Nerva. Trajano

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arco Cocceyo Nerva era un jurista que se deleitaba a ratos perdidos con la poesía, pero que no era ni litigioso
como los abobados ni vanidoso como los poetas. Era un hombretón alto y grueso, que no había matado jamás
una mosca, no había mostrado ambiciones y que, al final de su reinado, pudo decir con plena razón que no
había hecho nada que le impidiese volver a la vida privada sin correr ningún peligro.
Tal vez su elección fue debida no tanto a sus virtudes como a la circunstancia de que ya contaba setenta años
y tenía el estomago delicado, lo que permitía prever un reinado de breve duración (96−98). En efecto, sólo
duró dos años, pero a Nerva le bastaron para subsanar los errores de su predecesor. Llamó a l0s proscritos,
distribuyó muchas tierras a los pobres, liberó a los hebreos de los tributos que Vespasiano les había impuesto
y volvió a poner orden en las finanzas. Eso no impidió a los pretorianos, descontentos de aquel nuevo amo
que se oponía a sus prerrogativas, sitiarle en su palacio, desarrollar algunos de sus consejeros y exigir la
entrega de los asesinos de Domiciano. Nerva, con tal de salvar a sus colaboradores, ofreció a cambio su propia
cabeza. Y, dado que se la respetaron, presentó la dimisión al Senado, que se la rechazó. Nerva no había jamás
tomado ninguna decisión sin consultar al Senado o en oposición a éste. También esa vez se avino. Sentía que
se aproximaba su fin y el poco tiempo que le quedaba de vida lo empleó en buscarse un sucesor grato al
Senado y adoptarle como hijo (suyos no tenía), para evitar que los pretorianos se sintieran tentados a coronar a
alguien de su elección. El haber escogido a Trajano fue a caso el mejor servicio que Nerva rindió al Estado.
Trajano (98−117), era un general que a ala sazón mandaba un ejército en Germania.
Cuando supo que le habían proclamado emperador, no se impresionó mucho. Mandó decir al Senado que
agradecía la confianza y que iría a asumir el poder cuando tuviese un minuto de tiempo. Pero durante dos años
no lo encontró, porque tenía que resolver ciertos asuntos pendientes con los teutones. Había nacido unos
cuarenta años antes en España, pero de una familia romana de funcionarios, y funcionario había seguido
siendo el mismo, es decir, mitad soldado, mitad administrador. Era alto y robusto, de costumbres espartanas y
de un valor a toda prueba, pero sin exhibicionismo. Su esposa Plotina se proclamaba la más feliz de las
mujeres porque él solo la engañaba, de cuando en cuando, con algún mozalbete; con otras mujeres, nunca.
Pasaba por hombre culto porque solía tener a su lado, en su carro de general, a Dión Crisóstomo , un celebre
retórico de la época, que le hablaba continuamente de filosofía. Pero un día confesó que jamás había
comprendido una sola de las muchas palabra que Dión pronunciaba; es más, que ni siquiera le escuchaba; se
dejaba mecer por su sonido argentino pensando en otra cosa: en los gastos, en el plan de una batalla, en el
proyecto de un puente.
Cuando por fin dispuso del famoso minuto para ceñir la corona, Plinio el joven quedó encargado de dedicarle
un panegírico en el que se le recordaba cortésmente que debía su elección a los senadores y que, por lo tanto,
debía dirigirse a ellos para cualquier decisión. Trajano subrayó en párrafo con un gesto aprobatorio de la
cabeza, al que nadie prestó mucha fe. Pero se equivocaron, pues aquella regla Trajano la observó rígidamente.
El poder no se le subió nunca a la cabeza y ni siquiera la amenazaba de conjuras bastó para transformarle en
un déspota suspicaz y sanguinario.
Cuando descubrió la Licinio Sura, fue a comer a casa de éste y no solo comió todo lo que le sirvieron el los
platos, sino que después ofreció la cara al barbero del conjurado para que se la afeitase.
