Indiferencia social Por Ralph M. Lewis, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. Desde épocas muy remotas se ha considerado la moral como un don de los dioses, algo como un manto divino que desciende sobre el hombre. La teología ha concebido la consciencia como un código de conducta implantado en la humanidad y ha tratado de interpretarlo. El hecho de que los hombres no respondan a tal código uniforme indica que la consciencia es por completo inmanente. La ética y la moral son más bien un desarrollo de la experiencia y de la razón que un impulso interno. El aumento del crimen y la despreocupación hacia los derechos de los demás en una sociedad que va siendo más compleja cada vez, como lo es la nuestra, requiere una investigación más amplia de la teoría de moralidad. Este descenso de la moral y deterioro de las relaciones éticas no se manifiesta nada más en los crímenes mayores de la época presente. Es también alarmantemente notorio, y esto va en aumento, en el poco aprecio del individuo hacia el efecto que su conducta pueda tener en los demás. Por ejemplo, el que maneja un automóvil generalmente exhibe esta actitud en las carreteras públicas y en las calles. Se aproxima a los peatones a gran velocidad, aun cuando estén dentro de un crucero ya señalado. Menosprecia los derechos del peatón, obligándolo a correr, a brincar, o bien a arriesgar su vida. Tales conductores de automóviles interrumpen por aquí y por allá el tráfico para ganar un segundo, con absoluta despreocupación de las consecuencias. Este espíritu no sólo se deja ver en los que manejan vehículos motorizados. También se demuestra en otras actividades de nuestras modernas relaciones sociales, sólo que es más obvio en las carreteras porque los efectos son inmediatos y desastrosos. Estamos de acuerdo con los que usan de intuición y con los teólogos de que el hombre posee, como herencia Cósmica, el impulso hacia el bien. Psicológicamente, el hombre no encuentra placer en hacer mal. No obstante, el bien y el mal están relacionados con normas objetivas. El bien comprende aquellas cosas o condiciones que directa o indirectamente traen satisfacción a las inclinaciones físicas, mentales y espirituales del individuo. Por tanto, es evidente que hay, y debe haber, tantas clases de actos malos y buenos como hay deseos e inclinaciones individuales. Las cambiantes órdenes sociales en todo el mundo no muestran una aceptación moral uniforme de normas objetivas. Un individuo podrá prescribir cierta clase de conducta basándose en su interpretación personal, enteramente opuesta a la de otro. El impulso hacia el bien es el deseo fundamental del hombre para evitar el aislamiento social. Todo individuo se siente impulsado a servir dos finalidades. Primero, quiere la satisfacción de sus deseos que se derivan de los distintos placeres que constituyen la felicidad de la vida. Segundo, no quiere que se le excluya de la sociedad, ni quedarse solo en ostracismo como un indeseable. El ser humano generalmente es demasiado gregario por naturaleza para soportar tal individualismo extremo. Aún el criminal está sirviendo un sentimiento personal inherente del bien, aunque a otros les parezca pervertida su conducta. El criminal hace aquello que le trae satisfacción. Al obrar así se ha segregado del amplio círculo mayor de la sociedad porque su crimen lo ha conducido a uno de asociación más restringida, que para él es íntimo. Aquí vemos, a causa de una mente enferma o de asociaciones equivocadas una interpretación falsa de la rectitud de la sociedad. El individuo, el criminal, puede haber fracasado al no encontrar satisfacción en los modos usuales de la sociedad. Lo que la mayoría de los hombres buscan o declaran que es bueno él no puede comprenderlo o darse cuenta de ello y se siente amargado. Establece, pues, sus propias normas sociales, cuyos resaltados puede entender más fácilmente. Al conformarse a ellas está gratificando ese imperativo, su sentido moral de rectitud, aun cuando para otros se haya convertido en un descastado social. Así, aun concediendo que instintivamente el hombre quiere proceder bien, esta rectitud, ética y moralmente, debe constituirse sobre bases de ventaja práctica, universal, para todos los hombres en colectividad. El filósofo alemán Hegel ha señalado que, con respecto a moralidad, el hombre se hace consciente del carácter universal de sus actos sobre los cuales no había reflexionado previamente. La verdadera moralidad, así pues, es la realización de que las consecuencias de nuestros actos tienen gran alcance en la sociedad. Van más allá de los efectos inmediatos que recaen sobre nosotros mismos. Si contemplamos (en sentido moral) muchos de nuestros actos que hemos conceptuado favorables, encontramos que son desagradables para otros. Desde un punto de vista estrictamente primitivo parecería que sólo nos concierne preocuparnos del alcance de nuestros intereses individuales, pero la reflexión que induce la moral hace que realicemos que una ofensa contra la sociedad finalmente también redunda en detrimento nuestro. Los Rosacruces deben