TEMAS DE SCHOENSTATT 4 TEMA 4: Análisis del Acta de Prefundación. 1. Hasta el momento hemos hablado en general sobre la necesidad e importancia de la autoformación para el hombre en general, para nuestro tiempo y para el cristiano actual. Analizaremos ahora el Acta de Prefundación. La primera plática que da el P. Kentenich a los jóvenes luego de haber recibido el cargo de Director Espiritual. En ella el P. Kentenich plantea claramente la autoeducación como un imperativo de nuestra época, de nuestra edad y la religión y muestra como meta la formación de personalidades libres, recias y sacerdotales. 2. Para ganar un concepto histórico del Acta de Prefundación se puede usar como bibliografía el libro “Bajo la protección de María” pág. 19 y “Documentos de Schoenstatt”, pp. 11 ss. Destacamos tres cosas: 2.1. La autoformación, tal como la concibe nuestro padre, implica una mera clara: la creación del hombre nuevo, del hombre auténticamente libre que ha conquistado la libertad interior, del hombre recio, es decir que se guía por principios y es consecuente con ellos y del hombre sacerdotal, es decir que se guía por principios y es consecuente con ellos y del hombre sacerdotal, es decir, del hombre abierto a la realidad sobrenatural y animado por un fuerte espíritu apostólico. 2.2. La autoformación es un imperativo de nuestro tiempo. La época actual produce al hombre masa; este tipo de hombre debe ser superado por un nuevo tipo de hombre que posea las tres características recién nombradas. En Schoenstatt, posteriormente, el hombre nuevo ha sido definido de diversos modos de acuerdo a los distintos puntos de vista desde los cuales se le considera. Así, por ejemplo, se habla del hombre orgánico o del hombre mariano, del hombre vinculado, comunitario y apostólico, etc. 2.3. En tercer lugar, y en esto queremos detenernos especialmente, el Padre Kentenich señala y describe la necesidad de la autoformación y la manera práctica de llevarla a cabo. Para comprender el sentido de la autoformación, el Padre Kentenich muestra la realidad del hombre actual. Señala el flagrante contraste entre el avance de la técnica y la civilización moderna, la conquista del “macrocosmos” y la alarmante pérdida de la riqueza interior del hombre: “No se necesita un conocimiento extraordinario del mundo y de los hombres para darse cuenta que nuestro tiempo, con todo su progreso y sus múltiples experimentos, no consigue liberar al hombre de su vacío interior. Esto se debe a que toda la atención y toda la actividad tiene exclusivamente por objeto el macrocosmos, el gran mundo en torno a nosotros… Pero, a pesar de esto, hay un mundo siempre nuevo, el microcosmos, el mundo en pequeño, nuestro propio mundo interior, que permanece desconocido y olvidado. No hay métodos, o al menos, no hay métodos nuevos capaces de verter rayos de luz sobre el alma humana... Por eso, la alarmante pobreza y vacío interior de nuestro tiempo”. El Padre Kentenich señala luego un doble aspecto de este problema. Muestra que no atañe sólo a los pueblos subdesarrollados que reciben todo el impacto de la civilización moderna y de la técnica, sin que se procure, simultáneamente, el avance cultural, moral y espiritual del pueblo. No, también atañe, y en mayor medida aún, a los pueblos desarrollados. Se pregunta: “¿Están los pueblos cultos y civilizados suficientemente preparados y maduros para hacer buen uso de los enormes progresos materiales de nuestro tiempo? ¿O no es más acertado afirmar que nuestro tiempo se ha hecho esclavo de sus propias conquistas? Sí, así es. El dominio que tenemos de los poderes y de las fuerzas de la naturaleza no han marchado a la par con el dominio de lo instintivo y animal que hay en el corazón del hombre. Esta tremenda discrepancia, esta inmensa grieta, se hace cada vez más grande y profunda. Así tenemos ante nosotros el fantasma de la cuestión social y de la ruina social, si es que no aplicamos enérgicamente todas nuestras fuerzas para producir muy pronto un cambio. En lugar de dominar nuestras conquistas nos hacemos sus esclavos. También nos convertimos en esclavos de nuestras propias pasiones… En adelante no podemos permitir que nuestra ciencia nos esclavice, sino que debemos tener dominio de ella. Que jamás nos acontezca saber varias lenguas extranjeras, como lo exige el programa escolar, y que seamos absolutamente ignorantes en el conocimiento y comprensión del lenguaje de nuestro propio corazón… El grado de nuestro avance en la ciencia debe corresponder al grado de nuestra profundización interior, de nuestro crecimiento espiritual”. Con esto queda planteado el problema: ¿No somos también nosotros víctimas de la tragedia del hombre moderno? El Padre Kentenich pronunció estas palabras el 27 de octubre de 1912. Han pasado decenios desde aquel entonces y, sin embargo, no podemos decir que el problema haya perdido actualidad. Al contrario, cada día ha cobrado más importancia y mayores dimensiones. Es interesante constatar, por ejemplo, como M. Quoist en su conocido libro Triunfo decenios después llama la atención sobre la misma problemática casi son idénticas palabras a las usadas por el Padre el