David Pérez Chico y Gabriel Rodríguez Espinoza

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¿TIENE LA UNIVERSIDAD FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS?
SEARLE Y RORTY EN TORNO AL REALISMO
Y LA EDUCACIÓN SUPERIOR
David Pérez Chico*
Gabriel Rodríguez Espinosa
dcperez@ull.es
RESUMEN
Este trabajo es una revisión de la reciente discusión entre John Searle y Richard Rorty sobre
el realismo y sus implicaciones prácticas en la educación superior. A pesar de sus diferencias
filosóficas, existe también un amplio acuerdo en el realismo «de sentido común» que suscriben ambos autores en sus críticas a las pretensiones políticas del discurso postmoderno.
PALABRAS CLAVE: universidad, realismo, sentido común, postmodernidad.
(Title: Does the University have philosophical foundations? Seale and Rorty on realism and
higher education). This article summarizes the recent discussion between John Searle and
Richard Rorty about the implications of realism in the American university. Besides their
philosophical disagreements, both subscribe a «common sense» realism and reject the political
aspirations of postmodernism.
KEY WORDS: university, realism, common sense, postmodernism.
I
La determinación de lo «real» frente a lo «aparente», lo «ficticio», la cuestión
de la realidad del mundo y la posibilidad de conocerlo objetivamente; ésta es sin
duda alguna la problemática fundacional de la filosofía occidental, el motivo recurrente que ilustra la historia intelectual de occidente desde Heráclito y Parménides
hasta nuestros días. Ya pueden haber profundas transformaciones sociopolíticas,
giros copernicanos en los sistemas conceptuales, o cambios sucesivos en formas y
estilos; se trate de metafísica, de ética o de filosofía del lenguaje o de la mente; el
viejo problema de la «realidad» es un Ave Fénix de la filosofía, que siempre revive
pese a los fatuos intentos por enterrar definitivamente sus cenizas.
Evidentemente no es nuestro propósito glosar las sucesivas reencarnaciones
de este problema ontológico y epistemológico fundamental, ni tampoco profundiREVISTA LAGUNA , 8; enero 2001, pp. 53-77
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ABSTRACT
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zar en sus implicaciones psicológicas, políticas o culturales. Tan sólo examinaremos
una parte de lo que consideramos su avatar más reciente: el enconado debate sobre
el realismo, una polémica a varias bandas que no sólo ha trascendido los límites de
las distintas corrientes académicas (filosofía analítica, pragmatismo, hermeneútica,
deconstrucción), sino que también —como veremos— los de la misma filosofía.
De entre las múltiples propuestas y discusiones recientes hemos escogido
las de Searle y Rorty por varias razones1. La primera no es otra que la solidez de sus
trayectorias intelectuales respectivas, con enorme proyección internacional: quizá
sean dos de los filósofos norteamericanos más conocidos e influyentes fuera de los
Estados Unidos. En España han sido ampliamente traducidos, leídos y discutidos, e
incluso a veces laureados, como ha sucedido el pasado año con Searle y el Premio
Internacional de Ensayo «Jovellanos» por su libro Razones para actuar2. Recientemente ha visto la luz también la edición española del tercer volumen de ensayos de
Rorty, titulado Verdad y progreso, donde precisamente aparece su respuesta a Searle.
Parece un momento idóneo, pues, para discutir y comentar las similitudes y diferencias de estos dos pensadores en temas tales como la objetividad de las teorías
científicas o filosóficas, la naturaleza de la verdad y de la validez, o la relevancia de la
filosofía dentro de nuestra tradición cultural.
Pero nuestra decisión no sólo se ha basado en criterios de representatividad,
oportunidad o actualidad filosófica. El caso es que tanto Searle como Rorty discuten ampliamente sobre las consecuencias e implicaciones sociales y culturales de sus
posiciones acerca del realismo, la politización de la universidad, las fuentes del discurso de la izquierda, o la forma en la que ciertas teorías filosóficas pueden moldear
y prefigurar actitudes benignas o nocivas para el cuerpo social.
Es decir: en las voces de Searle y Rorty la cuestión del realismo no se reduce
a la exposición y confrontación de los tradicionales taxones ontológicos y epistemológicos, ni a la recuperación erudita de tal o cual autoridad del pasado, ni a la
disquisición académica altamente sofisticada y técnica, opaca para el lego. Ambos
pensadores se esfuerzan por plantar sus pies en la tierra, por demostrar que los
cimientos de sus propuestas están fuertemente arraigados en el mundo real, en el
sentido común o en las prácticas sociales compartidas, y que tienen algún tipo de
*
La participación de David Pérez Chico en la realización de este trabajo ha sido financiada en parte por el proyecto del Plan Nacional I+D+I, Mundo externo, experiencia y reflexión,
referencia BFF2000-0082.
1
Cfr. J. Searle, «Rationality and Realism: What is at Stake?», Daedalus, otoño 1993, vol.
122, núm. 4, pp. 55-83; J. Searle, «Does the Real World Exist?», en C.B. Kulp (ed.) Realism/Antirealism
and Epistemology, Rowman & Littlefield, Boston, 1997, pp. 15-52 (trad. cast.: cap. VII de La construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós, 1998). Cfr. R. Rorty «Does Academic Freedom Have
Philosophical Presuppositions?», en L. Menand (ed.) Academic Freedom, Chicago, University of
Chicago Press, 1996, pp. 21-42 (trad. cast.: «John Searle en torno al realismo y el relativismo», cap.
III de Verdad y progreso, Barcelona, Paidós, 2000); R. Rorty, «Realism, Antirealism and Pragmatism»,
en C.B. Kulp (ed) op. cit., 149-171. Aunque respetamos la paginación de la edición castellana del
artículo de Rorty, hemos preferido usar nuestra propia traducción.
2
Razones para actuar, Oviedo, Ediciones Nobel, 2000.
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relevancia social o moral. Con ello el debate abstracto o especializado cobra un
sentido distinto, mucho más fructífero: se convierte en una reflexión acerca de la
función de la filosofía en el mundo moderno, con sus esplendores y miserias. Quizá
sea esta la coincidencia esencial entre Searle y Rorty: el intento de vincular la filosofía a la realidad, de «aprehender el tiempo en concepto», de hacer que de algún
modo su filiación filosófica se vea traducida en propuestas cívicas.
De manera genérica, el realismo defiende la independencia de la realidad
frente a nuestras creencias u opiniones sobre ella. Esto es, para un filósofo realista el
mundo es como es, con independencia de quienes lo describen. Dentro de este
planteamiento podemos encontrarnos una cierta variedad de alternativas. La versión primera y tradicional es el denominado realismo metafísico: en palabras de Hilary
Putnam, es una «fantasía metafísica» que pretende dar una imagen idealizada de
una «realidad fija que dicta la totalidad de las descripciones posibles de una vez y
para siempre»3. Los supuestos metafísicos que subyacen a esta visión filosófica son
los siguientes: (1) existe una totalidad de «objetos» que pueden ser clasificados y a
los que las afirmaciones epistémicas pueden referirse; (2) existe una totalidad definida de «propiedades» (incluyendo «relaciones», «formas» o «universales») fijas de una
vez para siempre; (3) todo posible significado de una palabra se corresponde con
una de estas «propiedades»; y finalmente (4) existe una totalidad definida de todas
las afirmaciones epistémicas posibles fijas de una vez y para siempre independientemente de los usuarios del lenguaje.
