«EL SALVADOR DE LA REPÚBLICA» El advenimiento de la República fue recibido jubilosamente por el pueblo español que aguardó, una vez más, que al final se materializarían las ilusiones forjadas a lo largo de tantos años. La clase trabajadora esperaba que al convertirse en realidad las promesas de los jefes republicanos quedarían satisfechas sus reivindicaciones laborales; los estudiantes, especialmente los universitarios que tanto habían luchado contra la Dictadura, confiaban que se implantaría un sistema de justicia y libertad; los catalanes, vascos y gallegos especulaban en torno a sus deseos autonómicos que serian otorgados; los intelectuales, con Ortega y Gasset, Marañon, Machado y Pérez de Ayala que hicieron política activa con su servicio a la República, creían que las futuras instituciones republicanas darían preferencia al mejoramiento de la enseñanza pública. Éste era el panorama que veía la gente que se dejaba llevar por el optimismo; pero los elementos pesimistas veían un futuro mucho más negro, pues no se olvidaban que las tragedias padecidas por el país surgían siempre a causa de la resistencia de uno de los dos sectores irreconciliables que operaban en el país. A la izquierda figuraban todos aquellos que darían preferencia a terminar con la hegemonía del Ejército, la Iglesia y los terratenientes; del otro lado, a la derecha, se hallaban las fuerzas católicas organizadas, los terratenientes que no querían renunciar a ninguno de sus privilegios, la clase media que no deseaba olvidar a la familia real y los banqueros que se debatían con la crisis económica mundial empezada en 1929. Las ilusiones de las jornadas que siguieron al 14 de abril no duraron mucho, pues la alegría y la calma recibieron un duro golpe cuando el 10 de mayo aparecieron en Madrid, Málaga, Sevilla, Granada y otros puntos, unas bandas que se ignoraba que existieran y que con la tea incendiaria en la mano destruyeron templos y conventos. El gobierno, presidido por el conservador y católico Alcalá Zamora, perdió el control del orden público y tuvo que recurrir al Ejército para restablecer la situación en Madrid, Málaga y otros puntos. A partir de la quema de las iglesias se modificó el clima político; el cardenal Segura, desde Sevilla, se convirtió en el adversario principal del régimen republicano. La buena estrella parecía no querer abandonar a Franco cuando la República se puso en marcha; su nombre sonó para el cargo de alto comisario en Marruecos, pero finalmente fue designado provisionalmente el general Sanjurjo -a quien se le empezó a clasificar de «comadrona de la República», por su intervención en la proclamación del nuevo régimen-, con la condición que no perdía el puesto de director de la Guardia Civil. El 23 de abril ofreció Azaña, ministro de la Guerra, una fórmula a los militares que no deseaban prestar juramento de fidelidad a la República: aquellos que renunciaran a servir a la República y pidieran el retiro, se les seguiría abonando el sueldo integro. Franco juró fidelidad al régimen republicano y justificó su actitud en la necesidad «que el Ejército estuviese compuesto por jefes y oficiales patriotas»; su consejo fue seguido por muchos que no se aprovecharon de la fórmula de Azaña, a pesar de continuar fieles a su ideología monárquica. Un paso institucional importante lo dio la República en junio: las elecciones para formar el Congreso de diputados que tenia que dar la nueva Constitución al país; los triunfadores fueron los socialistas; los radicales de Lerroux formaron un grupo compacto que adoptó una posición centroderecha, con la etiqueta monárquica únicamente salió un diputado, el conde de Romanones. En Salamanca triunfó un candidato católico, José Maria Gil Robles, que jugó en la República el ambiguo papel de servir al régimen, sin declararse abiertamente republicano, pero que se reveló como un poderoso polemista. Serrano Suñer, que aun no había cumplido los treinta años de edad, fue incluido en una candidatura improvisada denominada «Unión de Derechas», constituida por políticos liberales, conservadores, monárquicos y carlistas, elementos más bien hostiles a la República; no salió elegido en esta ocasión y debió seguir los debates parlamentarios en torno a la Constitución desde la tribuna de invitados. El 30 de junio de 1930 apareció el decreto en virtud del cual se disolvía la Academia General Militar de Zaragoza; se fijaba que el general-director y los profesores de la Academia pasarían, a fines de julio, a la situación de disponibles forzosos. Franco aprovechó su discurso de despedida a los cadetes para expresar su descontento: hizo una vez más el elogio de la disciplina aun «cuando el corazón pugna por levantarse en intima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando». Azaña aceptó el desafío y Franco debió fijar su residencia en Oviedo en espera de destino, sometido a vigilancia policial porque el ministro desconfiaba de su lealtad. Finalmente, en febrero de 1932 se le designó jefe de la 15 brigada de Infantería y comandante militar de La Coruña, funciones que desempeñaba cuando Sanjurjo dio su golpe de