Las primeras grandes series literarias de la Transición

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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS
DE LA TRANSICIÓN:
LA SAGA DE LOS RIUS Y CAÑAS Y BARRO
CARMEN PEÑA ARDID
G RANDES
RELATOS , LA
« ÉPICA »
| UNIVERSIDAD
DE ZARAGOZA
DE LA TELEVISIÓN
Aunque La saga de los Rius fue una serie concebida y filmada antes de la
muerte de Franco, si bien se emitió por TVE ya en los meses de noviembre de
1976 y enero de 1977, se la considera punto de arranque de lo que se ha dado
en llamar la «edad de oro» de las series televisivas en España e inicio también de
lo que, para Manuel Palacio (2002: 527), conformará «un homogéneo canon clásico» característico de todo un conjunto de series y películas basadas en obras
literarias que promovió televisión española en los años de la Transición y el primer período democrático, casi un subgénero que cobra impulso con los éxitos
de Cañas y barro (1978), Fortunata y Jacinta (1980) o Los gozos y las sombras
(1982) y conoce su declive, dos décadas más tarde, con títulos como La Regenta
(1995), Blasco Ibáñez (1997) y Entre naranjos (1998). Inspiradas en su mayor
parte en autores clásicos contemporáneos, aunque también cabe incluir en el
grupo las biografías de personajes ilustres y algunos episodios de la historia de
España –recuérdense, entre otras, Cervantes, Ramón y Cajal, Teresa de Jesús, Los
desastres de la guerra, Goya–, estas ficciones seriadas de pocos capítulos (entre
5 y 13), factura cinematográfica y altos costes que permitían el rodaje en exteriores y la construcción de decorados tan espectaculares como los que recrean
el Madrid bombardeado en La forja de un rebelde (Mario Camus, 1990) se concibieron como auténticas superproducciones «de prestigio» e iban a privilegiar la
recreación del pasado –sobre todo, la sociedad decimonónica, los prolegómenos
de la Guerra Civil y, en menor medida, la inmediata postguerra– desde los presupuestos narrativos de la estética realista y, no pocas veces, los mimbres del
melodrama. Uno de los objetivos de estas adaptaciones era todavía el de popularizar obras de la cultura ilustrada pero desde la conciencia de que, a mediados
de los setenta, nuevas capas sociales se estaban convirtiendo en espectadores
asiduos de televisión; quizá por ello, para favorecer el seguimiento de la audiencia menos cultivada, TVE utilizó en los inicios un formato de adaptación inversa, muy ligado a las prácticas de la literatura popular, que había nacido con los
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primeros ciné-romans o novelizaciones de los antiguos filmes de episodios. Del
mismo modo, la emisión por capítulos de varias series de las temporadas 1981
y 1982, como Ramón y Cajal, Juanita la Larga, Los gozos y las sombras o la norteamericana Al este del Edén, entre otras, se pudo disfrutar a la vez mediante su
transposición novelada en los fascículos coleccionables con ilustraciones del
telefilme «a todo color» que publicó semanalmente TeleRadio, la revista oficial de
los órganos rectores de RTVE1.
Al afrontar estas ambiciosas series, seguía España, como se sabe, el camino
emprendido por las televisiones europeas desde finales de los años sesenta,
cuando la BBC y la RAI producen algunos de los primeros títulos que iban a
dejar huella en nuestro país, como La saga de los Forsyte (J. Cellan Jones, 1967),
recreación de tres novelas del Premio Nobel John Galsworthy, o la excelente
coproducción impulsada por la RAI, Vida de Leonardo da Vinci (Renato
Castellani, 1971), en la que participó TVE y que llegó a venderse a más de cincuenta países2. Es éste un momento en el que el lenguaje de la ficción televisiva ha desarrollado condiciones técnicas capaces de asumir los recursos narrativos del cine; cuando se estrechan los lazos entre las cinematografías nacionales,
necesitadas de financiación, y las televisiones públicas, que buscan en la producción «de calidad» –y en la singularidad cultural– una mayor proyección al
exterior y un modo de competir con la potente industria del telefilme norteamericano (García de Castro, 2002: 60-62)3. En la década de los setenta, en Italia,
Francia y la República Federal Alemana, la televisión no sólo dio apoyo a la
industria del cine y a los proyectos de jóvenes cineastas sino que atrajo a veteranos directores y grandes nombres del «cine de autor», como Castellani,
1
Televisión Española ya había promovido en 1970 una valiosa colección literaria que se llamó
Biblioteca Básica de libros RTVE. Pero estas nuevas publicaciones por entregas –llamadas video-libros–
no pretendían competir con la industria editorial ni mermaban la promoción y venta de las obras adaptadas, entre otras razones porque sólo ofrecían una «selección del texto original» basada en el guión del
telefilme. El contraste entre la mediana calidad de los fascículos, la profusión de imágenes y la apariencia lujosa de la encuadernación en piel sintética y letras doradas, además de responder al propósito de
que «la serie de televisión perdure en el recuerdo y enriquezca las bibliotecas» (TeleRadio, 8-14 febrero,
1982, p. 3), parece dirigirse a un público mid-cult que no compra habitualmente libros pero puede sentirse atraído por la sugestión de los títulos «importantes» que promueve televisión acompañados de imágenes.
2
Para Manuel Palacio, ambas producciones aportaron modelos fundamentales –la idea de adaptar
sagas literarias y la cuidada realización autoral de los telefilmes italianos– a la configuración de las series
clásicas españolas (2002: 527). En cuanto a la temprana participación de TVE en iniciativas de las televisiones europeas, sobre todo con Italia (Cristóbal Colón, Cottafavi, 1967; Sócrates, Rossellini, 1970), vid.
José Mª Otero (2006: 109-125).
3
De todos modos, también EE.UU. desarrolló este género, que importa de Gran Bretaña, y en los
años 70 produce varias adaptaciones de best sellers con gran éxito en las televisiones de toda Europa;
así, Hombre rico, hombre pobre (1976), Capitanes y Reyes (Heyes/Reisner, 1976) o los dos títulos dirigidos por Marvin Chomsky para la NBC: Raíces (1977) y la polémica Holocausto (1978).
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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
Rossellini, los hermanos Taviani, Godard, Bergman, Straub o Fassbinder, cuya
destacada adaptación, en 1980, de la novela de Alfred Döblin, Berlin
Alexanderplatz, convertida en un filme de más de quince horas de duración,
motivó un elogioso artículo de Susan Sontag que pudo leerse entre nosotros,
publicado por Revista de Occidente (1984), varios años antes de que tuviera
lugar el tardío estreno de la serie en la segunda cadena de televisión española
(Pérez Ornia, El País, 24 de agosto, 1987). Pero esto no era lo habitual (sólo
ocurría, diríamos, con los títulos «minoritarios»). De hecho, a la hora de incrementar el «esfuerzo de TVE por crear una producción propia de inspiración
genuinamente nuestra», como se publicitó en 1976 La saga de los Rius, fue
determinante la experiencia del éxito que estaban obteniendo numerosas series
extranjeras, incluidas las de origen literario, con actores de renombre y una
puesta en escena espectacular. El cambio de gusto de los telespectadores, más
atraídos por las producciones de corte cinematográfico que por los dramáticos
de plató –los teleteatros y telenovelas– (García Serrano, 1996: 82; García de
Castro, 2002: 62) dio lugar a que, desde la temporada 1976-77, se multiplicasen
en la parrilla de TVE las emisiones de series europeas y norteamericanas «avaladas por la mejor prensa internacional», cuya singularidad respecto a otros programas de ficción más modestos o sin ambiciones culturales se quiso destacar
con el título genérico –para algunos, ampuloso– de «Grandes Relatos», denominación que pronto amparó a algunas series de TVE –Cañas y barro, en su primera reposición, La barraca, Ramón y Cajal, pero no la popular Curro
Jiménez– y se mantuvo desde diciembre de 1978 hasta principios de los años
ochenta4.
Los profesionales vinculados a TVE se manifestaron más de una vez durante
la Transición para reclamar el aumento de programas de producción propia5 y no
4
Podría hablarse también de una «edad de oro» en la emisión de adaptaciones de la literatura
europea y, en menor medida, norteamericana, que, una tras otra, desfilaron por nuestra televisión hasta
1983: desde la celebrada Yo, Claudio (Herbert Wise, 1976), con varias reposiciones, a La Eneida (Franco
Rossi, 1971) y Las aventuras de Pinocho (L. Comencini, 1973), pasando por Jane Eyre (R. Chapman,
1973), Poldark (Dudley/Jenkins, 1975), Sandokán (Sergio Sollima, 1976), El aventurero Simplicissimus
(1978), Hijos y amantes (Trevor Griffiths, 1981), Joseph Balsamo (André Hunebelle, 1973), El conde de
Montecristo (Denys de la Patellière, 1979), Piedad peligrosa (Edouard Moliaro, 1978), Al este del Edén,
(Harvey Hart, 1981), La cartuja de Parma (Mauro Bolognini, 1982), el telefilme Orlando furioso (Luca
Ronconi, 1978) o Retorno a Brideshead (1981), entre otras. Los últimos títulos coinciden ya con el éxito
de Dallas, Fama, Falcon Crest o M.A.S.H., pero, a la altura de 1986, aún se programarían en menos de
seis meses tres adaptaciones de Thomas Mann: Los Buddenbrook (Franz Peter Wirth, 1979), Las confesiones del estafador Félix Krull (Bernard Sinkel, 1982) y La montaña mágica (Hans W. Geissendörfer,
1982).
5
«Por una televisión española realmente española» fue un escrito firmado por seiscientos profesionales que denunciaban la «alarmante» disminución de producciones nacionales. Se publicó en
Informaciones el 3 de noviembre de 1976, y se hicieron eco otros medios de izquierdas, como Triunfo,
720 (13, noviembre, 1976), p. 84.