Este realismo metafísico se complementa, en el apartado epistemológico, con
un teoría causal de la percepción que resulta en una teoría representacional de la
percepción o, como la llama Putnam, «la imagen de la percepción como interfaz».
Según esta imagen, la percepción que tenemos de las cosas nunca es directa, pues lo
que tiene prioridad epistémica, aquello que percibimos directamente, son las representaciones mentales que se interponen como una interfaz entre nosotros y el mundo.
El realismo metafísico, ya sea ontológico o epistemológico, conlleva una
serie de famosos problemas que han dominado el panorama filosófico moderno.
Ahí estarían las distintas versiones de escepticismo (problema del mundo externo, de
otras mentes, etc.), relativismo conceptual o cultural, perspectivismo y contextualismo,
etc., que se alimentan de las aporías y antinomias del realismo metafísico. Para un
número creciente de pensadores el realismo es tan problemático como el idealismo,
y desarrollan contra él una serie de planteamientos dispares, radical y explícitamente opuestos a las exigencias de objetividad y universalidad del realismo metafísico:
aquí estarían el «antirealismo» de Michael Dummet, el «irrealismo» de Nelson
3
N.B. Goethe, «Introducción», en H. Putnam, Sentido, sinsentido y los sentidos, Barcelona, Paidós, 2000, p. 28.
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II
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Goodman o el «contextualismo» de Jacques Derrida, por citar algunos de los ejemplos más conocidos4.
A su vez, otro numeroso grupo de filósofos trata de salvar el concepto de
mundo de los excesos antirealistas. Según estos, ciertos elementos del realismo tradicional (como las pretensiones de verdad y conocimiento objetivo) son irrenunciables
e innegociables, en tanto que condiciones de posibilidad no sólo de la indagación
científica e intelectual, sino de nuestra imagen del mundo. Así tenemos el recurso a
«la identidad a través de todos los mundos posibles», de Saul Kripke y David Lewis,
o a una «concepción absoluta del mundo», en el caso de Bernard Williams5.
Por último, entre el rechazo o la vuelta al realismo metafísico se postulan
soluciones de compromiso, que intentan conjugar las ventajas y purgar los inconvenientes de las propuestas citadas. Esta posición intermedia queda ejemplificada por
el último Hillary Putnam, que pretende recuperar un realismo «natural» inspirado
en William James, libre de muchas de las engorrosas implicaciones del realismo
metafísico. Putnam explicita su compromiso con la búsqueda de «de un camino
intermedio entre la metafísica reaccionaria y el relativismo irresponsable»6.
¿Dónde quedarían Searle y Rorty? Por lo general se suele situar a Searle en el
bando de los realistas y a Rorty en el de los antirealistas, en su versión pragmáticopostmoderna. Esta lectura se ve apoyada por el hecho de que ambos reconocen de
continuo que militan en bandos enfrentados. En nuestra opinión este asunto no
está tan claro, pero dejaremos las conclusiones para el último epígrafe y a continuación pasamos a presentar brevemente a nuestros contendientes.
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III
John Searle es Mills Professor of Mind and Language en la Universidad de
California en Berkeley, donde reside desde que en 1959 abandonara Oxford. En
esta universidad británica realizó sus estudios en filosofía y se doctoró bajo la tutela
de J.L. Austin. El trabajo que presentó como tesis doctoral fue editado con posterioridad bajo el título de Actos de habla7 y probablemente aún sigue siendo su libro más
importante, con un área de influencia que abarca la pragmática lingüística, la filoso-
4
Cfr. M. Dummet, Truth and Other Enigmas, Londres, Duckworth, 1978; M. Dummet,
The Logical Basis of Metaphysics, Cambridge, Harvard University Press, 1991; N. Goodman, Of
Mind and Other Matters, Cambridge, Harvard University Press, 1984; J. Derrida, Limited Inc.,
Evanston, Northwestern University Press, 1988.
5
Cfr. B. Williams, Ethics and the Limits of Philosophy, Londres, Harper&Collins, 1985;
B. Williams, Descartes. The Project of Pure Inquiry, Londres, Peguin, 1978 (trad. cast.: El proyecto de
la investigación pura, Madrid, Cátedra, 1996).
6
H. Putnam, «The Dewey Lectures 1994: Sense, Nonsense and the Senses: An Inquiry
into the Powers of the Human Mind», The Journal of Philosophy, vol. XCI, núm. 9, pp. 445-517
(trad. cast.: Sentido, sinsentido y los sentidos, Barcelona, Paidós, 2000).
7
Speech Acts. An Essay in the Philosophy of Language, Cambridge, Cambridge University
Press, 1969 (trad. cast.: Actos de habla, Madrid, Cátedra, 1982).
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8
Expression and Meaning, Cambridge, Cambridge University Press, 1979.
Intentionality, Cambridge, Cambridge University Press, 1983 (trad. cast. Intencionalidad, Madrid, Tecnos, 1992).
10
Entrevista en la revista digital Reason, febrero de 2000.
11
Mind, Brains and Science, Cambridge, Harvard University Press, 1984 (trad. cast. Mentes, cerebros y ciencia, Madrid, Cátedra, 1988). The Rediscovery of Mind, Cambridge, The MIT Press,
1992 (trad. cast. El redescubrimiento de la mente, Barcelona, Paidós, 1996).
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fía, la crítica literaria y las ciencias jurídicas. Con este primer libro Searle comenzó
un proyecto intelectual caracterizado por tratar de resolver muchos de los problemas pendientes del proyecto ilustrado, y entre sus objetivos prioritarios se encuentra el de ofrecer una concepción unificada del conocimiento humano. En toda la
obra searleana destaca la defensa de la razón, la objetividad y los estándares intelectuales académicos, así como la crítica acalorada de toda concepción contraria a estos
estándares. El punto álgido de esta actitud intelectual estaría en el agrio debate que
entabló en 1977 con el filósofo francés Jacques Derrida. En aquella ocasión, Searle
no cesó de atacar lo que consideraba la incoherencia lógica e ininteligibilidad del
programa derridiano de la deconstrucción.