Estado, que ha pasado a la historia como el 10 de agosto. Cuando Sanjurjo se sublevó en Sevilla, Franco ocupaba interinamente el cargo de jefe de la división de Galicia y tuvo la ocasión de comunicar a Azaña, al llamar el ministro a La Coruña, que en la región todo estaba tranquilo; las sospechas que pesaban sobre él, debido a sus contactos con el general sublevado, se esfumaron hasta el punto que en febrero de 1933 se designó a Franco para el mando de la comandancia general de Baleares, cargo importante a causa de la tensión existente entre Londres y Roma en el Mediterráneo debido a las aspiraciones de Mussolini sobre Abisinia. Desde Palma de Mallorca seguirá el curso de la política española que se traduce, en las elecciones parlamentarias de noviembre de 1933, con la derrota y apartamiento de Azaña del poder. En estos comicios salió Serrano Suñer elegido diputado por Zaragoza, en la candidatura de la Unión de Derechas; al organizarse la minoría parlamentaria de la CEDA, pasó a formar parte de esta la Derecha Regional de Valencia y varios diputados de Zaragoza, entre ellos Serrano. Gil Robles, convertido en líder de la CEDA, pactó con Lerroux, quien encabezó el nuevo gobierno contando con los votos de los diputados cedistas; la posición ambigua de Gil Robles, que consistía en aceptar la República sin una declaración de fidelidad al régimen, impidió que la CEDA dispusiera de alguna cartera, con lo que se creó una situación precaria al perder Lerroux su libertad de acción al estar sometido a un control cedista. En el Congreso de noviembre de 1933 hizo su debut parlamentario José Antonio Primo de Rivera, que salió elegido por Cádiz. Los socialistas no aceptaron su derrota electoral, en buena parte debido al boicot a las urnas que declararon los cenetistas totalmente enemistados a causa de la tragedia de Casas Viejas, donde los guardias de asalto hicieron una horrible matanza entre los humildes campesinos de la aldea; Largo Caballero se aparto del camino democrático, que era el de recuperar el poder mediante un triunfo en las próximas elecciones, para buscar el mismo objetivo con el empleo de la violencia. La presencia de Calvo Sotelo en la Cámara de diputados, luego de ser amnistiado y de su regreso de Paris, enrareció aún más el denso clima político que reinaba en el país. Desapareció toda posibilidad de convivencia entre los elementos de la izquierda y de la derecha y la gran crisis comenzó el 3 de octubre de 1934 cuando Lerroux, en el nuevo gobierno que formó, incluyó como ministros a tres cedistas: Anguera de Sojo, Jiménez Fernández y Rafael Aizpun. La réplica fue la declaración de una huelga general de carácter revolucionario, que se registró con intensidad diversa en Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, Bilbao y otras ciudades. El 6 de octubre el presidente Companys proclamó el Estat Catalá, pero pronto se rindió a las tropas mandadas por el general Domingo Batet. Asturias se convirtió en el gran escenario de la revolución, en la que participaron socialistas, cenetistas, comunistas y otros elementos. El 7 de octubre cayó la ciudad de Oviedo en manos de los mineros, hecho que demostró palpablemente que el país pasaba por un momento francamente grave. Declarado el estado de guerra, correspondió al ministro de Defensa, Diego Hidalgo, radical y notario de profesión que había visitado la Unión Soviética y escrito un libro con sus impresiones, la misión de reprimir el movimiento y restablecer el orden. Hidalgo sabía que Franco, que acababa de asistir a unas maniobras en León, se encontraba aún en Madrid y dio orden de buscarle para que se presentara inmediatamente en el Ministerio; fue de esta manera como actuó de asesor del ministro en la sofocación de la revolución asturiana. Buen conocedor de la región, pues en 1917 participó en la represión del movimiento obrero que se produjo en la zona, sabía mejor que nadie que para vencer a los mineros en su propio terreno hacía falta algo más que las tropas normales del Ejercito; fue así que aconsejó a Hidalgo el rápido traslado de Marruecos a Asturias de unidades de legionarios y regulares y el nombramiento del teniente coronel Yagüe, excelente conductor de fuerzas de choque, para que intervinieran en las operaciones; recordó asimismo que Azaña, cuando la sublevación de Sanjurjo, llamó a la Península una bandera de la Legión. Las operaciones militares duraron algo más de dos semanas; el 19 de octubre se ocuparon las cuencas mineras y el 22 dio Franco por terminada su misión accidental en el Ministerio. Los medios de comunicación presentaron a Franco como el verdadero vencedor de los revolucionarios asturianos por haber movido los hilos que hicieron posible un triunfo tan rápido; el ministro Hidalgo puso de relieve todos los meritos de Franco. En torno a su figura se efectuó tal propaganda que, finalmente, la prensa derechista decidió llamarle el Salvador de la República. El gobierno Lerroux colmó de honores al general victorioso, a quien concedió la Gran Cruz del Merito Militar; posteriormente, en febrero de 1935, se le nombró comandante en jefe de las fuerzas