SAN AGUSTÍN: LA FE NO ES CIEGA ( TEXTO 6) “En vano oiríamos predicar cosas verdaderas si la fe no revistiese de piedad nuestro corazón antes de que la razón crítica nos haga ver que son falsas esas ficciones que abrigamos. La razón nos avisa desde fuera, mientras la verdad nos ilumina interiormente. La fe desempeña el papel que a ella le toca, y, gracias a esa preparación, la razón subsiguiente encuentra alguna de las verdades que buscaba. Luego a la razón falsa hay que interponerle, sin duda alguna, no sólo la razón verdadera, que nos hace entender lo que creemos, sino también la fe misma que tenemos en lo que no entendemos. Mejor es creer lo que es verdadero, aunque todavía no lo veas, que pensar que ves lo verdadero cuando es falso. También la fe tiene sus ojos; por ellos ve en cierto modo que es verdadero lo que todavía no ve, y por ellos ve con certidumbre que todavía no ve lo que cree. En cambio, quién a través de la verdadera razón comprende lo que tan sólo creía, ha de ser antepuesto a quien desea aún comprender lo que cree. Finalmente, quién ni siquiera desea entender y opina que basta creer las cosas que debemos entender, no sabe aún para qué sirve la fe, ya que la fe piadosa no quiere estar sin la esperanza y sin la caridad. El creyente debe creer lo que todavía no ve, pero esperando y amando la futura visión”. SAN AGUSTIN “Cartas 120,2.8” COMENTARIO Dos palabras llaman inmediatamente la atención en este texto: fe y razón ( por este orden). Este fragmento defiende una aproximación entre ambos conceptos, fundamentado uno en el creer y otro en el entender. Estamos hablando de religión y filosofía, dos maneras diferentes de interpretar el mundo con un objetivo común: la búsqueda de la verdad, que no es otra cosa, en última instancia, que conocimiento. A pesar de su brevedad, hay varias ideas que definen, interrelacionan y clasifican jerárquicamente razón y fe. Más o menos son éstas: 1- PRIMACÍA Y PRIORIDAD DE LA FE SOBRE LA RAZÓN: la fe es anterior a la “razón crítica”. Gracias a la fe: “la razón subsiguiente encuentra alguna de las verdades que buscaba”. La razón se supedita a la fe y es inferior a ella: “Mejor es creer lo que es verdadero aunque todavía no lo veas, que pensar que ves lo verdadero cuando es falso”. 2- ¿CÓMO SE DEFINE LA FE?: - con la fe no hay dudas, la fe es siempre verdadera - la fe es producto de una iluminación interior - precede y justifica la razón - la fe es autónoma y suficiente en sí misma 3- ¿CÓMO SE MANIFIESTA LA RAZÓN? - está supeditada a la fe - puede ser verdadera o falsa. Será verdadera sólo cuando corrobora las verdades de la fe ( ayuda a entender lo que creemos). La razón falsa es aquella que se desvía de la fe, aquella que es producto de: “esas ficciones que abrigamos”, “pensar que ves lo verdadero cuando es falso”. - En contraposición a la fe, la razón es insuficiente e incompleta. Ahora bien, sentadas las bases de la superioridad y suficiencia de la religión sobre la filosofía, San Agustín enumera tres actitudes, tres posiciones en torno a la relación entre fe y razón: a- la actitud de “quién ni siquiera desea entender y opina que basta creer” b- aquella actitud que “ desea aún comprender lo que cree”. ( Podríamos ver aquí un eco de Aristóteles cuando afirma, por ejemplo al comienzo de la “Metafísica”, que ”todos los hombres tienden por naturaleza al saber”). c- “quién a través de la verdadera razón comprende lo que tan sólo creía”. La postura de San Agustín es conciliadora: la fe es suficiente, pero acompañada de razón parece más satisfactoria, más placentera. Como él mismo afirma en otra parte, la fe conoce inmediatamente la verdad, pero la filosofía proporciona la felicidad de entender lo que gracias a la fe ya se sabía. La fe no necesita la razón; la desea en tanto en cuanto la religión es la filosofía verdadera. Creo que podemos afirmar que el texto representa con claridad la postura agustiniana del “creer para entender” ( priorizando la fe), pero también y después “entiendo para creer” ( defendiendo un lugar para la filosofía). Pico de la Mirándola, filósofo que en el Renacimiento también buscaba la concordia, la síntesis entre las diversas filosofías y las religiones, afirmaba que la filosofía busca