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es extraño que también se escuchase por entonces alguna que otra defensa de la
literatura española, como la que, en junio de 1979, hacía el escritor y guionista
José Luis Castillo Puche desde su sección habitual de la revista TeleRadio. En un
artículo titulado «Los grandes relatos», lamentaba la reciente desaparición de
Estudio 1 –como meses antes había ocurrido con el espacio Novela– y se preguntaba: «¿qué presencia tiene entonces nuestra literatura en la televisión?» Los
últimos años no habían sido esperanzadores; incluso el programa Novela –veterano exponente de las adaptaciones de la televisión franquista que aún languideció en el nuevo contexto democrático hasta 1983– había dado preferencia a la
obra de autores extranjeros pasando por alto que una televisión estatal, afirmaba
Castillo Puche, «no puede bajo ningún pretexto, ni siquiera el económico, desconocer, olvidar…, preterir, descuidar la propia literatura como una de las manifestaciones más ricas, definidoras y sustanciales de la cultura nacional, es decir, de
la propia identidad». Por ello celebraba el anuncio del rodaje de Fortunata y
Jacinta y se lanzaba después a una vehemente defensa de la producción de
«grandes relatos» enraizados en la cultura nacional, tarea «épico/nacionalista» –muy
cara– que debían liderar las instituciones gubernamentales:
Los espacios narrativos, en estos momentos, y desde hace ya algún tiempo,
están reducidos a los llamados «grandes relatos»... Los «grandes relatos» son como
la épica de la televisión, y la prueba es que se nutren, en general, de la épica
literaria –recordemos La Eneida, o Moisés, el mismo serial de Raíces estaba dotado de aliento epopéyico– o de grandes sagas y leyendas de tipo casi siempre
nacionalista, y esto es lo peor, que siempre estamos alimentados por lo que otros
pueblos y otras culturas producen a base de su depósito sagrado, inalienable de
la tradición cultural e histórica propia, es decir, que estamos en cierto modo,
colonizados por otras culturas a nivel televisivo, lo cual –ya lo hemos dicho– es
gravísimo desde el momento en que los pueblos hoy se forman y se identifican
con la televisión y desde la televisión. ¿Hasta qué punto nos estamos cargando la
identidad de nuestro pueblo como tal?
[…] corresponde al Gobierno resolver este problema tan grave de la colonización de nuestros espacios televisivos en materia de cultura, de tradición y de
historia. Está bien que conozcamos los grandes seriales que se televisan a nivel
mundial; está bien que conozcamos otras culturas, pero no a costa de ignorar la
nuestra; de ignorar, descuidar y abandonar lo que nos identifica como pueblo a
través de la historia. Da pena, por ejemplo, ver esa serie inglesa, magnífica por
supuesto, sobre la vida de Shakespeare, en la cual todo ha tenido que ser inventado…, cuando tenemos nosotros un Lope, de cuya vida se sabe todo y que es
un portento de aventuras…
Comprendemos que los grandes relatos son seriales de producción muy cara;
pero no podemos tener una televisión que funcione a base de lo barato, como
quien compra solamente de saldos. Esperemos que la nueva colaboración que se
prepara, y que venía siendo una preocupación del director general de TVE, con
la Dirección General de Cinematografía, rinda resultados que vengan a remediar
pronto esta situación (Castillo Puche, 1979: 27).
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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
Las palabras de Castillo Puche estaban dando respaldo ideológico –frente a los
recelos, tal vez, de algunos profesionales de RTVE– a las medidas que, como apoyo a la industria del cine español, iba a anunciar de inmediato el Gobierno de
UCD a través del Ministerio de Cultura, con la convocatoria –mediante Orden
Ministerial de 1 de agosto de 1979– del famoso concurso público abierto a las
empresas cinematográficas y al que se destinaba un crédito de 1.300 millones de
pesetas con cargo al presupuesto de TVE para la producción de películas y series
«preferentemente basadas en las grandes obras de la literatura española». Mucho
se ha debatido sobre esta última «recomendación» institucional y sobre los efectos
del primer acercamiento importante entre la industria del cine y TVE6 que sentaría las bases de posteriores acuerdos, firmados ya con los gobiernos del PSOE7,
que potenciaron todavía más las series literarias (Los pazos de Ulloa, Los jinetes del
alba, La forja de un rebelde, El Quijote) y numerosos filmes basados en la literatura (Los santos inocentes, Bearn, El sur, Últimas tardes con Teresa, Réquiem por
un campesino español, Tiempo de silencio, entre otros). Hay que decir que el
aplauso que al principio suscitó esta política de adaptaciones8, cuyo acierto parecían confirmar la buena acogida interna y la rentabilidad de algunos títulos en el
mercado internacional –era el caso de Fortunata y Jacinta, La colmena, Valentina
o Los santos inocentes– fue tornándose insatisfacción y crítica conforme avanza la
década de los ochenta, aunque no tanto en lo que afectaba a la ficción televisiva como al cine español, por la uniformidad que acabaría imponiendo el saturado modelo literaturizante (Llinás, 1987) y «la constatación de que el Estado democrático podía tener, contra lo que cabía esperar, no sólo criterios políticos a la
hora de conceder subvenciones, sino también temáticos y hasta estéticos»
(Torreiro, 1995: 376).
El acercamiento cine-TVE favoreció de todos modos a varias promociones de
cineastas en activo. En 1976, al frente de La saga de los Rius todavía encontramos
a Pedro Amalio López, reconocido realizador de dramáticos y de novelas televisadas tan populares como El conde de Montecristo (1969). Pero las series pos-
6
Sobre las características de la convocatoria y los proyectos realizados o fallidos, vid. Juan Hernández
Les (1981: 24-25); Gómez de Castro (1989: 151-154); Monterde (1993: 87-90) y Palacio (2002: 530).
7
Además de establecerse la cuota de exhibición de películas españolas en TVE, se acordaron
varias vías de colaboración externa: la compra de derechos de antena o la producción asociada y financiada. Vid. Pérez Piñar (1988: 51-56); José Mª Álvarez Monzoncillo/Jean Luc Iwes (1992: 36-37) y
Monterde (1993:112-117). TVE también realizó en coproducción con otras televisiones europeas, algunas
series del periodo, como Fortunata y Jacinta, Los pazos de Ulloa o Las aventuras de Pepe Carvalho.
8
«Una tarea inexcusable» le parecía a J. A. Gabriel y Galán la proyección por televisión de las
grandes obras de nuestros clásicos contemporáneos, «sobre todo después de comprobada la capacidad
de comunicación de estas series autóctonas... En un hipotético dilema entre las series norteamericanas
tipo «Dallas o «Dinastía» y las españolas, la elección no ofrece duda. Así, pues, bien venido «El mayorarzo de Labraz», con el beneplácito de todos» (TeleRadio, marzo, 1983). Vid. también Cartelera Turia (5
de abril, 1982), Pérez Ornia (El País, 6 de marzo, 1983) y Alberich (1984: 114-117).
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teriores, a la vez que inician la colaboración con productoras externas, son ya
asignadas a gentes del medio cinematográfico, como el veterano José María
Forqué (Ramón y Cajal; Miguel Servet), que se hallaba entonces en la última
etapa de una digna aunque desigual carrera, o quienes habían cultivado un
cine de género de probada rentabilidad comercial –León Klimovsky (La barraca), Eugenio Martín (Juanita la Larga; Vísperas) y Rafael Romero-Marchent
(Cañas y barro)– o incluso quien dio lo mejor de sí en televisión, como Rafael
Moreno Alba (Los gozos y las sombras; Proceso a Mariana Pineda). La dirección
de la mayoría de las series clásicas fue asumida, sin embargo, por dos grupos
más jóvenes de cineastas: los que procedían del Nuevo Cine Español y la
Escuela de Barcelona –Gonzalo Suárez (Los pazos de Ulloa), Vicente Aranda
(Los jinetes del alba), Miguel Picazo (Sonata de primavera), Francisco
Regueiro/Angelino Fons/Chumy Chúmez (Las pícaras), Mario Camus (Fortunata
y Jacinta, Los desastres de la guerra, La forja de un rebelde)– y los que nacen
propiamente al cine en los años del tardofranquismo y la Transición democrática, como Manuel Gutiérrez Aragón (El Quijote) o Gonzalo Herralde (La
fiebre del oro), aunque muchos de ellos, alumnos de la Escuela Oficial de
Cine, habían iniciado su carrera a comienzos de los años 70 en la segunda
cadena de televisión española, en calidad de directores, guionistas y responsables de memorables programas de carácter literario: Alfonso Ungría
(Cervantes), Julio Caro Baroja (El mayorazgo de Labraz), Josefina Molina
(Teresa de Jesús), José-Luis Borau (Celia), Fernando Méndez-Leite (Sonata de
estío, La Regenta), Jaime Chávarri (Bearn), Francesc Betriú (La plaza del diamante, Un día volveré), y algo más tarde, José Antonio Betancor (Crónica del
alba), Antonio Giménez Rico (Pájaro en una tormenta) o Enrique Brasó (El
mundo de Juan Lobón).