armadas de Marruecos. Lerroux contó en su Pequeña historia que tuvo la intención de nombrar a Franco para el cargo de Alto Comisario de España en Marruecos, pero que la discreta oposición del presidente Alcalá Zamora lo había impedido. La represión fue dura; se ejecutaron pocas condenas a muerte, pero las cárceles quedaron repletas de individuos que tuvieron alguna intervención en los hechos de octubre. Era menester liquidar pronto lo que fue un intento de revolución a fin de iniciar un periodo político que volviera el país a la normalidad para avanzar por el camino del progreso. Lerroux, con sus radicales, que defendían los intereses partidarios por encima de los nacionales, no era la vía indicada para reparar las hondas heridas que había sufrido la vida pública. En mayo de 1935 hubo nueva crisis gubernamental y Lerroux permaneció en la jefatura con una extraordinaria novedad: el estreno ministerial de Gil Robles como ministro de la Guerra. Dos de las figuras más destacadas de las fuerzas armadas ocuparon los cargos principales del Ministerio: Franco, la jefatura del Estado Mayor Central, y Goded, la Dirección de Aeronáutica. Por parte del presidente Alcalá Zamora hubo resistencia al nombramiento de Franco por entender, según frase que repitió varias veces, que «Los generales jóvenes son aspirantes a caudillos fascistas». El plan que Gil Robles puso en práctica como ministro de la Guerra consistía, según él, en corregir los errores cometidos por Azaña en sus reformas militares; él buscaría ganarse la simpatía de los componentes de los cuerpos armados que se vieron desplazados por el advenimiento de la República. Además, se buscaría la creación de una o dos divisiones motorizadas que pudieran acudir a una zona en que ocurrieran desórdenes importantes, o sea disponer de una fuerza móvil para reprimir movimientos como los ocurridos en Asturias. El Ejército, en el pensamiento de Gil Robles, tenía una doble función: la defensa nacional y el mantenimiento del orden público. Sin embargo, el plan de Gil Robles no se pudo realizar porque el funcionamiento del juego en Formentor, durante unos días, se convirtió en un tremendo escándalo, que recibió el nombre de Straperlo, combinación de los apellidos de sus promotores Strauss y Perl; en la otorgación del permiso para el juego intervinieron varios elementos radicales que cobraron su gestión, entre ellos un sobrino de Lerroux que recibió como regalo un reloj de oro. Alcalá Zamora, que recibió del abogado de Strauss la documentación del soborno, dio carácter público al asunto y puede decirse que toda la política giró en torno al Straperlo, pues se creó una comisión parlamentaria para que investigara el caso, cuyo informe fue la base para un gran debate parlamentario del cual salió la condena del ex ministro Salazar Alonso, el gobernador general de Cataluña Pich y Pon, además de otros personajes radicales. El 25 de septiembre de 1935 había sido ya sustituido Lerroux en la presidencia por Joaquín Chapaprieta; en el nuevo gobierno Gil Robles conservó la cartera de Guerra. El gobierno Chapaprieta fue de circunstancias, pues se encontró con el escándalo del Straperlo y poco pudo hacer para mejorar la situación económica difícil en que se debatía el país. Gil Robles pensó que había llegado su hora y reclamó el poder para la CEDA, o bien la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales. Alcalá Zamora se negó a entregar el poder a Gil Robles y confió la formación de nuevo gobierno a Portela Valladares, un viejo político que había sido ministro con Alfonso XIII y que había demostrado singular habilidad como ministro de la Gobernación en el gobierno que siguió a la revolución de Asturias. Portela sólo aceptó el encargo de Alcalá Zamora, acompañado del decreto de disolución del Congreso; era idea del Presidente la formación de un poderoso partido centrista que acabara con la pugna entre la izquierda y la derecha y pusiera orden en el país; para esta complicada misión era, según él, Portela el hombre indicado. Franco continuó desempeñando la jefatura del Estado Mayor Central, esta vez a las órdenes del general Nicolás Molero, que sustituyó a Gil Robles. El primer gobierno de Portela, formado el 14 de diciembre de 1935, duró solamente diecisiete días, pues pronto entró en crisis y el 31 de diciembre constituía su nuevo gabinete presentando el decreto de disolución de las Cortes. Para el 16 de febrero fueron convocadas elecciones generales para elegir los parlamentarios que integrarían el nuevo Congreso. El clima político se enrareció todavía más al enfrentarse, en el terreno de la propaganda electoral, las fuerzas unidas de la izquierda con las derechas; en esta pugna pasional pocas posibilidades existían para que triunfara el plan de Alcalá Zamora de dar a España un gobierno de centro que calmara los espíritus y realizara una obra positiva; para que fuera viable tal plan era preciso que existiera en el país un mínima de convivencia, posibilidad que había desaparecido al iniciarse el año 1936, que pasaría a la historia como uno de los más trágicos que ha vivido el pueblo español.