El proyecto intelectual de Searle comienza con una temprana preocupación
por el lenguaje. En particular, Searle trata de responder a la pregunta por la relación
entre el lenguaje con la realidad. En Actos de habla concluye que hablar un lenguaje es
equivalente a realizar ciertos tipos de actos de habla según unas reglas. Este primer
libro plantea y discute las reglas por medio de las cuales los seres humanos hacemos
declaraciones, damos órdenes, explicaciones y mandatos, hacemos promesas, amenazas, juramentos, ruegos, etc. El otro libro que completa esta línea de trabajo es Expression
and Meaning8. En ambas obras, Searle defiende que el lenguaje, en tanto conjunto de
actos de habla, es la capacidad de la mente para relacionar el organismo humano con
el mundo. Así pues, asume que la filosofía del lenguaje es parte de la filosofía de la
mente, pero aunque Searle habla de deseos y creencias y acciones intencionales no
tiene aún una concepción sistemática de estos. Esta concepción tendrá que esperar
hasta la aparición de su tercer libro, Intencionalidad9, el que más trabajo le llevó completar, según él mismo reconoce10. Ahora Searle se propone investigar los fundamentos del lenguaje en el funcionamiento de la mente, lo que le obliga a revisar los fundamentos filosóficos de sus dos primeros libros. Así pues, Searle se centra en las
capacidades biológicas que hacen posible el lenguaje y la comunicación. La intencionalidad, según la define Searle, es un fenómeno biológico primitivo y, en general, es
cualquier forma que la mente tiene de referirse a objetos y estados de cosas en el
mundo. Temer algo, desear, esperar, creer, etc., son todos estados intencionales.
Searle continuaría con su interés por la mente, pero ahora desde una óptica
más general en la que intentaba dar respuesta a interrogantes clásicos: ¿cómo encaja
la mente en el mundo real? ¿es la mente parte de la realidad? Podemos decir que
Searle se lanzó directamente a estudiar el problema mente-cerebro y sus implicaciones. De esta nueva etapa tenemos los libros Mentes, cerebros y ciencia y El redescubrimiento de la mente11. Aquí defiende que la mente es parte de la realidad, pues no es
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más ni menos que una propiedad biológica del cerebro. La parte crítica se dirige
contra el conductismo y la ciencia cognitiva de raíz computacional a partir de su
conocidísimo Gedankenexperiment de la «Habitación China», tendente a demostrar
cómo la comprensión o el pensamiento suponen algo más que la manipulación de
símbolos o el uso de estructuras sintácticas.
También mostró su preocupación por la vida en común de mentes individuales, es decir, completó su teoría de la intencionalidad individual desarrollada
hasta este momento con una explicación de la intencionalidad social. Para resolver
las dudas planteadas en esta época escribió La construcción de la realidad social12. La
pregunta que vertebra este nuevo trabajo era, como decíamos, cómo construyen las
mentes individuales una realidad social, pero también cómo llega a convertirse esta
realidad social en una realidad objetiva.
Después llegaron dos libros de transición. El primero, The Mistery of
Consciousness13 es una recopilación de recensiones de libros publicados en The New
York Review of Books, que tenían en común el tema de la conciencia. El segundo,
Mind, Language and Society14 es un libro de divulgación filosófica en el que Searle
hace un resumen un tanto apresurado de toda su obra anterior. Para finalizar, en su
último y laureado libro, Razones para actuar, Searle abunda el espinoso tema de los
fundamentos y el alcance de la racionalidad. En la vena racionalista e ilustrada que
ha dominado su obra, Searle se opone duramente a cualquier teorización relativista,
etnocentrista, contextualista o culturalista de la racionalidad. Para Searle la racionalidad es un fenómeno biológico, y por lo tanto tiene un alcance transcultural y
universal que no puede ser obviado. Como veremos posteriormente, esta posición
tiene mucho que ver con su defensa del realismo filosófico.
Las preocupaciones intelectuales de Searle siempre han corrido paralelas a
otras de índole político. Pocos años después de su regreso de Oxford, y tras pasar a
formar parte de la plantilla docente de la Universidad de California en Berkeley,
prestó su colaboración al popular movimiento estudiantil en favor de la libertad de
expresión (Free Speech Movement). Una vez conseguidos sus objetivos —lograron
que se destituyera al antiguo rector y que se modificaran los mecanismos institucionales que limitaban la libertad de expresión— el Free Speech Movement se autodisolvió,
pero algunos de sus miembros continuaron con las revueltas y algaradas en el campus.
Sus objetivos ahora eran más ambiciosos: cambiar la sociedad entera, acabar con el
sistema capitalista en todas sus formas. Así pues, lo que había comenzado como un
movimiento que buscaba la democratización de la vida universitaria acabó convirtiéndose en una seria amenaza para la misma universidad, una especie de revolución
permanente. Por ello, Searle se desmarcó completamente de estos nuevos movimientos y prestó su ayuda al nuevo rector para defender las mejoras conseguidas. Proba-
12
The Construction of Social Reality, Nueva York, Basic Books, 1995 (trad. cast. La construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós, 1998).
13
The Mistery of Consciousness, Nueva York, Nueva York Review of Books, 1997.
14
Mind, Language and Society, Londres, Phoenix, 1999.
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blemente estos sucesos lo pusieron en guardia contra cualquier forma de radicalismo
intelectual o político. En cualquier caso, Searle siempre se ha mostrado partidario de
un sistema universitario justo y favorecedor de las libertades civiles totalmente compatible con los criterios tradicionales de excelencia intelectual y académica.
Richard Rorty ya no es profesor de filosofía. Tras haber sido profesor de
humanidades en Virginia, actualmente da clases de literatura comparada en la Universidad de Stanford. Este cambio de adscripción departamental podría quedarse
en lo anecdótico, si no fuera porque de algún modo refleja la trayectoria intelectual
de Rorty: de la explicitación de las aporías y límites de la filosofía (sobre todo de su
escuela de formación: la filosofía analítica) a la propuesta de autodisolución en una
más saludable y liberal «cultura postfilosófica» en la que las ciencias, las humanidades y las artes cubran el vacío de la filosofía académica.
Y es que ya en uno de sus primeros trabajos publicados15, dedicado a evaluar críticamente los resultados de la llamada «filosofía del análisis del lenguaje»,
Rorty insinuaba que una de las posibles salidas al impasse dialéctico de la filosofía
anglosajona sería simplemente dar por liquidado el paradigma filosófico, y dedicarse a otra cosa. La edición española de este ensayo16, que incluye otros dos escritos
fechados diez y veinte años después del primero, da muestras del progresivo desencantamiento del filósofo hacia su tradición de origen: Rorty ironiza sobre la jerga y
las ínfulas teóricas y metodológicas de la filosofía del análisis lógico, y expresa su
desdén por los problemas que acucian a los filósofos analíticos. Entonces escribió
que no se atrevía a vaticinar qué polémica sustituiría a la discusión que por entonces
mantenían realistas y antirrealistas. Pues bien: han pasado diez años y el debate aún
colea... ¡y Rorty es uno de los principales ponentes!. Porque pese a que nuestro autor
dedique cada vez más espacio al pragmatismo americano (Dewey, James), a la filosofía continental (Heidegger, Gadamer, Foucault, Derrida, Habermas), a la literatura o a la política, seguiremos viéndolo enfrentado a «viejos colegas» analíticos:
además de la obligada mención a Quine y Davidson, Rorty discutirá sobre verdad,
representación y realismo con Putnam, Rosenberg, Hacking, Dummet, Williams,
Brandom... y con Searle, por supuesto.
