PDF (Capítulo 1)

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MARÍA
O LA NEGACIÓN DEL ESPACIO
Y EL TIEMPO NOVELESCOS
Buena parte del debate crítico en torno a la novela de Jorge
Isaacs, María (1867), gira en torno al carácter propiamente
novelesco de la obra.15 La ausencia de una acción bien deliIS
Hablamos de debate, aunque lo más propio seria hablar de supuestos que
guían las lecturas o los comentarios, que suelen dar la problemática por resuelta,
apelando a una caracterización de la obra como «novela poética». A partir de
ahí, la lectura privilegia, o bien la dimensión lírica y romántica, o bien la narrativa y novelesca. Pero esta dualidad no suele ser el punto de partida de la reflexión, por cuanto se quiere ver en ella un atributo más del romanticismo de la
obra. Sin embargo, en el contexto europeo (o más específicamente francés), la
aparición de una forma como la de la «novela poemática» se inscribe en la
redctlnición de las nomenclaturas genéricas a raíz de la disolución de la noción
de «Bellas Letras». Se trata de una forma genérica histórica y transitoria que se
inscribe en el marco de las pugnas que se perfilan, alrededor de 1870. entre la
prosa y la poesía ante el esfuerzo por deslindar las formas propiamente artísticas
-la «literatura»- de otras formas también cultas. La noción de poesía -antes referida a la poesía lírica en verso- tiende entonces a ensancharse y a recobrar algo
de su significado aristotélico; pero ello mismo acarrea el intento de los poetas
simbolistas -Mallarmé en primer término- de desterrar todo elemento narrativo
de la poesía y de descalificar, por no «poética» o «literaria», a la prosa narrativa,
a la didáctica, y. desde luego, a la novela realista o naturalista. El compromiso
representado por la narración poética se inscribe en esta problemática, y no
guarda relación directa con el romanticismo, a pesar de las innovaciones
baudelairianas. Ver al respecto. Dominique Combe. Les genres littéraires, op.
cit., cap 3: «Lslhétique des genres».
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neada, el acendrado lirismo de la evocación del Valle del
Cauca que sirve de escenario para el idilio entre Efraín y
María, y el inconfundible sello romántico de aquel idilio
adolescente segado por la muerte, son los rasgos generalmente aducidos por una tradición crítica que concuerda en
hacer del relato de Jorge Isaacs un «poema narrativo» antes
que una novela. Sin embargo, ni el adelgazamiento del hilo
argumental, a menudo reducido a ciertas correspondencias
con datos provenientes de la biografía del autor, ni las consideraciones en torno a la singular belleza de su Valle natal,
equiparada con la de la América de Chateaubriand o atribuida a la peculiar sensibilidad de Isaacs, constituyen elementos suficientes como para dar cuenta de la forma concreta
asumida por la obra del narrador colombiano. La caracterización de ésta como «poema narrativo», vale decir como
narración en la cual el acento lírico predomina por sobre la
reconstitución de la lógica de los acontecimientos narrados,
apunta más bien a otro problema: el de las relaciones conflictivas que establece la obra con los géneros o las formas a
las cuales apela, y que reelabora en su interior según modalidades que le son propias. Estas relaciones son. así pues, las
que haría falta precisar antes que apresurarse a deducir el
predominio del acento lírico-trágico, o bien de las propiedades del referente, o bien de la sensibilidad del autor. De unas
y otra, no tenemos en fin de cuenta más idea que la que nos
proporciona el texto, de modo que estas supuestas explicaciones de la forma de la obra no pasan de la construcción de
una imagen especular."1
"' La bibliografía relativa a la novela de Jorge Isaacs es muy extensa, y no viene
al caso reproducirla aquí. Remitimos al lector a las indicaciones proporcionadas
al respecto por el excelente trabajo de Gustavo Mejía en la edición de María por
la Biblioteca Ayacucho: Jorge Isaacs. María. Prólogo, notas y cronología de
Gustavo Mejía. Biblioteca Ayacucho. Caracas. 1978. n. 34.
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Junto a esta caracterización formal por demás ambigua y
destinada a poner en entredicho el carácter propiamente novelesco de María, existe también otra vertiente crítica que
parte precisamente de la posición opuesta. Sin explicitar tampoco su concepción del género novelesco, esta segunda vertiente suele convertir a Efraín, por vías muy diversas, en el
prototipo de la exaltación del individualismo subjetivo: mientras unos estiman que aquél pugna por hacer prevalecer su
amor por sobre las convenciones sociales que lo aprisionan,
otros consideran que el relato proviene de la dolorosa conciencia de no haber sabido liberar ese mismo amor de las
estructuras patriarcales que lo llevaron a la tumba. En el primer caso, estaríamos ante un héroe problemático en pugna
con el mundo a la manera del realismo sicológico europeo
y, en el segundo, ante una modalidad de la confesión dramática.
Al igual que las de la corriente crítica anterior, estas lecturas tienen el inconveniente de situarse en el plano exclusivo de la forma del contenido y no en el de la escritura. Esta
conlleva en efecto el surgimiento de una tensión particular
entre el espacio conflictivo de los signos movilizados y el
sistema de valores que los organiza y jerarquiza en función
de una poética específica. Al obviar esta tensión particular.
Por otra parte, queremos subrayar que la sistematización que aqui ofrecemos de
los supuestos en los cuales descansan las diferentes perspectivas críticas aludidas no tiene más objetivo que el de situar y delimitar el ámbito específico de la
lectura que proponemos. Hste deslinde previo no impide que coincidamos, al
menos parcialmente, en varias de las apreciaciones contenidas en muchas de
ellas. Nuestros acuerdos y nuestras discrepancias se desprenden del análisis que
ofrecemos, centrado en la poética narrativa de la novela de Jorge Isaacs; pensamos que la poética del texto tiene por función esencial la de encauzar la lectura.
y por ende, la de circunscribir el ámbito de pertinencia de las diversas
extrapolaciones a las que tal o cual elemento, tomado por separado, pudiera dar
lugar.
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deteniéndose en el plano de la expresión/representación de
ciertos contenidos, ambas corrientes equivocan el «lugar»
de los conflictos que, con todo, intentan llevar al ámbito de
la forma. La primera busca hacer coincidir lo representado
(el Valle del Cauca y el idilio entre los dos adolescentes)
con su representación literaria (el «poema narrativo») con
base en el establecimiento de una correspondencia armónica entre aquellas dos entidades también armónicas, y niega
así toda posibilidad de tensión o conflicto. La segunda a su
vez proyecta sobre el universo de los signos las tensiones
históricas y sociales del referente que le subyacen -o que las
transformaciones históricas posteriores fueron perfilando-,
a las que extrapola hasta convertir al narrador y protagonista
en «héroe problemático», esto es en héroe plenamente novelesco, al menos desde cierta perspectiva. En ambos casos,
en vez de plantearse como resolución específica de las tensiones que surgen de la configuración de los signos y de su
organización particular en relación con tradiciones narrativas dadas, la forma de la obra tiende a deducirse de una sistematización de los significados que presupone la forma
corroborada.
Ahora bien, más allá de sus divergencias aparentes, estas lecturas ponen de manifiesto una interrogante, abierta
todavía, acerca de la forma concreta del relato de Jorge Isaacs.
A continuación, intentaremos retomar esta problemática,
centrándola en torno a la poética narrativa de la obra. Para
ello, y antes que abocarnos a la descripción de una hipotética estructura de sus contenidos -a la que tendría que corresponder una forma ya establecida-, buscaremos desentrañar
las relaciones específicas y concretas que el texto mantiene
a la vez con diversas formas narrativas conocidas y con el
género novelesco en cuanto tal.
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Este planteamiento nuestro descansa sin duda en una
concepción más o menos elaborada del texto narrativo -sin
la cual no hay lectura controlada posible-, y conlleva también cierta idea de los fines de la lectura crítica: la de contribuir a la ampliación y profundización de la experiencia artística del lector. Pero ni la una ni la otra están reñidas con lo
planteado por la obra de Jorge Isaacs. No sólo la problemática de la poética narrativa en torno a la cual quisiéramos
centrar nuestro análisis se halla inscrita de manera explícita
en el texto, sino que el deslinde de dicha poética respecto
del género novelesco entonces en ascenso parece constituir
el principal trasfondo de las tensiones que evidencia la obra.
En efecto, este debate encubierto con el género novelesco se halla señalado de soslayo en el diálogo entre Efraín y
Carlos en el marco del examen de la biblioteca del primero,
no tanto por los títulos que ahí se mencionan, cuanto por la
referencia que hace Carlos a las lecturas novelescas de su
prima. Esta alusión, que pudiera parecer fortuita, ha de leerse sobre el trasfondo del debate entonces vigente en el seno
de las élites cultas en torno a la conveniencia de permitir o
favorecer la lectura de novelas por parte de las mujeres. La
existencia de este mismo debate es a su vez la que explica,
al menos en parte, el éxito inmediato alcanzado por la obra
de Isaacs, en quien la crítica contemporánea quiso ver la
manifestación sublime de la indestructible unión entre lo
Bueno, lo Bello y lo Verdadero. Escribió a este respecto
Manuel Gutiérrez Nájera, en un artículo intitulado «A propósito de Muría»:
Este es un libro que yo guardo en el estante honrado
de mi humilde biblioteca, junto a la "Magdalena" de
Sandeau y los "Cuentos" de Carlos Dickens. Este es
un libro que leeréa mis hijos, cuando los tenga, y que
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ha pasado ya por las manos de mi novia. Este es un
libro casto, un libro sano, un libro honrado.17
Bajo una u otra forma y siempre asociado con «lo bello»
y «lo sublime» de la obra, este mismo punto de vista moralizante vuelve a encontrarse en toda la crítica coetánea.
I. EL DIALOGO TEXTUAL ENTRE MAMA Y EL GENIO
DEL CRISTIANISMO:
a/ Una primera jerarquización de los signos/personajes y
sus correlatos:
Como la novia del Duque Job, Hortensia, la «prima
bachillera» de Carlos, lee novelas sentimentales y edificantes, según éste le cuenta a Efraín. Sin embargo, no es precisamente con este tipo de lecturas que este último emprende
la formación espiritual de su propia prima, María, sino con
la de El Genio del Cristianismo del Vizconde de
Chateaubriand.
Esta diferencia fundamental de fuentes espirituales se inscribe en el particular sistema de oposiciones y
complementariedades que sienta el texto entre Efraín y Carlos (y sus primas respectivas). Ciertamente, Carlos puede
ser visto como una suerte de aller ego de Efraín: merece
incluso convertirse por un momento en su rival, si no precisamente en el corazón de María, al menos en el sistema de
alianzas familiares y de castas que rige la sociedad del relato. Sin embargo, difiere también de aquél por su espíritu
17
Lstc comentario de Manuel Gutiérrez Nájera. intitulado «Con pretexto de
María», aparece en Justo Sierra, Impresiones de un libro de Jorge Isaacs. México. Aguilar e hijos. 1886. Citado por Daniel Moreno en su Introducción a María.
I la. edición. México. Porrúa. 1984, p. XXVI (los subrayados son nuestros).
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«positivo»: enumera toda clase de métodos científicos de
cultivo que dejan escéptico a su amigo, tiene cierta dificultad en conciliar la cultura urbana y cosmopolita que comparte con Efraín con formas de vida campirana y se siente
ajeno a cualquier forma de idealismo o de sentimentalismo
{Don Quijote lo aburre tanto como las novelas que le presta
su prima Hortensia). De modo que, si bien, por su educación
y su rango, María puede presentársele de pronto como un
partido apropiado, puede también renunciar caballerosamente
a ella puesto que, a diferencia de Efraín, desconoce el sentimiento amoroso.
Esta complementaridad en los valores de casta por sobre
las diferencias de temperamento entre Carlos y Efraín se halla
subrayada, de otro lado, por la presencia de Emigdio, antiguo compañero de estudios de ambos en Bogotá. Por oposición a los dos anteriores, este signo-personaje conjuga todos
los atributos de un hacendado descastado: inepto en la administración de su hacienda, ha demostrado también su incapacidad para asimilar la cultura bogotana y se nos presenta como el protagonista de amores espurios que, por el tono
en que son evocados, hubieran podido dar lugar a una perspectiva picaresca y hasta novelesca, que sin embargo el relato deja sin explorar. Si bien entre Efraín y Carlos media,
entre otras, la distancia que separa al romanticismo del naciente positivismo, frente al armonioso universo señorial al
que en fin de cuentas ambos pertenecen, Emigdio representa los límites que no se pueden traspasar sin quedar excluido
del armónico universo exaltado por el relato. Personaje periférico, aunque bien delineado en su potencial novelesco,
Emigdio señala así pues una de las fronteras decisivas en
contra de las cuales se construye el relato.
Esta particular configuración y distribución de los signos/personajes se corresponde con los procesos históricos
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de diferenciación que empiezan a perfilarse en el seno de la
clase señorial de la Colombia de entonces, desgarrada por
las luchas entre liberales y conservadores. Alude también a
la naciente oposición entre lo rural y local, por un lado, y lo
urbano y cosmopolita por el otro. Pero, más que nada, estatuye entre los signos/personajes que integran la sociedad del
relato una jerarquía que confiere a Efraín una indudable preeminencia sobre los demás integrantes de la cúpula señorial.
Una vez rechazado Emigdio, junto con sus virtualidades picarescas o novelescas, hacia los márgenes del relato, la preeminencia de Efraín sobre su amigo Carlos tiene por lo menos dos correlatos importantes: por un lado, reduce la naciente oposición entre lo rural/local y lo urbano/cosmopolita y, por otro, subordina el espíritu positivo de Carlos al
idealismo cristiano de Efraín.
De este idealismo cristiano. El Genio del Cristianismo
aparece precisamente como la máxima expresión. La obra
de Chateaubriand adquiere así el valor de un modelo de percepción e interpretación del mundo apto, no sólo para dar
forma a la cosmovisión de Efraín, sino también para totalizar, desde la perspectiva de este último, el conjunto de los
elementos dispares de la cultura nacional en formación. La
reiterada mención de la obra cumbre de Chateaubriand parece entrañar, así pues, algo más que la simple apelación a
un motivo romántico -las lágrimas derramadas por María
ante la muerte de Atalá como anticipación o premonición de
su propia muerte-, o incluso reminiscencias más o menos
explícitas en la descripción del paisaje americano. Ciertamente Atalá muere -al igual que María- sin haber alcanzado
la unión con el ser amado (pero ante todo por fidelidad a su
cristianismo), y las evocaciones del valle del Cauca recuerdan en más de una ocasión a la América de Chateaubriand.
Pero por cuanto la obra cumbre del primer romántico fran-
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cés parece fungir como modelo del mundo para el narrador
y el protagonista del relato -y no sólo como motivo
argumental o modelo descriptivo para el autor de la obra-,
conviene empezar con un examen más o menos detenido de
las relaciones intertextuales que establece María con El
Genio del Cristianismo.
b/ Algunas precisiones acerca de la obra de Chateaubriand:
Átala ou les amours de deux sauvages dans le désert se publicó por primera vez y por separado en 1801, un año antes
que Le Génie du Christianisme ou Beautés de la religión
chrétienne, en donde pasó a ilustrar las «armonías de la religión cristiana» (Parte III, Libro IV). Al igual que Rene, también incorporado luego a El Genio del Cristianismo (Parte
II, Libro III), el episodio de Atalá formaba originalmente
parte de otra obra de Chateaubriand, Les Natchez, suerte de
«epopeya en prosa» basada en la colonización de la Luisiana
y la masacre que hicieran los franceses de la tribu rebelde
que da su nombre a la obra. A pesar de que la concepción de
Los Natchez -inspirada en parte por la lectura de Jean-Jacques
Rousseau y destinada a demostrar la posibilidad de una «épica cristiana»- data de la juventud de Chateaubriand, sólo
apareció años más tarde, en 1826, y no alcanzó la notoriedad
que conocieron Atalá y, sobre todo, Rene y El Genio del
Critianismo. Nuevamente separados de este último, los dos
episodios novelescos -Rene y Atalá- aparecieron luego publicados en un sólo volumen en 1805, y así es como figuran
en las Obras completas de Francois-René de Chateaubriand.