la verdad, la teología la encuentra y la fe la disfruta. La postura aquí de San Agustín parece un poco distinta: la filosofía busca la verdad, la fe la posee y la teología ( la fe acompañada de razón) es la que disfruta y corrobora la verdad. La convivencia entre religión y filosofía no fue fácil durante la Edad Media. Los dogmas de la religión y los diferentes postulados de las corrientes filosóficas no eran, en las postrimerias del imperio romano, ni contrarias , ni siquiera contradictorias. Lo que resultaba escandaloso a la filosofía de aquel tiempo era aquella pretensión de autoridad exclusiva y definitiva, esa intransigencia con respecto a la verdad, basada solamente en criterios irracionales y en iluminaciones divinas. Como decía San Pablo: “ mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía fundada en las tradiciones humanas”. A esto se podía oponer el silogismo aristotélico: “¿debemos o no debemos filosofar?. Si debemos hacerlo, debemos hacerlo. Si no debemos hacerlo, entonces también debemos hacerlo – para explicar por qué no hay que filosofar-. Luego, en cualquier caso debemos filosofar”. En última instancia, el problema era viejo: la compatibilidad entre la razón y el mito, entre lo racional, lo humano y lo sobrenatural o divino. El enfrentamiento entre filosofía y religión ( entre razón y fe) representa dos concepciones muy diferentes del mundo: capacidad inmanente del ser humano frente a iluminación divina, trascendente. La fe es completa, inmutable y definitiva, la razón humana incompleta y efímera. En el largo período que transcurre entre el declinar de la filosofía clásica y pagana frente a la religión cristiana y el Renacimiento ( que supone un redescubrimiento de la razón como fuente autónoma de conocimiento) probablemente nunca estuvo el ejercicio de la razón en peligro – es difícil que el ser humano pueda renunciar o prescindir de una de las facultades de las que naturalmente está dotado. Si corrió peligro, en cambio, su autonomía y su ejercicio en libertad. La filosofía sobrevive en tanto en cuanto instrumento de la fe. La obra de San Agustín supone el primer esfuerzo importante de armonizar filosofía y religión, esfuerzo al que históricamente se ha dado el nombre de filosofía cristiana. Si recordamos las posiciones de la religión con respecto a la filosofía a lo largo de la Edad Media:: - Oposición - Colaboración, supeditación - Autonomía relativa - Independencia. San Agustín representa ese segundo momento de colaboración, superando en parte ese desprecio por la filosofía que representa Tertuliano y antecediendo (¡habrían de pasar más de siete siglos!) las posiciones de Tomás de Aquino, muy inspiradas en las ideas aristotélicas, que otorgaban cierta autonomía a la razón. San Agustín (segunda mitad del siglo IV) nació pagano y fue filósofo antes de convertirse al cristianismo. Probablemente, esto influyera en su actitud vital y armonizadora entre filosofía y religión. San Agustín pensaba que la fe no requiere justificación exterior a sí misma, y es el fundamento natural de la razón. Lo que la filosofía cristiana excluye no es la reflexión personal sino todo contacto con la filosofía pagana como punto de partida de la fe; el punto de partida es la revelación. A la verdad se llega por un camino interior que no puede prescindir de la iluminación divina. Las verdades eternas se alcanzan más por un proceso de iluminación interior, que de reminiscencia al modo platónico. Lo inteligible lo es porque está iluminado por Dios ( siguiendo la metáfora del sol en “la república” platónica). Dios y la fe son los responsables de la fe verdadera. Tanta referencia a Platón no es gratuita. San Agustín es responsable de la reinterpretación y asimilación de la filosofía de Platón al cristianismo: el universo físico producto de la creación, la separación de dos mundos, la vida ejemplar como catarsis, purificación para la vida inmortal, la inmortalidad del alma humana... Sus obras más conocidas son las “Confesiones” y “la ciudad de Dios”, obra esta última en la que opone la historia y el destino de dos ciudades: la ciudad de los hombres, producto del amor propio y de la carne frente a la ciudad de Dios, producto del amor a Dios y del espíritu.