Pero hagamos un poco de memoria. A principios de los ochenta, Rorty
publicaba dos libros que causaron un gran revuelo en medios académicos estadounidenses y europeos. En el primero, La filosofía y el espejo de la naturaleza17, se
15
«Introduction: Metaphilosophical Problems on Linguistic Philosophy», en R. Rorty, (ed.)
The Linguistic Turn: Essays in Philosophical Method, Chicago, The University of Chicago Press, 1967.
16
El giro lingüístico, Barcelona, Paidós, 1990.
17
Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton, Princeton University Press, 1979 (trad.
cast. La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1989).
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aboga por la superación crítica de la tradición epistemológica y fundacionalista de
la filosofía, encarnada en la filosofía analítica bajo los rótulos de «teoría del conocimiento», «filosofía de la mente» o «filosofía del lenguaje». Rorty recurre a filósofos
tardoanalíticos (Quine, Sellars, Ryle, Putnam, etc.) para mostrar las inconsistencias
o debilidades del armazón cartesiano-kantiano heredado por positivistas y analíticos; a filósofos continentales (Gadamer, Habermas) para redefinir histórica y dialógicamente las nociones de verdad, conocimiento y hasta la propia actividad filosófica; y se situa bajo el patrocinio de lo que considera el panteón filosófico del s. XX:
Heidegger, Wittgenstein y, sobre todo, Dewey, aunados en la consecución de una
cultura floreciente y plural sin fundamentos filosóficos. En el segundo, Consecuencias del pragmatismo18, articula una particular interpretación del pragmatismo americano y sus semejanzas con la filosofía europea contemporánea, sobre todo en sus
extremos anti-metafísicos y anti-metodológicos. Para el tema que nos ocupa podemos quedarnos con el ensayo titulado «El mundo felizmente perdido», donde Rorty
elabora una propuesta marcadamente anti-realista, guiado por la superación de la
teoría de la verdad como correspondencia, o de la misma idea de un «mundo exterior» ajeno a nuestras representaciones o nuestro lenguaje.
Con la aparición de Contingencia, ironía y solidaridad19, Rorty se distancia
aún más de la tradición analítica y desarrolla unos modelos de agente moral y comunidad política fuertemente pragmatistas e historicistas, apoyándose en conceptos tomados tanto de la filosofía del lenguaje como de la crítica literaria. Esta
radicalización contextualista (palpable en su derivación de las creencias acerca del
yo o de la realidad a partir del «léxico último» del agente, o en las figuras contrapuestas del «ironista» y del «metafísico») terminó por alarmar a muchos sectores de
la crítica, que vieron a Rorty peligrosamente seducido por un relativismo epistémico y ético de raíz nietzscheana y signo postmoderno. En sus libros posteriores, tres
volúmenes de ensayos filosóficos20, Rorty ha venido perfilando y matizando sus
propuestas, discutiendo con coetáneos y respondiendo a sus críticos. Así, en Objetividad, relativismo y verdad reinterpreta la semántica de Davidson para adecuarla a su
antirrepresentacionalismo, y critica por igual a realistas (como Putnam o Searle) y
relativistas (como Lyotard o cierto Derrida) desde una postura explícitamente etnocentrista. En Verdad y progreso vuelve una vez más al tema de las teorías filosóficas
sobre la verdad y a la discusión sobre el realismo, y dedica la primera parte del libro
18
Consequences of Pragmatism, Mineápolis, University of Minnesota Press, 1982 (trad.
cast.: Consecuencias del pragmatismo, Madrid, Tecnos, 1996).
19
Contingency, Irony and Solidarity, Nueva York, Cambridge University Press, 1989 (trad.
cast.: Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991).
20
Objetivity, Relativism, and Truth, Nueva York, Cambridge University Press, 1990 (trad.
cast.: Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Paidós, 1994); Essays on Heidegger and Others,
Nueva York, Cambridge University Press, 1991 (trad. cast.: Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores
contemporáneos, Barcelona, Paidós, 1993); Truth and Progress, Nueva York, Cambridge University
Press, 1998 (trad. cast.: Pragmatismo y política, Barcelona, Paidós, 1998, y Verdad y progreso, Barcelona, Paidós, 2000).
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a discutir problemas o inconsecuencias en las aportaciones de filósofos contemporáneos como Putnam, Dennet o Williams. Aquí encontramos la edición definitiva
de su respuesta a Searle.
Paralelamente, Rorty ha seguido profundizando en temáticas de filosofía moral y política, con artículos dedicados a precisar su filiación liberal-socialdemócrata, a evaluar distintos programas filosóficos (feminismo, teoría crítica,
postmodernismo, deconstrucción) y políticos (el New Labour en Gran Bretaña,
el socialismo post-soviético en el Este, las relaciones entre los sindicatos y el
Partido Demócrata)21. Es obligado citar en este punto su glosa de la querella
entre la «izquierda académica» radical y la izquierda liberal estadounidense, en
la que —como veremos— no duda en aliarse con Searle.
V
una concepción específica de verdad, razón, realidad, racionalidad, lógica conocimiento, evidencia y prueba [...] y aunque pueda adoptar diferentes formas sirve de
base por ejemplo a la concepción occidental de la ciencia22.
Searle cree que es posible identificar una serie de principios invariables en
las distintas versiones y ramificaciones de la TRO, lo que podríamos llamar un
«núcleo duro» inalterado. Estos constituyentes fundamentales no sólo determinan
ciertas prácticas específicas, como la investigación científica, sino que están presentes en cualquier interacción humana en la vida cotidiana. Searle los presenta de
manera sistemática y por orden de importancia, discutiendo brevemente su sentido
e implicaciones.
Principio del realismo externalista u ontológico: la realidad existe con independencia de la representaciones humanas. Para Searle, este es el principio fundamental
de la TRO, y uno de los rasgos más destacados de nuestra visión del mundo. Es una
concepción pre-filosófica y pre-epistémica: aparece como supuesto previo que nos
permite conocer o interpretar el mundo:
21
Además de los textos citados en la nota anterior, cfr. Achieving Our Country. Twentieth
Century‘s Leftist Politics in America, Cambridge, Harvard University Press, 1998 (trad. cast.: Forjar
nuestro país, Barcelona, Paidós, 1999), y Philosophy and Social Hope, Londres, Penguin, 1999.
22
Searle, «Rationality and Realism», p. 57.
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Searle afirma que nuestra visión del mundo está determinada por una serie
de hitos intelectuales que a lo largo de la historia han dado forma a lo que denomina
la Tradición Racionalista Occidental (TRO). La TRO no es uniforme ni coherente, y
muchos de sus supuestos han sido discutidos, eliminados o sustituidos en los dos
últimos siglos. Searle encuentra el embrión de la TRO en el concepto griego de
theoria, y su maduración definitiva en el advenimiento de la modernidad filosófica
y el desarrollo de las ciencias naturales. Así, la TRO supone:
La idea es que, aunque tengamos representaciones mentales y lingüísticas del mundo
en forma de creencias, experiencias, enunciados y teorías, existe un mundo «ahí
fuera» que es totalmente independiente de tales representaciones [...] La órbita
elíptica de los planetas alrededor del sol, la estructura del átomo de hidrógeno y la
cantidad de nieve caída en el Himalaya, por ejemplo, son totalmente independientes tanto del sistema general de representaciones humanas de todos estos fenómenos como de sus realizaciones concretas23.