Ahora bien, en su conjunto, las diferentes obras que acabamos de mencionar -a las que habría que sumar también
Los Mártires (1809), dedicada a las persecuciones y a los
sufrimientos de los primeros cristianos- se inscriben en el
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marco de un amplio debate ideológico y cultural con la Revolución de 1789 (caracterizada, entre otras cosas, por el saqueo de los templos), y sobre todo con la filosofía de la Ilustración que la había impulsado. El clima creado por el Concordato de Nótre-Dame (1802) que ponía un término a las
pugnas entre la Iglesia y el Estado, y posteriormente la Restauración (1814-1838), favorecieron la apertura de este debate, hasta entonces soterrado, y proporcionaron a
Chateaubriand la inesperada audiencia que conocieron entonces sus obras.
Este debate ideológico y cultural con el racionalismo de
la Ilustración y con su reivindicación de la tradición
mitológica pagana de origen greco-latino, a la que
Chateaubriand quería oponer la fuerza civilizadora de la tradición cristiana, explica en buena medida la forma particular de El Genio del Cristianismo: antes que en un tratado
teológico destinado a probar la verdad de la religión cristiana, la obra consiste en un diálogo con la cultura clásica e
ilustrada, y en una reinterpretación de la civilización occidental a la luz de un cristianismo difuso, de carácter esencialmente poético. De ahí su marcada heterogeneidad formal y la gran diversidad de registros discursivos adoptados
por el autor, que van desde el estilo ensayístico de la meditación filosófica hasta el lirismo de las numerosas descripciones o las narraciones poéticas, destinadas a ilustrar y volver
sensibles las bellezas del universo que mueven a la Fe.
Paradójicamente enlazada con las concepciones de JeanJacques Rousseau acerca del bon sauvage y las armonías de
un supuesto état de nature opuesto al racionalismo de la civilización moderna en entredicho, esta revitalización de la
tradición cristiana condujo en fin de cuentas a una
estetización de la fe cristiana y a una sacralización del arte
que, junto con moldear la sensibilidad y nutrir el vague á
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/ 'ame de muchos de los hijos del siglo XIX, contribuyeron a
sentar algunas de las dicotomías entre la «sensibilidad» y la
«razón» que iban a marcar gran parte de los debates ideológicos y estéticos del siglo XX.
d La reelahoración de lemas, símbolos y formas en el marco del idilio vallecaucano:
Ahora bien, lo que Jorge Isaacs encontró en la tradición que
va de Rousseau a Chateaubriand, pasando también por Paul
et Virginie (1787) de Bernardino de Saint-Pierre (otra de las
manifestaciones del mencionado debate), no es una perspectiva ideológica abstracta, sino un conjunto de temas, símbolos y formas que se sustentaban en una visión del mundo
profundamente marcada por sus deslindes con respecto al
racionalismo de la Ilustración.
Antes de examinar la forma en que el narrador colombiano reelaboró este imaginario, no está por demás subrayar
que, aun cuando el protagonista de la novela de Isaacs menciona expresamente a El Genio del Cristianismo como material de lectura para la formación espiritual de su prima, de
esta lectura sólo se evocan luego las cuantiosas lágrimas
derramadas por María ante la muerte de Atalá: del debate de
ideas en el que se sustenta la obra en su conjunto, no hay
mención alguna. Por lo demás, no es al ensayo, sino a la
ficción y a su repertorio de temas, de símbolos y de formas
(entre ellas, la de la confesión autobiográfica), a los que acuden juntos el narrador y el autor de María. Este ubicarse de
lleno en el ámbito exclusivo de la ficción es lo que permitirá
al narrador colombiano colocarse, sin controversia alguna,
en el interior mismo de la cosmovisión heredada del primer
romanticismo francés, y simbolizar lo que Chateaubriand
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había querido ilustrar en el marco de la polémica antes señalada.
Esta diferencia fundamental de perspectiva y de forma
encuentra una de sus corroboraciones en la particular
refonnulación del título de su obra por parte de Isaacs. Antes que a una simple sustitución del nombre epónimo del
primer relato de Chateaubriand, María debe su nombre al de
una heroína constantemente identificada con la virgen María, incluso en el plano icónico. El título de Isaacs conjuga
así la ficción novelesca, asociada con Atalá, con el contenido espiritual (mas no con el debate de ideas) evocado por El
Genio del Cristianismo, y logra sugerir, incluso antes de que
empiece el relato, el propósito del autor de simbolizar el cristianismo cuyo «genio» Chateaubriand había querido ilustrar. En el contexto de la Colombia de mediados del siglo
pasado, que le permitía desprenderse de la polémica orginal,
Isaacs no se contentó así pues con retomar la propuesta ideológica y estética de Chateaubriand; buscó llevarla hasta sus
últimas consecuencias: hacia la simbolización artística de
un universo armónico y sagrado que no conoce -¿o no consiente?- «exterior» alguno; o sea, hacia la configuración estética de aquel «nuevo mito», contemporáneo y vivo, con
que soñara el autor de El Genio del Cristianismo.
1/ El idilio y la «religión natural»
En Pablo y Virginia -acaso- y en Atalá -con toda seguridad-,
encontró Isaacs la asociación del viejo tema del idilio con la
«religión natural», que tanto Bemardino de Saint-Pierre como
Chateaubriand habían retomado a su vez de Jean-Jacques
Rousseau para oponerla al «racionalismo» de la sociedad
burguesa en ascenso. Ambos colocaban por ello sus
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«idilios», destinados a ilustrar la armonía de un mundo creado
por Dios a su imagen y semejanza, en lejanas tierras exóticas, caracterizadas por una Naturaleza esplendorosa y bondadosa. Sin embargo, y a diferencia de la Edad de Oro de
Jean-Jacques Rousseau que daba lugar a la posibilidad de
proyecciones utópicas, los idilios de Pablo y Virginia y de
Chactas y Atalá tienen un desenlace trágico. Sea porque lo
propio del paraíso es que tenga que perderse, o porque éste
no es en fin de cuentas sino la otra faz de un mundo irreconciliable, ambos idilios se ven tronchados por la muerte de la
heroína.
El idilio y la muerte son también los principales signos
que rigen el destino de Efraín y María. Sólo que, a diferencia de los dos idilios anteriores, y en particular del de Chactas
y Atalá, los amores de Efraín y María no son los de dos
«salvajes en el desierto»: ni el Valle del Cauca se presenta
como tierra exótica y lejana, ni la relación entre el idilio
evocado y la enunciación posterior a la muerte de la heroína
guardan exactamente la misma relación que en las dos novelas anteriores.
En efecto, los amores infantiles de Pablo y Virginia y la
muerte de esta última a raíz del naufragio del buque en el
cual regresaba a su tierra natal frente a las costas de la Reunión, están relatados por un narrador ajeno al mundo exótico de la isla, cuya evocación sirve de punto de partida para
una exposición más o menos polémica de las ideas del autor. A su vez, los amores de Chactas y Atalá. y el sacrificio
de ésta por fidelidad a la religión cristiana y a la palabra
empeñada, son partes integrantes de un largo relato, en boca
de un Chactas ya viejo y ciego, intercalado dentro de las
grandiosas evocaciones de la América del Norte por parte
de un viajero francés llamado Rene. Suerte de cúter ego del
propio Chateaubriand, este narrador y personaje es el mis-
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mo que cobrará luego toda su dimensión romántica en el
episodio posterior que lleva su nombre. En este marco, el
relato intercalado del viejo sachem de la tribu de los Natchez,
transcrito por Rene y enmarcado por los relatos de viaje de
este último, tiene por función primordial la de corroborar,
en un plano ligeramente distinto -el de una narración que
quiere ser a la vez autobiográfica e histórica a diferencia de
las descripciones líricas del viajero-, las concepciones de
éste acerca de las armonías de la Naturaleza y de la metafísica de las pasiones que, ajuicio suyo y del autor, contribuyó
a sentar la tradición cristiana. Es por ello la historia de Chactas
el relato de un conflicto entre el amor y la religión, al que el
sermón del Padre Aubry sobre lo vano de las pasiones y las
bondades de la Divina Providencia busca conferir su «verdadera» y última significación. Sólo que, en esta «suerte de
poema en prosa mitad descriptivo mitad dramático», convertido en «ilustración de la religión como gobernadora primera del alma humana, de los combates entre las pasiones y
las virtudes en el corazón más sencillo, y del triunfo del cristianismo sobre el amor y la muerte» -según palabras del propio Chateaubriand-, lo grandioso del paisaje americano, el
idilio de los dos adolescentes y la rebelión de Chactas contra una religión que considera contraria al orden natural, resultan bastante más convincentes que la demostración
apologética del Padre Aubry. Aquí, como en otras partes,
algunas huellas quedan de los desajustes entre discurso y
relato.
Ahora bien, no es sólo la ausencia de debate con la
Ilustración -cuyas huellas en la cultura colombiana de la
época eran sin duda mucho más tenues que las que dejaron
juntas la Filosofía de las Luces y la Revolución de 1789 en la
Francia de finales del XVIII y principios del XIX-, lo que
permite a Isaacs solventar el desfase que acabamos de seña-
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lar entre los aspectos figurativos y discursivos del relato de
Chateaubriand. La reelaboración del idilio y la muerte en el
contexto vallecaucano de mediados del siglo pasado entraña
también una redistribución de los principios composicionales
que regían la configuración del universo de Atalá.
Esta redistribución se traduce en primer lugar por la
supresión del marco interpretativo proporcionado por el viajero europeo (y por tanto también del debate que le subyace).
Cierto es que la narración autobiográfica de Efraín se presenta también como reescrita por otro y que esta reescritura
-explícita en la dedicatoria del autor ficticio «A los hermanos de Efraín»- aparece como relativamente diferida con
respecto al momento de la narración por parte de Efraín.
Pero ello no convierte a esta narración en un relato intercalado en el relato de un «otro», ajeno al mundo evocado. A
diferencia de lo que sucede con el relato del viejo Chactas,
en María el protagonista, el narrador, el autor y el destinatario ficticios pertenecen a un mismo mundo -el del Valle del
Cauca-. En efecto, y con las salvedades que veremos más
adelante a propósito del «lugar» de la enunciación y la proyección de una visión trágica sobre el idilio evocado, el Valle del Cauca es, hasta el final, el referente privilegiado y
(casi) único de la narración. Esta reestructuración de los principales elementos que intervienen en la organización del relato refuerzan así pues, la percepción del universo evocado
como carente de «exterior».
Sin embargo, esta reestructuración de las instancias
del relato de Efraín en torno a un solo espacio se acompaña
también de una apertura momentánea hacia otro tiempo y
otro espacio, con la historia de Nay y Sinar en las selvas
africanas. En términos estructurales, la primera parte de este
relato, previa a la esclavitud y la liberación de Nay en Amé-
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rica, en donde se convierte finalmente en la nana de la infancia de Efraín y de María, «reproduce», hasta cierto punto al
menos, el papel del relato de Chactas en los del viajero francés. Se trata también de un relato «intercalado» que evoca la
cristianización de los dos amantes por obra de un misionero
francés, la persecución de la que ambos son objeto por pertenecer a tribus rivales, la separación por la muerte de Sinar
y el traslado de Nay a América como esclava, el rescate y la
manumisión posteriores de ésta por el padre de Efraín, y su
rebautizo con el nombre de Feliciana. Las similitudes de este
relato con Atalá son obvias, como lo son también las diferencias. Entre éstas, y desde el punto de vista de los problemas de composición que nos ocupan, destaca el hecho de
que «la historia referida por Feliciana con rústico y patético
lenguaje (que) entretuvo algunas veladas de (la) infancia (de
Efraín)», no se halla narrada en primera persona, como el de
Chactas, sino por Efraín y, por ende, en tercera persona. Vale
decir que más que «transcrita» (y estilísticamente pulida
como lo deja entender su presentación, y como lo fueron
también el relato de Chactas por Rene y el relato de Efraín
por el autor ficticio de María), la narración de Nay/Feliciana
ha sido reelaborada para que Efraín pudiera asumirla como
narración suya. Con esta absorbción de la voz de Nay/
Feliciana en la de Efraín/narrador, lo que se cancela es el
espacio dialógico, más o menos implícito, que había en Atalá
entre el viejo sachem de la tribu de los Natchez y el viajero
francés en torno al conflicto entre el idilio natural y la religión trascendental. La supresión de esta problemática, esencial en la obra de Chateaubriand, plantea entonces una interrogación acerca del papel que pudiera estar desempeñando
este episodio intercalado en la novela de Isaacs.
Si viéramos en María una simple imitación, a destiempo,
del relato de Chateaubriand, podríamos considerar dicho
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episodio como una suerte de concesión al exotismo del modelo supuesto. Sin embargo, tal vez valdría reparar en que
toda la historia de Nay/Feliciana no se reduce a su dimensión africana: parte de ella concierne a la esclavitud de Nay
en tierras americanas, y a su manumisión en honor a su temprana conversión al cristianismo. Como no es la de Nay la
sola conversión de la novela -casi toda la familia de Efraín
es de judíos conversos-, ni es el suyo el único cambio de
identidad -si de Nay ella pasó a llamarse Feliciana, también
María fue alguna vez Esther-, podemos pensar que, en este
caso como en el de Atalá, existe cierta correspondencia entre el relato principal y el relato intercalado. Tanto más cuanto
que, como lo acabamos de señalar, este relato intercalado es
asumido por el sujeto de la enunciación narrativa.
Para tratar de precisar esta correspondencia, puede ser
útil reparar también en la redistribución de los espacios implicada en la reconfíguración de las diversas instancias narrativas. Si el idilio de Efraín y María no consiste en «los
amores de dos salvajes en el desierto», los de Nay y Sinar
podrían calificarse como los «de dos salvajes en la selva».
La similitud entre las luchas tribales de la América del Norte de Chateaubriand y las del África de Isaacs autoriza la
comparación entre ambos espacios, en la que haría falta incluir también el paralelismo entre el cristianismo de Atalá y
el de Nay. Mientras es en aras de este cristianismo que Atalá
sacrifica su amor por Chactas y su propia vida, en el caso de
Nay y Sinar, la separación de los amantes y la muerte de
Sinar (y no la de Nay, transitoriamente condenada a la esclavitud) tienen otras causas: aparecen explícitamente como
el resultado de las luchas entre las tribus primitivas del África. En esta sustitución de las motivaciones de Atalá por causas históricas que rebasan a Nay y Sinar, lo que se disuelve
es la dimensión metafísica de aquella contraposición entre
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las pasiones terrenales y las aspiraciones divinas en torno a
la cual se estructuraban no sólo Atalá, sino también Rene y
El Genio del Cristianismo. Como se recordará a propósito
de Atalá, esta dimensión metafísica de la religión cristiana
es la que se hallaba en el origen de la rebelión del sencillo y
virtuoso Chactas, y la que sustentaba la respuesta apologética
del Padre Aubry acerca de la Divina Providencia. Y era también la que regía la percepción y la descripción de la Naturaleza americana por parte del viajero francés, y la que justificaba la insalvable distancia romántica entre el héroe y el
mundo, encarnada en Rene. En la historia de Nay -ella también sencilla y virtuosa-, no sólo la religión no entra en conflicto con el amor, sino que es ella la que permite a la heroína sobrevivir a una barbarie y una esclavitud provocadas
por inicuas luchas sociales, y la que la lleva, como a otros
muchos inmigrantes de la novela, a encontrar la «felicidad»
en el muy terrenal, civilizado y «paradisíaco» Valle del
Cauca. El África bárbara y desgarrada por luchas tribales de
la ficción de Isaacs ya no es entonces, como la América de
Chateaubriand, un espacio destinado a ilustrar las armonías
primigenias entre la naturaleza y la religión, que la moderna
civilización europea y el racionalismo ilustrado volvieron
opacas. Representa a una «barbarie» anterior al advenimiento
de la «civilización» cristiana; y tal vez sea ésta la razón por
la cual la historia de Nay y Sinar recuerda más los sufrimientos de los primeros cristianos narrados en Los mártires
que las armonías primordiales de Atalá.
Como habrá podido advertirlo el lector, la inserción de la
historia de Nay/Feliciana en el relato de Efraín parte de un
desdoblamiento del tema del idilio recibido de
Chateaubriand. Por lo que concierne a las historias intercaladas, este desdoblamiento conlleva una redistribución de
los espacios y una reconfíguración de los signos que modifí-
Francoise Perus
61
ca sustancialmente los planteamientos de Chateaubriand. Esta
modificación concierne en primer lugar a la representación
del espacio «exótico» y al papel que se le asigna por contraposición con el espacio «civilizado». Al alinearlos sobre un
eje temporal representado por la trayectoria de Nay/Feliciana
(de la bárbara selva africana a la cristiana civilización americana o vallecaucana), el espacio «exótico» pierde el papel
activo que le confería la anterior contraposición espacial en
la reinterpretación de la civilización occidental a la luz del
cristianismo. Y en segundo lugar, esta misma modificación
tiende a cancelar la dimensión metafísica de las pasiones en
la que se fundaban el primer romanticismo francés y el tan
famoso «mal du siécle».