S ERIES
LITERARIAS , SEÑAS DE IDENTIDAD Y PATRIMONIO CULTURAL
El apoyo de la Administración y de los sucesivos directores generales de TVE
–desde Gabriel Peña Aranda hasta Pilar Miró– a estas producciones no respondía a la simple búsqueda de una «coartada cultural» ni a la desconfianza hacia
la capacidad del medio televisivo (y cinematográfico) para crear, sin el apoyo
de otras artes, obras culturalmente valiosas (Monterde, 1993: 87-88). Más bien
ocurrió que los textos de Blasco Ibáñez, Galdós, Pardo Bazán, Sender,
Rodoreda, Barea, Agustí, Torrente Ballester o Juan Marsé, con su imaginario, su
lenguaje y universo de valores convenientemente adaptados a los intereses del
momento, permitieron reforzar el potencial de la ficción televisiva (y cinematográfica) para producir discursos culturales e ideológicos. Manuel Palacio ha
puesto de relieve el hecho de que, a diferencia de las adaptaciones que realiza TVE entre 1967 y 1975, «vertebradas con el objetivo de coadyuvar al sistema
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educativo y ampliar la cultura de la gente», las series clásicas «fueron concebidas en buena parte con el deseo de cohesionar políticamente y de incidir en el
imaginario de hechos constitutivos de la vida colectiva contemporánea de los
españoles» (2002: 532-3). En los años de la Transición, Televisión Española,
organismo entendido como servicio público, aunque todavía en régimen de
monopolio hasta que surgen en 1984 los primeros canales autonómicos, desempeñó un papel importante en el asentamiento de los «valores simbólicos de
la democracia» y, más tarde, «en la creación de los nuevos imaginarios de la
modernidad social para una España que, por un lado, se reiventaba a sí misma
en el espacio público interno y que, por otro, dejaba de estar aislada en el
escenario internacional» (Palacio, 2006: 61). De manera distinta a como lo hacían
los informativos y programas de debate, la ficción podía afrontar, por vía metafórica, muchos conflictos que se estaban dirimiendo en el espacio político, la
prensa o la calle. Mientras las series de costumbres contemporáneas –tales
como Anillos de oro, Segunda enseñanza o Verano azul– bregaron con la ruptura de tabúes sociales y problemas acuciantes de la actualidad (el paro, el
divorcio, las drogas), las series literarias e históricas se adentraron frecuentemente en un universo simbólico más abstracto, aunque no por ello desligado
de la realidad política del momento; su mirar a épocas pasadas, además de permitir la recreación costumbrista, propugna ciertos consensos en torno a las
señas de identidad nacional, la sustitución de los iconos del franquismo y la
«recuperación» de una memoria histórica que, junto a la reivindicación del liberalismo progresista o de los derrotados de la guerra civil, busca fijar en la conciencia colectiva los mitos y referentes culturales e ideológicos válidos para el
presente9. Está por estudiar el entramado de valores que, más allá de ciertas
constantes, privilegiaron cada una de las grandes series del periodo. Y pienso,
por ejemplo, en La plaça del diamant (Francesc Betriu, 1982), donde la exaltación del catalanismo republicano de las clases populares y pequeñoburguesas
motiva muchas de las transformaciones operadas sobre el original literario de
Mercè Rodoreda, al vaciar de contenido específico el universo de la subjetividad femenina y su desvelamiento de las relaciones patriarcales de dominación
para ofrecernos a cambio una imagen «más digna» de los héroes masculinos
muertos y convertir el trayecto de la protagonista Natalia en una alegoría de la
mujer–pueblo, mujer-madre-nación. Y mucho habría que decir también de las
sutiles modificaciones que en la apreciable adaptación de La forja de un rebelde
(Mario Camus, 1990) llevan a borrar cuantas referencias hace Arturo Barea, en
la última novela de su trilogía, a la pluralidad de agrupaciones de izquierdas
9
Un análisis muy esclarecedor es, de nuevo, el que dedica Manuel Palacio a las series históricas
ambientadas en la Guerra de la Independencia –como Curro Jiménez, La máscara negra o Los desastres
de la guerra–, época preferida en los primeros años de la Transición y al «imaginario simbólico» que se
configuró posteriormente en torno a los mitos de Goya y García Lorca (1999: 145-150).
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actuantes en la República, los motivos de disensión entre sus dirigentes en los
meses anteriores a la guerra civil y la «lucha intestina por la absorción de la
masa del país por cada uno de los grupos» (La llama, 1946). Los dilemas políticos que se plantearon en los inciertos años de la Transición, con los gobiernos de UCD, no fueron, claro está, los mismos que a partir del triunfo del
Partido Socialista. Y debe observarse que cuando televisión española se plantea, entre 1975 y 1978, afrontar la realización de las primeras series que estamos considerando, lo hace sin romper del todo con el pasado –y sin correr
demasiados riesgos, ni económicos ni estéticos. Tanto La saga de los Rius, basada en las tres primeras novelas de la pentalogía titulada La ceniza fue árbol, del
escritor catalán Ignacio Agustí, como Cañas y barro, recreación de uno de los
relatos valencianistas de Vicente Blasco Ibáñez, se apoyaron en obras literarias
que ya habían sido llevadas a la pantalla en el cine del periodo franquista por
dos de sus ilustres representantes –pienso en los filmes Mariona Rebull (1947),
de José Luis Saénz de Heredia, y Cañas y Barro (1954), de Juan de Orduña–,
sin olvidar que la propia televisión había recreado entre 1962 y 1964, para el
espacio Novela, Mariona Rebull y El viudo Rius, de Agustí.
Antes de detenerme en estas dos adaptaciones quiero apuntar un último rasgo que nos habla de cómo dialogaron las series clásicas con la configuración
de un nuevo espacio político. Cuando José Luis Castillo Puche veía la literatura como una de las manifestaciones sustanciales «de la cultura nacional, es
decir, de la propia identidad», se mostraba muy vago al concretar el ámbito
geográfico (o lingüístico) al que se refería. Y es que, como ha señalado José
Carlos Mainer, el de «señas de identidad» fue uno de los conceptos más repetidos de la vida cultural durante la Transición:
Pero hablar de las «recuperaciones de señas de identidad» en España suele
asociarse preferentemente a lo que la Constitución de 1978 llamó las «nacionalidades y regiones» en el marco de lo que, por doquier y con ánimo de rebajamiento, se ha venido llamando «Estado español». Desde finales de los años sesenta, los agravios comparativos que alentó la política desarrollista y la mezquina
concepción de la cultura del franquismo alentaron el problema de las identidades regionales y nacionales, ya viejo en muchas partes y más o menos potencial
en otras (Mainer, 2000: 168).
Al observar la nómina de autores y textos seleccionados como fuente de las
series clásicas, dos aspectos llaman la atención. Por una parte, el dominio casi
absoluto de la narrativa realista, según su configuración decimonónica.
Exceptuando las dos Sonatas de Valle-Inclán, El obispo leproso, de Gabriel Miró,
La plaça del diamant, de Mercè Rodoreda o incluso los textos realistas del siglo
de oro –en la serie Las pícaras y El Quijote–, las preferencias se decantaron por
los grandes nombres de la novela del XIX (Galdós, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez,
Valera y Clarín) y por quienes continúan esta herencia, con fórmulas más o
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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
menos renovadoras, en el XX: Pío Baroja, Josep María Segarra, Llorenç Villalonga, los novelistas del exilio Ramón J. Sender, Arturo Barea y el Manuel
Andújar de la trilogía Vísperas, Ignacio Agustí, Torrente Ballester, Juan Marsé,
Jesús Fernández Santos, Isaac Montero o Manuel Vázquez Montalbán10. En
segundo lugar, relacionado con el punto anterior, debe resaltarse la importancia
que tiene la representación del espacio rural o urbano en el que se mueven los
personajes de las diferentes novelas y la diversidad de ámbitos de la geografía
española que abarcan El mayorazgo de Labraz, Crónica del alba, Los gozos y
las sombras, El obispo leproso, La plaza del diamante, La barraca o Los jinetes
del alba, por citar sólo algunos títulos. Salvo los dos últimos, todos fueron proyectos aprobados por la comisión que resolvió el concurso de 1979 (integrada
por el subsecretario de Cultura, Fernando Castedo, y los directores generales de
RTVE y de Cinematografía). A la hora de elegir propuestas, no hay duda de que
se dio importancia a la expresión de las particularidades regionales, en el deseo
de ofrecer –apelando a la rica literatura en lengua castellana, a la que se añaden dos obras en catalán: La plaça del diamant y el libro de caballerías de
Joanot Martorell, Tirant lo Blanch, que no llegó a filmarse– una representación
¿centrista? y no conflictiva de las «señas de identidad» de las regiones y nacionalidades de España, concretadas en el paisaje, costumbres y patrimonio cultural, además del valor añadido que aportaba el propio autor literario11. Su plasmación por parte de TVE, aunque en algunos casos se retrasa o se trunca12,
consiguió ponerse en marcha en paralelo a la elaboración, entre 1979 y 1983,
de los diferentes Estatutos de Autonomía.
En este sentido, las series clásicas españolas, aunque conservan algún rasgo
«de autor» –como las dirigidas por Gonzalo Suárez, Vicente Aranda o Manuel
Gutiérrez Aragón– o imitan en sus inicios la puesta en escena viscontiniana, tie10
En contraste, debe recordarse el atrevimiento de TVE –nunca repetido– al afrontar la adaptación
de cuentos y novelas de Cortázar, Carpentier, Borges, Mujica Laínez, Miguel Ángel Asturias, Onetti,
García Márquez, Marco Denevi, Sábato para la serie de trece capítulos Escrito en América, que se emitió en el verano de 1979 y que llegó a ofrecer algunas recreaciones muy notables, de concepción levemente experimental, como La gallina ciega (Alfonso Ungría), El hombre de la esquina rosada (Miguel
Picazo) Rosaura a las diez (Josefina Molina) o Cadáveres para la publicidad (Emilio Martínez-Lázaro).
11
En una entrevista de Juan Hernández Les a Antonio Cuevas, productor de Juanita la Larga, se
explica la elección de Juan Valera y su novela «por el hecho de su representatividad andaluza. Como se
sabe, la novela es muy descriptiva» (TeleRadio, 9-15 noviembre, 1981, p. 27). «En 1977 –declara, por su
parte, el director Rafael Moreno Alba–, cuando empieza la crisis del cine español, intuyo que había que
colaborar con televisión que tiene la idea de hacer series dramáticas destacando el paisaje y las costumbres del país. Se había estrenado «La Saga de los Ríus» y se me ocurrió que «Los gozos y las sombras» podría orientarse como reflejo del país gallego.» (TeleRadio, 22-28 marzo, 1982, p. 7).