El realismo [...] no es una teoría de la verdad, no es una teoría del conocimiento y
no es una teoría del lenguaje. Si insistimos en definirlo, podríamos decir que el
realismo es una teoría ontológica que sostiene que existe una realidad totalmente
independiente de nuestras representaciones24.
El realismo es la concepción de que las cosas son de una manera, y son lógicamente
independientes de las representaciones humanas. El realismo dice que las cosas son
de una manera, aunque no diga cómo son25.
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Principio del representacionalismo lingüístico: el lenguaje humano hace referencia a objetos y estados de cosas independientes del lenguaje y presentes en el mundo
real. Searle aprecia la importancia de abordar a través del lenguaje tratar problemas
filosóficos tales como la naturaleza del conocimiento o de la verdad. Así, se reclama
heredero del «giro lingüístico» y esboza una breve historia del desarrollo contemporáneo de la filosofía del lenguaje a partir de Frege. Sin embargo, pese a resaltar la
íntima conexión entre el lenguaje y el mundo externo, no olvida tratarlos como
entidades distintas:
La comprensión es posible porque el hablante y el oyente pueden compartir un
mismo pensamiento, y al menos algunas veces ese pensamiento se refiere a una
realidad independiente de ambos26.
El vocabulario o el sistema de representación en el que yo puedo expresar estas
verdades es una creación humana [....] Sin un conjunto de categorías verbales no
puedo realizar ninguna declaración sobre estos asuntos ni sobre ninguna otra cosa
[...] Pero las situaciones concretas en el mundo que se corresponden con mis afirmaciones no son creaciones humanas27.
Principio de verdad como correspondencia: la verdad es una cuestión de precisión en la representación, o en otras palabras, una representación es verdadera si y
sólo si se corresponde con los hechos de la realidad a los que se refiere. Este principio es conocido como «teoría de la verdad como correspondencia con la realidad».
Searle reconoce que ésta no es la única teoría posible de la verdad dentro de la TRO,
y se refiere también a la teoría «descitadora» de la verdad como redundancia:
23
24
25
26
27
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Ibídem, p. 61.
Searle, «Does the Real World…», p. 19.
Ibídem, p. 20.
Searle, «Rationality and Realism...», p. 61.
Ibídem, p. 61.
62
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La manera en que el concepto de verdad ha evolucionado [...] presenta dos líneas
separadas que no siempre se entrelazan. A veces parece que tenemos dos concepciones diferentes de la verdad. La noción de verdad es una obsesión de la TRO [...] La
ambigüedad se da entre la verdad como correspondencia y la verdad por
«descitación». Según la primera, un enunciado p es verdadero si y sólo si p se corresponde con un hecho [...] Según la teoría de la descitación, para cualquier enunciado s que exprese una proposición p, s es verdadero si y sólo si p [...] Estos dos
criterios de verdad no coinciden en sus resultados. El segundo hace que la palabra
«verdad» no añada realmente nada [...] Por esta razón, el criterio de «descitación»
ha sido el inspirador de la «teoría de la verdad por redundancia». El criterio de
correspondencia hace que parezca que existe una relación genuina entre dos entidades que han sido identificadas con independencia —el enunciado y el hecho28.
Pese a estas dificultades, Searle concluye en una defensa casi de sentido
común de la teoría de la correspondencia, que de ninguna manera considera inconsistente u opuesta a otros sentidos filosóficos o técnicos de la verdad:
Principio de la objetividad del conocimiento: todo conocimiento es objetivo.
Searle reconoce que en todo proceso intelectivo se entremezclan factores subjetivos
o intersubjetivos, por el marco de referencia cultural, las motivaciones psicológicas,
etc. Por lo tanto, la objetividad absoluta es una meta complicada:
El esfuerzo humano por conseguir representaciones verdaderas de la realidad está
influido por todo tipo de factores: culturales, económicos, psicológicos, etc. La
objetivad epistémica completa es difícil, y a menudo imposible, porque toda investigación parte de un punto de vista, motivado por toda clase de factores personales dentro de un cierto contexto histórico y cultural30.
Toda representación dende [...] de un punto de vista y de ciertos aspectos y no de
otros. Más aún, las representaciones son realizadas por investigadores concretos
sujetos a todas las limitaciones comunes de los prejuicios, la ignorancia, la estupidez, la falta de escrúpulos y la deshonestidad. Son hechas por toda clase de motivos, algunos positivos y otros censurables, incluyendo el deseo de ser rico, el de
oprimir más a los oprimidos e incluso el de obtener la titularidad académica. Pero
si las teorías planteadas describen una realidad que existe con independencia, al
final nada de esto importa31.
28
29
30
31
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Ibídem, pp. 63-64.
Ibídem, p. 65.
Searle, «Does the Real World...», p. 16.
Searle, «Rationality and Realism...», p. 66.
63
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La teoría de la correspondencia es verdadera de forma trivial. Y esto nos confunde
porque creemos que la correspondencia debe designar alguna relación genérica
entre el lenguaje y la realidad, cuando de hecho [...] se trata de una fórmula para
referirse a la gran cantidad de maneras en que un enunciado puede representar
cómo son las cosas29.
Es decir: Searle considera que las dificultades en la búsqueda de la objetividad no nos abocan necesariamente al relativismo epistémico o cultural, dado que el
conocimiento no depende en último término de nuestros prejuicios, sino de la manera
de ser del mundo. Para Searle el conocimiento es objetivo por definición, y exige del
investigador la aplicación de criterios que neutralicen o eliminen los prejuicios subjetivos o contextuales:
Lo esencial es que la verdad o falsedad objetivas de las afirmaciones realizadas es
totalmente independiente de los motivos, de la moralidad o incluso del género,
raza o etnia de quién los realiza32.
Conocer consiste en tener representaciones verdaderas para las que existe cierto
tipo evidencias o justificaciones. El conocimiento es objetivo por definición, en el
sentido epistémico, porque los criterios para determinar lo que es conocimiento
no son arbitrarios, pero sí impersonales33.
DAVID PÉREZ CHICO/GABRIEL RODRÍQUEZ ESPINOSA 64
Para Searle, los que en nuestros días rechazan este principio, caen en la argumentación ad hominem o en la falacia genética, vinculando cualquier enunciado o
proposición a un horizonte de tipo sexual, racial, étnico o histórico, sin preocuparse
de examinar las pretensiones de verdad objetiva de los enunciados epistémicos.
Principio de formalidad del razonamiento: la lógica y la argumentación son
procesos formales. En este principio Searle alude a la falta de sustantividad de la
noción de racionalidad en la TRO, a su mera formulación de procedimientos formales que han de ser cumplimentados con datos del mundo empírico.