Ahora bien, si esto es lo que parece desprenderse de las
transformaciones que se operan en el plano de los relatos
intercalados, quedaría por averiguar lo que «desplaza» a su
vez el relato central.
2/ Las descripciones románticas del paisaje americano
La similitud -parcial, como acabamos de ver- entre la historia de Nay y Sinar y la de Chactas y Atalá no convierte a
Efraín en un equivalente de Rene, el viajero francés voluntariamente exiliado en la América del Norte: protagonista y
narrador del idilio perdido, Efraín pertenece por entero al
universo caucano, a pesar de que como protagonista se nos
presenta como hijo de judíos conversos inmigrados desde
Jamaica, y de que como narrador relata después de la pérdida irremediable del idilio. Con todo, algunas huellas de Rene
quedan en María. En efecto, en el episodio de El Genio del
Cristianismo destinado a ilustrar la «melancolía» de la que
sufren las almas privadas a la vez de la felicidad terrenal y
62
De selvas y selváticos
de los consuelos divinos. Rene aparecía también como protagonista de un idilio perdido entre él y la compañera de su
infancia, su hermana Amalia. Al dejar atrás a la «civilizada»
Europa por la «primitiva» América del Norte -tal y como
aparece en Atalá-, Rene hallaba en la grandiosa naturaleza
americana y en el dramático relato del virtuoso Chactas las
fuentes primigenias de la religión y las armonías divinas,
extraviadas por la civilización europea. La búsqueda de dichas fuentes es, en todo caso, la que constituye el marco
perceptivo e interpretativo de las descripciones del paisaje
americano por parte del viajero europeo. Con este viajero, el
narrador del relato de Jorge Isaacs comparte, así pues y en
principio, la irremediable pérdida de los amores infantiles.
Sólo que, además de no ser ajeno al referente geográfico y
cultural del relato, tampoco comparte con su homólogo europeo la melancolía que en éste suscita una civilización
huérfana del sentido de la trascendencia que el virginal mundo americano le permitiría recobrar. Al ubicar el idilio de
Efraín y María en un espacio que. aun después de la muerte
de la heroína, sigue siendo (subjetivamente al menos) el del
narrador, Isaacs cancela de hecho la problemática inscrita
en la contraposición entre la «civilización» europea y la «naturaleza» americana. Hemos señalado ya cómo la configuración del personaje de Efraín (a diferencia de la de su amigo Carlos y en oposición a la de su antiguo condiscípulo
Emigdio) ofrecía una solución armónica entre lo rural y urbano por un lado y lo vernáculo y cosmopolita por otro. Y
hemos señalado también, a propósito de la historia intercalada de Nay/Feliciana, cómo la contraposición de
Chateaubriand entre la «civilización» europea y la «naturaleza» americana se convertía en Isaacs en una evolución
desde la «barbarie» primitiva del África hacia la «civilización» cristiana del Valle del Cauca.
Francoise Perus
63
Con todo, y como decíamos antes, algunos rastros quedan en Efraín del viajero de Chateaubriand, y éstos no se
circunscriben al idilio que ambos narradores añoran. De hecho, es en tanto que viajero (de regreso) que el personaje de
Efraín hace su entrada en el relato, y es también como viajero como regresa al final para encontrarse con la tumba de
María. Acerca de este regresar una y otra vez, y acerca del
exterior que ello presupone, volveremos más adelante. Por
lo pronto, es en las descripciones del paisaje caucano y en su
paralelismo con las descripciones de Chateaubriand en lo
que quisiéramos detenernos por un momento. Para ello, acudiremos a algunas citas, un tanto largas, que nos permitirán
establecer cierto paralelismo entre ellas y, sobre todo, poner
de relieve algunas diferencias fundamentales. Por ser
Chateaubriand nuestro término de referencia, empezaremos
por una descripción famosa (varias veces reelaborada por el
autor), que proviene de El Genio del Cristianismo:
Un soir, je m'étais égaré dans une forét, á quelque
distance de la cataracte du Niágara; bientót je vis le jour
s'éteindre autour de inoi, et je goütai, dans totite sa solitude,
le beau spectacle d'une nuit dans les déserts du Nouveau
Monde.
Une heure aprés le coucher du soleil la lime monta audessus des arbres, á l'horizon opposé. Une brise embaumée,
que cette reine des nuits amenait de l'orient avec elle,
semblait la preceder dans les foréts, comme une fraiche
háleme. L'astre solitaire monta peti á peu dans le ciel: tantót
il suivait paisiblement sa course azurée, tantót il reposait
sur des groupes de núes qui ressemblaient á la cime des
hautes montagnes couronnées de neige. Ces mies, proloyant
et déployant letirs voiles, se déroulaient en zones diaphanes
de satin blanc, se dispersaient en légers flocons d'écume.
ou formaient dans les cieux des bañes d'une ouate
64
De selvas y selváticos
éblouissante, si doux a l'oeil, qu'on croyait ressentir leur
molesse et leur élasticité.
La scéne sur laterre n'était pas moins éblouissante: le
jour bleuátre et velouté de la lune descendait dans les
intervalles des arbres, et poussait des gerbes de lumiére
jusque dans Tépaisseur des plus profondes ténébres. La
riviére qui coulait á mes pieds tour á tour se pcrdait dans le
bois, tour á tour reparaissait brillante des constellations de
la nuit, qu'elle répétait dans son sein. Dans une savane, de
1'autre cóté de la riviére, la ciarte de la lune dormait sans
mouvement sur les gazons; des bouleaux agites par les brises
et disperses cá et la dormaient des ilots d'ombres flottantes
sur cette mer immobile de lumiére. Auprés tout aurait été
silence et repos sans la chute de quelques feuilles, le passage
d'un vent subit, le gémissement de la hulotte; au loin, par
intervalles, on entendait les sourds mugissements de la
cataracte du Niágara qui, dans le calme de la nuit, se
prolongeaient de désert en désert et expiraient á travers les
foréts solitaires.
La grandeur, l'étonnante mélancolie de ce tableau ne
sauraient s'exprimer dans les langues humaines; les plus
belles nuits d'Europe ne peuvent en donner une idee. En
vain, dans nos champs cultives l'imagination cherche á
s'étendre; elle rencontre de toutes parts les habitations des
hommes; mais dans ees régions sauvages l'áme se plait á
s'enfoncer dans un océan de foréts, á planer sur le uffre des
cataractes, a méditer au bord des lacs et des fleuves, et,
pour ainsi diré, á se trouver seule devant Dieu. I8
" Francois Rene de Chateaubriand. Génie du Christianisme. Paris. CalmannLévy, 1885. Tomo I, v, 12, pp. 150/151. A continuación proporcionarnos la
traducción al español que. aunque literal (salvo mención contraria), no da cuenta del ritmo de la prosa del romántico francés:
«Habíame extraviado una tarde en un bosque, a cierta distancia de la catarata del
Niágara, y no tardé en ver extenderse la noche en mi derredor; esto me hizo
disfrutar, en toda su soledad, del hermoso espectáculo de una noche en los desiertos del Nuevo Mundo.
Francoise Penis
65
A continuación, exponemos una descripción de estructura similar, que corresponde a la llegada de Efraín, de regreso a su valle natal, al principio de la novela:
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto
me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebozaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y
yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cieUna hora después del ocaso, la luna se mostró sobre las copas de los árboles en
el opuesto confín del horizonte. Una brisa embalsamada que esta reina de la
noche traía consigo desde el Oriente, parecía precederla en los bosques cual su
fresco aliento. El astro solitario subió con pausado curso por el cielo: ya seguía
lentamente su azul carrera, ya descansaba sobre grupos de nubes, semejantes a
las cimas de enhiestas montañas coronadas de nieve. Estas nubes, plegando y
desplegando sus velos, se desarrollaban en zonas diáfanas que parecían de raso
blanco, y que se dispersaban en leves copos de espuma, o formaban en los cielos
deslumbradores bancos cual de algodón, tan suaves a la vista, que parecía se
percibían su blandura y elasticidad.
No menos encantadora el panorama terrestre: la luz azulada y aterciopelada de
la luna penetraba por los claros de los árboles. > deslizaba rayos de apacible luz
hasta la espesura de las más profundas tinieblas. El río. que a mis pies se deslizaba rápido, se perdía alternativamente en los bosques, y tornaba a presentarse
brillando con las constelaciones, cuya tranquila imagen reproducía. En una sabana situada en la opuesta orilla, la claridad de la luna dormía sin movimiento
sobre los muelles céspedes. Los abedules, agitados por las brisas y esparcidos
aquí y acullá, formaban islas de sombras notantes sobre aquel mar inmóvil de
luz. De cerca, todo hubiera sido silencio y reposo sin la caída de algunas hojas,
la súbita ráfaga de viento o el gemido del buho; a lo lejos, se dejaba oír a intervalos el solemne retumbar de la catarata del Niágara, que en la calma de la
noche era repetido de desierto en desierto, y aspiraba (sic) al través de los solitarios bosques.
La grandeza y la asombrosa melancolía de cuadro tan colosal (sic) no pueden
explicarse en humano idioma, pues las noches más deliciosas de Europa no son
capaces de ofrecer una idea de él (sic). En vano la imaginación procura espaciarse en nuestros campos cultivados, porque halla por dondequiera viviendas
humanas; pero en aquellas regiones salvajes el alma se complace en perderse en
un océano de bosques; en mecerse sobre el abismo de las cataratas; en meditar a
orillas de los lagos y los ríos, y, por decirlo asi. en hallarse sola en presencia de
Dios.» (Chateaubriand. El genio del cristianismo. Introducción de Arturo Souto.
2a. ed.. México. Porrúa. 1990. Col. Sepan Cuantos n.382. p.76.)
66
De selvas y selváticos
lo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las
crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún,
vagaban algunas nubéculas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso.
Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de
verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos
para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por
florecidos pisamos e higuerones frondosos. Mis ojos se
habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos
al viajero por las copas de añosos guaduales; en aquellos
cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas.En
tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias
del piano de U ***: ¡los perfumes que aspiraba eran tan
gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el
canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había
creído conservar en la memoria porque algunas de mis
estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella
pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de
luz, lleno de melodías voluptuosas, de armonías mil mezcladas, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los
diez y ocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda
otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias
desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan
ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas
después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve
paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que
el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pam-
Francoise Perus
67
pas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los
contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden
a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan
al alma empalidecidas por la memoria infiel.|q
A pesar de la obvia diferencia en las horas evocadas, y a
pesar de la sustición de los «desiertos» -o las «soledades»del Nuevo Mundo por el «amor patrio» y la «presencia amiga» de los moradores del «nativo valle»-, las similitudes entre
estas dos descripciones saltan a la vista. Y no se trata sólo de
las claras reminiscencias de Chateaubriand en el léxico de
Isaacs, en la manera de guiar la mirada, en la progresión de
la descripción e incluso en su ritmo (en la primera parte ante
todo). El paralelismo radica también en el modo de ordenar
estas descripciones para conducirlas hacia la formulación
última de los conceptos que rigen la percepción y la interpretación del paisaje que se ofrece a la contemplación del
viajero. Pero es también gracias a este cuidadoso paralelismo que las diferencias entre ambas descripciones se vuelven manifiestas. La de Chateaubriand desemboca en una
comparación entre, por un lado, la estrechez de la naturaleza
europea, achatada por la presencia de los hombres que la
habitan y la cultivan, y por otro, la grandeza de la virginal
naturaleza americana que permite el pleno despliegue de la
imaginación y el encuentro de ésta con la intuición primordial de la presencia del Creador. La de Isaacs en cambio
sienta el marco perceptivo e interpretativo en torno a una
analogía entre dos ámbitos distintos -el de una refinada fíes-
" Citamos a partir de la edición de Arango Editores/El Ancora Editores, prólogo de María Cristina, Bogotá, 1989; cap. II. pp. pp.22/23. En adelante, todas las
citas provienen de esta misma edición, y sólo indicaremos entre paréntesis el
capítulo y la página correspondientes al final de la cita.
68
De selvas y selváticos
ta aristocrática y el bucólico del Valle caucano-, y asocia las
emociones que ambos suscitan con una problemática de la
discontinuidad entre la emoción que paraliza los sentidos y
le priva a uno de voz, la memoria decantadora, y el lenguaje
artístico que no devuelve de la vivencia sino una imagen a la
vez idealizada y empalidecida.
Son, por lo tanto, dos poéticas hasta cierto punto distintas las que se confrontan aquí. Mientras la de Chateaubriand
conduce a la intuición de las armonías y la trascendencia
divinas que el lenguaje artístico restituye en su plenitud, la
de Isaacs descansa en pérdidas sucesivas y convierte al lenguaje artístico en una transmutación de la emoción -propiamente indecible e irrecuperable-, que junto con sustraer a
ésta del «vulgo», la eterniza en su verdad ideal. Que esta
verdad ideal se siga entendiendo como la de las «bellezas de
la creación» no cancela la diferencia que tratamos de definir: al recordar la comunión de Isaacs/Efraín con formas de
sensibilidad sin duda retroalimentadas por la lectura de El
Genio de! Cristianismo, esta mención subraya al mismo tiempo lo deliberado de la reelaboración de aquéllas en un contexto histórico y cultural propio. Más adelante, y después de
profundizar en la poética concreta de María, precisaremos
el recuerdo de la experiencia mística que obra también en
ella. Por lo pronto, y en relación con la huella indeleble de
Chateaubriand en la obra de Isaacs, lo cierto es que la anulación del contraste entre los espacios europeo y americano en
el cual se fundaba la posibilidad de un (re)encuentro con las
armonías y la trascendencia divinas, y el reemplazo de dicho contraste por una asimilación del bucólico espacio
vallecaucano al de una aristocrática fiesta de salón traen consigo una «secularización» de lo que en Chateaubriand apuntaba a una refundación de la idea de trascendencia.
En el plano estricto de la configuración del sistema de
Francoise Penis
69
imágenes, esta redistribución y reconfíguración de los espacios, asociadas con la introducción del filtro temporal y subjetivo de la memoria, acarrean algunas modificaciones sustanciales. Todo el sistema metafórico del romántico francés
descansaba en la configuración de un campo semántico único caracterizado por la referencia al orden de la naturaleza,
y en el establecimiento de una serie de transcodifícaciones
en el interior de este mismo campo: todos los órdenes de la
percepción -el visual, el olfativo, el táctil y el auditivo- concurren juntos y en asociación con el ritmo de la frase y las
progresivas transfiguraciones de la luz, en la elaboración de
imágenes, metáforas y «correspondencias», sutiles y cambiantes, destinadas a proporcionar un equivalente sensible
de las armonías del universo y de su esencia divina. En la
descripción de Isaacs, la presencia y la asimilación parcial
de los dos espacios (el «civilizado» y el «natural») sienta un
sistema de analogías que transforma la «brise embaumée (...)
córame une fraiche haleine» et «les núes ployant et déployant
leurs voiles», por ejemplo, en «nubéculas de oro (que vagaban) como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas
por un aliento amoroso». El énfasis puesto en lo que se nos
ofrece como sistema de analogías (antes que de
transcodifícaciones o correspondencias) entre esos dos ámbitos y entre recuerdos sucesivos, tiende a restringir la exploración de las experiencias sensoriales y la configuración
unitaria del objeto de la representación artística: más que a
proporcionar un equivalente sensible del «genio» del Creador, las descripciones de Efraín tienden hacia una estetización
de la sensualidad, o mejor dicho de formas de sensualidad a
las que su marcado origen aristocrático pareciera conferir
un valor sagrado.