año 1912. Dice, entre otras cosas, después de señalar los problemas típico de los pueblos subdesarrollados: “Actualmente, otro mal, de mayor gravedad, si cabe, puesto que es más profundo, invade a la humanidad, comenzando –terribles vicisitudes de las cosas- por los pueblos más adelantados y por los hombres más “civilizados”. Trátase de una desintegración interior, de una putrefacción del mismo hombre… Gracias a sus extraordinarios logros, el mundo moderno es prodigiosamente bello y grande. El hombre, orgulloso de sus conquistas y de su poder sobre la materia y sobre la vida, parece como dominarlo cada día más. Pero a medida que con la ciencia y la técnica domina el universo, pierde el hombre el dominio de su universo íntimo. Penetra en el misterio de los mundos, en el de los infinitamente pequeños y en el de los infinitamente grandes, y se pierde en su propio misterio. Quiere regir el universo y no sabe regir su propio universo. Domina la materia, pero cuando debería –libre de su tiranía- vivir más del espíritu, la materia perfeccionada se vuelve contra él, le esclaviza y el espíritu muere. Si el hombre “pierde el espíritu”, lo pierde todo. Desaparece el hombre, puesto que el espíritu es lo más importante” (p. 7 ss). Se podría citar muchos otros autores contemporáneos que comparten el mismo diagnóstico del Padre. Él, visionariamente, detectó el problema y lo señaló claramente. Pero no se quedó allí, sacó las consecuencias: se puso con todas sus fuerzas manos a la obra, puso en movimiento una gran cruzada de conquista de un nuevo tipo de hombre y señaló un método práctico al alcance de todos: la conquista del hombre nuevo por medio de la autoformación, bajo la protección de María. Conocimiento de sí mismo: los temperamentos. 1. Queremos comenzar desde ya a poner en práctica la autoeducación. Para ello, hemos dicho, es necesario conocerse a sí mismo. Un aspecto importante de este conocimiento de sí lo constituyen los temperamentos. Sabiendo qué temperamento se posee, se tiene una clave para entender muchas de las reacciones y de la manera de comportamiento, de las cualidades y defectos típicos de la persona. Primeramente nos preocuparemos de los temperamentos en general. 2. Por temperamento entendemos, en general, el tono o “atmósfera” anímica de la persona, que depende, en gran parte, de su constitución física y que se pone de manifiesto en la manera de reaccionar ante los diversos estímulos y en la duración y profundidad de la misma reacción. 3. Son muy diversos los modos de analizar el carácter y los temperamentos. Aquí nos referiremos a la división clásica según Hipócrates: temperamento colérico, sanguíneo, melancólico y flemático. Los términos vienen del griego: colérico de kolé-bilis; sanguíneo de sanguis-sangre; melancólico de melas-negro y flemático de phlema-fluído, espeso. Para el estudio de los temperamentos se puede consultar el libro de Konrad Hock, Los cuatro temperamentos. Ciertamente se podrían usar otros sistemas más científicos y modernos, pero la mayoría de las veces resultan demasiado complicados para la práctica educativa. Se puede ver, por ejemplo, la clasificación de Le-Senne-Haymans-Wiersma y el cuestionario correspondiente elaborado por M. Gex. Más allá de las posibles clasificaciones lo que nos importa en la práctica, es que cada uno llegue a conocer los rasgos más importantes de la propia personalidad, tanto los positivos como los negativos, aquellos aspectos donde debe ejercitar su autoeducación. Sea cual sea el método de clasificación que se use, se debe llegar a conocer el propio temperamento que es siempre original y que, normalmente, es una mezcla de los diversos tipos que se presentan. Reconocimiento en general de los cuatro temperamentos. Un modo fácil de orientarse aproximadamente respecto al temperamento dominante, es observar la reacción que tiene le persona respecto a las ofensas que recibe. Si se aceptan con dificultad y se les guarda en el interior sin poder olvidarlas guardando rencor – temperamento colérico o melancólico. Si no se guarda rencor ni se muestra uno enojado por mucho tiempo – temperamento sanguíneo o flemático. Si la ofensa afecta con fuerza y rapidez sintiéndose un impulso inmediato a la réplica, guardándose, además, el rencor interior con cierta voluntad de venganza – temperamento colérico. Si la persona no atina a responder inmediatamente, a pesar de sentir vivamente la herida, que a cada momento se ahonda más, y uno se mantiene exteriormente tranquilo; o después de un tiempo se da cuenta de la magnitud de la ofensa entrando el desaliento y la indignación interior; o, después de no haber atinado a responder, una o dos horas más tarde, uno se imagina qué debiera haber dicho y tiende a evitar a la persona que lo ha ofendido, desconfiando de todas las personas – temperamento melancólico. Si la persona se enfurece rápidamente, obra precipitadamente con violencia, pero al poco rato ya se le ha olvidado todo y se es tan amigo como antes del que no lo ha ofendido – temperamento sanguíneo. Si la persona mantiene la calma y hasta se muestra indiferente sin que la repercusión sea duradera – temperamento flemático.