La lógica, por sí misma, no nos dice en qué creer. Solamente nos dice lo que debe
ser el caso si nuestras suposiciones fuesen verdaderas, y por tanto lo que deberíamos comprometernos a creer si aceptásemos tales suposiciones. La lógica y la racionalidad nos equipan con criterios de prueba, de validez y de razonabilidad, pero
dichos criterios sólo operan a partir de la existencia de un conjunto de axiomas,
supuestos, fines y objetivos. La racionalidad como tal no hace ninguna afirmación
sustantiva [...] El carácter formal de la racionalidad tiene la importante consecuencia de que en sí misma no puede ser refutada, porque no realiza ninguna afirmación susceptible de serlo34.
Estos cinco principios de la TRO tienen un importantísimo corolario: los
criterios intelectuales no son arbitrarios, sino objetiva e intersubjetivamente válidos
para cuantificar la excelencia académica y los logros intelectuales. Este principio
complementario nos devuelve a la problemática con la que iniciábamos este artículo: la importancia del realismo filosófico en otras áreas de la vida. Pero de esto nos
ocuparemos posteriormente. Ahora veamos las reticencias rortyanas a la descripción searleana de la TRO.
32
33
34
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Ibídem, p. 66.
Searle, «Does the Real World...», pp. 16-17.
Searle, «Rationality and Realism...», p. 67.
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La respuesta de Rorty va a concentrarse en tres principios: el carácter ontológico del realismo externo, la teoría de la verdad por correspondencia y la objetividad del conocimiento. En primer lugar, Rorty cuestiona la inteligibilidad y relevancia de la noción de «independencia» en relación con la «existencia objetiva» de las
cosas. Rorty tiene mucho cuidado en desvincularse de la descripción searleana, que
parece dar a entender que quién no acepta el realismo ontológico no cree en la
existencia de un mundo objetivo. Para evitarlo, Rorty plantea dos sentidos de «independencia de la realidad». El primero es el causal, según el cual el mundo no es
causado ni generado por las representaciones, sean pensamientos o palabras, que los
seres humanos se hacen de él:
Del segundo sentido, el no causal, Rorty nos dice que es claramente redundante, ya que vendría a significar «existente en sí mismo», justamente el único sentido posible que puede tener la noción de «realidad». Para Rorty, la utilidad de un
juego de lenguaje sobre «montañas»
[...] nada tiene que ver con la pregunta de si la realidad tal como es en sí misma, al
margen de cómo le es práctico a los seres humanos describirla, contiene montañas.
Esta pregunta se refiere al otro sentido no causal de «independencia». Mi bando
piensa que no hay nada en absoluto que dependa de la respuesta a la pregunta
sobre la independencia en ese sentido, y que por tanto podemos arreglárnoslas
perfectamente sin la noción de realidad tal como es en sí misma36.
Así, Rorty se desprende de la noción de «existente en sí mismo», lo que echaría por tierra tanto la teoría de la verdad como correspondencia como la distinción
searleana entre los rasgos intrínsecos del mundo y los rasgos relativos al observador:
[...] el proyecto de distinguir entre lo que existe en sí mismo y lo que existe en
relación con las mentes humanas —el proyecto compartido por Aristóteles, Locke,
35
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Rorty, «John Searle en torno...», p. 100.
Ibídem, p. 100.
Ibídem, p. 101.
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Searle se expresa a veces como si los filósofos que, como yo, no creemos en una
«realidad independiente de la mente», tuviéramos que negar que había montañas
antes de que la gente tuviera en la mente la idea de «montaña», o en su lenguaje la
palabra «montaña». Pero nadie niega eso. Nadie cree que exista una cadena de
causas que convierta a las montañas en un efecto del pensamiento o de las palabras. Lo que personas como Kuhn, Derrida o yo creemos es que no tiene objeto
preguntar si existen realmente montañas, o si es sólo que nos resulta conveniente
hablar de ellas. También creemos que no tiene objeto preguntar, por ejemplo, si los
neutrinos son entidades reales o meras ficciones heurísticas útiles. Es esta clase de
cosas lo que queremos dar a entender al decir que carece de objeto preguntar si la
realidad es independiente de nuestro modo de hablar de ella35.
Kant y Searle— ha dejado de merecer la pena. Hubo un tiempo en el que pudo
parecer interesante, prometedor y potencialmente útil, igual que el proyecto de
avalar la santidad de la Eucaristía. Pero se quedó por el camino. Se ha revelado
como un callejón sin salida37.
Rorty también critica el representacionalismo searleano, sobre todo en lo
que se refiere a la idea de que se pueda representar con precisión algún rasgo de la
realidad. Para Rorty, la expresión «representación exacta» no es sino una metáfora
de relativa utilidad, muy práctica para usos triviales o no filosóficos del lenguaje
(por ejemplo, para calificar la veracidad, honradez o meticulosidad de un testigo a
la hora de «representar exactamente» lo que vio u oyó), pero confundente y problemático en el caso de usos filosóficos o científicos:
[...] cuando los filósofos discuten si el conocimiento consiste en representar con
exactitud, lo que les preocupa no es la honradez ni la meticulosidad. La cuestión
entre representacionalistas como Searle y antirepresentacionalistas como yo se reduce a lo siguiente: ¿podemos emparejar las partes del mundo con las partes de
nuestras creencias u oraciones de tal modo que se pueda decir que las relaciones
entre estas últimas encajan con las relaciones entre las primeras? ¿Se pueden tratar
las creencias u oraciones verdaderas según el modelo del retrato realista?38.
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De todas formas, la propuesta rortyana de eliminar toda referencia a criterios ontológicos y epistemológicos en la determinación de lo «verdadero» y lo «objetivo», y contentarnos con criterios de tipo pragmático y descriptivo («lo que nos
interesa creer», «lo que es bueno que creamos») no convence en absoluto a Searle:
El argumento de Rorty se enfrenta con la dificultad típica de tales reducciones
filosóficas: o es circular o es falso. Por un lado, el criterio que determina lo que es
bueno puede ser definido como verdad o como correspondencia con la realidad,
con lo que sería un análisis circular. Por otro lado, si no redefinimos la «verdad»
hay muchos contraejemplos, muchas proposiciones que no son verdaderas en el
sentido ordinario de la palabra, pero en las que para mucha gente, por una u otra
razón, les es bueno creer; y hay proposiciones en las que sería malo creer, pero que
sin embargo son verdaderas [...] El argumento de Rorty es típico de las discusiones
en las que hay más insinuaciones que argumentos. Para mí, lo que se afirma es que
los enunciados verdaderos, como cualquier tipo de enunciado, son creados por
seres humanos. Lo que se insinua es mucho más serio: no hay hechos en el mundo
real que conviertan a un enunciado en verdadero, e incluso puede que el «mundo
real» sea tan sólo una creación nuestra39.
Como puede verse, las divergencias filosóficas de Searle y Rorty son palmarias. Mientras que el primero apuesta por un realismo ontológico de sentido co-
38
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Ibídem, pp. 102-103.
Searle, «Rationality and Realism…», p. 79.