Para precisar aún más las diferencias entre las concepciones poéticas de Isaacs y Chateaubriand, acudiremos aho-
70
De selvas y selváticos
ra a otras dos descripciones, paralelas también, que esta vez
involucran directamente al arte y, en particular, al arte popular. Recuerda a este propósito Efraín:
En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno
y Remigia. Esa noche a las siete montamos mi padre y yo
para ir al baile, cuya música empezábamos a oír. Cuando
llegamos, Julián, el esclavo capitán de la cuadrilla, salió a
tomarnos el estribo y a recibir nuestros caballos. Estaba
lujoso en su vestido de domingo, y le pendía de la cintura
el largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo. Una sala de nuestra antigua casa de habitación había
sido desocupada de los enseres de labor que contenía, para
hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de tarimas: en una
araña de madera suspendida de una de las vigas, daba vuelta media docena de luces: los músicos y cantores, mezcla
de agregados, esclavos y manumisos, ocupaban una de las
puertas. No había sino dos flautas de caña, un tambor improvisado, dos alfandoques y una pandereta; pero las finas voces de los negritos entonaban los bambucos con
maestría tal; había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes; los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el
más culto dilettante hubiera escuchado en éxtasis aquella música semisalvaje. (Cap. V, pp.31/32; la negrilla es
nuestra)
De la misma manera en que, para Efraín, la belleza del
paisaje natural y las sensaciones que suscitaba no podían
traducirse sino por referencia al lujo urbano, la tradición rural y popular tenía que cobrar su significación y su valor en
función de la mejor tradición urbana y culta.
A continuación, citamos el pasaje de El Genio del Cristianismo que, a juzgar por los adjetivos empleados por Isaacs,
Francoise Perus
71
pudiera estar obrando como reminiscencia en la percepción
y la evocación de la música popular por parte de Efraín:
La nature a ses temps de solemnité pour lesquels elle
convoque des inusiciens de différentes régions du globe.
On voit accourir de savants artistes avec des sonates
merveilleuses, de vagabonds troubadours qui ne savent
chanter que des ballades á refrain, des pélerins qui repétent
mille fois les couplets de leurs longs cantiques. Le loriot
siffle, l'hirondelle gazouille, le ramicr gémit (...)
Lorsque les premiers silences de la nuil et les derniers
murmures du jour luttent sur les cóteaux, au bord des
tleuves, dans les bois et dans les vallées; lorsque les foréts
se taisent par degrés, que pas une feuille, pas une mousse
ne soupire, que la lune est dans le ciel, que Toreille de
l'homme est attentive, le premier chantre de la création
entonne ses hymnes a l"Eternel. D'abord il frappe Pecho
des brillants éclats du plaisir: le désordre est dans ses chants;
il saute du grave á l'aigü, du doux au fort; il fait des pauses:
il est lent, il est vif: c'est un coettr que la ¡oie enivre, un
coeur qui palpite dans les joies de l'amour, Mais tout á
coup la voix tombe, l'oiseau se tait. II recommence! Que
ses accents sont changas! quelle tendré mélodie. Tantót ce
sont des modulations languissantes, quoique variées; tantót
c"est un air un peu monotone, comme celui de ees vieilles
romances francaises. chef-d'oeuvre de simplicité et de
mélancolie.20
2,1
Génie du Chrislianisme. op. cit.. I. v, 5. pp. 121'122. A continuación
transcribimos la traducción de estos párrafos, sacados de la misma edición antes
citada: «La naturaleza tiene grandes épocas de solemnidad para las cuales convoca a los músicos de las diferentes regiones del globo. Vemos entonces acudir
en tropel eminentes artistas que ejecutan sonatas maravillosas; errantes tro\ adores que sólo saben cantar baladas con estribillos, y peregrinos que repiten mil
veces las estrofas de sus largas canciones. La oropéndola silva, la golondrina
gorjea, y la paloma torcaz gime. (...)
Cuando el primer silencio de ésta (la noche) y los últimos murmullos del dia
72
De selvas y selváticos
En este caso, el sentido y el valor de la cultura popular
tradicional provienen de su conformidad, no con la tradición culta, sino con la naturaleza. Sin embargo, lejos de conllevar una «naturalización» de la cultura popular, la comparación apunta al descubrimiento de las correspondencias y
las armonías mutuas entre dos ámbitos que comparten una
misma esencia divina.
La diferencia entre los dos modos de figuración que venimos analizando resalta aún más si reparamos en la caracterización del sujeto de la enunciación y en la relación que
éste mantiene con su enunciado. Aun cuando, en las descripciones de Chateaubriand, el «yo» de la percepción y la
interpretación pertenece a un viajero francés en América,
este «yo» tiende a configurarse como sujeto de enunciación
«universal» y por tanto abstracto; y ello, por cuanto lo que
busca aprehender y figurar no es en fin de cuentas sino una
esencia -un «genio»-, cuya «universalidad» está destinada a
contraponerse a la del racionalismo ilustrado. En las descripciones de Isaacs en cambio, el sujeto de la enunciaciónel «yo» de Efraín- aparece siempre cuidadosamente particu-
luchan aún en las colinas, en las orillas de los ríos, en los bosques y en los valles;
cuando las selvas enmudecen gradualmente, y no suspira en ellas ni una hoja, ni
un musgo; cuando la luna domina en el cielo, y el hombre presta vigilante oído,
el primer cantor de la Creación entona sus himnos al Eterno. Empieza haciendo
repetir al eco (sic) los magníficos tonos del placer: reina el desorden en sus
cantos; pasa de los sonidos graves a los agudos, y de los suaves a los fuertes:
hace pausas; ora es lento, ora vivo; es un corazón ebrio de placer, un corazón
que palpita bajo el peso del amor (sic). Pero súbito la voz expira, y el ave enmudece. Mas torna a su canto: ¡ cuan diferentes son sus acordes! ¡Cuan tiernas sus
melodías! Ora son lánguidas, aunque variadas, modulaciones: ora unos aires un
tanto monótonos, sencillos y melancólicos, como las antiguas canciones.» (sic).
El texto de Chateaubriand es aquí más explícito: «como el de aquellas viejas
romanzas francesas, dechado de sencillez y melancolía.» Genio del cristianismo, op. cit. pp. 60/61.
Francoise Penis
73
larizado por su pertenencia de casta. De tal suerte que mientras en Chateaubriand el «yo» de la enunciación suele esfumarse detras de una percepción y una representación ofrecidas como universales y plenas, en Isaacs este mismo «yo»
no deja nunca de referir la percepción y la representación a
su propia ubicación y a su propia perspectiva. Esta insistente particularización del sujeto de la enunciación no sólo contribuye a limitar la universalidad de la representación subjetiva, sino que tiende también a circunscribir lo divino y trascendente a lo sagrado.
d/ Algunas consideraciones generales (y provisionales)
Esta primera aproximación a la poética de María por la vía
de las relaciones intertextuales que mantiene con El Genio
del Cristianismo (y con los dos episodios novelescos que en
algún momento formaron parte de la obra cumbre del
Vizconde de Chateaubriand) muestra que las múltiples e
innegables reminiscencias temáticas o estilísticas conllevan
más diferencias que similitudes. Por lo tanto, queda descartada -¡y esperamos que de una vez y para siempre!- la idea
trasnochada de una imitación a destiempo -¡más de sesenta
años después!-. Pero queda descartada también la idea de
influencia, si por ella entendemos la asimilación pasiva de
temas, motivos o figuras de estilo. Aun cuando la huella de
todos ellos es más o menos visible en el relato de Jorge Isaacs
-como la de otros muchos elementos románticos-, su reorganización deja entrever también su subordinación a propósitos bastante distintos de los que obraban en los textos de
procedencia.
Entre estos propósitos, el texto de Isaacs pone de manifiesto la voluntad deliberada de eludir el debate de ideas en
74
De selvas y selváticos
el que se asentaba la obra de Chateaubriand y que oponía de
hecho dos concepciones de la cultura y la civilización occidentales: la greco-latina y racionalista que había culminado
en la Ilustración, por un lado, y la judeo-cristiana que le oponía el primer romanticismo, por el otro. Este debate, que
desde luego tenía también sus zonas intermedias -y JeanJacques Rousseau fue sin duda una de ellas, al mismo tiempo que un eslabón decisivo para los planteamientos de
Chateaubriand-, explica, como ya dijimos, la forma híbrida
de la obra de este último, por completo descartada por Jorge
Isaacs al instalarse de lleno en la ficción. Pero aquel debate
no entrañaba sólo la confrontación más o menos explícita de
dos concepciones del mundo que las contiendas históricaspolíticas y sociales- oponían entre sí. Conllevaba también la
«dialogización» (en el sentido bajtiniano del término) de tradiciones culturales y literarias hasta cierto punto distintas.
Para contrarrestar los sarcasmos de Voltaire contra la religión y el dogma cristianos, a los que el filósofo de las Luces
oponía la mitología greco-latina y el espíritu de libre examen, Chateaubriand resaltó otra «mitología» -la cristiana- y
otra concepción de la espiritualidad (la Fe, mas no el Dogma). Y a esta última la fundamentaba con la configuración
de otra tradición literaria (que por cierto incluía también a la
tradición greco-latina y a Voltaire, releídos desde su propia
perspectiva). La amplitud de la empresa de Chateaubriand,
quien prácticamente recompone y reinterpreta a lo que se
suele llamar «la tradición occidental» en su conjunto, da
buena cuenta de la magnitud de lo que estaba entonces en
juego: concretamente, el sentido mismo de la «civilización»
(occidental), y por consiguiente la «universalidad» de sus
postulados y sus valores. Mientras que para la filosofía de la
Ilustración, esta universalidad descansaba en el ejercicio de
la razón y la capacidad (abstracta) del ser humano (en gene-
Francoise Penis
75
ral) de conocer y someter al mundo a sus propios designios,
para Chateaubriand radicaba en la trascendencia del orden
divino, que no se podía reconocer ni aprehender sino gracias
a formas de sensibilidad y a disposiciones éticas movidas
por la Fe.
No es el lugar aquí para analizar las diversas formas en
que ambas concepciones entraron en contradicciones con las
prácticas y las profundas transformaciones sociales del siglo XIX, e interfirieron una con otra en la percepción y la
elaboración, artística o no, de estas contradicciones. Para los
fines de nuestro acercamiento a la peculiaridad de la poética
narrativa de María, sólo hace falta recordar que es en este
conjunto de oposiciones, contradicciones e interferencias que
se ubican tanto el tan mentado mal du siécle como la aparición de lo que Lukacs y Goldmann designaron con el nombre de «héroe problemático», protagonista éste de muchas
novelas del realismo sicológico europeo, y francés en particular. El primero pareciera estar expresando ante todo el
«malestar» ligado a la pérdida de aquel sentido de la trascendencia que ejemplifica Rene, y dar lugar a expresiones
preferentemente líricas. El segundo en cambio traduciría, en
el ámbito privilegiado de la novela, la confrontación de dos
formas de «degradación» no coincidentcs entre sí: la de los
valores «absolutos» del héroe en pugna con un mundo en
donde no logra concretar dichos valores; y la de un mundo
dividido, en donde privan sistemas de valores encontrados
que, por su carácter relativo y por tanto mudable, contribuyen a minar la creencia del héroe en el carácter «absoluto»
de sus propios valores.
Centrada más que nada en la estructura del contenido.
y en particular en una forma del personaje que corresponde
ante todo a la corriente del realismo sicológico, esta concepción del género novelesco pone de manifiesto una serie de
76
De selvas y selváticos
conflictos que presuponen la coexistencia de varios sistemas de valores y de formas de percepción e interpretación
distintos; vale decir, de «lenguajes» diversos. En el plano de
la representación novelesca, esta diversifícación, en fin de
cuentas inherente a la complejidad de las sociedades modernas, conlleva una estructuración del espacio novelesco en
torno a ámbitos múltiples, y una organización del tiempo
narrativo -el tiempo objetivo y subjetivo del héroe- en torno
al traspaso de las «fronteras» que constituyen a aquéllos en
ámbitos más o menos diferenciados entre sí. Con base en
ello, la «trayectoria» del protagonista -esto es. su capacidad
para confrontar e integrar o no esta diversidad de espacios y
de «lenguajes»- puede cobrar las formas más diversas: el
Bildungsroman, centrado en el «aprendizaje» del héroe, y
por consiguiente en una concepción formativa y constructiva del tiempo biográfico, no es en fin de cuentas sino una
entre otras muchas formas de concebir y figurar esta «trayectoria». Varían así mismo las formas que tiene el narrador
de distribuir yfigurarlos espacios y los tiempos involucrados
en la narración y de situarse a sí mismo respecto de lo que
viene narrando. Entre el narrador «externo», ajeno al mundo
narrado al que sin embargo organiza y jerarquiza, y el que se
inmiscuye en los personajes, les cede la palabra o se pone a
dialogar con ellos, las posibilidades composicionales de la
ficción novelesca son prácticamente infinitas.
Después de aproximarnos a la poética de María por la
vía de la intertextualidad que el propio texto señala, son estos aspectos composicionales los que quisiéramos explorar
ahora. Más allá de las huellas de El Genio del Cristianismo
en el texto de Isaacs y de las diferencias fundamentales entre ambos que hemos podido poner de relieve, el estudio de
las formas composicionales de la obra no sólo nos permitirá
ahondar en la poética narrativa de María y precisar sus vín-
Francoise Perus
77
culos problemáticos con el género novelesco, sino también
responder la pregunta que por lo pronto la aproximación
anterior deja pendiente: la del papel que, en esta poética,
pudiera estar desempeñando la reiterada mención de una obra
de la que pareciera al mismo tiempo estarse alejando.
II. EL CRONOTOPO DEL IDILIO Y EL PROCESO DE
SIMBOLIZACIÓN
La forma autobiográfica asumida por la ficción de Isaacs y
la estructuración de ésta en tomo al tema del idilio y la muerte
(la de María y, posteriormente, la de Efraín también, como
lo da a entender el autor ficticio en la dedicatoria «A los
hermanos de Efraín») nos hablan de la superposición o imbricación de por lo menos dos espacios y dos tiempos distintos: el espacio y el tiempo del idilio pasado y el espacio y
el tiempo de la enunciación presente, posterior a la muerte
de María y a la pérdida de la hacienda familiar. Esta superposición o imbricación llama entonces a una reflexión acerca de los modos de figurar uno y otro ámbito, y las relaciones entre ambos. En éstas, y por tratarse de un texto narrativo, la forma de la «trayectoria» que lleva a Efraín a pasar de
la posición de protagonista a la de narrador es sin duda sumamente relevante, pero no por ello debe excluir otras formas posibles de vinculación entre dichos ámbitos.
Por ahora, y aunque nuestra forma de exposición rompa
inexorablemente con la de la enunciación narrativa, esencial para orientar al lector en el proceso de lectura, nos concretaremos a la exploración de las modalidades de la figuración del espacio y el tiempo del idilio caucano, y a la de los
rasgos constitutivos de los protagonistas de dicho idilio.
Posteriormente indagaremos la relación entre el espacio «pie-
78
De selvas y selváticos
no» del idilio y el «vacío» relativo al espacio de la enunciación, vinculando dicha relación con la forma del protagonista y con las figuraciones del tiempo. Y luego completaremos nuestro análisis retomando la problemática de la enunciación en función de la poética de la obra.
a/ El tiempo y el espacio del idilio y las fronteras del relato
Pese a su carácter rural y a las bellezas de su paisaje, el Valle del Cauca evocado por Isaacs es todo lo contrario de un
espacio «natural». Desde la primera descripción que de él
hace Efraín movido por el «amor patrio», la presencia de
«gentes virtuosas y amigas» -que pudiera pasar desapercibida para cualquier otro viajero- descarta toda posibilidad de
asimilación del Valle del Cauca a las «soledades» evocadas
por Rene en sus viajes por la América del Norte. Y tampoco
es una tierra de exilio, sino una tierra de promisión. En efecto,
todos los que ahí moran -o al menos todos los personajes de
algún modo relevantes- aparecen como inmigrantes. Este es,
desde luego, el caso de la familia de Efraín, de judíos conversos inmigrados desde Jamaica por el lado paterno y de
españoles vinculados con el poder colonial por el lado materno. Pero es también el caso de José el Antioqueño. cuyo
retrato vuelve a recordar a los patriarcas bíblicos, ya evocados a propósito de María («Las hijas nubiles de los patriarcas no fueron más hermosas en las alboradas en que recogían flores para sus altares», (cap. IV, p. 28).
