -«se reconoce»- es más
propio de la proclamación de un derecho que del establecimiento de una garantía. Y
esta interpretación se refuerza a través de la evolución del Texto constitucional en las
Cortes Constituyentes. En el Anteproyecto de la Constitución el art. 28.10
(equivalente al actual 27.10) estaba redactado en la siguiente forma: «La ley regulará
la autonomía de las Universidades.» Esta redacción inicial se modificó en virtud de
determinadas enmiendas para dar paso a la redacción actual, cuya justificación para
algunos de los enmendantes (Minoría catalana y UCD) fue la siguiente:
«En la
redacción del Anteproyecto la autonomía de las Universidades no se reconoce como
un derecho y queda simplemente supeditada a la medida en que quiera reconocerse
por Ley. Esto nos parece un grave inconveniente que debe ser enmendado en el
debate de la Comisión.»
Esta breve referencia a la elaboración del art. 27.10 pone de manifiesto que los
constituyentes tuvieron plena conciencia del alcance que suponía el reconocimiento
de la autonomía de las Universidades como un derecho.
Finalmente a la misma conclusión conduce la consideración del fundamento y
sentido de la autonomía universitaria. Como dice la propia Ley de Reforma
Universitaria en su preámbulo y en su articulado (art. 2.1, no impugnado) y es
opinión común entre los estudiosos del tema, la autonomía universitaria tiene como
justificación asegurar el respeto a la libertad académica, es decir, a la libertad de
enseñanza y de investigación. Más exactamente, la autonomía es la dimensión
institucional de la libertad académica que garantiza y completa su dimensión
individual, constituida por la libertad de cátedra. Ambas sirven para delimitar ese
«espacio de libertad intelectual» sin el cual no es posible «la creación, desarrollo,
transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la
cultura» [art. 1.2 a) de la LRU] que constituye la última razón de ser de la
Universidad. Esta vinculación entre las dos dimensiones de la libertad académica
explica que una y otra aparezcan en la Sección de la Constitución consagrada a los
derechos fundamentales y libertades públicas, aunque sea en artículos distintos: la
libertad de cátedra en el 20.1 c) y la autonomía de las Universidades en el 27.10.
Hay, pues, un «contenido esencial» de la autonomía universitaria que está formado
por todos los elementos necesarios para el aseguramiento de la libertad académica.
En el art. 3.2 de la LRU se enumeran las potestades que comprende y que, en
términos generales, coinciden con las habitualmente asignadas a la autonomía
universitaria. Por tanto, y dado que lo impugnado por supuesta vulneración del
contenido esencial de dicha autonomía se dirige a preceptos concretos y no a la
descripción general que recoge la ley, habrá de ser en el análisis de cada precepto
impugnado por esta razón donde se examine si se da o no la infracción denunciada.
Conviene, sin embargo, dejar fijado desde este momento un criterio fundamental
para el enjuiciamiento de los preceptos impugnados por este motivo. El art. 27.10 de
la Constitución reconoce la autonomía universitaria «en los términos que la ley
establezca». La ley regulará, por tanto, la autonomía universitaria en la forma que el
legislador estime más conveniente, dentro del marco de la Constitución y del respeto
a su contenido esencial en particular, y al analizar la impugnación de un precepto
desde este punto de vista, lo que habrá de determinarse primordialmente es si se
invade o no ese contenido esencial, sin que sea necesario justificar la competencia
del legislador.
Naturalmente que esta conceptuación como derecho fundamental con que se
configura la autonomía universitaria, no excluye las limitaciones que al mismo
imponen otros derechos fundamentales (como es el de igualdad de acceso al estudio,
a la docencia y a la investigación) o la existencia de un sistema universitario nacional
que exige instancias coordinadoras; ni tampoco las limitaciones propias del servicio
público que desempeña y que pone de relieve el legislador en las primeras palabras
del artículo 1 de la LRU. Más, aunque la doten de peculiaridades que han de
proyectarse en su regulación, ni aquellas limitaciones ni su configuración como
servicio público desvirtúan su carácter de derecho fundamental con que ha sido
configurada en la Constitución para convertirla en una «simple garantía
institucional», como dice el Abogado del Estado, pretendiendo con ello que es
«mucho mayor el poder conformador de las normas que regulan la institución». El
derecho fundamental no afecta al poder normativo en mayor medida que el respeto a
su contenido esencial que impone el art. 53.1 de la Constitución, perfectamente
compatible con el servicio público que desempeña (...)