12
Entre los proyectos que, por distintas razones, no llegaron a rodarse estaban, además del Tirant,
Las mujeres de Picasso, Viriato, El sombrero de tres picos (Pedro Antonio de Alarcón), Vísperas de silencio (Aldecoa) y la novela histórica de Navarro Villoslada, Amaya o los vascos del siglo VIII, muy apreciada por Sabino Arana, que ya había sido adaptada al cine en 1952 por Luis Marquina.
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nen ya ciertos puntos en común con el género de películas y series de TV que
la crítica británica ha denominado heritage cinema (cine de época, cine patrimonial), refiriéndose a un conjunto de producciones con el «sello artístico»
europeo que desde los primeros años ochenta vuelven a popularizar la representación del pasado a partir de fuentes literarias, aunque «also draw on a
wider popular cultural heritage that includes historical figures and moments, as
well as music and paiting»13. Como señala Ginette Vincendeau, se trata de una
continuación del film in costume, pero con dos importantes diferencias:
Firstly, there is a change of emphasis from narrative to setting. Earlier costume dramas tended to feature romantic, adventurous or melodramatic stories
against a period background, withoud bothering too much with fidelity. Heritage
films, by contrast, concentrate on the careful display of historically accurate dress
and decor, producing what one might call a ‘museum aesthetic’. Secondly, the
1960s modernist New Waves had a radical impact on classic narrative cinema,
and hence heritage films. Where costume dramas up to the late 1950s exhibited
a certain ‘innocent’ verisimilitude within the conventions of classical cinema, those of the late 1970s onwards can only be highly aware of retracing earlier
grounds (in this sense they are automatically mannerist and postmodern…)
As its name indicates, the concern of heritage cinema is to depict the past,
but by celebrating rather than investigating. Herein lies its ‘problem’ (2001: xviii).
Es cierto que estas últimas características se reconocen mejor en filmes como
Belle Époque (Fernando Trueba, 1994) o El perro del hortelano (Pilar Miró, 1995),
pero, en las series de televisión de la etapa clásica, aunque no se ofrece una imagen rosada del pasado, son precisamente los elementos escenográficos que funcionan como emblemas de una región o una ciudad, como símbolos de un tiempo supuestamente más glorioso, más próspero o quizá auténtico, los que se
idealizan y adquieren un aroma de «celebración» de tiempos pretéritos, reinterpretados, claro está, desde el presente, buscando la adhesión emocional de los
espectadores, sobre todo los del lugar en que se ambienta la serie. Recordemos,
en La saga de los Rius, las escenas que transcurren en el Liceo y, sobre todo, en
la fábrica Rius, rodadas en los antiguos telares de las sederías Balcells, de
Manresa («Pienso que la inmortal Barcelona, la mirífica Barcelona –escribía un
entusiasta de la serie en La vanguardia (16 de enero, 1977)– «encisera», comer13
El género emerge con los éxitos de Carros de fuego (Hudson, 1981) o El festín de Babette
(Gabriel Axel, 1987) y, durante un tiempo, se identifica con las conservadoras y nostálgicas recreaciones
de la Inglaterra colonial y eduardiana, como en el caso de las adaptaciones de E. M. Foster –Pasaje a
la India (David Lean, 1984), Una habitación con vistas (1985), Howards End (1992), ambas de James
Ivory. A ellas se suman conocidas series «de calidad» para televisión –Brideshead Revisited, The Jewel in
de Crow, Pride and Prejuice– y películas «de autor», como Drácula (F. Ford Coppola, 1992), La edad de
la inocencia (Scorsese, 1993), Orlando (Sally Potter, 1993), entre otras. Los filmes franceses de este género se han focalizado en figuras históricas y momentos de la Francia pre-revolucionaria (Cyrano de
Bergerac, Tous les matins du monde, La Reina Margot, etc.) Vid. Ginette Vincendeau (2001: xi-xxvi).
[ 80 ]
LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
cial, industrial y marinera entró en su mayoría de edad con la instalación de los
telares. ¿Para cuándo el obelisco al telar, recordatorio y homenaje?»). Pensemos
también en el espectacular castillo románico de Loarre (Huesca), en el que –en
Crónica del alba/Valentina– veranea la familia del futuro héroe José Garcés,
acompañada de un mosén Joaquín convertido en sacerdote progresista y entrañable que interpreta el actor Anthony Quinn. O en el pazo de Santa Cruz, en
Pontevedra, que sirve de mansión decadente a la familia de los Aldán de Los
gozos y las sombras, y en los lugares de las rías gallegas donde la serie de tv sitúa
el imaginario Pueblanueva del Conde que iban a identificarse con sorprendente
minuciosidad en un reportaje especial de El País (6 de mayo, 1982). La estilizada
verbena popular de la fiesta mayor en el barrio de Gracia con la que se abre La
plaza del diamante (secuencia que no concluye, como en la novela, con la protagonista aturdida y perdiendo las enaguas cuando huye de Quimet, sino bailando, sonriente, un romántico vals con su futuro marido), la estampa de los caballos salvajes que bajan de las montañas astures en Los jinetes del Alba, la
reconstrucción de calles, mercados y salones burgueses del Madrid del siglo XIX
en Fortunata y Jacinta, la brillantez de los diálogos, los trajes y los actores…,
toda la cuidada ambientación e incluso el colosalismo de algunos títulos pretendía llegar a los mercados internacionales (Palacio, 2002: 529), pero, desde el punto de vista del consumo interno, a la vez que las series recuperan imágenes y
voces de escritores silenciados por el franquismo y llevan a la pequeña pantalla
los fantasmas de la guerra civil, también hicieron visible, con cierto lustre, la
estructura autonómica del Estado14, en un momento en el que, más allá de los
debates territoriales y lingüísticos, empiezan a gestarse desde el Ministerio de
Cultura y los gobiernos regionales las políticas de conservación del patrimonio
histórico, se populariza el turismo cultural y el aprecio por la «cultura de museo».
La saga de los Rius
En junio de 1944, Ignacio Agustí publicó Mariona Rebull, primera parte del
ciclo La ceniza fue árbol, y que, junto con El viudo Rius y Desiderio, forman ahora
14
Sin el menor propósito exhaustivo, y aunque habría que introducir muchos matices, las series
del periodo clásico pueden distribuirse atendiendo a los ámbitos político-regionales con los que se asocia el autor literario, el personaje histórico o la ambientación principal de la novela: ANDALUCÍA
(Juanita la Larga; Proceso a Marina Pineda; Lorca, muerte de un poeta; Vísperas; El mundo de Juan
Lobón). ARAGÓN (Crónica del alba –Valentina y 1916–; Ramón y Cajal). ASTURIAS (Los jinetes del alba;
La Regenta). CATALUÑA/BARCELONA (La saga de los Ríus; La plaça del diamant; Las aventuras de Pepe
Carvalho; Vida privada; Un día volveré; La fiebre del oro). COMUNIDAD VALENCIANA (Cañas y Barro; La
Barraca; El obispo leproso; Entre naranjos). CASTILLA-LEÓN (Los comuneros; Cervantes; Teresa de Jesús).
CASTILLA-LA MANCHA (El Quijote). EXTREMADURA y otras regiones (Las pícaras). GALICIA (Los gozos y las
sombras; Los pazos de Ulloa; Sonata de primavera; Sonata de estío). MADRID (Fortunata y Jacinta; Pájaro
en una tormenta; La forja de un rebelde; Celia). MALLORCA (el largometraje Bearn ). PAÍS VASCO/LA RIOJA
(El mayorazgo de Labraz).
[ 81 ]
CARMEN PEÑA ARDID
lo que televisión emite bajo el nombre de La saga de los Rius. Desde hace
varias semanas podemos ver, pues, ese largo serial… con tintes seudoviscontinianos y que viene al pelo a la operación «la reforma para Cataluña». Sólo la burguesía industrial catalana podía recordar en algo a la extraordinaria La saga de
los Forsyte, pero una burguesía que no fuera vista críticamente más que en los
aspectos psicológicos, que partiera de una novela escrita en castellano, en plena
posguerra y por un autor tan poco sospechoso como Ignacio Agustí. Una novela además publicada por una editorial que había sido engendrada por algunos de
los componentes del grupo inicial de la revista Destino, el grupo catalán que fue
a Burgos porque creyó en el franquismo y no en la República y el gobierno de
la Generalitat. Todo encajaba.
Así comenzaba Montserrat Roig su artículo «Una Cataluña exportable. El mundo de los Rius» (Triunfo, 729, diciembre de 1976), en el que hacía una interpretación en clave política de la serie que inspiraron las novelas de Ignacio Agustí y
que emitió TVE por la primera cadena y en horario de máxima audiencia desde
el 7 de noviembre de 1976 al 30 de enero de 1977, coincidiendo con la convocatoria del referéndum sobre la Ley para la Reforma Política15. La autora de El
temps de les cireres juzgaba el texto literario y la adaptación televisiva desde la
óptica del catalanismo popular de izquierdas en el que ella militaba, en abierta
pugna con el nacionalismo catalán de tono burgués, aunque se quedó algo corta, como luego veremos, al recordar los orígenes de la editorial Destino –en cuya
colección «Áncora y Delfín» se publicaron las dos primeras novelas de La ceniza
fue árbol–, olvidando los intereses más próximos y lucrativos de otra editorial
–Planeta– que desde 1957 tenía los derechos de las novelas de Agustí e iba a
rentabilizar al máximo la publicidad obtenida con la serie de televisión.