Con la vejez la fisonomía de José había ganado mucho;
aunque no se dejaba la barba, su faz tenía algo de bíblico,
como casi todas las de los ancianos de buenas costumbres
del país donde nació; una cabellera cana y abundante le
Francoise Perus
79
sombreaba la tostada y ancha frente y sus sonrisas revelaban tranquilidad de alma. (cap. IX, pp. 41/42)
Así mismo, y aunque tenga su origen en la esclavitud, la
inmigración al Valle del Cauca asociada con la cristianización
(y, en este caso, también con la manumisión) concierne a
Nay, la negra ashanti convertida en Feliciana y nana de la
infancia de Efraín y María. En cuanto a la conversión de
esta última y a su llegada a «El Paraíso», la hacienda del
padre de Efraín, así la refiere el narrador:
Después de algunos años de separación volvieron a verse
(mi padre y su primo Salomón), pues, los dos amigos. Ya
era viudo Salomón. Sara, su esposa, le había dejado una
niña que tenía a la sazón tres años. Mi padre lo encontró
desfigurado moral y físicamente por el dolor, y entonces
su nueva religión le dio consuelos para su primo, consuelos que en vano habían buscado los parientes para salvarlo.
Instó a Salomón para que le diera su hija a fin de educarla
a nuestro lado; y se atrevió a proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó diciéndole: 'Es verdad que solamente
mi hija me ha impedido emprender un viaje a la India, que
mejoraría mi espíritu y remediaría mi pobreza: también ha
sido ella mi único consuelo después de la muerte de Sara;
pero tú lo quieres, sea hija tuya. Las cristianas son dulces y
buenas, y tu esposa debe ser una santa madre.
Si el cristianismo da en las desgracias supremas el
alivio que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada a mi
hija dejándola judía. No lo digas a nuestros parientes, pero
cuando llegues a la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre
de Esther en el de María." Esto decía el infeliz derramando
muchas lágrimas.
80
De selvas y selváticos
A pocos días se daba a la vela en la Bahía de Montego
la goleta que debía conducir a mi padre a las costas de Nueva
Granada. La ligera nave ensayaba sus blancas alas, como
una garza de nuestros bosques las suyas antes de emprender unlargo vuelo. Salomón entró a la habitación de mi
padre, que acababa de arreglar su traje de a bordo, llevando a Esther sentada en uno de sus brazos, y pendiente del
otro un cofre que contenía el equipaje de la niña; ésta tendió los bracitos a su tío, y Salomón, poniéndola en los de
su amigo, se dejó caer sollozando sobre el pequeño baúl.
Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar
con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que
el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre
lo sabía bien, y no lo olvidó jamás. A Salomón le fue recordada por su amigo, al saltar a la lancha que iba a separarlos, una promesa, y él respondió con voz ahogada: 'Las
oraciones demi hija por mí y las mías por ella y su madre,
subirán juntas a los pies del Crucificado.' (Cap. Vil, pp.35/
36)
Junto con la apelación a la iconografía religiosa destinada a reforzar el trasfondo bíblico de las escenas evocadas, y
junto también con el simbolismo de la «garza blanca» que
se prepara para el largo vuelo y que contrastará luego con
las reiteradas apariciones del «ave negra», es de subrayar en
la evocación de estas escenas la vuelta del narrador sobre la
asociación primordial entre la «separación» y el «regreso»
con que había iniciado su relato (capítulos I y II). En esta
reiteración temática, en la que el narrador funge por un momento como narrador «omnisciente» (se trata de escenas que
no presenció), los aspectos complementarios de esta representación dual cumplen con la función de precisar los contornos del espacio vallecaucano. En efecto, mientras la rama
judía de la familia, de la que no se volverá a hablar, se pierde
Francoise Perus
81
en los márgenes del relato y convierte al padre de Esther/
María en judío errante, la rama cristianizada se encuentra en
el origen de una comunidad de Fe, estrechamente vinculada
con el territorio vallecaucano y la hacienda familiar.
Parafraseando a Marthe Robert21, se puede afirmar que nos
hallamos aquí y, al mismo tiempo, ante un «relato de los
orígenes» -a los que viene asociado un claro trasfondo bíblico- y en «los orígenes del relato».
En efecto, las migraciones y las conversiones evocadas
en estos primeros capítulos no constituyen propiamente el
objeto de la representación artística, centrada en el idilio
vallecaucano, sino tan sólo los antecedentes de éste. Al abordar más adelante el estudio de la forma de la enunciación,
volveremos sobre el papel que cumple esta asociación de la
separación y el retorno en la modulación de la voz del narrador. Por lo pronto, importa ante todo señalar que dichos antecedentes, evocados bajo la modalidad de una serie de cuadros dramáticos (en el sentido pictórico de la palabra) de
indudable procedencia religiosa, mas no propiamente relatados y explorados en su virtual dimensión novelesca (la de
los conflictos vividos a partir de la contraposición de dos
concepciones religiosas distintas), figuran una de las tantas
fronteras del relato: la de los orígenes cristianos del asentamiento familiar en el Valle del Cauca. A su vez, y desde la
otra orilla del texto, otra separación -definitiva esta vez, y
signada por la muerte de la heroína y la pérdida de la hacienda familiar-, y otro retorno -desde Londres y a través del
espacio selvático- marcan la frontera última del espacio
vallecaucano y el tiempo del idilio, desde la cual se origina
21
Marthe Robert. Román des origines et origine du román. Paris. Gallimard.
1976 (collection Tel)
82
De selvas y selváticos
un relato concebido él mismo como separación y retorno;
esto es. como vuelta de la memoria sobre la atmósfera sublimada del idilio y la fractura insuperable por la pérdida irremediable del mismo.
Ahora bien, este idílico espacio vallecaucano, cuidadosamente enmarcado, espacial y temporalmente, por unos
orígenes y un fin figurados en términos analógicos entre sí y
acordes con el principio de la representación poética, tiene
también sus fronteras internas. Al acercarnos, al principio
de esta exposición, a la configuración y jerarquización de
algunos de los signos/personajes -Efraín, Carlos y Emigdio-,
hemos podido observar cómo, con su descastamiento, el último de los tres condiscípulos contribuía a poner de relieve
unos límites que no se podían traspasar sin quedar al margen del armónico y sagrado universo que encarnan Efraín y
su otro condiscípulo Carlos. Estos mismos límites, que cancelan la posibilidad apenas entreabierta de una trayectoria
novelesca de este personaje secundario aunque no por ello
menos esencial (y por cierto bautizado irónicamente en algún momento como «nuestro Telémaco» en alusión a la
mitología griega por oposición a la cristiana), encuentran su
corroboración en otro episodio, esta vez protagonizado por
Efraín: el del encuentro de éste con la tentadora Salomé (volvemos nuevamente a la tradición bíblica). A la reprobación
de Efraín («-¿Con una mujer del pueblo? ¿Sin consentimiento
de tu padre?...») ante el anuncio que le hace Emigdio de su
próximo matrimonio con «una preciosa ñapanguita (...) aunque (le) lleve la trampa» (cap. XIX, p.82), responde en este
nuevo episodio la siguiente insinuación de Salomé a Efraín:
«-(...) Si yo fuera blanca, pero bien blanca; rica, pero bien
rica... si que lo querría a usté; ¿no?» (Cap. XLIX, p.270).
Desde el punto de vista de las fronteras que nos ocupan, este
paralelismo es tanto más significativo cuanto que empalma
Francoise Penis
83
con otro, esta vez entre María y Salomé, fuente de otra oposición decisiva. En efecto, los baños de flores que la tentadora Salomé le ofrece a Efraín no difieren de los baños perfumados que prepara para él la casta María. Sólo que, además de que Salomé no es ni «muy blanca» ni «muy rica»,
sus baños tampoco participan del ritual sagrado que revisten
todas las atenciones de María para con su amado:¡sólo son
parte de una tentativa de seducción! Y, como tales, ponen de
manifiesto otra frontera interna más: la que, al amparo del
quiebre de la rígida jerarquía de casta, pudiera abrirse entre
lo sagrado y lo profano.
hJ La rilualización y sacralización de la vida doméstica
El espacio vallecaucano del idilio se encuentra, así pues,
cuidadosamente delimitado mediante el rechazo hacia las
fronteras del relato de todos los conflictos potenciales que
hubieran podido suscitar las diferencias religiosas (judía y
cristiana), ideológicas (el idealismo cristiano de Efraín y el
incipiente positivismo de Carlos), raciales (la Nay esclava
cristiana y manumisa, incorporada a la familia con el nombre de Feliciana), sociales (Emigdio y sus diversas formas
de descastamiento), morales (la tentación de Salomé), o incluso étnico-culturales (los bambucos de los «negritos»
enaltecidos por el «más culto aficionado»). No hay conflicto potencial que no se disuelva apenas empieza a perfilarse.
Lo mismo puede decirse de los espacios geográficos y culturales que de una u otra forma dan cuenta de la existencia
de un «exterior» más allá de los límites del Valle y «El Paraíso»: ni el espacio urbano (Bogotá), ni el espacio cosmopolita (Londres) y ni siquiera la selva colombiana llegan a
constituirse en ámbitos alternativos y fuentes de auténticos
84
De selvas y selváticos
conflictos en los que pudiera detenerse la atención del narrador. Tan sólo llegan a figurar la distancia y la separación
momentánea del Valle y «El Paraíso», en espera de un nuevo retorno. Y si de la selva africana hemos visto que, más
que una concesión al exotismo, figuraba la prehistoria de
una civilización cristiana que culmina en el Valle del Cauca,
de los espacios urbanos y cultos también hemos señalado
que constituían, al menos en lo que respecta al paisaje y la
cultura popular, el marco de interpretación y valoración del
espacio vernáculo. Por lo mismo, ni las diferencias de tiempo ni las de espacio geográfico y cultural abren la posibilidad de la menor confrontación.
Por lo demás, esta delimitación particular de lo que bajo
muchos aspectos se presenta como una Tierra Prometida
viene acompañada también de un deslinde entre lo sagrado
y lo profano que confiere a aquel universo pleno un carácter
eminentemente sagrado, en el sentido a la vez religioso y
ético del término. Ambos aspectos se asocian a su vez con la
configuración de un universo señorial-patriarcal fuertemente jerarquizado y ritualizado, de dimensión ante todo doméstica. El sustrato épico, que de alguna manera subyace en las
diversas migraciones y que pudiera leerse en filigrana sobre
el doble trasfondo del mito bíblico y la historia nacional,
deriva así hacia lo idílico y bucólico, ritmado por el tiempo
a la vez eterno y transitorio de los ciclos naturales (los días,
los meses y los años), del ciclo biológico del hombre (infancia, adolescencia, enfermedad y muerte) y de la incansable
reiteración de los ritos vinculados con «los trabajos y los
días». De modo que, si bien en el caso de José el Antioqueño
la evocación de esta cotidianidad aún sigue conservando algo
de «epopeya del hombre natural» (José se presenta a Efraín
con el hacha en la mano y es de los que conquistan su pequeña posesión sobre el monte) y de bíblico a la vez, en el
Francoise Perus
85
caso de Efraín y los suyos, tales «trabajos» consisten ante
todo en rituales sagrados, ligados o bien al ritmo de la vida
doméstica, o bien al cumplimiento de las obligaciones sociales propias de su rango. La misma derivación es la que
encontramos también en la historia de Nay que, después de
remitir conjuntamente al martirio de los primeros cristianos
y a la esclavitud de los negros africanos en tierras americanas y de adquirir así tintes épico-religiosos e históricos, culmina en la «feliz» conversión de Nay en nodriza de María.
c/ El cronotopo del idilio y sus protagonistas
Aun cuando la novela lleve por título el nombre de su principal personaje femenino, la forma autobiográfica asumida
por la narración tiende de hecho a desplazar el centro de
atención del narrador hacia el protagonista que fue de los
sucesos evocados. En otras palabras, es por Efraín, y por
cómo se relaciona éste con ella, que llegamos a figurarnos a
María. Y aun cuando, en los numerosos diálogos entre los
dos adolescentes, podamos oír algunos acentos propios de
ella, la configuración del personaje como tal obedece por
entero a la voz narrativa de Efraín. Más aún, María no actúa,
ni piensa, ni siente, sino en función de éste. Al
«monologismo» composicional de la voz enunciativa (problema éste sobre el cual volveremos más adelante), se suma
entonces el hecho de que, en tanto que personaje, María se
halla circunscrita al amor que siente por Efraín a la vez que
por la proyección del amor que él siente por ella. Objeto del
amor de Efraín, María es primordialmente el espejo en el
cual aquél se mira a sí mismo. Sobre el carácter icónico -al
que ya hemos aludido- de muchas de la evocaciones de María
asociado con esta forma del personaje, y sobre la función
86
De selvas y selváticos
eminentemente simbólica que desempeña en la configuración del «cronotopo» narrativo, volveremos en el apartado
siguiente. Por lo pronto, y en relación con la forma del protagonista, las siguientes citas pueden ilustrar este carácter
especular de la configuración de la imagen de María. Corresponden éstas al momento del reconocimiento del amor
mutuo:
(...) Había en su rostro bellísimo tal aire de noble, inocente y dulce resignación, que como magnetizado por algo
desconocido hasta entonces para mí en ella, no me era posible dejar de mirarla.
Niña cariñosa y risueña, mujer tan pura y seductora como
aquéllas con quienes yo había soñado, así la conocía; pero
resignada ante mi desdén, era nueva para mí. Divinizada
por la resignación, me sentía indigno de fijar una mirada
sobre su frente.(...)
Las almas como la de María ignoran el lenguaje mundano del amor; pero se doblegan estremeciéndose a la primera caricia de aquel a quien aman, como la adormidera
de los bosques bajo el ala de los vientos.
Acababa de confesar mi amor a María; ella me había
animado a confesárselo, humillándose como una esclava a
recoger aquellas flores. Me repetí con deleite sus últimas
palabras; su voz susurraba aún en mi oído: 'Entonces yo
recogeré todos los días las flores más lindas'. (Cap. XI,
pp.45/46)
(•••)
Apoyado de codos sobre el marco de mi ventana, me
imaginaba verla en medio de los rosales entre los cuales la
había sorprendido en aquella mañana primera; estaba allí
recogiendo el ramo de azucenas, sacrificando su orgullo a
Francoise l'crus
87
su amor. Era yo quien iba a turbar en adelante el sueño
infantil de su corazón, podría ya hablarle de amor, hacerla
el objeto de mi vida. ¡Mañana! ¡Mágica palabra la noche
en que se nos ha dicho que somos amados! Sus miradas, al
encontrarse con las mías, no tendrían ya nada que ocultarme, ella se embellecería para felicidad y orgullo mío. (Cap.
XII, p.47).
Desde luego, estas evocaciones no pueden separarse de
la forma misma de la narración, orientada hacia la restitución y la elaboración artística de emociones pasadas y propiamente indecibles. Dicha forma hace que prive en aquéllas la perspectiva subjetiva del narrador y que esta misma
perspectiva tienda a confundirse con la del protagonista, centro primordial de la atención del narrador. No es por lo tanto
demasiado extraño que nada sepamos de las emociones de
María, más allá de lo que sus gestos sugieren. Sin embargo,
y en la medida en que no se trata tan sólo de evocar lo inefable de la emoción, sino también de restituir mediante la narración el mundo y la atmósfera que la propició, la forma
que proyecta Efraín de su relación con María no carece de
importancia para la configuración del idilio a la que buscamos poner de relieve. Y en esto sí. llama la atención, no
tanto la circunscripción exclusiva de María a su amor por
Efraín, cuanto la concepción que de este amor tiene el propio Efraín: tiene ella que llegar a «humillarse como esclava» para que él, seguro de ser amado, pueda hablarle de amor.
Esta singular concepción del idilio no descansa en la sola
vinculación de la imagen de María con la imaginería religiosa a la que nos referiremos más detalladamente en el apartado siguiente. Guarda estrecha relación con el universo patriarcal-señorial, sumamente jerarquizado, en donde cobra
realce la figura del personaje de Efraín. En efecto, uno de
88
De selvas y selváticos
los ejes fundamentales del proceso de simbolización consiste en la organización de la narración mediante la yuxtaposición de una serie de escenas, que lejos de concurrir en el
planteamiento, la anudación y el desenlace de un conflicto,
consisten en la evocación de sucesos que no pasan de ser
seudo-acontecimientos. Y ello por cuanto, no sólo las escenas o los sucesos que protagoniza Efraín no conllevan nunca el traspaso de las diversas fronteras que definen el idílico
y sagrado espacio señorial-patriarcal, sino que contribuyen
a reafirmar dichas fronteras al mismo tiempo que los valores de la comunidad familiar y social y la preeminencia de
Efraín y los suyos. Muchas de estas escenas o estos sucesos
consisten, así pues, en la puesta a prueba y la confirmación
de lo que podríamos llamar en Efraín su hidalguía de primogénito: su asimilación de las funciones y las habilidades necesarias para suplir en su debido tiempo a la figura del padre; su valor físico y moral; su lealtad al casto amor por su
dama por encima de obstáculos y tentaciones; y, desde luego, su obediencia ante la autoridad indiscutida del padre.