9. (...) La LRU, en cumplimiento de la participación que a otros sectores de la
sociedad corresponde constitucionalmente en los centros docentes, diseña un modelo
organizativo que comprende, entre otros órganos previstos en el art. 13, el Consejo
Social como «órgano de participación de la sociedad en la Universidad» (art. 14.1).
Su composición se determina en el núm. 3 del art. 14, distinguiendo la representación
de la comunidad universitaria, cuya participación será de dos quintas partes, de la
correspondiente a los intereses sociales a la que se asignan las tres quintas partes
restantes. Se establece, pues, el Consejo Social con una participación mayoritaria de
los intereses sociales que queda expresamente garantizada al disponer el apartado b)
del mismo precepto que «ninguno de los representantes a que alude este párrafo (de
los intereses sociales) podrá ser miembro de la comunidad universitaria».
En principio nada puede objetarse a esta composición del Consejo Social, pues es la
opción elegida por el legislador. Sin embargo, la representación minoritaria que en su
composición corresponde a la comunidad universitaria que queda por ello
subordinada a la representación social impide que se atribuyan al Consejo Social
decisiones propias de la autonomía universitaria. De ahí que, impugnados en el
recurso los arts. 14.3 y 39.1 de la LRU, resultara procedente examinar y resolver la
cuestión desde el ángulo de la autonomía universitaria. Porque, obviamente, si las
funciones que se atribuyen al Consejo Social responden a su finalidad específica de
ser el órgano de participación de la sociedad en las Universidades y no afectan al
contenido esencial de la autonomía de éstas, la participación minoritaria de la
comunidad universitaria no lesionará su autonomía. Pero si, pese a esa representación
minoritaria, se atribuyen al Consejo Social funciones estrictamente académicas,
entonces sí resultaría vulnerado el art. 27.10 de la Constitución.
Y esto es lo que ocurre cabalmente con la función decisoria atribuida al Consejo
Social por el núm. 1 del art. 39. Las necesidades docentes e investigadoras de la
Universidad en orden a «si procede o no la minoración o el cambio de denominación
o categoría» de una plaza de Catedrático o Profesor titular cuando queden vacantes,
es algo que afecta a la esencia de la autonomía universitaria reconocida en el art.
27.10 de la Constitución que se fundamenta, como ya hemos visto y dice
expresamente el art. 2.1 de la LRU, «en el principio de libertad académica que se
manifiesta en las libertades de cátedra, de investigación y de estudio». Y si la
protección de estas libertades en su vertiente individual de libertad de cátedra y de
libertad de enseñanza está garantizada directamente por la Constitución en los arts.
20.1 c)y 27.1, respectivamente, lo está también en su vertiente colectiva o
institucional a través de la autonomía universitaria, que no puede quedar desvirtuada
mediante la atribución de facultades decisorias, en materia estrictamente académica,
a un órgano con la composición que establece el art. 14.3 de la LRU (...).