Ignacio Agustí fue personaje destacado de la cultura catalana y española del
franquismo. De filiación falangista, estuvo entre los fundadores del semanario
Destino –en el Burgos de 1937– y, poco después, de la editorial de igual nombre, desde la que promovió la creación del Premio Nadal, siendo él mismo
reconocido con importantes premios «oficiales» (como la gran Cruz del Mérito
Civil, que le entregó Manuel Fraga Iribarne). La notoriedad literaria le llegó con
la publicación de Mariona Rebull (1944), uno de los grandes éxitos literarios de
los primeros años de postguerra, a la que siguió inmediatamente El viudo Rius
(1945), novelas con las que inicia el ciclo narrativo La ceniza fue árbol que tardó treinta años en completar y del que forman parte: Desiderio (1957), 19 de
julio (1965) y Guerra civil (1972). El título de la pentalogía ya revela la actitud
nostálgica que adopta el autor a la hora de narrar, apoyado en los moldes realistas de la novela del XIX, el ascenso y posterior declive de la burguesía industrial catalana en el periodo que va de 1880 hasta el final de la guerra civil,
15
Aprobado el Proyecto de Ley el 18 de noviembre de 1976 por las Cortes Generales franquistas,
se sometió a referéndum el 15 de diciembre del mismo año.
[ 82 ]
LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
siguiendo las vidas y los conflictos familiares y sentimentales de cuatro generaciones de la familia Rius: la del fundador, Joaquín Rius, un herbolario que emigra a América, amasa una pequeña fortuna y, a su regreso, pone en marcha la
fábrica de Tejidos Rius; la de su hijo, también llamado Joaquín, educado en los
jesuitas y conocedor de las fábricas de Inglaterra pero curtido todavía en los
valores tradicionales, en el espíritu industrioso y emprendedor, y cuyo matrimonio con Mariona, la hija del joyero Desiderio Rebull, le permite enlazar con
la aristocracia ciudadana de vieja solera. Mariona Rebull –la mejor novela de la
serie por «la tensa interdependencia que logra entre psicología individual e historia colectiva» (García de Nora, 1973: 91-92)– describe de forma abiertamente
idealizadora un mundo en plena evolución, el desarrollo de la Barcelona
moderna y el ascenso de los Rius, empañado por «la incomprensión y el desamor conyugal que destruye el matrimonio de Joaquin Rius, culmina en el adulterio y la trágica muerte de la esposa» (Antonio Vilanova: 52-53). El viudo Rius
desplaza el centro de interés hacia la crónica novelesca de acontecimientos
políticos y sociales entre el cambio de siglo y 1909 (la primera crisis de la
industria textil catalana, la agitación anarcosindicalista que deriva en la Semana
Trágica), dando lugar, como señala García de Nora, a una «novela social» al
revés, es decir, enfocada desde el punto de vista de los patronos. Paralelamente
discurre la crisis existencial del protagonista, imagen todavía del hombre enérgico y responsable que renuncia a la vida amorosa por su hijo Desiderio y por
su amor a la fábrica. Con Desiderio –la novela literariamente más defectuosa de
todo el ciclo– comienza el declive de los ideales de austeridad, esfuerzo y trabajo. Situada en los años de la Primera Guerra Mundial, cede el protagonismo
al hijo de Mariona y Joaquín, tercera generación de los Rius, un señorito de
familia, egoísta y desinteresado de los negocios del padre, cuyas correrías erótico-sentimentales de poco vuelo no impiden el retorno al redil del matrimonio
con otra joven de buena familia, Crista Fernández Torra, a la que ha dejado
embarazada. Los afanes especulativos, la frivolidad y las aficiones aristocráticas
de la burguesía chocan en las últimas novelas con la conflictividad social y
política (el problema obrero, la radicalización del catalanismo político) agudizada en los años finales de la República. En Guerra civil, figuran episodios y
escenas narrados antes en sus relatos de guerra (Un siglo de Cataluña) y, pensando en un nuevo renacer, la familia Rius se amplía a otra generación, encarnada por Carlos Rius, hijo de Desiderio y Crista y bisnieto del primer Joaquín,
que se describe en los últimos capítulos avanzando con las tropas franquistas.
En 1947, dos años después de la aparición de El viudo Rius, José Luis Sáenz
de Heredia llevó al cine las dos primeras novelas del ciclo con el título
Mariona Rebull, el relato preferido por el director, aunque no le pareciese cinematográficamente viable su amargo desenlace con el estallido de la bomba en
El Liceo y el viudo llevando en brazos el cadáver de Mariona. «El viudo Rius»
–declararía Sáenz de Heredia– tenía un final más optimista, de encuentro entre
[ 83 ]
CARMEN PEÑA ARDID
padre e hijo, de vuelta al trabajo, de reanudar la tradición laboral de Cataluña.
Total que uní las dos novelas para hacer el guión tratando de que el final no
resultase demasiado pesimista y desesperanzador.» (Castro: 1974, 371-372). La
película, calificada de Interés Nacional, obtuvo el Primer Premio del Sindicato
Nacional del Espectáculo y el del Círculo de Escritores Cinematográficos, además de un éxito considerable de crítica y público, incluso en Barcelona, y ha
quedado como un filme de cierto valor en el cine español del primer franquismo porque combina, en palabras de José Enrique Monterde, «la adaptación literaria, el melodrama familiar y la historia social con gran eficacia y adoptando
un punto de vista burgués insólito en el demagógico cine de entonces» (1995:
220). Lamentablemente, no se conserva copia de la primera dramatización televisiva de Mariona Rebull y El viudo Rius, que realizó Domingo Almendros a
partir de una adaptación de Domínguez Millán para el espacio Novela, contando ya con grandes medios16. Esta telenovela se emitió en capítulos semanales
de media hora de duración entre 1962 y 1964 (García de Castro: 1992, 32) y
está en la memoria de Juan Cueto, cuando, desde sus páginas de crítica en El
País, cuestionaba el retorno de Televisión, en 1976, al mismo universo literario:
No se le discuten a Ignacio Agustí sus posibles méritos literarios: Se le discuten a RTVE los muchos millones destinados a recrear la costumbrista historia de
estos Ríus que ya nos habían contado, y con todo género de detalles melodramáticos años antes. Desconozco las profundas razones de los responsables de
Prado del Rey para volver a incurrir de nuevo en este relato, pero digo que dispuestos a no escatimar medios para divulgar audiovisualmente obras literarias,
existe un abundante catálogo de novelerías inéditas que significan bastante más
en las letras castellanas y catalanas que La ceniza fue árbol. Desde Tirant lo
Blanch para acá, hay abundante material narrativo de primerísima calidad al que
le vendrían de perilla estos cien millones de pesetas, y que también serviría para
halagar a esos mismos periféricos. O dicho de otra manera: también serviría para
vacunar la mala conciencia centralista de Prado del Rey («La saga de los cien
millones», El País, 28 noviembre, 1976)17.
En realidad, la idea de recrear nuevamente el mundo de los Rius venía de
más atrás. Según cuenta el realizador Pedro Amalio López:
La primera vez que me hablaron de ella fue en 1973, cuando me dieron los
guiones de Julio Coll para que los estudiara. Luego vino la muerte de Carrero
16
Según García Serrano (1996, 74), o se han perdido los capítulos o, al menos, no están localizados en el fondo documental de Arganda, donde se conservan los documentos más antiguos del archivo
de TVE.
17
También Montserrat Roig (Triunfo, 1976, 42) sugería la adaptación otras obras literarias en catalán –Vida privada, del aristócrata vinculado a la alta burguesía Josep M. de Sagarra, y La febre d'or, de
Narcis Oller– que acabaron siendo llevadas a la pantalla por F. Betriú (1987) y Gonzalo Herralde (1993).
[ 84 ]
LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
Blanco y con ella el normal trasiego de jefes. El proyecto durmió por los cajones
como tantos otros. Y así llegamos a finales de 1974, en que el viejo proyecto se
revitalizó y me llamaron por segunda vez. Entonces le plantee a [Joaquín]
Marroquí la conveniencia de que mejor sería encargárselo a un realizador catalán. Me dijo que se lo pensaría y al final, la respuesta fue no, que lo hiciese yo.
Se hicieron nuevos guiones, esta vez por Vila San Juan y surgieron los trece capítulos de una hora de duración (TeleRadio, 20-26 diciembre, 1976).
En su concepción definitiva, La saga de los Rius –adaptación de Mariona
Rebull, El viudo Rius y Desiderio– cobró forma siendo director general de RTVE
Jesús Sancho Rof, un hombre posteriormente vinculado a UCD. Comenzó a
rodarse en el verano de 1975 y no estuvo concluida hasta mediados de 1976
(TeleRadio, 4-10 agosto 1975 y 1-7 marzo, 1976), por lo que se emitió siendo
ya Rafael Ansón director general de RTVE, cargo para el que había sido nombrado en julio de 1976 por el Consejo de Ministros presidido por Adolfo Suárez.
Como ha señalado Manuel Palacio, con Rafael Ansón, un profesional en el campo de las relaciones públicas, «la transición democrática toma cabal sentido en
TVE» y es muy probable que sus opiniones fueran «concluyentes a la hora de
fijar la estrategia de comunicación pública del gobierno reformista de Adolfo
Suárez» (Palacio: 2001, 99). Ello se advierte en muchos programas y mensajes
televisivos del momento, pero también al considerar la publicidad de La saga
de los Rius y las circunstancias que rodearon su emisión, reveladoras de que,
más allá del entretenimiento de la audiencia o de su ilustración cultural, había
en juego intereses económicos y directamente políticos18. En este sentido, cabe
señalar que, como reclamo publicitario, se rodó un programa de presentación
de la serie, emitido el lunes 1 de noviembre de 1976, en el se ofrecían unas
explicaciones didácticas de Pedro Voltes, asesor histórico de La saga de los Rius,
al tiempo que los actores y otros miembros del equipo de rodaje, filmados en
distintos lugares de la Ciudad Condal, daban detalles de la elaboración de la
serie y de sus impresiones sobre los personajes. Toda la prensa acabó haciéndose eco del esfuerzo invertido y el elevado coste de los trece capítulos de una
hora de duración, rodados en 35 mm y en color, que dirigió el reputado realizador de televisión española Pedro Amalio López. Fueron necesarios, según las
cifras de TVE, ciento ochenta días de rodaje, la intervención de ochenta y seis
18
Recordemos que en el periodo de emisión de la serie, mientras se despliega la campaña institucional del referéndum sobre la Ley de Reforma Política, Adolfo Suárez viaja a Barcelona, se promete
la elaboración de un Estatuto que haga entrar en vías de solución «la cuestión catalana» (21 de diciembre de 1976) y se inician las negociaciones con las distintas fuerzas políticas para el restablecimiento de
la Generalitat (octubre de 1977). Por otro lado, en septiembre de 1976, se había estrenado La ciutat cremada (Antoni Ribas), filme histórico-político cuya resonancia se debió fundamentalmente a que «quiso
ser punto de partida del cine catalán y en catalán con una clara vocación «popular-nacional» (Monterde:
1997, 751). Su argumento evocaba la Barcelona de principios del siglo XX por la que transitaban también, aunque en distintas esferas, los Rius de TVE.