En este marco se desenvuelve el idilio entre los dos adolescentes, ritmado por las separaciones y los reencuentros
que las obligaciones cotidianas de Efraín imprimen a las relaciones entre ambos, y sin otros sobresaltos -al menos en
un primer nivel- que los propios del sentimiento amoroso:
turbaciones, exaltaciones, equivocaciones, dudas, etc. Aquí,
como en las demás escenas en que van comprobándose las
cualidades de Efraín, no hay lugar sino para la reiteración de
las múltiples formas de lo excelso y las armonías
preestablecidas, de conformidad con las horas y los días y
sus sagrados ritos domésticos.
Francoise Penis
8Q
d/ María y el principio de representación icónica
En más de una ocasión hemos hecho alusión a la asociación
de la imagen de María con la iconografía religiosa. El mismo nombre de María sugiere de entrada la asociación de la
heroína con la Virgen María. Esta sugerencia inicial se halla
corroborada por una serie de comparaciones explícitas con
imágenes que provienen, sea de la tradición universal y culta (cuando Efraín es quien formula la comparación), sea de
la tradición popular local (aunque amparada siempre por el
gusto señorial, cuando quienes así se expresan pertenecen a
estratos sociales subalternos). Sirvan los dos ejemplos siguientes para ilustrar estas asociaciones:
Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la
mano, y María, abandonándome por un instante la suya,
sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa
hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael. (Cap. III,
pp.26/27)
(...) Pregunté por Braulio a Tránsito:
-Se quedó aprovechando el buen sol para la revuelta.
¿Y la Virgen de la Silla?
Tránsito acostumbraba preguntarme así por María desde que cayó en cuenta de la notable semejanza entre el
rostro de su futura madrina y el de la bella Madona del
oratorio de mi madre. (Cap. XXXI, p. 152. Las negrillas
son nuestras, F.P.)
Si en estos dos ejemplos las asociaciones son explícitas,
en otros, son los propios cuadros compuestos por el narrador los que propician la asociación, insinuada o no, en la
mente del lector:
90
De selvas y selváticos
Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abrí la ventana, y divisé a María en una de las calles
del jardín, acompañada de Emma: llevaba un traje más oscuro que el de la víspera, y el pañolón color de púrpura,
enlazado en la cintura, le caía en forma de banda sobre la
falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas,
ocultábale a medias parte de la espalda y pecho; ella y mi
hermana tenían descalzos los pies. Llevaba una vasija de
porcelana poco más blanca que los brazos que la sostenían,
la que iba llenandode rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las menos húmedas y lozanas. Ella,
riendo con su compañera, hundía sus mejillas, más frescas
que las rosas, en el tazón rebosante. Descubrióme Emma;
María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas
para ocultarme sus pies, desatóse del talle el pañolón, y
cubriéndose con él los hombros, fingía jugar con las flores.
Las hijas nubiles de los patriarcas no fueron más hermosas
en las alboradas en que recogían flores para sus altares.
(Cap. IV, pp. 27/28)
(...) Estaba más bella que nunca, así ligeramente pálida.
Llevaba un traje de gasa negra profusamente salpicada de
uvillas azules, cuya falda, cayendo en numerosísimos pliegues, susurraba tan quedo como las brisas de la noche en
los rosales de mi ventana. Tenía el pecho cubierto con una
pañoleta transparente del mismo color del traje, la que parecía no atreverse a tocar ni la base de su garganta de tez de
azucena: pendiente de ésta en un cordón de pelo negro,
brillaba una crucecita de diamantes: la cabellera, dividida
en dos trenzas de abundantes guedejas, le ocultaba a medias las sienes y ondeaba en sus espaldas. (Cap. XXIII,
p. 111)
¿Cómo no ver en la composición de estas descripciones
reminiscencias de cuadros religiosos? A ello habría que añadir las diversas apariciones de María con el niño más peque-
Francoise Penis
91
ño de la familia en brazos o en el regazo y la no menos frecuente asociación de la imagen de María con la de la madre
del propio Efraín. El lector recordará la primera evocación
del objeto del amor de Efraín («María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre», cap. I, p. 22). retomada luego en el cap. VII («Tal era
la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna:
así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de la ventana de mi madre.» p. 37). Una última cita
puede servir de síntesis a esta primera dimensión simbólica
de la imagen de María:
En días como aquél, María me esperaba siempre por la
noche en el salón, conversando con Emma y mi madre,
leyéndole a ésta algún capítulo de la Imitación de la Virgen
o enseñando oraciones a los niños. (Cap. XXIX, p.145)
Ahora bien, entre estos polos constitutivos del símbolo
cristiano -la virginidad y la maternidad indisolublemente ligados cuando no fugazmente superpuestos-, o acaso gracias
a ellos, se abre también un espacio para la seducción amorosa que María ejerce sobre Efraín. En ésa, se mezcla sin duda
el recuerdo de la inocencia de los juegos infantiles, como en
Pablo y Virginia, pero queda claro que lo que prevalece ahora
es la atracción que la virginidad y la castidad aristocrática
de María ejercen sobre la sensualidad de Efraín. Sublimada
y espiritualizada en el marco de un cristianismo que provee
al narrador y protagonista de un conjunto de cuadros icónicos
provenientes de la tradición religiosa, esta sensualidad se
halla por lo demás íntimamente vinculada con un orden social preciso, que es el que fija los estrechos límites en los
que ha de permanecer y las normas según las cuales ha de
manifestarse.
92
De selvas y selváticos
Respecto de esta supeditación de la expresión de la sensualidad a las normas sociales establecidas y de su
sublimación en el marco de rituales simbólicos específicos,
no hace falta insistir en la importancia primordial que adquiere el matrimonio -paso virtual y sin mediación de la casta
virginidad a la maternidad- en la totalidad del relato. Es de
hecho la preocupación central de todos los personajes, principales o secundarios. Pero es así mismo el ámbito privilegiado para la manifestación de los lazos de subordinación y
de dependencia personal, y para la sacralización de éstos.
No sólo las relaciones amorosas de los personajes secundarios requieren la venia del amo, sino que todas están mediadas por la intervención o la venia de Efraín. Y en cuanto a la
relación de este último con María se encuentra a su vez por
entero subordinada a la figura del padre: éste es quien fija
las condiciones y los plazos para el enlace entre los dos adolescentes, pero, además, es quien autoriza, mediante un muy
singular rito simbólico de «iniciación», el amor de su hijo
por María. Nos referimos en este caso a la muy ambigua
escena del capítulo XXX, en que, luego de pedirle a María
que le corte el pelo, el padre de Efraín galantea con ella en
presencia del hijo.
El ámbito doméstico, con su inquebrantable jerarquía y
su acendrada ritualización de las relaciones afectivas, se convierte de esta manera en el lugar privilegiado para la superposición de ritos domésticos y religiosos, o mejor dicho para
la instauración de un sistema de transcodifícaciones que. al
reiterar la asociación constante de los primeros con los segundos, asegura la cohesión entre el orden social y el imaginario cristiano, y propicia Xa. sacralización y el enaltecimiento
estético de un sensualismo aristocrático, por lo demás fuertemente constreñido (y por ello sublimado sin conflicto alguno) por la inflexibilidad de las normas éticas que provie-
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nen del orden patriarcal y señorial. Así es como las mismas
azucenas y rosas que recoge María en el jardín de la casa
pueden pasar sucesivamente del adorno de su cabellera (en
donde hablan el lenguaje sensual del amor) al altar del oratorio de la madre o al florero de la habitación de Efraín que
María renueva religiosamente todos los días con amor y devoción, e incluso ir a perfumar los sensuales baños que ella
prepara también para su amado. ¿Lenguaje de las flores? Sí,
tal vez; aunque éste no tiene aquí nada de pagano. Para lo
que podría pensarse de antemano como ámbitos distintos y
hasta opuestos -el de lo sagrado y el de lo profano-, los mismos símbolos aseguran la libre circulación de los significados de un ámbito a otro, puesto que no hay lugar aquí para
semejante distinción: en donde todo participa de lo sagrado,
nada puede ser profanado. Es lo que, más allá de la prueba
que para Efraín representa la tentación de Salomé, explica la
diferencia entre ésta y María; y también lo que confiere su
justo acento a la «humillación» de María «como una esclava»: lejos de rebajarla, esta humillación la enaltece,
asemejándola a una sierva del Señor.
Este engarce de la simbología cristiana con el sistema de
valores de la sociedad señorial/patriarcal tiene sin duda su
expresión culminante en la figura sagrada de María. Pero
propicia también una diseminación de los mismos significados en todo el tejido textual y una reiterada paráfrasis de los
motivos asociados con dicha figura. Sólo que el desplazamiento de tales motivos hacia figuras secundarias, en el doble sentido narrativo y social del término, conlleva siempre
la ausencia implícita de alguno de los significados que hacen de María una sagrada excepción. Así, no es sólo la tentadora Salomé la que puede ser considerada como la paráfrasis invertida (profana) de María. También las hijas del
Antioqueño comparten con ésta el haber sido compañeras
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De selvas y selváticos
de los juegos infantiles de Efraín y la turbación virginal y
pudorosa que éste despierta en ellas; sin embargo, y sin que
ello las iguale a la atrevida Salomé, por su misma ubicación
social carecen de la aristocrática distinción de María. (Y lo
mismo podría comprobarse del lado de las figuras de los
varones, en donde Efraín ocupa un lugar simétrico al de
María). De modo que la amplia y compleja red metafórica
destinada a sellar la asimilación de la «casa paterna» -y todas las jerarquías y las relaciones de sujeción personal que
entraña- con uno de los principales símbolos del amor cristiano (el otro es Cristo, y otro hubiera sido el relato, de identificarse Efraín con él), no sólo permea todo el sistema de
representaciones del protagonista sino que rige incluso la
constitución y distribución de todos los personajes y los episodios secundarios.
III. EL PROCESO NARRATIVO
El estudio del proceso de simbolización, en el cual descansa
la configuración del cronotopo del idilio, nos ha permitido
poner de relieve los vínculos entre el imaginario religioso y
la cultura señorial/patriarcal que le subyacen. Es decir, los
modos en que van configurándose aquella comunidad territorial y de Fe -la Tierra Prometida y hallada- mediante la
identificación de «la casa paterna» («El Paraíso» y sus jerárquicos y sagrados lazos de dependencia personal) con la
imagen no menos sagrada de María: en la fusión del amor
por ambas descansa toda la identidad del protagonista. En
ambas se proyecta y se mira a sí mismo y en relación a ambas se esmera en el aprendizaje de los valores más sagrados
de aquella comunidad. De ahí los constantes y cuidadosos
deslindes respecto de las fronteras que no pueden
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transgredirse sin exponer la sagrada armonía de aquel universo; y de ahí también la yuxtaposición de una serie de escenas destinadas a reafirmar, mediante las distintas «pruebas» físicas y morales que va sorteando Efraín, esta misma
sagrada armonía. En este nivel al menos, tanto la caracterización de los protagonistas, que encarnan sin mayor conflicto los valores de la comunidad que ellos simbolizan, como
la forma composicional adoptada, emparentan el relato de
Isaacs a la vez con las formas menores de la épica y con los
relatos hagiográfícos.
Ahora bien, dos sucesos fundamentales ponen en entredicho la perennidad del armónico mundo así configurado.
Ambos se presentan bajo la forma de una repentina enfermedad, cuyas causas obedecen a factores ajenos a aquel
ambiente idílico: la de María, atribuida a la herencia de la
madre judía no cristianizada, y la del padre, provocada por
la misteriosa carta del no menos misterioso «señor A», de
quien sólo se sabe que su falta de escrúpulos expone la familia de Efraín a la ruina. Una vez más, el paralelismo entre
estas dos enfermedades subraya la indisoluble unión entre
el idilio y la casa paterna: en ambos casos, lejos de obedecer
a la dinámica interna de las relaciones involucradas en cada
uno de estos planos, el desenlace fatídico -diferido, no presenciado ni recreado, pero varias veces anunciado- se presenta bajo la forma de un destino misterioso e ineluctable,
simbolizado por las recurrentes apariciones del «ave negra».
Estos dos sucesos, que son los de mayor tensión en el
plano de lo narrado, constituyen sin duda una prefiguración
de la instancia desde la cual se articula la enunciación, mientras que el símbolo -abstracto- que les confiere su significación aciaga funge de enlace entre el relato y la voz que lo
enuncia. En el plano de la narración, subrayan y refuerzan lo
que parece ser la principal característica de ésta: la alternan-
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De selvas y selváticos
cia de esperanzas y decepciones, ritmada por la sucesión de
las horas, los días y los meses, ahora inscrita en una temporalidad mayor y como suspendida por el renovado aplazamiento de las esperanzas de María y Efraín y por el presagio
de la intervención fatídica del destino. Lo que nos retrotrae
también a aquella problemática de la separación y el retorno
de la que se nutre la poética narrativa.
En este particular clima poético, que no descansa en la
estructuración de un conflicto sino en el contraste entre la
exaltación sublime del idilio y el presagio de la tragedia final, se inscriben a su vez las nuevas «pruebas» a las que
estas circunstancias someten a los amantes y a Efraín en
particular. Pruebas que, nuevamente, pueden resumirse en
la corroboración de la fidelidad a la palabra de amor y de la
obediencia ante las decisiones paternas.
Contrariamente a lo que sostiene parte de la crítica, nosotros no pensamos que uno y otro tipo de pruebas constituyan
la fuente de un conflicto para el protagonista; y menos aún
que este supuesto conflicto entre el amor por María y la subordinación a las decisiones del padre pudiera convertirse en
el núcleo central de la narración. A nuestro modo de ver,
esta lectura descansa en la proyección de concepciones y
valores ajenos al universo del relato y en inferencias que
parten de enunciados aislados y pasan por alto la composición narrativa y la poética de la obra. Dicho conflicto supondría, en efecto, otra organización de la narración: la confrontación de espacios socioculluralcs más o menos diferenciados y opuestos entre si conllevaría la reconstitución de la
trayectoria de un protagonista que sirviera de centro colector -o de caja de resonancia- a los desajustes que tal confrontación pudiera suscitar y que. por tratarse de una ficción
autobiográfica, diera cuenta de la transformación del protagonista de ayer en el narrador de hoy. Sin embargo, éste no
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es el caso: la configuración del cronotopo del idilio evidencia más bien el rechazo de cualquier posibilidad de conflicto
hacia las fronteras del relato a la vez que la constante
reafírmación, por parte de Efraín, de los valores de la comunidad señorial y cristiana de la que quiere (o quiso) ser el
adalid. Por lo mismo, no hay en él evolución o transformación alguna: todo sucede aquí entre separaciones y retornos,
tanto en el plano de los sucesos narrados como en el de la
narración. Lejos de descansar en un principio mimético, ésta
consiste en la evocación de emociones sublimes
«empalidecidas por la memoria infiel» y en la elaboración
simbólica de un equivalente artístico de lo sublime de la
emoción y lo irreparable de su pérdida. De modo que, a la
exaltación lírica del universo armónico y pleno del paraíso
perdido por la intervención de un «destino» abstracto, sólo
puede contraponerse lo trágico del vacío presente.