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mún, aducido como trasfondo de nuestras prácticas intelectivas y cotidianas, tanto
lingüísticas como no lingüísticas, el segundo detecta problemas en los conceptos
clave de esta conceptuación, y prefiere abogar por una disolución ontológica del
realismo, que expurgue del discurso filosófico los usos no triviales de los conceptos
de realidad, objetividad o verdad. En este sentido, Rorty aprecia el intento searleano
de rearticular o matizar su posición realista, para diferenciarla de otros realismos
metafísicos al uso, aunque termina sugiriendo que sus esfuerzos son inútiles:
Parece que no se puede avanzar más por el terreno filosófico. Pero como
advertíamos al comienzo de este trabajo, nuestros autores llevan la discusión más
allá de la especulación filosófica, y la parte del león de la polémica está dedicada a las
implicaciones que tienen las creencias filosóficas —en este caso las creencias sobre el
realismo ontológico— en nuestras prácticas sociales, sobre todo a la hora de evaluar
los criterios de excelencia intelectual o diseñar los planes de estudio en la educación
superior.
VI
Es evidente que, para Searle, el realismo ontológico es algo más que una
inocua teoría filosófica: lo caracteriza como uno de los pilares fundamentales de
nuestra tradición intelectual y cultural, la conditio sine qua non que posibilita toda
interacción comunicativa, y por tanto las practicas sociales:
Lo único que puede ser dicho en defensa del realismo es que constituye el supuesto
fundamental de nuestras prácticas lingüísticas y de todo tipo. No es coherente
negar el realismo y a la vez embarcarse en las prácticas lingüísticas diarias, porque
el realismo es una condición para la inteligibilidad normal de esas prácticas [...] El
realismo no funciona como si fuese una tesis, una hipótesis o una suposición. Se
trata más bien de la condición de posibilidad de una cierta clase de prácticas, en
particular lingüísticas. Así pues, el desafío para aquellos que quieren rechazar el
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Rorty, «Realism, Antirealism...», p. 162.
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En opinión de Searle, no hay una forma en la que las cosas son en sí mismas, pero
aún queda bastante de la independencia de las representaciones de la manera en
que es el mundo, como para que ciertos sistemas de representación muestren la
realidad mejor que otros [...].Algunas veces, parece que Searle sólo quiere afirmar
que la elección de un vocabulario descriptivo no determina la mayoría de los valores de verdad de los enunciados de dicho vocabulario —afirmación que nadie
pone en duda. Pero otras veces quiere decir algo más que eso. Para explicar lo que
quiere decir debería encontrar un uso para la expresión «la manera en que es el
mundo» que no sea sinónimo de «en sí mismo» ni tampoco «bajo una determinada
descripción». Tengo la corazonada de que tal uso no existe40.
realismo consiste en intentar explicar la inteligibilidad de nuestras prácticas teniendo en cuenta tal rechazo41.
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Por eso las teorías filosóficas tienen una enorme importancia en la configuración de nuestra vida, y marcan de manera indeleble nuestro devenir histórico y
político. Searle va a concentrarse en un caso concreto: los efectos de las doctrinas
antirealistas (englobadas bajo el nombre de guerra de «postmodernismo») en la educación superior estadounidense.
Creo que las teorías filosóficas suponen una enorme diferencia en todos y cada
uno de los aspectos de nuestras vidas. Tal y como yo lo veo, rechazar el realismo
[...] es un rasgo esencial de los ataques a la objetividad epistémica, a la racionalidad, a la verdad y a la inteligencia, de nuestra vida intelectual. No es casual que las
diferentes teorías del lenguaje, de la literatura e incluso de la educación, que tratan
de socavar las concepciones tradicionales de verdad, objetividad epistémica y racionalidad, descansen casi exclusivamente en argumentos contrarios al realismo
externo. El primer paso, aunque no el único, en el combate contra el irracionalismo,
es la refutación de los argumentos contrarios al realismo externo, y una defensa del
mismo en tanto que presupuesto de grandes áreas de discurso42.
La distinción entre la universidad tradicional y el discurso del postmodernismo
suele describirse en términos políticos. La universidad tradicional reivindica el
amor al conocimiento por sí mismo y por sus aplicaciones prácticas, y trata de ser
apolítica, o al menos políticamente neutral. La universidad postmodernista opina
que todo discurso es político, y pretende utilizar estructuras académicas para lograr objetivos políticos beneficiosos antes que represivos [...] Pienso que las dimensiones políticas de esta disputa tan sólo pueden ser entendidas en relación con
otra más profunda sobre cuestiones filosóficas fundamentales. Los postmodernistas están intentando poner en tela de juicio ciertos supuestos tradicionales acerca
de la naturaleza de la verdad, la objetividad, la racionalidad, la realidad y la excelencia intelectual43.
Searle se toma muy en serio la enorme penetración del discurso postmoderno en las universidades, sobre todo en los departamentos de humanidades y literatura comparada, y su influencia en la transformación de planes de estudios y diseños curriculares. Un ejemplo puede ser el protagonismo creciente de los cultural
studies, dedicados al estudio de las minorías étnicas o sexuales (negros, mujeres,
homosexuales, chicanos, etc.) Para Searle, este tipo de estudios priman la formación
de una identidad política determinada sobre la transmisión de conocimientos, con
la frecuente coartada filosófica de sofisticados ataques teóricos contra el realismo
ontológico. Es decir, los cultural studies rechazan los criterios de verdad u objetividad tradicionales (por su pretendido machismo, sexismo, racismo o elitismo), des-
41
42
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Searle, «Rationality and Realism...», p. 81.
Searle, «Does the Real World...», pp. 50-51.
Searle, «Rationality and Realism...», p. 56.
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criben la TRO como un producto cultural discriminatorio, etnocéntrico y represivo, y terminan transformándose en armas políticas al servicio de causas concretas.
Searle nos da algunos ejemplos:
Searle no ignora que la universidad es una institución que debe satisfacer
ciertas demandas políticas, es decir, que la academia debe adaptarse a nuevas circunstancias socioeconómicas y debe resolver problemas políticos concretos. Pero en
la universidad postmoderna se han invertido las prioridades:
Tradicionalmente, la idea era que la nueva ciencia de un área concreta ayudaría a
resolver algún problema social o político urgente [...] En la nueva concepción, se
considera que la idea misma de ciencia es represiva. La idea de desarrollar una
ciencia rigurosa para investigar, por ejemplo, las diferencias sexuales y raciales,
pertenece precisamente a la clase de cosas que se atacan. Brevemente: la idea no es
construir una nueva política sobre la base de una teoría científica. Al contrario, la
política está dada de antemano, y la idea es desarrollar en la universidad una base
departamental y curricular en la que dicha política pueda ser implementada y extendida a toda la sociedad45.
Así pues, el postmodernismo tiene intereses políticos y sociales, y no epistemológicos. Por eso a Searle no le sorprende que, pese a que el rechazo del realismo
suela articularse filosóficamente, los departamentos estadounidenses de filosofía se
mantengan al margen de estas polémicas:
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Ibídem, pp. 73-74.