[ 85 ]
CARMEN PEÑA ARDID
actores y dos mil extras, con un coste total de unos 70 millones de pesetas, que
equivalían a una cifra superior a los 5 millones por cada episodio19. Para
reconstruir la forma de vida de la burguesía catalana de finales del siglo XIX y
principios del XX, la serie se rodó en treinta y tres decorados de plató (en los
estudios Miramar de Barcelona), los antiguos telares de las sederías Balcells de
Manresa, la fábrica Godoy-Trías de L'Hospitalet y exteriores localizados en las
provincias de Madrid, Barcelona, Sevilla y Granada, utilizándose «auténticos trenes, coches de caballos, automóviles y carros de época». Como parte del cuadro técnico, no faltaron los nombres catalanes. Además de Juan Felipe Vila-San
Juan, autor del guión y supervisor general, se contó con la colaboración de
Augusto Algueró, creador de la música original, del pintor Francisco Nel.Lo
para los decorados, y Sergio Bigas, responsable de las excelentes acuarelas de
la portada de la serie, evocadoras de la Barcelona de principios de siglo XX. En
el elenco de actores había figuras muy consolidados del teatro y televisión,
como Alejandro Ulloa, José Mª Caffarel o Mª del Carmen Prendes, pero se confiaba en la atracción que podían tener un Emilio Gutiérrez Caba (Desiderio
Rius), rostro quizá asociado entonces a papeles más introspectivos y modernos
del «cine de autor» (recuérdense La caza o Nueve cartas a Berta), y otras figuras del star system de la Transición, como Fernando Guillén (Joaquín Rius),
Ramiro Oliveros (Ernesto) y las actrices Maribel Martín (Mariona Rebull), Ágata
Lys (Lula), Teresa Gimpera (Jeannine) y Victoria Vera (Crista), todas ellas entre
diez y veinte años más jóvenes que los galanes masculinos, y asociadas –salvo
Maribel Martín– con el cine «de destape».
La autopublicidad de la serie tenía su lógica incluso en un tiempo en el que
no había competencia con otras cadenas. Pero mayor sorpresa causó el que se
programaran simultáneamente, precediendo a La saga de los Rius, unos mini
reportajes publicitarios de quince minutos de duración que llevaron por título
«Cataluña, cuatro esquinas». En ellos se hacía propaganda de lugares y productos de la región poniendo de manifiesto las estrategias de una TVE «empeñada
en acercarse a Cataluña, por motivos que todos comprendemos», como escribió
el crítico Norberto Alcover, aunque, a su juicio, La saga de los Rius no fuese la
mejor vía para lograrlo (Reseña, enero, 1977)20. Todavía hubo otro suceso «irre19
TeleRadio publicitó repetidas veces «el esfuerzo insólito de RTVE y concretamente de los
Servicios Técnicos de los estudios de Barcelona» (núms. 982 y 983, octubre, 1976). Desde entonces,
todas las series del periodo clásico basaron su publicidad tanto en el autor literario o los actores como
en las cifras millonarias invertidas en su producción, siempre crecientes. El coste de cada capítulo de
Cañas y barro (1978) superó los 8 millones de pesetas; en Fortunata y Jacinta (1980), se eleva a los 25
millones; en Teresa de Jesús (1984), a 50 millones y Los pazos de Ulloa (1985), a 44 millones. Cada episodio de La forja de un rebelde (1990) iba a alcanzar ya los 383 millones de pesetas.
20
En una «Carta al director» publicada en El País, el 19 de diciembre de 1976, con el encabezamiento «Un repentino y sospechoso amor por Cataluña», manifestaba su autor: «No soy catalán, pero si
lo fuese me sentiría hondamente conmovido por el repentino amor que el Gobierno demuestra a
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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
gular» y polémico cuando se emitió el primer capítulo de la serie. Tras el rótulo
de presentación, apareció en pantalla «una especie de rueda de prensa» en la
que el director de Planeta, José Manuel Lara, anunciaba el ciclo de novelas «La
saga de los Rius» que su editorial había publicado en siete tomos. De hecho, en
una perspicaz operación de marketing, Editorial Planeta hizo suyo el título de la
serie de televisión –situando en un lugar menos visible el de La ceniza fue
árbol– y reprodujo varios fotogramas impactantes del telefilme para ilustrar la
cubierta de los volúmenes; un claro aprovechamiento del tirón del producto
audiovisual en beneficio de los libros, cuyas ventas crecieron espectacularmente. El remate fue esa aparición en la pequeña pantalla con la que TVE parecía
avalar la estrategia e invitar a los espectadores no tanto a la lectura de las novelas como a la compra de la edición del Sr. Lara21. Y aunque medió la denuncia
de Pedro Amalio López (TeleRadio, 20-26 diciembre, 1976; Heraldo de Aragón,
domingo 19 de diciembre de 1976), es difícil creer que los Directores Generales
de RTVE –Gabriel Peña Aranda o Rafael Ansón– ignorasen el lanzamiento promocional de Planeta y no dieran su visto bueno a quien representaba unos intereses industriales no tan diferentes de los retratados en las novelas de Agustí.
Más allá de este entramado paratextual, la adaptación televisiva en sí misma incorporó contenidos indudablemente halagadores para un ideario burgués conservador, aunque demócrata y reformista tras la muerte de Franco,
dispuesto a poner el peso de sus reivindicaciones nacionalistas en aspectos
económicos y, más cautamente, en los políticos22. La serie, como la novela,
entona un canto a ciertos iconos de la burguesía industriosa y trabajadora,
gracias a cuyo espíritu emprendedor «viven hoy la mayoría de los catalanes»23,
Cataluña. Promesas, alusiones generosas, viajes, diálogo con políticos catalanes y, sobre todo, un nuevo
tratado de Televisión […] ¿Qué decir de esos miniprogramas de los domingos, inmediatamente antes de
que Los Rius y compañía adelanten el sueño? Ahora resulta que España no acaba en Madrid y que toda
esa gente, además de nefandos separatistas…, sabe comer estupendamente y tiene unos monumentos
que da gloria contemplarlos… Después de leer que por los países catalanes hay cerca de cinco millones de personas en edad de hablar «sin que nadie pueda obligarles a callar», me huelo que el motivo
de tanto amor está en una fecha mucho más próxima».
21
Sobre la promoción televisiva de la literatura, vid. Pérez Ornia, «Los libros y TVE», El País, 14 de
junio, 1979, p. 43.
22
«¿Por qué RTVE –escribía Montserrat Roig– se ha gastado tantos millones para La saga de los
Rius? Porque se trata de una novela que «aparentemente» hace propaganda de Cataluña y puede satisfacer a los catalanes que como Samaranch, el presidente de la Diputación, afirman que el «catalanismo no
es de derecha ni de izquierdas», a los que descubren ahora el Institut d'Estudis Catalans y lo han ignorado a conciencia durante cuarenta años…, a los que prefieren presentar la imagen pública de Joaquín
Rius, self made man a la catalana, antes que la del viajante de «betes-i-fils» que ha desarrollado el folklore de los desconocimientos mutuos por las tierras del Estado español…» (Triunfo, 726, 1976, p. 41).
23
Véase la larga escena –muy discursiva y teatral– del capítulo 7, en la que Basereny habla a uno
de sus empleados sobre la grandeza de los Rius y las reglas del juego de la competencia.
[ 87 ]
CARMEN PEÑA ARDID
aquellos que, como Joaquín Rius (padre e hijo) o como el fabricante Basereny
(padre e hijo), afrontaron duras dificultades («o la crisis o la revolución», sentencia Joaquín Rius), convivieron en ideal armonía con «el mundo de la gorra
y la honrada alpargata» («¿Recuerda Llobet –dice el patrón Joaquin Rius al viejo contable de la fábrica– la noche vieja en su casa? ¡Cuántos proyectos y
cuántas esperanzas depositábamos en este siglo! Y qué mal nos está saliendo
por ahora», Cap. 8) y, ante el conflicto social y el movimiento obrero anarcosindicalista, no ven sino la fealdad de un mundo violento, mezquino, lleno de
traidores como el empleado Pamias, un mundo al que habrá que reprimir con
el ejército, aunque no falte la «heroica» hazaña personal de Joaquín Rius y sus
empleados leales que logran entregar, burlando la huelga de transportes, un
importante pedido de telas para uniformes que han de vestir los soldados de
la guerra de Marruecos («En mi casa no habrá revolución –afirma Rius– Estaría
bueno que nos asustaran cuatro desgraciados»). La saga de los Rius también
trataba de puntillas la cuestión nacionalista, tema que se introduce de un
modo indirecto en el capítulo 7 de la serie. Corre el año 1904 y, a instancias
del diputado que encabeza la minoría catalana en el Congreso24, los industriales nombran una comisión presidida por Joaquín Rius que elabora un
memorial y viaja a Madrid para tener una audiencia con el Presidente del
Gobierno (a la sazón, Antonio Maura), al que exponen la delicada situación
de los distintos sectores de la industria catalana tras el desastre de 1898 y el
necesario apoyo del Gobierno para garantizar la conservación del mercado
español una vez perdido el de las colonias americanas. Mientras los comisionados esperan al Presidente, mantienen una conversación que no figura en El
viudo Rius y en la que se alude a la identidad catalano-burguesa y a sus relaciones con «el gobierno central». Moixó, el fabricante de yute, se muestra
satisfechísimo de estar en Madrid («tiene casta, clase»), opinión que no secunda el sombrío Joaquín Rius:
RIUS: A mí, la verdad, esta gente me carga. Les aseguro que tengo la extraña
sensación de sentirme en Madrid como invitado, pero como un invitado que
paga todos los gastos.