Con todo, y puesto que algunos han querido ver un conflicto entre el amor de Efraín por María y las estructuras
patriarcales en donde hubiera quedado sepultado, bien vale
la pena repasar con atención el diálogo entre Efraín y su
padre, en el momento en que éste considera con él los inconvenientes de su enlace con María. A este diálogo antecede
una larga conversación, no transcrita, entre el padre y la
madre, cuyo contenido podemos inferir por el desarrollo
posterior de la escena. Así describe Efraín a su padre al salir
de dicha conversación:
La noble fisonomía de mi padre mostraba, en la ligera
contracción de las extremidades de sus labios y en la pequeña arruga perpendicular que por en medio de las cejas
le surcaba la frente, que acababa de sostener una lucha moral
que lo había alterado. (Cap. XVI, p. 58)
98
De selvas y selváticos
Lo que esta notación primera pone de manifiesto es
no sólo que la decisión del padre está ya tomada en el momento de hablar con su hijo, sino que él es quien sostuvo «la
lucha moral» propia de su autoridad paterna, y no propiamente Efraín. A éste, el padre le recuerda primero las esperanzas que ha fincado en su carácter y sus aptitudes (las distintas «pruebas» de las que la lectura nos ha hecho partícipes), y su responsabilidad de primogénito, o mejor dicho de
sustituto del hermano mayor ya fallecido (otra pérdida y otra
separación):
No puedo ocultarte, ni debo hacerlo, que he concebido
grandes esperanzas, por tu carácter y aptitudes, de que coronarás lúcidamente la carrera que vas a seguir. No ignoras que pronto la familia necesitará de tu apoyo, con mayor
razón después de la muerte de tu hermano, (p.60)
Luego de estas consideraciones primeras, que apelan a
los valores fundamentales de la sociedad señorial/patriarcal
(el relevo de la autoridad paterna por parte del hijo varón),
vienen las que conciernen a los inconvenientes del enlace de
Efraín con María, y la pregunta clave del padre al hijo:
-Hay algo en tu conducta que es preciso decirte no está
bien: tú no tienes más que veinte años, y a esa edad un
amor fomentado inconsideradamente podría hacer ilusorias todas las esperanzas de que acabo de hablarte. Tú amas
a María, y hace muchos días que lo sé, como es natural.
María es casi mi hija, y yo no tendría nada que observar si
tu edad y posición nos permitieran pensar en un matrimonio; pero no lo permiten, y María es muy joven. No son
solamente éstos los obstáculos que se presentan; hay uno
quizá insuperable, y es de mi deber hablarte de él. María
puede arrastrarte y arrastrarnos contigo a una desgracia la-
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mentable de que está amenazada. El doctor Mayn se atreve
casi a asegurar que ella morirá joven del mismo mal a que
sucumbió su madre: lo que sufrió ayer es un síncope epiléptico, que tomando incremento en cada acceso, terminará por una epilepsia del peor carácter conocido; eso dice el
doctor. Responde tú ahora, meditando mucho lo que vas a
decir, a una sola pregunta; responde como hombre racional y caballero que eres: y que no sea lo que contestes dictado por una exaltación extraña a tu carácter, tratándose de
tu porvenir y el de los tuyos. Sabes la opinión del médico,
opinión que merece respeto por ser Mayn quien la da; te es
conocida la suerte de la esposa de Salomón: -¿si nosotros
consintiéramos en ello, te casarías hoy con María?
-Sí, señor, le respondí.
-¿Lo arrostrarías todo?
-¡Todo, todo!
-Creo que no solamente hablo con un hijo sino con el
caballero que en tí he tratado de formar, (pp. 60/61)
Como se puede apreciar por la construcción de este diálogo, lo que en éste se halla enjuego no es el eventual desacato de Efraín a la autoridad paterna, sino su «hidalguía» o
su altura moral. Como héroe portador de los valores de una
comunidad concebida como esencialmente armónica y sagrada, Efraín no podía dejar de acatar las jerarquías y los
valores establecidos, ni renunciar tampoco a un sentimiento
que, por lo demás, reviste un altísimo valor simbólico. Estamos, así pues, ante la prueba más sublime entre las que caracterizan a la configuración del personaje de Efraín.
Esta significación es, por cierto, la que sale a relucir más
adelante a propósito de la frustrada petición de la mano de
María por parte de Carlos. Este suceso, un tanto bochornoso, lleva a Efraín a las siguientes consideraciones, que han
de inscribirse también en la diferencia de temperamento a la
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De selvas y selváticos
que hicimos alusión al iniciar el presente estudio:
Acompañé a mi amigo a su cuarto. Todo mi afecto hacia él había revivido en esas últimas horas de su permanencia en casa; la hidalguía de su carácter, esa hidalguía de
que tantas pruebas me dio durante nuestra vida de estudiantes lo magnificaba de nuevo ante mí. Casi me parecía
vituperable la reserva que me había visto forzado a usar
para con él. i cuando tuve noticias de sus pretensiones, me
decía yo, le hubiese confiado mi amor por María, y lo que
en aquellos tres meses había llegado a ser ella para mí, él,
incapaz de arrostrar las fatales predicciones hechas por
el médico, hubiera desistido de su intento; y yo, menos
inconsecuente y más leal, nada tendría que echarme en cara.
(Cap. XXVIII, p. 141)
Y esta misma significación sublime, con la que está plenamente identificado Efraín, la refrenda luego la exclamación admirativa de Carlos, desprovista de cualquier inflexión
irónica como lo subraya luego el narrador:
-¿Conque todo, todo lo arrostras? Me interrogó maravillado apenas hube concluido mi relación. ¿Y esa enfermedad que probablemente es la de su madre?. ¿Y vas a pasar
quizá la mitad de tu vida sentado sobre una tumba...?
(p. 144)
Con todo, por la disyuntiva en torno a la cual se estructura el planteamiento del padre, una lectura apresurada y
descontextualizada acaso podría llevar a inferir la existencia
de un conflicto entre la «razón» y la pasión amorosa en la
conciencia de Efraín; con lo cual este último podría convertirse en el prototipo del héroe romántico. Sin embargo, sentada por el padre, y no por Efraín, esta disyuntiva aparente
entre una «razón» que en este caso consiste en un apego a
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101
los valores señoriales y una «pasión» plenamente identificada con estos mismos valores, es precisamente laque cancela
la respuesta que de Efraín esperaba su padre. Por lo mismo,
antes que apuntar a la configuración de un «héroe problemático» en con Hielo con el mundo en el cual se halla inmerso, este diálogo refrenda la plena identificación del protagonista con la comunidad a la cual pertenece, a la vez que la
estetización de lo sublime que caracteriza al universo del
idilio. Para que Efraín se convirtiera en héroe romántico, el
conflicto aquí apuntado hubiera tenido que volverse el eje
de la narración, y no es éste el caso: como todos los conflictos potenciales que se dejan entrever en las fronteras del relato, queda cancelado apenas se formula.
Ahora bien, quedan todavía por precisar algunos aspectos de la relación entre el protagonista del idilio y el narrador del paraíso perdido. Antes de pasar a examinar la forma
de la enunciación, quisiéramos detenernos en el final de la
escena anterior, en donde, luego del recrudecimiento de las
pruebas a las que la enfermedad de María y la decisión del
padre de enviar a Efraín a Londres someten al protagonista
(la moderación de sus demostraciones amorosas y la separación prolongada), aparece la siguiente reflexión del narrador:
¡Corazón cobarde! no fuiste capaz de dejarte consumir
por aquel fuego que mal escondido podía agostarla... ¿Dónde está ella ahora, ahora que no palpitas; ahora que los días
y los años pasan sobre mí sin que sepa yo que te poseo!
(cap. XVI, p. 63)
Esta reflexión del narrador tiene por antecedente inmediato el monólogo del protagonista que terminaba con la formulación de la siguiente disyuntiva:
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De selvas y selváticos
(...) Mía o de la muerte, entre la muerte y yo, un
paso más para acercarme a ella, sería perderla: y dejarla
llorar en abandono, era un suplicio superior a mis fuerzas.
(p.63)
Lo que el Efraín/narrador de ahora reprocha aquí al Efraín/
protagonista de ayer no es el no haber luchado por arrancar
su amor a las estructuras patriarcales en las que supuestamente hubiera quedado sepultado. Lo que se reprocha Efraín
es concretamente el no haberse dejado morir, él también,
como su amada. Lo que, por lo demás, concuerda con la
lógica de la configuración del personaje y el universo narrado. En efecto, no es propiamente a Efraín a quien debemos
el relato que estamos leyendo, sino a la intervención de un
autor ficticio, que transcribe y reelabora a su vez, para «los
hermanos de Efraín» y después de la muerte de éste, el relato trágico que le hiciera aquél en su agonía.
IV. EL PROCESO DE ENUNCIACIÓN
Tanto el proceso de simbolización, centrado en la fusión entre
la figura de María y el universo paradisíaco del Valle del
Cauca y la hacienda familiar, como el proceso narrativo,
basado en la alternancia de exaltaciones y decepciones entre
las que se insertan las distintas «pruebas» que ha de sortear
el protagonista, nos han permitido poner de manifiesto algunos de los rasgos esenciales de la composición del relato de
Jorge Isaacs. Lejos de caracterizarse por la construcción arquitectónica, dinámica y progresiva, de un conflicto entre
mundos y sistemas de valores distintos, esta composición
responde al recorte, espacial y temporal, de un universo único: el del idilio, en el sentido más vasto de la palabra. Este
Francoise Penis
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cronotopo del idilio descansa en la configuración simbólica, sacralizada y estetizada, de un universo armónico del
que María aparece como la figura central, a la vez que en la
yuxtaposición de una serie de episodios y escenas que no
hacen sino añadir nuevos rasgos a la sagrada armonía de
dicho universo y reforzar la identificación del protagonista
con los valores del mundo evocado. Con todo, esta forma de
composición por asociación y yuxtaposición de elementos
simbólicos y narrativos de valor esencialmente paradigmático no implica que cualquiera de éstos pueda desplazarse o
sustraerse de la totalidad del relato sin que cambie la naturaleza de éste. En efecto, más allá del valor paradigmático de
estos elementos, su organización obedece a la cuidadosa elaboración de un ritmo narrativo basado en la alternancia y la
suspensión de exaltaciones líricas y de decepciones que bordean y prefiguran el desenlace trágico, y que van renovando
a cada paso el núcleo temático de la separación y el retorno
en torno al cual se anuda la poética del texto.
Ahora bien, hemos señalado por otro lado la plena identificación del protagonista con el armónico mundo evocado y
la ausencia de problemafización de esta misma identificación por parte del narrador. Por lo mismo, la pérdida del
paraíso sólo podía aparecer como resultado de la intervención de un deslino fatídico -es decir de fuerzas extrañas sobre las que no se tiene dominio alguno-, simbolizado a su
vez en una forma diametralmente opuesta a la del símbolo
mayor configurado en torno a la imagen de María. Recuérdese «la ligera nave ensayando sus blancas alas, como la
garza de nuestros bosques» con que se asocia la entrega de
la niña al padre de Efraín, cuya promesa contrasta con la
amenaza del «ave negra». Mientras la imagen de María simboliza y personifica la plenitud del tiempo idílico y el espacio paradisíaco del universo del relato, el revoloteo del ave
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De selvas y selváticos
negra representa la amenaza abstracta del destino aciago que
se cierne sobre aquel universo luminoso. Anticipa así las
muertes -no presenciadas- y el vacío absoluto desde los cuales se emprende la narración.
De la solución que lleva a rechazar hacia las fronteras del
relato todos los elementos potencialmente conflictivos y a
sustituirlos por la intervención de un destino que convierte
al presente en la negación pura y simple del pasado, depende a su vez la posición del sujeto de la enunciación respecto
de su enunciado. A diferencia de lo que ocurre en el
Bildungsrornan, en donde el «yo» de la enunciación proviene de la evolución y transformación del protagonista, a la
que reinterpreta desde un presente al que lo pasado confiere
sentido y significación, el «yo» del Efraín/narrador no responde a ninguna evolución del Efraín/protagonista: descansa en la cancelación del universo en que este «yo» anterior
se sustentaba. Entre el «yo» del narrador actual y el del protagonista de ayer existe por lo tanto una fractura insalvable.
que no sólo conlleva la imposibilidad de figurar al presente
bajo otra forma que no sea la de un vacío opuesto a la plenitud del pasado, sino también la de un auténtico diálogo entre las dos «voces» de Efraín: la del «yo» lírico del protagonista y la del «yo» trágico del narrador. Al no ser el presente
producto de un devenir, el narrador tampoco puede concebirse a sí mismo como parte de un presente inacabado y abierto: de hecho su relato ante quien fungirá luego de autor ficticio no es sino el anticipo de su propia muerte (el de «aquella noche trágica»).
Por lo que se refiere a la forma del proceso de enunciación, la fractura insalvable de la conciencia de Efraín se traduce en dos modalidades distintas y hasta cierto punto opuestas entre sí de figurar la action en retour del sujeto de la
enunciación sobre su propio enunciado. La primera de ellas
Francoise Perus
105
descansa en la disociación parcial de las voces del narrador
y el protagonista, y en la introducción de un discurso que,
bajo distintas formas, comenta los sucesos y los estados de
ánimo o los puntos de vista del protagonista. La segunda
modalidad en cambio procura restablecer la identidad entre
ambas voces mediante la figuración de los mecanismos de
la enunciación.
a/ La disociación parcial de las voces del narrador y el
protagonista
Basada en la escisión entre los dos «yos» de Efraín, esta
disociación consiste en la introducción de un comentario
discursivo del narrador acerca de los sucesos narrados. Claramente distinta de la del protagonista, esta voz discursiva
aparece a partir del capítulo VI -es decir a partir del primer
anuncio de la futura separación de los dos adolescentes por
el próximo viaje de Efraín a Londres-, y tiene por doble función la de anticipar el desenlace trágico del relato y la de
unlversalizar la significación de éste, interpelando o no al
lector. De esta modalidad, damos a continuación dos ejemplos entre los más significativos: el uno se refiere al «amor
primero» y el otro alude a la pérdida de la «casa paterna»:
¡Primer amor!... noble orgullo de sentirnos amados:
sacrificio dulce de lodo lo que antes nos era caro a favor de
la mujer querida: felicidad que comprada para un día con
las lágrimas de toda una existencia, recibiríamos como un
don de Dios: perfume para todas las horas del porvenir: luz
inextinguible del pasado: flor guardada en el alma y que no
es dado marchitar a los desengaños: único tesoro que no
puede arrebatarnos la envidia de los hombres: delirio del i-
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De selvas y selváticos
cioso.. inspiración del cielo...¡María! ¡María! ¡ Cuánto te
amé! ¡Cuánto te amara!... (Cap. VI, p.34)
Pero aquellos eran otros tiempos. Golpes de fortuna hay
que se sufren en la juventud con indiferencia, sin pronunciar una queja: entonces se confía en el porvenir. Los que
se reciben en la vejez parecen asestados por un enemigo
cobarde: ya es poco el trecho que falta para llegar al sepulcro... ¡Y cuan raros son los amigos del que muere, que sepan serlo de su viuda y de sus hijos! ¡Cuántos los que espían el aliento postrero de aquel cuya mano, helada ya, están estrechando para convertirse luego en verdugos de huérfanos!... (...)
Ya no volveré a admirar aquellos cantos, a respirar aquellos aromas, a contemplar aquellos paisajes llenos de luz,
como en los días alegres de mi infancia y en los hermosos
de mi adolescencia; ¡extraños habitan hoy la casa de mis
padres! (cap. XXXIII, pp. 164/165)
Como se puede apreciar, estos párrafos, ubicados hacia
el final de cada capítulo, no constituyen una forma de diálogo del narrador con el protagonista del idilio. Contribuyen
más bien a reforzar el contrapunto de los acentos lírico y
trágico que rige el movimiento de la narración, confiriendo
al trágico preeminencia sobre el lírico y resaltando la perspectiva universalizante que el narrador atribuye a su relato,
centrado en la exaltación y la pérdida de lo sagrado. Lejos
de conllevar el abandono, o el cuestionamiento. de los valores inherentes a la concepción armónica y sagrada de mundo del idilio, este contrapunto da cuenta de una crispadura
de dichos valores en un acento doloroso y trágico, suspendido en el vacío presente. De ahí su forma discursiva y hasta
retórica.
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h/ La figuración de los mecanismos de la enunciación
Esta permanencia del conjunto de valores forjados en un
mundo ahora desaparecido -es decir más allá de las condiciones que las hicieron posibles- es la que, por su parte, confirma la segunda modalidad de la voz enunciativa. El lector
recordará el comentario de Efraín -ya citado por nosotros a
propósito de la comparación entre la poética descriptiva de
Isaacs y la de Chateaubriand- al reencontrarse con su valle
natal: «Las grandes bellezas de la creación no pueden a un
tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al
alma empalidecidas por la memoria infiel.» (Cap. II, p.23)
De este comentario, no se puede saber si ha de atribuirse al
protagonista o al narrador: aun cuando pudiera recordar la
anterior modalidad enunciativa (la del narrador que se sobrepone a la del protagonista), también parafrasea una notación anterior, situada al principio del mismo párrafo y más
claramente ubicada en el plano del relato: «Estaba mudo ante
tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar ante mi
memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis
condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas.» (p. 23).