Era un formidable trabajador y pretendía que lo fuesen también todos los que los rodeaban. Mandó a muchos
senadores perezosos a hacer inspecciones y a poner orden en las provincias, y por las cartas que cruzó con
ellos, algunas de las cuales se han conservado, pueden deducirse su competencia y su diligencia. Sus ideas
políticas eran las de un conservador ilustrado que creía más en la buena administración que en las grandes
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reformas y que, aun excluyendo la violencia, sabía recurrir a la fuerza. Por eso no vaciló en declarar la guerra
a la Dacia (que corresponde hoy a Rumania), cuando su rey, Decébalo, se interfirió en las conquistas hechas
en Germania. Fue una campaña conducida por un brillante general. Derrotado, Decébalo se rindió, pero
Trajano le respetó la vida y trono, limitándose a imponerle un vasallaje. Tanta clemencia, desconocida en los
anales de la historia romana, estuvo mal recompensada, pues a los dos años, Decébalo, volvió a rebelarse.
Trajano organizó la guerra contra él, derrotó otra vez al perjuro, se apoderó de las minas de oro transilvanas y
con este botín financió cuatro meses de juegos ininterrumpidos en el Circo, con diez mil gladiadores, para
celebrar su victoria y un programa de obras públicas destinadas a hacer de su reinado un de los más
memorables en la historia del urbanismo, de la ingeniería y de la arquitectura.
Un gigantesco acueducto, un puerto nuevo en Ostia, cuatro grandes carreteras, y el anfiteatro de Verona
fueron algunas de sus obras más insignes. Pero la más conocida fue el Foro Trajano, debido al genio de
Apolodoro, un griego de Damasco, que había construido, en pocos días, un maravilloso puente sobre el
Danubio, que permitió a Trajano coger de revés a Decébalo.
Para levantar la columna que todavía se yergue frente a la basílica Ulpia, fueron traídos de Paros dieciocho
cubos de un mármol especial, de cincuenta toneladas cada uno; un milagro para aquellos tiempos. En ella se
grabaron, un bajo relieve, dos mil figuras, según un estilo vagamente neorrealista, o sea, con mucha
propensión a la crudeza de las escenas representadas columna excesivamente recargada para ser bella, pero
interesante desde el punto de vista documental, que fue sin duda lo que agradó a Trajano.
Después de seis años de paz, empleados en esta obra de reconstrucción, Trajano sintió la nostalgia del
campamento y aún cuando frisaba ya en la sesentena, se metió en la cabeza completar la obra de César y
Antonio en Oriente, llevando los confines del Imperio hasta el océano Índico. Lo consiguió tras una marcha
triunfal a través de Mesopotamia, Persia, Siria y Armenia, reduciéndolas todas a provincias romanas. Mandó
construir una flota para atravesar el mar Rojo. Pero lamentó ser demasiado viejo para embarcarse y emprender
la conquista de la India y del Extremo Oriente. Estos eran países en los que bastaba dejar guarniciones para
imponer en ellos un orden duradero. Cuando Trajano se encontraba aún en el camino de retorno, estallaron
rebeliones un poco por todas partes. El fatigado guerrero quería volver atrás para sofocarlas. La hidropesía le
retuvo.
Mandó en su lugar a Lucio Quieto y a Marcio Turba, y reanudó su viaje hacia Roma esperando llegar a
tiempo de morir allí. Una parálisis le fulminó el año 117 d.C, sexagésimo cuarto de su vida. Y a Roma sólo
volvieron sus cenizas, que fueron enterradas bajo su columna.
Nerva y Trajano ciertamente, fueron dos grandes emperadores. Pero entre los muchos méritos efectivos que
nos los recomiendan a nuestro recuerdo, tuvieron también una suerte: la de granjearse la gratitud de un
historiador como Tácito y de un cronista como Plinio, cuyos testimonios habían de ser decisivos para el
tribunal de la posteridad.
Bibliografía.
Grandes temas de la historia
Historia de Roma
Autor
Idro Montanelli
Editorial.
2
Globus
3
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