concordar con Hegel, Spencer y con ciertos otros idealistas, en que la consciencia comienza verdaderamente cuando el hombre se hace un elemento de la sociedad. La consciencia individual, el impulso hacia la rectitud, a menudo constituye nada más que los prejuicios y deseos personales. Si la consciencia fuera a mantenerse enteramente subjetiva y cada individuo interpretara sus funciones a su propio juicio, no habría orden moral en la sociedad. Numerosas personas, motivadas sólo por sus propias ideas de moralidad, adquirirían con esa clase de libertad resultados caóticos. Como Spencer ha dicho, es derecho moral de cada hombre hacer lo que desee, permitiendo igual privilegio a los demás de hacer otro tanto. Pero como el hombre no es individuo moralmente perfecto, no se restringirá voluntariamente a si mismo. El poder externo del Estado deberá aplicarse contra él para poder asegurar el derecho moral de los demás. Experiencia desarrollada También debe haber consciencia pública. Esta consiste de la consciencia evolucionada de la gente o de la sociedad. En el establecimiento de normas objetivas de conducta y de relaciones humanas que sean para el bienestar público. Tales normas no se deben fijar arbitrariamente. No pueden, por ejemplo, ser apremio de algún código religioso que sea enteramente una abstracción y, por tanto, muy por debajo o muy por encima del nivel de conciencia de las masas. Eso sólo traería resentimiento de parte de aquellos que no pudiesen comprender tal código. Los haría antisociales o socialmente inmorales. La consciencia pública debe tomar en consideración las necesidades del hombre en cada aspecto de su naturaleza: físico, intelectual, y emocional. Necesitaría considerar lo que los hombres hace tiempo encontraron en la práctica que era recto, al satisfacer esas necesidades. Este principio hace que la moral sea pragmática, es decir, que sirva un fin de utilidad. Pues, entonces, ¿qué valor tiene la moralidad si fracasa en ampliar el bienestar entero del hombre? ¿Serían aceptables los principios morales al traer una respuesta psíquica o espiritual, pero que se opusiera a la salud y obstaculizara el progreso de la sociedad? Tales ejemplos los encontramos en el Oriente. Allí pueden hallarse sectas religiosas cuya consciencia y vida moral es enteramente subjetiva. Se refugian en un ideal religioso y en la vida moral que éste prescribe. Se apartan de la sociedad, encerrándose y volviéndose ascetas. Desdeñan las relaciones usuales con la humanidad y descuidan su cuerpo para demostrar su falta de interés en el mundo material y físico. Esto sólo puede resultar, si se practica universalmente, en la desintegración de la sociedad. Objetivando la consciencia Si declina la sociedad, también la consciencia individual declina. Ningún individuo puede estar moralmente iluminado por el mero impulso de su propia consciencia. Esta, para ser efectiva, debe objetivarse. Debe expresarse por medio de la conducta y valores morales. Para obtenerlos, el individuo está obligado a extraer de la consciencia de los otros lo que la sociedad ha descubierto al paso del tiempo que es lo mejor para las relaciones humanas. Estudiando historia, o lo que ha trascendido, y comparándolo con las normas de su tiempo, el individuo pronto descubre si sus conceptos morales y su conducta tienen valor práctico. Los grandes códigos morales de comportamiento, como el decálogo o los Diez Mandamientos, son consecuencia de lo que la sociedad ha descubierto que es mejor para el hombre en su totalidad. Se declara que estos códigos morales, prominentes y tradicionales, emanaron de fuentes divinas. Están, no obstante, revestidos de necesarias restricciones humanas, mostrando así que los profetas y avatares que los promulgaron fueron estudiantes de las necesidades sociales de la humanidad. El hombre no puede vivir solo. Si existe, es ciertamente debido a los esfuerzos conque han contribuido los demás. Es nuestra opinión que los edictos morales deberían ser expresados de nuevo. No deberían limitarse a las consecuencias espirituales de la conducta humana, es decir, pensar sólo en lo que concierne a la complacencia o al desagrado fundamental divino. Más bien, deberían evaluarse los edictos morales desde el punto de vista de la utilidad de su impacto en la sociedad. La indiferencia social únicamente puede resultar en mal, no nada más para otros sino eventualmente para uno mismo. Muchos hombres se quejan de la progresiva tendencia de intervención gubernamental en lo que ellos consideran sus derechos. Sin embargo, a menudo han forzado dicha intervención por su completa indiferencia hacia algo de mayor trascendencia, digamos, el ser constituido por la sociedad. Como señaló Hegel, el deber no se ha de considerar como una obligación apremiante. Más bien es una conformidad con la voluntad universal de la humanidad, de la cual forma parte la voluntad individual. La conducta inconsiderada del individuo en una sociedad tan estrechamente ligada puede compararse al que lanza un bumerang. Retorna al individuo, pero con mayor efecto adverso sobre él mismo.