Votos particulares
Voto particular que formula el Magistrado don Luis Díez-Picazo y Ponce de León
(...) No comparto la idea de que existe un derecho fundamental a la autonomía
universitaria, en los términos en que esta Sentencia lo establece, y estoy más cerca de
la tesis de lo que en la Sentencia se llama una «garantía institucional», aunque debo
dejar en claro que, a mi juicio, los derechos fundamentales suponen siempre
«garantías institucionales», si bien, como es lógico, no las agotan. Me resulta difícil
concebir como derecho fundamental una regla de organización de corporaciones que
en una gran parte son personas jurídicas de Derecho público, cuya creación se lleva a
cabo por Ley (cfr. art. 5 LRU), cuando, además, el profesorado, o una parte
sustancial de él, se configura como funcionario. Creo que no es decisivo como
criterio para llegar a una conclusión en este punto el de la «ubicación de la norma»,
como la propia Sentencia reconoce. El art. 27 de la Constitución contiene el bloque
de directrices constitucionales en materia educativa, ausente, en cambio, del conjunto
de los principios rectores de la política social-económica. No es discutible, por
ejemplo, que el art. 27.8 no contiene ningún derecho fundamental y que tampoco es
un derecho fundamental la norma contenida en el art. 27.9, por citar sólo los pasajes
más próximos. Asimismo, cabe afirmar que dentro del capítulo de los derechos
fundamentales y las libertades públicas pueden encontrarse reglas que no encajan en
la idea de derecho fundamental y otras donde la remisión a la ley posee unos
contornos distintos del deber de respeto del contenido esencial del art. 53.1. Por vía
de ejemplo y sin agotar la entresaca podría citar el art. 16.3, el 20.3 o el 24.2, en su
párrafo final.
Tampoco me parece decisivo criterio en favor de la tesis del derecho fundamental la
opinión que algunos de los intervinientes en el proceso constituyente pudieran tener,
pues no refleja, de modo indiscutido, una sola supuesta voluntad del constituyente.
Ha de tenerse en cuenta, además, a mi juicio, que las reglas de interpretación de la
Constitución, como todas las reglas de interpretación en general, deben objetivarse lo
más posible e independizarse de la voluntad de los participes en el mencionado
proceso de elaboración del Texto constitucional. Lo anterior quiere decir, a mi
entender, que el art. 27.10 contiene una garantía institucional que es una regla
organizativa o una directriz del funcionamiento de las Universidades y que, por
consiguiente, la libertad de configuración del legislador es en este punto mayor que
la que puede tener cuando regula el ejercicio de los derechos fundamentales y de las
libertades públicas, como por lo demás pone de relieve la letra del precepto al decir
que se reconoce la autonomía de las Universidades «en los términos que la Ley
establezca».
Tampoco creo que la regla de la autonomía de las Universidades se encuentre, como
regla instrumental, al servicio de otras libertades públicas, como la llamada libertad
académica o libertad de cátedra. Esta última está en nuestra Constitución, establecida
en el art. 20, dentro del cuadro de las libertades de expresión, difusión de
pensamientos e ideas y de producción y creación literaria artística, científica y
técnica. La libertad de cátedra podría quedar perfectamente protegida en un sistema
que no reconociera autonomía a las Universidades, cuando como es normal en un
Estado democrático, las posibles interferencias de las Administraciones Públicas
pueden sin dificultad suprimirse o, en su caso, residenciarse ante los órganos
jurisdiccionales. Pienso, además, que el hecho de que las Universidades estén
gobernadas autónomamente no otorga, por ese solo hecho, a cada uno de sus
miembros, uti singulus, una mayor libertad
de cátedra.
Mas dejando aparte este tema, lo que me parece absolutamente claro es que si la
autonomía de las Universidades se quiere pensar como derecho fundamental, tendrá
que predicarse de la Universidad en su conjunto, considerada como persona jurídica,
sin que pueda situarse dentro de ella, en un ámbito más reducido, como es el de la
«comunidad universitaria» de la que en ocasiones habla la ley enjuiciada. No creo,
pues, que se pueda mudar el sujeto y trasladar la titularidad del derecho de la
Universidad a la comunidad universitaria.
Esta conclusión proyecta alguna luz respecto de lo que la ley llama Consejo Social
como órgano de participación de la sociedad en la Universidad y de las funciones
que se le atribuyen. En un sistema de autonomía universitaria puede rechazarse como
inconstitucional la norma que establezca un órgano cuya sola existencia sea contraria
a la autonomía, por suponer intromisión o injerencia de poderes extraños. Sin
embargo, reconocida la legitimidad del órgano, como la Sentencia hace, no creo que
puedan declararse inconstitucionales los preceptos que le atribuyen funciones, por el
hecho de que éstas entren en colisión con un hipotético derecho de la «comunidad
universitaria». Ello ocurre singularmente con lo dispuesto en el art. 39.1.
