UNAMUNO, EL FILÓSOFO A SU PESAR LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XX. UNAMUNO, ORTEGA, ZUBIRI PAULINO GARRAGORRI Veamos mediante algunos expresivos textos cuáles han sido el La razón de la sinrazón Para analizar el pensamiento de Unamuno en términos filosóficos es necesario tener presente que no escribió libros de carácter «profesional» sobre filosofía, y, sin embargo, su trato con ella no es el de un escritor que incurre en la filosofía sin saberlo. Su relación fue activa y consciente, pero... negativa. Unamuno penetró en la filosofía, pero lo hizo sobre todo para combatirla. Así, su obra «filosófica», como la de Kierkegaard (1813-1855) —Unamuno estudiaba a Kierkegaard en 1901—, y la de W. James (1842-1910), de Nietzsche (1844-1900), o de sus compañeros de generación Dewey (1859-1952), Bergson (18591940), en parte Simmel (1858-1918) o Blondel (1861-1949) —el Blondel de L'Action de 1893—, es una obra acentuadamente polémica que pretende invalidar las consabidas tradiciones de la filosofía. «Yo, como mi amigo Kierkegaard, he venido al mundo más a poner dificultades que a resolverlas», afirmó (O. C. XI, 279). Y esta actitud llevó a Unamuno a profesar en forma extremada un irracionalismo iconoclasta. núcleo y el argumento de su pensamiento. El problema dominante es, conforme dejamos anticipado, el hombre mismo. «El hombre concreto, de carne y hueso —yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pesamos sobre la tierra—, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos», escribe. Pero la reflexión ha de tener un comienzo: «Buscan los filósofos un punto de partida teórico o ideal a su trabajo humano, el de filosofar; pero suelen descuidar buscarle el punto de partida práctico y real, el propósito. ¿Cuál es el propósito al hacer filosofía, al pensarla y exponerla luego a los semejantes? ¿Qué busca en ello y con ello el filósofo? ¿La verdad por la verdad misma?» De ningún modo, se replicará Unamuno: «¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano... La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre.» Así pues, el El antirracionalismo de Unamuno y el de otros filósofos congéneres suyos tiene, como punto de partida, un sólido argumento. La aparente incapacidad de la razón para afrontar promisoriamente los temas que entonces emergían como los más auténticos problemas filosóficos, la hombre filosofa desde su integridad y acerca del hombre entero; mas, ¿cuál es ese su anunciado propósito? «El filósofo filosofa para algo más que para filosofar; como el filósofo, antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar; y de hecho filosofa para vivir.» Historia y el Hombre, justifica que, en cuanto órganon de conocimiento, la razón entre en crisis. Y esta efectiva crisis puede conducir a negar la validez del fundamento de la filosofía, que consiste, precisamente, en la fe, la confianza del hombre en su propia razón, y, en consecuencia, a desembocar en el irracionalismo. Las que podemos considerar como tesis centrales de la filosofía de Unamuno representan una de las más categóricas y vehementes formulaciones de ese planteamiento y conclusión. Pero el término vivir, en estas filosofías que innovan la consideración de lo humano, es el concepto clave, á la vez que el más complejo hasta resultar inaprensible. Para Unamuno vivir, en radical sentido, es sinónimo de «el ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio». Y afirma, a la vez, que «es eso la base efectiva de todo conocer, y el punto de partida personal de toda 3 filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres... ¿Por qué alguna. En rigor, hace algo aún peor que negar la inmortalidad del alma, quiero saber de dónde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde lo cual sería una solución, y es que desconoce el problema. Esto de la va lo que me rodea? Porque no quiero morir del todo, y quiero saber si inmortalidad del alma, de la persistencia de la conciencia individual, no he de morirme o no definitivamente». El propósito y la finalidad de la es racional, cae fuera de la razón. Es, como problema, y aparte de la filosofía son, pues, bien explícitamente declarados por Unamuno. solución que se le dé, irracional». El individuo, la concreta persona que Pero esa certidumbre así postulada, ¿es alcanzable? Caben, viene a decirnos, tres soluciones: a) la certeza de la aniquilación, o b) al contrario, la de la perduración, o c) la imposibilidad de salir de la disyuntiva, porque —y con ello ingresamos en el centro de su pensamiento, o, como él prefería decir, de su congoja— «vivir es una cosa, y conocer otra, y acaso hay entre ellas una tal oposición, que podamos decir que todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital. Y ésta es la base del sentimiento trágico de la vida». cada cual somos, piensa, pues, Unamuno, es algo desdeñado por la razón. «Para explicarnos el mundo y la existencia [y tal es el empeño de la razón], no es menester que supongamos ni que es mortal ni inmortal nuestra alma.» La vida —el «ansia» de vivir— y la razón, según esto, se moverían en órbitas excéntricas, pero a la vez ocurre, afirma Unamuno, que se hallan forzosamente vinculadas. «Si la fe, la vida, no se puede sostener sino sobre razón que la haga transmisible [y ante todo transmisible de mí a mí mismo, es decir, refleja y consciente], la razón, a su vez, no puede sostenerse sino sobre fe, sobre vida... Y, sin La crisis de la confianza en el racionalismo es, por tanto, el eje sobre el que se debate la doctrina de Unamuno. «Por cualquier lado que la embargo, —concluye—, ni la fe es transmisible o racional, ni la razón es vital.» cosa se mire —afirma—, siempre resulta que la razón se pone enfrente de ese nuestro anhelo de inmortalidad personal, y nos lo contradice. Y es que, en rigor, la razón es enemiga de la vida... Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte, como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a entidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo y relación en que se nos ocurra. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla... ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida?» Pero —agrega— «aún hay más, y es que en el problema concreto, vital que nos interesa, la razón no toma posición Pero en esta antinomia, «en el fondo del abismo» —según él lo denomina—, halla Unamuno un asidero. «La razón me lleva al escepticismo vital..., a negar que mi conciencia sobreviva a mi muerte. Este escepticismo vital viene del choque entre la razón y el deseo.» Mas, y al decirnos esto Unamuno entreabre, según creo, sus más hondos penetrales, «de este choque, de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo, nace la santa, la dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro consuelo». Es decir, que este choque es abrazo, y de él mana una incertidumbre, pero ésta es feliz, dulce, salvadora. De suerte que para Unamuno ese conflicto, «esa desesperación puede ser base de una vida vigorosa, de una acción eficaz, de una ética, de una estética, de una religión y hasta de una lógica». 4 Estos son, en síntesis sumaria y definitiva, el planteamiento y la solución que dio o halló Unamuno a sus problemas. No solamente en su libro capital, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913), del que proceden todas las citas en él dispersas que reúno en este capítulo, sino también en los millares de páginas que se van actualmente recopilando en la reciente edición de sus Obras completas, al través de sus novelas, poesías, ensayos, teatro, artículos y amplísimo epistolario, Unamuno ha querido ser, él mismo con su obra, prueba y testimonio de esa afirmación. En sus escritos no ha aspirado a mostrar «la verdad verdadera, lo que es independiente de nosotros», avive el seso y despierte. «Procuro ejercer la decimoquinta obra de misericordia, esto es: despertar al dormido», confesaba en carta (del 19-X-1903) a su amigo Pedro de Múgica. Tarea, ciertamente, decisiva y primordial para toda empresa humana de raíz personal. Por ello me parece indudable que la obra de pensamiento de Unamuno, no menos que cuantas figuran en las historias de la filosofía, contiene un efectivo y esforzado testimonio humano de frente a los problemas filosóficos, y como tal, su «metantrópica» —no metafísica—, se inscribirá adecuadamente —a pesar suyo— en la serie de las filosofías. sino —dice— «una verdad cordial y antirracional, suya» que condensa en estos términos: «la inmortalidad del alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿Y cuál es su prueba moral? Podemos formularla así —precisa—: obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insubstituible, que no merezcas morir». Un pensador religioso La fertilidad filosófica de Unamuno resulta, sin embargo, según lo expuesto, más bien problemática. Pero ello no obsta para que en el campo del pensamiento —aparte, pues, su relieve como poeta, novelista, dramaturgo y gran escritor— ocupe en el mundo de habla En estas tesis, ¿se contiene una filosofía? El mismo Unamuno se castellana una posición eminentísima: la de pensador religioso. Si la adelantó a negarlo de antemano: «Mis propios pensamientos, galería de los filósofos españoles, conforme al comienzo recordábamos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados de su es menguada, la de los pensadores religiosos independientes y raíz cordial, vertidos a este papel y fijados en él en formas inalterables, originales es también parva. Y Del sentimiento trágico de la vida son ya cadáveres de pensamientos.» No, no debemos juzgar a representa, llamativamente, uno de los más impresionantes «libros de Unamuno fijándonos sólo y abstractamente en lo que él consideraría su religión» de nuestro siglo, tiempo en que la inquietud escatológica cadáver. El no aspiraba a adoctrinar, sino a contaminarnos su inquietud, declina, como es bien notorio, incluso en las iglesias, a favor de los su esperanza y su congoja; en suma, a resucitar la vigilante admonición valores seculares, y es sabido que este gran libro de Unamuno refunde con que, en sus Coplas, nuestro viejo poeta medieval quería remover el y expresa pensamientos que fue madurando laboriosamente, a lo largo talante de los hombres sonámbulos: de muchos años bajo el inicial título de Tratado del amor de Dios. Pero Recuerde el alma dormida, esta es materia distinta de la que aquí nos proponemos, y a la que ya 5 en otro lugar me he referido para resaltar «el valor positivo de auténtica religiosidad, de enérgica remoción de las raíces últimas de la vida que se acusan en las páginas de Unamuno frente a la bajamar general de esa preocupación». La presencia de un catolicismo tradicionalmente instalado como religión oficial ha contribuido singularmente en España a enervarla y a deformar los supuestos de la cuestión. Mas, a pesar de ello, como pensador y escritor religioso, como libre creyente —según él dijo—, Unamuno descuella entre los más grandes y como un máximo ejemplo en nuestra lengua. El testimonio filosófico de Unamuno —llamémoslo así—, además de su voz personal, señala un lugar histórico. Fue —decíamos— el de la irrupción del tema del hombre en el ámbito de la filosofía. Este tema nuevo —¿qué es el hombre?, ¿cómo es el protagonista de la Historia?— se rebela indócil, no consigue ser domesticado por la lógica tradicional e invita, por tanto, al desvío irracionalista, y con ello a una quiebra de la filosofía no inferior a un nuevo «parricidio», como el que respecto de Parménides temía cometer Platón. Pero esa actitud de Unamuno —y de los filósofos congéneres antes mencionados—-, no es la única que en la coyuntura cabía adoptar. En una segunda instancia, al considerar el hecho de la inadecuación entre el imperativo problema y el procedimiento conceptual para investigarlo, y sin dejarse absorber por el problema mismo pero manteniéndolo a la vista, se puede considerar la posibilidad de ensayar una corrección del propio instrumento empleado; es decir, intentar una reforma de la razón antes de arrumbarla precipitadamente y extraviarse por obscuros caminos. En este nivel es donde la aportación de Ortega viene a fecundar a la filosofía europea.