Hemos señalado en su momento el valor fundamental de
este párrafo para la justa comprensión de la poética narrativa de María: ésta no se funda en la elaboración artística de
una «realidad objetiva» de la que tuviera que ser el «fiel
reflejo», ni tampoco en la de la emoción (que es arrebato y
éxtasis, y como tal muda) que la belleza del mundo pudiera
suscitar, sino en la construcción verbal de un equivalente
sensible del recuerdo (la impresión dejada en el alma) de la
emoción «empalidecida por la memoria infiel». De donde
se desprende que entre la emoción, propiamente indecible,
y su evocación verbal median no sólo una insalvable distancia temporal sino también una pérdida esencial. Pérdida
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De selvas y selváticos
esencial que, a su vez, el lenguaje no hace más que confirmar.
La concepción que del lenguaje tiene el narrador de María guarda perfecta correspondencia con los aspectos sustanciales del relato: con la remembranza del idilio perdido y
la simbolización y estilización de éste dentro de un registro
sublime y mediante una enunciación en contrapunto que, al
conjugar lo lírico y lo trágico, reproduce a la vez el intento
de rescatar lo inefable de las emociones pasadas y lo insuperable de la pérdida. Asociada con la reiteración del gesto de
la separación y el retorno, esta misma idea de pérdida se
halla a su vez reforzada, o mejor dicho ahondada, por las
diversas instancias temporales y subjetivas que se interponen entre la emoción original y su elaboración verbal: la que
interviene entre el éxtasis propiamente dicho y su evocación
por el protagonista; la que abre una distancia temporal entre
el protagonista y el narrador y convierte al relato en la evocación y elaboración del recuerdo de otro recuerdo; y por
último la que señala la dedicatoria, al introducir una nueva
instancia -la del autor ficticio- y una nueva distancia temporal: aquella que separa la entrega de la obra acabada «a los
hermanos de Efraín», mucho después de que éste pusiera en
manos del autor «el libro de sus recuerdos»:
He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe.
Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después
de escritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto.
Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella
noche terrible, ai poner en mis manos el libro de sus recuerdos: 'Lo que ahí falta tú lo sabes; podrás leer hasta lo
que mis lágrimas han borrado'. ¡Dulce y triste misión!
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Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar.ese llanto
me probará que la he cumplido fielmente, (p. 19)
A estas instancias diversas y sucesivas, cabría añadir también el texto que, tiempos después, redactara el propio Isaacs
a partir de la relectura de su obra, y en donde da a entender
que él mismo es el protagonista, el narrador y el autor ficticio del relato, volviendo así a unir las diversas instancias
antes señaladas:
¡Páginas queridas, demasiado queridas quizá!
Mis ojos han vuelto a llorar sobre ellas.
Las altas horas de la noche me han sorprendido muchas veces con la frente apoyada sobre estas últimas, desalentado, para trazar algunos renglones más.
A lo menos en las salvajes riberas del Dagua, el bramido de sus corrientes arrastrándose al pie de mi choza, iluminada en medio de las tinieblas del desierto, me avisaba
que él velaba conmigo.
La brisa de aquellas selvas ignotas venía a refrescar
mi frente calenturienta. Mis ojos, fatigados por el insomnio, veían blanquear las espumas bajo los peñascos coronados de chontas, cual jirones de un sudario que agitara el
vientosobre el suelo negro de una tumba removida. (...)
Vuela tú, entristecida alma mía; cruza las pampas, salva las cumbres que me separan del valle natal. ¡Cuan bello
debe estar ahora entoldado por las gasas azules de la noche! (...)
¡Descansa y llora sobre sus umbrales, alma mía!
Yo volveré a visitarla cuando las malezas crezcan sobre
los escombros de sus pavimentos; cuando lunas que vendrán, bañen con macilenta luz aquellos muros sin techumbre ya, ennegrecidos por los años y carcomidos por las lluvias.
¡No! Yo pisaré venturoso esa morada a la luz del me-
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De selvas y selváticos
diodía: los pórticos y columnas estarán decorados con guirnaldas de flores; en los salones resonarán músicas alegres:
todos los seres que amo me rodearán allí. Los labradores
vecinos, y los menesterosos, irán a dar la bienvenida a los
hijos de aquel a quien tanto amaban; y en los sotos silenciosos reinará el júbilo, porque los pobres encontrarán servido su festín bajo esas sombras.
Exótico señor de aquella morada. ¿Qué mano invisible
arroja de allí a los suyos? Sirven las riquezas al avaro para
ensañar a los malos contra el bueno; sirven hasta para comprar las lágrimas de una viuda y de huérfanos desvalidos.
Pero hay un juez a quien no se puede seducir con oro.
¡No tardes en volver, alma mía! Ven pronto a interrumpir mi sueño, bella visionaria, adorable compañera de mis
dolores. Trae humedecidas tus alas con el rocío de las patrias selvas, que enjugaré amoroso tus plumajes; con las
esencias de las flores desconocidas de mis esperanzas, venga
perfumada la tenue gasa de tus ropajes, y cuando ya aquí
sobre mis labios suspires, despierte yo creyendo haber oído
susurrar las auras de las noches de estío en los naranjos del
huerto de mis amores.
Jorge Isaacs.22
Estas sucesivas mises en ahime, que terminan por encontrar fuera de la palabra, en las cuantiosas lágrimas derramadas por cada uno (desde María leyendo a Atalá hasta Isaacs
escribiendo o releyendo su propia obra) su último equivalente sensible, figuran entonces, desde diversas perspectivas agónicas -todos los relatos sonposí moriem. y/o descansan en la separación del alma respecto de su cuerpo-, los
múltiples ecos sin fondo de la pérdida original. Lo hacen
sin embargo figurando al mismo tiempo lo que el primer
" F.ste texto se incluye en la edición mexicana ele Mana, antes citada, pp. 1 \ 2.
Francoise Perus
111
párrafo citado ponía de manifiesto: la imposibilidad de proporcionar un equivalente de la experiencia sensible fuera de
un lenguaje dado; vale decir, al margen de un conjunto de
representaciones culturales ya cargadas de sentido que, aun
cuando ofrezcan elementos imprescindibles para la elaboración artística de dicha experiencia, no dejan nunca de ser
aproximadas -o sea, de «traicionarla»-.
Así es como la emoción de Efraín, al reencontrarse
con su Cauca natal, del que sus anteriores ejercicios poéticos no podían ser sino «pálidas tintas», no podía evocarse
sino mediante la invocación de otro ámbito de representaciones (el éxtasis producido por la aparición de la mujer
amada en el contexto sensual de una fiesta aristocrática),
apto para suscitar en la imaginación y la sensibilidad del
sujeto de la enunciación -y en las de su lector- emociones
equivalentes. Sólo que en este caso lo que, con respecto a la
emoción primera suscitada por las «bellezas de la creación»,
se anuncia como «canto» busca al mismo tiempo convertir a
estas representaciones en atributos del objeto: «es esa mujer, es su acento, es su mirada...» De tal suerte que este mismo objeto tiende en fin de cuentas a confundirse y a desvanecerse con la «memoria infiel» -que el lenguaje (artístico)
busca en vano inmmovilizar y retener-, y a no ser en el límite sino éxtasis o llanto puro.
V. CONCLUSIONES
La concepción del lenguaje y los principios composicionales
que rigen la poética de la novela de Jorge Isaacs muestran
que ésta descansa en la proyección de un conjunto de representaciones de procedencia a la vez religiosa y señorial-patriarcal, no tanto sobre la sociedad rural de la Colombia de
112
De selvas y selváticos
la primera mitad del siglo pasado cuanto sobre el recuerdo
vivencial y decantado que de ella tenía su autor. No cabe
duda que estas representaciones eran en buena medida afínes con las relaciones todavía premodemas imperantes en la
sociedad colombiana de aquella época, y que existe por ende
una adecuación relativa entre el mundo evocado y su representación literaria. Sin esta adecuación relativa, la novela
hubiera perdido buena parte de su fuerza de convicción, es
decir de su capacidad de recoger, formalizar y socializar el
conjunto de representaciones que nutrían la sensibilidad y
las vivencias de amplios sectores de la sociedad colombiana
e hispanoamericana de la época. Sin embargo, aparece también que tanto la perspectiva adoptada por el narrador como
la forma de este relato profundamente idealizado y nostálgico, descansan en la denegación de cualquier otro marco de
interpretación que no provenga de su propio universo cultural señorial.
En el marco esencialmente estático y jerárquico de esta
percepción subjetiva, la cultura -que es efectivamente memoria y memoria colectiva (aquí de casta) materializada en
lenguajes diversos- no logra abrirse a otros mundos ni a otros
puntos de vista, ni mucho menos confrontarse abiertamente
con ellos. Tiende por lo tanto a concebirse a sí misma como
doble atributo del «yo» y el mundo, y a vivir el paso del
tiempo como pérdida y adelgazamiento ineluctable de un
todo pleno y cada vez más inefable, como lo demuestran las
sucesivas instancias subjetivas interpuestas y su lenguaje
cada vez más «sublime», antes de volverse discursivo y retórico. En el límite, este inefable no podía representarse sino
a partir de su muerte. Así, el principal efecto que produce y
reproduce la obra de Isaacs no es en fin de cuentas sino la
fascinación especular que estos dos polos contrapuestos ejercen el uno sobre el otro.
Francoise Perus
113
Ahora bien, aquí como en otras partes, el viejo mito de
Eros y Thánalos no vive más que de su concreción, de lo
que se apropia y de lo que rechaza, que no es en fin de cuentas sino la historia en la cual se inscribe y en donde halló su
forma concreta. En este caso, uno de los grandes aciertos del
narrador colombiano consiste sin duda en la asociación del
mito de Eros y Thánalos con otros, no menos antiguos y
recurrentes: los de la Tierra Prometida y el Paraíso Perdido.
En un momento en que Colombia vivía, como otros muchos
países de América Latina, el desagarramiento de unas luchas civiles postindependentistas que amenazaban con dar
al traste con las formas de vida señorial -mas no necesariamente con las representaciones sociales vinculados a ella-,
estos dos últimos mitos entrelazados entre sí, y con el de
Eros y Thánatos, proporcionaban elementos idóneos para la
recreación de un imaginario amenazado en sus fundamentos
materiales, pero no por ello menos arraigado en las mentalidades. Permitían convocar la memoria histórica a partir del
mito, y suministraban a la vez todo un acervo de representaciones y símbolos que acreditaban el valor sagrado del mundo evocado y estetizado. La reiterada mención a El Genio
del Cristianismo y la constante apelación a la iconología
religiosa (muy presente también en la obra de Chateaubriand)
son parte de la recreación de aquel imaginario y de sus
mitologías latentes.
Con todo, cabe preguntarse hasta dónde el contexto histórico colombiano de la época daba pie para una perspectiva
tan unilateral y desesperanzada, y al mismo tiempo tan aparentemente reñida con las luchas entre liberales y conservadores, en las que por cierto tomó parte activa el mismo
Isaacs, como conservador primero y liberal después.
En el transcurso de nuestro análisis, y a propósito de la
distribución de los significados entre los signos/personajes.
114
De selvas y selváticos
hemos señalado ya la ausencia de conflicto -e incluso la
complementariedad- entre Carlos y Efraín, a pesar de la contraposición entre las tendencias liberales y positivistas del
primero y del idealismo cristiano del segundo. Hemos podido observar también el cuidado con que. en su reelaboración
de la obra de Chateaubriand, Isaacs descartaba cualquier alusión al espacio dialógico a partir del cual dicha obra
involucraba y reorientaba el sentido de la civilización occidental. No sólo no hemos encontrado rastros significativos
del debate entre el cristianismo y el racionalismo de la Ilustración (fuera de la caracterización de Carlos o de la alusión
a la mitología greco-latina a propósito de Emigdio), sino
que hemos podido comprobar que, lejos de apuntar a la exploración de conflictos y debates contemporáneos, la configuración del mundo evocado buscaba la sacralización y
estetización de emociones y vivencias ligadas al recuerdo
«infiel» de una armónica entidad perdida. Mientras que la
figuración simbólica c icónica responde al intento de
trascender la «imperfección» del lenguaje por la vía de la
estilización y la sublimación poética, la alternancia de separaciones y retornos del ritmo narrativo y la modulación en
contrapunto de la voz enunciativa reiteran la distancia insalvable entre el lenguaje y la memoria o, mejor dicho, entre la
emoción y su recuerdo, por un lado, y la formalización estética y verbal de esta misma distancia, por el otro. Esta
distancia es. en efecto, la que en fin de cuentas suscita el
constante movimiento de retorno sobre la separación
previa, y también la que induce la modulación en contrapunto de la voz enunciativa.
Así mismo, hemos podido comprobar que el desplazamiento de la problemática planteada por la obra de
Chateaubriand -a la que tanto el protagonista como el narrador parecían conferir el valor de modelo interpretativo del
Francoise Penis
115
mundo- conlleva una modificación sustancial de la concepción del cristianismo presente en dicha obra. Esta modificación es la que se trasluce en la reducción de la idea de
trascendencia divina a una concepción de lo sagrado estre
chámente vinculada con formas de vida y valores señoriales. Al sustituir la trascendencia por la sacralización del
mundo propio, con el consiguiente relegamiento de todos
los conflictos potenciales hacia los márgenes del relato, la
voz enunciativa tiende ineluctablemente a particularizarse,
por más que la apelación a diversas tradiciones míticas, a la
iconografía religiosa y a todo un acervo de formas y símbolos provenientes de la llamada tradición universal busque
compensar las «pérdidas» inherentes al acendrado
subjetivismo del narrador y al monologismo de su lenguaje.
En este sentido, lo simbolizado por Isaacs aparece más como
el «genio» de aquella sociedad señorial (sin duda profundamente marcada por su filiación religiosa), que como prolongación de aquel cristianismo cuyo «genio» Chateaubriand
se había propuesto ilustrar. Descartado el debate de fondo
entre el racionalismo de la Ilustración y la civilización cristiana, el simbolismo de Isaacs tiende a estrecharse y a circunscribirse a la sacralización y la estetización de los ritos
sociales y domésticos.
El soslayo, por parte del narrador colombiano, del gran
debate en torno a los contenidos de la noción de universalidad en el cual se asentaba el primer romanticismo francés, y
el consiguiente desplazamiento de la problemática mediante la sustitución de la idea de trascendencia por la de
sacralización y estetización de vivencias y recuerdos estrechamente vinculadas con formas sociales concretas, tampoco son ajenos a la forma de su protagonista. Lejos de
presentarse como un «héroe problemático», embargado por
el mal du siécle y confrontado con la «degradación» de un
116
De selvas y selváticos
mundo escindido por el extravío del sentido de la trascendencia, el protagonista de María no tiene fisuras aparentes y
se presenta como plenamente integrado a la sociedad señorial, de cuyos valores quiere ser el adalid. Por ello, la narración de las «pruebas» por las que pasa su «educación» se
emparentan con las formas de la épica menor y con los relatos hagiográficos -también de tono menor-, y difieren
sustancialmente de aquellas en las que se va forjando la individualidad sicológica del héroe del Bildungsroman o de la
novela del realismo decimonónico europeo.
Pero tampoco hemos encontrado evolución ni debate algunos entre el protagonista del idilio de ayer y el narrador
de la irremediable pérdida de aquel mundo sagrado por obra
de un «destino» cuya figuración premonitoria -simbólica
también, aunque mucho más abstracta- apenas sugiere, sin
explorarlas, las tranformaciones sociales que ocasionaron
dicha pérdida. A la plenitud del idilio y a su exaltación lírica, sólo responden lo trágico de un acento que proviene de
la fractura insalvable entre el vacío presente y el recuerdo
del paraíso perdido, sin ninguna posibilidad de evolución
interna.
La exploración de esta fractura insalvable -y acaso
informulable- simbolizada por las reiteradas distancias temporales interpuestas entre el pasado idílico y el trágico relato de Efraín, entre «aquella noche terrible» y la escritura
post mortem, y entre ésta y las vueltas del propio Isaacs confinado en inhóspitas regiones selváticas- sobre sus «páginas queridas», hubiera requerido la asunción de otra perspectiva, de otro tono y de otra forma narrativa. Y, acaso, de
otro contexto histórico y cultural también. De cualquier forma, el reto quedaba planteado.
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