Algo parecido ocurre con algunas de las atribuciones que la Ley otorga al Consejo de
Universidades (...).
En síntesis, me parece que la Sentencia de la que discrepo, bajo la cobertura de la
idea de contenido esencial de la autonomía universitaria, proyecta una concepción de
esta autonomía diferente de la que pudo tener el legislador, que no existe razón de
peso para que se superponga a la decisión de éste adoptada en ejecución del citado
art. 27.10.
Voto particular que formula el Magistrado don Francisco Rubio Llorente, al que se
adhiere el Magistrado don Eugenio Díaz Eimil
(...) No comparto en modo alguno la restringida concepción de los derechos
fundamentales que se recoge en el fundamento 4.°, apartado a), y que reduce el
conjunto de tales derechos al de aquellos que están protegidos por el recurso de
amparo. Esta concepción, que se aparta del uso habitual en la doctrina, obligaría a
negar la existencia de derechos fundamentales en todos aquellos sistemas jurídicoconstitucionales (la mayoría de los existentes en Europa occidental, por ejemplo) en
los que no existe esa vía procesal y es, a mi juicio, absolutamente incompatible con
nuestra propia Constitución que también sustrae a la libre disponibilidad del
legislador (art. 53.1) los derechos comprendidos en la Sección 2.ª del Capítulo
Segundo que son también, por eso mismo, derechos fundamentales y entre los cuales
se encuentran derechos de libertad tan decisivos como el de contraer matrimonio (art.
32) o el de elegir profesión u
oficio (art. 35) o garantías de instituto tan importantes para los individuos y para la
estructura de nuestra sociedad como son la de la propiedad privada (art. 33), o la
negociación colectiva laboral (art. 37).
Segunda. No creo que una Sentencia judicial sea el lugar adecuado para la
elaboración teórica, pero cuando ésta se aborda ha de hacerse con un rigor del que, a
mi juicio, carece el largo razonamiento en el que, en el mismo apartado a) del
fundamento 4.°, se pretende demostrar que la autonomía universitaria no es una
garantía institucional, sino un derecho fundamental. Como es obvio, las instituciones
jurídicas no cambian necesariamente de naturaleza en función de cuál sea su
protección procesal y una garantía institucional no deja de serlo por el hecho de estar
protegida por el recurso de amparo. Hasta donde sé, la doctrina alemana no ha
cuestionado nunca que la autonomía municipal sea una garantía institucional, aunque
esté protegida por el equivalente germánico de nuestro recurso de amparo.
La idea que subyace a esta errada elaboración teórica es, aparentemente, la de que el
núcleo esencial o reducto indisponible para el legislador es más rígido o resistente en
los derechos fundamentales que en las garantías institucionales, idea que no es desde
luego ni evidente, ni de general aceptación, pues las garantías institucionales, como
las de instituto, no son, en la doctrina que establece estas distinciones, sino
variedades de los derechos fundamentales como lo son, desde otro punto de vista, los
derechos de libertad y los de igualdad o, en la terminología de nuestra Constitución,
los derechos fundamentales y las libertades públicas.
De hecho, sin embargo, la definición de la autonomía universitaria como derecho
fundamental (que no impide calificarla también de dimensión «institucional» de la
libertad académica, cuya dimensión «individual» estaría en la libertad de cátedra, que
la mayor parte, al menos, de la doctrina suele considerar también como garantía
institucional) es utilizada para convertirla en una especie de proyección inconcreta de
un derecho fundamental nuevo, el de «libertad académica», cuyo sujeto no es ya la
Universidad, sino otra entidad carente de personalidad jurídica, que es la llamada
«comunidad universitaria» y para eludir el análisis de la remisión que el art. 27.10 de
la Constitución hace «a los términos que la ley establezca».
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