BASERENY: Eso es grave, Rius. No por su caso concreto que en el fondo es uno
de tantos. Es grave porque así no vamos a entendernos. Y hemos de entendernos. No se encierre usted en su concha.
RIUS: Hay separatismos centrífugos y centrípetos. El de quien no quiere salir de
donde está y el de quien siente que no le dejan entrar en el otro lado.
24
Sin duda se hace referencia al partido de la Lliga Regionalista. No obstante, la serie, más aún
que la novela, mantiene una gran indefinición respecto a los personajes históricos a los que alude.
[ 88 ]
LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
DIPUTADO: A los catalanes se nos achacan muchas cosas pero nadie puede decir
que no hemos querido colaborar. A veces la culpa es de que no nos dejan.
RIUS: Colaborar, sí; entregarse, no. Entendámonos, estamos hablando todos de lo
mismo en distinto idioma.
BASEREY: Pero ¿usted cree Rius que en Barcelona todos piensan como usted?
RIUS: En Barcelona hay tan pocos barceloneses como madrileños en Madrid. Lo
que yo discuto no es un problema racial, sino un problema de principios. Lo
diría igual si fuera de Soria.
[…] Tenga la certeza que para encontrar un diputado que represente no a los
que viven en el distrito sino a los que han creado ese distrito tendríamos que
estar esperando siglos.
Más importancia que la Historia colectiva o la crónica de los conflictos sociales y políticos del cambio de siglo tiene en La saga de los Rius la línea sentimental y melodramática centrada en los conflictos psicológicos, amores y pasiones de los miembros del clan Rius. Precisamente para evitar que la historia
recordase adaptaciones anteriores, la serie de 1976 introduce desde el principio
materiales nuevos procedentes de la novela Desiderio e inicia la acción en 1916
cuando está a punto de resolverse el último de los conflictos sentimentales: la
boda de Desiderio Rius con Crista Fernández Torra. «Creo que la gente joven
–explicaba el guionista Juan Felipe Vila Sanjuán– se sorprenderá al comprobar
que, en 1916, la protagonista se casa estando embarazada de cuatro meses»
(TeleRadio, 4-10 agosto, 1975). Vila Sanjuán estructura el argumento siguiendo
un modelo de reducción temporal restrospectiva que parte de un «relato marco»
de escasa amplitud (los preparativos y desarrollo de la ceremonia nupcial), en
cuyo interior se inscribe la rememoración de un extenso pasado que se remonta a 1880 y discurre linealmente hasta 191625. El primer capítulo, de elaboración
muy manierista, se divide, así, en dos partes bien diferenciadas. La primera alude a las circunstancias que han precipitado la boda de los dos jóvenes mediante una serie de flash-backs que plasman los hechos evocados por Desiderio y
Crista mientras se desplazan a la ermita donde celebrarán su boda. Iniciada ya
la ceremonia, es Joaquín Rius el que recuerda, primero su boda con Mariona;
después, con ayuda de su voz en off, se traslada al telespectador a tiempos más
lejanos, cuando, al sonido de las primeras campanas, el abuelo Rius se dirige a
25
Recordemos que Mariona Rebull, de Sáenz de Heredia, se inicia «in medias res». En 1908, durante un viaje en tren de Madrid a Barcelona, el viudo Rius cuenta a la joven Lula, con la que ha mantenido relaciones, la trágica historia de su matrimonio para convencerla de que él no es una buena compañía. Al llegar a su destino –y finalizar el relato en flash back–, se separan y continúa la acción hasta
poco después de los acontecimientos de la Semana Trágica.
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CARMEN PEÑA ARDID
la fábrica, a pie y en compañía de un Joaquín casi niño. La última parte de este
primer capítulo avanza con celeridad hasta que ya cerca de la treintena el próspero Joaquín Rius pretende a la colegiala Mariona Rebull 26.
La saga de los Rius fue considerada una serie «digna», bien acogida, aunque no
alcanzó el éxito esperado. No ayudaban lo restrictivo de su universo, la frialdad
con la que se desenvuelven los conflictos psicológicos –sobre todo, el más interesante entre Joaquín y Mariona– ni la mediocridad del material que aportaba la
novela Desiderio, no sólo muy inferior literariamente a las anteriores, sino desfasada y anodina en su retrato del protagonista, «un señorito adocenado, insustancial, frívolo y aturdido, al tiempo que alicorto y sensato incluso en sus calaveradas» (García de Nora: 1973, 89) ¿Realmente creían guionista y realizador que iban
a interesar al público joven de los años setenta las relaciones de Desiderio con
una demi-mondaine francesa o el hecho de que Crista se casase embarazada? Por
otra parte, la serie tenía defectos de concepción achacables en buena medida a
la inexperiencia de TVE en estas lides, lo que se aprecia tanto en el guión
–desequilibrado en la distribución de los contenidos– como en el montaje, en la
labor de realización y, sobre todo, en los desproporcionados resúmenes que pretendían sintetizar los capítulos precedentes ya emitidos. La falta de ritmo de los
episodios, la «lentitud irritante» o el manierismo poco justificado de los movimientos de cámara mostraban a un director más diestro en la plasmación dramática de escenas de grupo –por ejemplo, las tertulias o comidas en las que se luce
el actor José Mª Caffarel– que en el dominio de la planificación con fines narrativos. La saga de los Rius imitaba, como señaló Montserrat Roig, «a las series británicas y al noble milanés sin digerirlo, con una lentitud irritante». Y no hay duda
de que muchas escenas en exteriores introducían larguísimos momentos de
reportaje turístico-documental ajenos por completo al tempo narrativo y a la verosimilitud del universo de los personajes (la inacabable panorámica con el desfile
de coches camino de la ermita, las estampas monumentales del viaje de novios
o el largo paseo descriptivo de la cámara por los rincones del barrio gótico de
Barcelona cuando los Rius van al trabajo). También las escenas de interior abusaban de rebuscados movimientos de cámara, travellings laterales y, sobre todo,
de los zooms de acercamiento y alejamiento que puso tan de moda Valerio
Lazarov, rasgos que llegan a un extremado manierismo en la escena en que
26
El orden burgués que añora Agustí es el de una sociedad patriarcal como soñó Rousseau: «Los
hombres de mi ciudad se casaban mayores, en el umbral de la madurez. Pero sabían recuperar aprisa
lo desaprovechado. Las esposas eran jóvenes, en general mucho más jóvenes que los maridos. Apenas
salidas del colegio, con sus buenos rudimentos de francés y su urbanidad bien aprendida… se encontraban de la noche a la mañana unidas físicamente y espiritualmente al marido; a un marido alto, severo, de audaz bigote y grave condescendencia, que ejercía sobre ellas una especie de tutela paternal y
usaba con pulcritud de su talonario de cheques; además las hacía madres copiosamente, un hijo tras
otro» (Mariona Rebull, 1944/1975, 11).
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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
Mariona visita el piso de soltero, lleno de espejos, muebles y cortinajes, de su
amante Ernesto Villar. Pese a estos defectos o a la insatisfacción de la crítica por
la escasa adecuación de algunos actores a los personajes que interpretaban, La
saga de los Rius fue una empresa insólita para TVE27, que afrontaba por primera
vez la adaptación seriada de novelas célebres y muy extensas con una narrativa
de corte cinematográfico. Puso en pie una meritoria recreación de época –que
exigía trabajar con grandes equipos de actores y técnicos– y alentó la realización
de otras producciones que captaron mejor el pulso de la serialidad pero que
habían aprendido de los aciertos de esta serie tanto como de sus errores.
Cañas y barro
Poco después de La saga de los Rius, estrenó TVE la adaptación que Manuel
Mur Oti hizo de la novela de Blasco Ibáñez, Cañas y barro (1902), y que dirigió Rafael Romero Merchant, realizador un tanto grandilocuente de numerosos
spaguetti-westerns. Producida por Eduardo Manzanos, esta serie de seis capítulos de 50 minutos de duración se emitió por primera vez, con periodicidad
semanal, entre el 26 de marzo y el 30 de abril de 1978, ocupando el segundo
puesto en el panel de audiencia de ese año –tras el programa El hombre y la
tierra–, una acogida tan excepcional que no la esperaban ni sus creadores ni
los directivos de TVE28. También era una «historia de época» en el contexto de
la España finisecular, entre los siglos XIX-XX, rodada en hermosos escenarios
naturales que exigieron la construcción de un poblado entero de barracas junto a la Albufera valenciana; concretamente en El Palmar, pueblo en el que
Blasco Ibáñez sitúa la acción de esta novela de tema regionalista en la que se
acerca a las vidas de pescadores y arroceros con un mezcla de costumbrismo y
naturalismo, alternando la pintura apreciativa del paisaje o de las habilidades de
las gentes del lugar con una visión muy pesimista de la perversidad de la vida
natural y del efecto aplastante del ambiente (Pattison: 1972, 315). La novela está
protagonizada también por tres generaciones de hombres: el tío Paloma, el barquero más viejo y el mejor pescador de la Albufera, como ya lo fue su padre,
es hombre autoritario pero honorable y sostén de las viejas tradiciones29. Su hijo
Tono, juicioso e infatigable trabajador, enemigo de la taberna, consagra toda su
27
Fernando Guillén obtuvo el premio TP de Oro por su interpretación de Joaquín Rius. Pero la
serie no volvió a emitirse hasta que, en la temporada 1989-90, pasó tres veces por el Canal América (sep.nov. 1989); la Segunda Cadena de TVE (nov. 1989-feb. 1990) y en TVE Internacional (dic. 1989-feb. 1990).
28
Cañas y barro volvió a emitirse al menos cinco veces más: en la Primera cadena (agosto 1980;
mayo-junio 1983; abril 1995); en la Segunda cadena (febrero-abril 1990); en TVE Internacional (febreromarzo 1991).
29
El narrador se hace eco de su nostalgia: «Todo cambiaba en aquel mundo del que jamás había
salido el viejo. La Albufera la transformaban los hombres con sus cultivos y desfigurábanse las familias,
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CARMEN PEÑA ARDID
vida a ganar terreno al agua y convertirse en propietario de campos de arroz.
Para ello, adquiere una charca profunda que irá rellenando de tierra a lo largo de veinte años –en una verdadera empresa bíblica– solo con la ayuda de
la Borda, una huérfana que sacó del hospicio por deseo de su mujer. El nieto, Tonet, ya es un vago, educado por el abuelo, guapo mozo, buen cazador
y pescador pero flojo de carácter. Ha visto la riqueza y ha viajado como soldado a Cuba volviendo jactancioso y marrullero, con una repulsión instintiva
por el trabajo. En este mundo patriarcal y misógino, las mujeres son poco más
que bestias para el trabajo y la reproducción. El tío Paloma, las desprecia profundamente:
De su esposa apenas sí retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado junto a él rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que
su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la
semana todos los viernes […] Habían tenido muchos hijos, muchísimos; pero,
menos uno, todos habían muerto «oportunamente». Eran seres blancuzcos y
enfermizos…» (p. 32).
Como son imprescindibles para tener descendencia (y para el orden doméstico), Tono también «escogió una: cualquiera, la que menos obstáculos opuso a
su timidez. Se verificó la boda y el viejo tuvo en la barraca un ser más con
quien hablar y a quien reñir» (p. 36). «Pasó el tiempo, y su nuera le dio un nieto, un Tonet, que el abuelo llevaba muchas tardes en brazos… ¡Demonio de
muchacho y qué guapo era! La larguirucha y fea de su nuera era como todas
las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se
parecían a sus progenitores» (p. 38).
La única figura femenina que tiene presencia en la novela es Neleta.
Huérfana de padre y con su madre enferma, ha sido compañera de juegos de
Tonet y su novia desde que pasaron juntos una noche en el campo. Al crecer,
se convierte en la «muchacha más guapa de la Albufera» –dice el narrador–, con
sus cabellos rubios y su «piel blanca, de una nitidez transparente, una piel
jamás vista en las mujeres del Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico
reflejo ofrecía lejana semejanza con la de las tencas del lago» (p. 87). Neleta
encarnará la degradación y el mal. Sintiéndose despreciada por Tonet y cansada de esperar su regreso de Cuba, se casa con el viejo y rico tabernero
Cañamel, cuyos negocios llevará perfectamente, aunque al volver su antiguo
amor se hacen amantes en secreto. Cuando Cañamel muere, deja todos sus
bienes a Neleta con la condición de que no se case ni se le conozca relación
con ningún hombre. Tendrá que seguir viendo a Tonet a escondidas hasta que
como si las tradiciones del lago se perdiesen para siempre. Los hijos de los barqueros se hacían siervos
de la tierra; los nietos levantaban el brazo armado de piedras contra sus abuelos; en el lago se veían
barcazas llenas de carbón…» (Cañas y barro: 1902/2003, 49).
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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
un día queda embarazada y, llegado el parto, el joven arroja al recién nacido a
las aguas de la laguna; unos perros cazadores lo recuperan terriblemente mutilado y el débil Tonet, incapaz de aceptar la deshonra propia y de toda su familia, acaba con su vida.
¿Qué interés tenía esta (melo)dramática historia para los espectadores de la
España de la Transición? Aunque Blasco Ibáñez no era en absoluto un escritor
desconocido, es curioso observar que desde la revista TeleRadio (5-11 diciembre,
1977) se insistió en el mérito televisivo de «rescatar» este autor para «el gran público». Y sin duda había algo de atrevimiento en la recreación de un drama que protagonizan gentes de las clases populares –campesinos, pescadores y comerciantes– en un microcosmos rural cerrado y durísimo, donde se llegan a transgredir
gravemente las normas morales de una comunidad católica –adulterio, infanticidio, suicidio– y hace su aparición uno de los estereotipos del imaginario popular
masculino del fin de siglo: el «diablo femenino», la mujer fatal que utiliza su belleza y sexualidad para manipular a los hombres y obtener poder. El tratamiento que
Romero Marchent y, sobre todo, el adaptador y guionista Manuel Mur Oti –notable director del cine español de los años 50– dieron a estos elementos permite
hacer una lectura metafórica –y generacional– de los conflictos sociales y personales que viven los protagonistas de este melodrama familiar, aplicable en cierto
modo a las incertidumbres que en el plano de los valores sociales y familiares
podían estar viviendo algunos espectadores de la serie televisiva. En este sentido,
quisiera llamar la atención sobre el recurso a la amplificatio en algunos pasajes
del guión y sobre la elección de los actores protagonistas, cuya trayectoria y
popularidad impregna sus personajes de nuevas connotaciones. El patriarca de la
familia, el tío Paloma, es interpretado por Alfredo Mayo, actor perteneciente a la
generación que hizo la guerra civil (pensemos no sólo en Raza y otras muchos
títulos de los años 40-50, sino en su celebrada aparición en La caza, de Carlos
Saura). En la serie, este personaje sigue siendo, como en la novela, un hombre
íntegro y muy respetado pero quedan resaltadas sus maneras de injusto autoritarismo y algunos toques de viejo maniático. En el caso de la generación más
joven, los papeles recayeron en Luis Suárez (Tonet), actor que se había dado a
conocer en uno de los episodios del filme colectivo Los desafíos (1969), pero cuya
carrera no prosperó pese a su apostura, y en Victoria Vera (Neleta), todo un sex
symbol de la Transición, cuyo primer trabajo protagonista fue en Fulanita y sus
menganos (Pedro Lazaga, 1976). Actriz que construyó su personaje público en
base a la objetualización de su cuerpo y defensora del desnudo femenino como
supuesta expresión de libertad, la complexión esbelta y delgada que la caracteriza, la estudiada apariencia frágil explotaban el mito erótico de una «Lolita» adolescente (Martín Morán y Díaz López: 2005, 197).
Pero es la generación intermedia, la que encarnan Tono y su mujer –y que
me permito asociar con la de los «niños de la guerra»– la que tiene en la serie
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CARMEN PEÑA ARDID
un tratamiento ampliado y más distante de la novela. Se encuentra aquí, a mi
juicio, uno de los principales procedimientos de «actualización» y reenfoque
semántico del material narrativo, ya que no sólo adquiere importancia la peripecia vital y los valores del protagonista masculino, que interpretó Manuel
Tejada30, uno de los rostros habituales de la plantilla de televisión con numerosas apariciones en Estudio 1, sino también la figura de su esposa –tal vez para
captar al público femenino. De hecho, el personaje de Rosa, interpretado por
la actriz hispano-argentina Ana Marzoa, es prácticamente un invento de Manuel
Mur-Oti, en la línea de las mujeres que creó para la película El batallón de las
sombras (1957). Introduce el amor romántico y la idea de la felicidad conyugal
(capítulos 1 y 2 de la serie). Si Tono, un trabajador infatigable y sin tacha, se
aleja de su progenitor para labrarse un porvenir propio, Rosa trae consigo valores sorprendentes en el mundo de la Albufera, encarnando la representación
franquista idealizada de la mujer esposa y madre: guapa (sin afeites), alegre e
incansable trabajadora en todo tipo de actividades, domésticas o no, y, sobre
todo, compañera del marido, a cuya voluntad se pliega, pero aconsejándole
cuando es preciso con sensibilidad y humilde delicadeza. Tono y Rosa podían
representar los valores de la generación que vivió plenamente el franquismo;
los que levantaron el país con su esfuerzo y el trabajo incansable. La muerte de
Rosa –pura anécdota en la novela– es en la serie una pérdida que anuncia
otros males, porque Tono funciona como contrafigura de su hijo Tonet, al igual
que Rosa lo es de la sexualizada independiente y ambiciosa Neleta, tan desalmada al final como para aceptar el asesinato del hijo recién nacido y empujar
a la perdición al débil Tonet.
El desenlace de La saga de los Rius era conformista y acorde con la perpetuación de las elites burguesas; el de Cañas y barro era indudablemente trágico y pesimista. ¿En qué medida esta serie que tuvo tanto éxito estaba dando
forma a las inquietudes de muchas familias durante la Transición? ¿Plasmaba el
recelo y la desconfianza con que los padres y abuelos contemplaron la brecha
generacional y las demandas de la generación del «desencanto»? ¿Conectó la
serie con el público que veía la televisión –y que no era precisamente el que
tenía 20 años–, el que temía los cambios que se estaban produciendo en el
terreno político y de las costumbres? Muchos aspectos quedan fuera de nuestra
breve lectura de Cañas y barro31 que habría que poner en relación con la
siguiente serie –La barraca– inspirada también en una novela de Blasco Ibáñez.
Basta ahora decir que a la luz de la gran aceptación que tuvo en el panel de
30
31
El diario ABC le concedió el premio al mejor actor de 1978 (TeleRadio, 12-18 marzo, 1979, p. 11).
Debe recordarse que su emisión también coincidió con la elaboración del «Pre-Estatuto de
Autonomía Valenciana» y con los debates de los parlamentarios sobre la cooficialidad de las lenguas. Vid.
El País, 3 y 4 de marzo de 1978.
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LAS PRIMERAS GRANDES SERIES LITERARIAS DE LA TRANSICIIÓN...
audiencia, sacaba sus conclusiones un crítico de TeleRadio (1-6 enero, 1979)
sobre los «parámetros del éxito» de las ficciones de TVE: «inteligibilidad de la
historia, melodrama, reparto y linealidad del tratamiento».
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