Ibídem, pp. 74-75.
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Cuando hace algunos años se crearon los departamentos de Estudios de la Mujer,
se pensaba que iban a comprometerse con la investigación («objetiva», «científica») de un campo: la historia y la condición presente de las mujeres, de la misma
manera que se pensaba que los nuevos departamentos de Biología Molecular estaban investigando otro campo: las bases moleculares de los fenómenos biológicos.
Pero en el caso de los Estudios de la Mujer, y en otras disciplinas similares, no es
esto lo que ha sucedido. En estos nuevos departamentos a menudo se piensa que
su labor, al menos en parte, consiste en favorecer ciertas causas morales tales como
la del feminismo. [...] Tradicionalmente se suponía que el compromiso con la objetividad y la verdad permitía al estudioso enseñar una materia, cualquiera que
fuesen sus actitudes hacia la misma. Por ejemplo, no es necesario ser platónico para
hacer un buen trabajo enseñando a Platón [...] Pero una vez que se abandonan las
creencias en la objetividad y en la verdad, y se acepta la transformación política
como objetivo, parece que la persona apropiada para dedicarse a Estudios de la
Mujer debe ser una feminista políticamente comprometida. En la concepción tradicional, no hay ninguna razón por la que los Estudios de la Mujer no deban ser
asignados a un varón, incluso a uno que sienta animadversión hacia las doctrinas
feministas contemporáneas44.
Se puede pensar que como los temas en cuestión son en último término filosóficos, los debates sobre el currículo relacionados con el deseo de desbancar a la TRO
deben estar a la orden del día en los departamentos de filosofía. Pero hasta donde
yo sé, al menos en las más importantes universidades estadounidenses, esto no es
así. Los filósofos profesionales dedican gran parte de su tiempo a remolonear en
los bordes de la TRO [...] Pero también dan por supuesto el núcleo de la TRO,
incluso cuando discuten sobre la verdad, la referencia o la filosofía de la ciencia.
Los filósofos que rechazan explícitamente la TRO, como Richard Rorty o Jacques
Derrida, son mucho más influyentes en los departamentos de literatura que en los
de filosofía46.
DAVID PÉREZ CHICO/GABRIEL RODRÍQUEZ ESPINOSA 70
Además, es difícil identificar un ataque claro y explícito contra la TRO que
abunde en argumentos y refutaciones razonadas, o que plantee una alternativa sólida a nuestra tradición intelectual. Y esto es así por la reticencia de los filósofos
postmodernistas a valorar la misma noción de argumentación, o a dar razones de
sus propuestas —ya vimos como Searle acusaba a Rorty de insinuar mucho y argumentar poco—:
[...] es muy difícil encontrar algún argumento contra los elementos nucleares de la
TRO que sea claro, riguroso y explícito. De hecho no es tan asombroso si se piensa
que entre lo que se rechaza está la idea misma de «argumentos claros, rigurosos y
explícitos» [...] De una u otra manera existe la sensación de que la TRO se ha
quedado obsoleta, o de que ha sido reemplazada, pero son escasos los intentos
reales de refutación. Algunas veces se nos dice que estamos en la era postmoderna,
y que hemos sobrepasado la era moderna que comenzó en el s XVII; pero este
supuesto cambio es considerado a menudo como si fuera un cambio climático,
algo que no necesita de un argumento o prueba. La mayoría de las veces, los «argumentos» se reducen a consignas o eslóganes47.
En resumidas cuentas, Searle mantiene que cualquier ataque a la TRO pone
en peligro nuestras prácticas sociales, y que esto es precisamente lo que está pasando
en la universidad: el antirealismo postmoderno está acabando con los estándares de
racionalidad, objetividad y excelencia académica, y transformando ciertos departamentos y asignaturas en instancias de adoctrinamiento político. Para Searle, la responsabilidad de filósofos antirealistas como Rorty en estos deplorables sucesos es
clara. Para ilustrar este extremo, Searle ironiza sobre la inutilidad práctica de teorías
antirealistas y postmodernas como la deconstrucción:
Supongamos que llamo a mi mecánico para que averigüe si el carburador de mi
coche está en buen estado, o que llamo al doctor para obtener el resultado de mi
examen médico. Supongamos ahora que he dado con un mecánico deconstruccionista, y que intenta explicarme que el carburador es tan sólo un texto, y que no hay
46
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Ibídem, p. 77.
Ibídem, pp. 77-78.
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nada de lo que hablar excepto de la textualidad del texto. O supongamos que he
contactado con un doctor postmoderno que me explica que, esencialmente, la
enfermedad no es más que un constructo metafórico. De todo lo que podamos
decir sobre tales situaciones, una cosa está clara: la comunicación se ha roto [...]
Un lenguaje público propone un mundo público48.
Pero, como veremos, Rorty no está dispuesto a admitir la descripción que
hace Searle de las implicaciones morales del antirealismo, ni su supuesta responsabilidad en la manipulación política de los planes de estudio. En primer lugar, no cree
que las creencias filosóficas tengan la trascendencia e importancia que Searle le otorga.
Para Rorty, las opiniones filosóficas no sirven de presupuesto ni dotan de inteligibilidad a ninguna práctica social, incluyendo las de la academia.
Rorty opina que las prácticas sociales, en caso de tener alguna presuposición, será de tipo empírico, y no filosófico. Es decir: si una práctica social cambia
cuando se falsan sus supuestos, los únicos supuestos susceptibles de falsación aquí
son las evidencias empíricas, y no las teorías filosóficas que se aduzcan:
[...] las opiniones filosóficas no están ligadas estrechamente ni a la observación y el
experimiento, ni a la práctica. Por eso a veces se las echa a un lado como meramente
filosóficas, donde el «meramente» sugiere que las opiniones sobre tales asuntos son
opcionales, que la mayoría de la gente, para la mayoría de sus propósitos, puede
arreglárselas sin ninguna. Pero, justamente en la medida en que tales opiniones son
de hecho opcionales, las prácticas sociales carecen de supuestos filosóficos. Las proposiciones filosóficas de las que se dice que presuponen ciertas prácticas resultan
ser ornamentos retóricos de dichas prácticas, más que fundamentos de las mismas.
Esto es así porque tenemos mucha más confianza en la práctica en cuestión que en
cualquiera de sus posibles justificaciones filosóficas50.
Para Rorty, la cuestión del realismo o del antirealismo se reduce a una discusión académica de interés muy relativo para el público, con nulos efectos para la
48
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Ibídem, p. 81.
Rorty, «John Searle en torno... », p. 112.
Ibídem, pp. 90-91.
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[...] me separo de Searle a partir del momento en que sugiere que nuestras prácticas se volverían de algún modo ininteligibles si describiéramos de otra manera lo
que estamos haciendo [...] Tanto Searle como yo reconocemos que determinadas
proposiciones son intuitivamente obvias, indemostrables y se dan por sentadas.
Pero, mientras que él piensa que no se pueden cuestionar sin que queden al mismo
tiempo cuestionadas las prácticas mismas (o al menos su «inteligibilidad»), yo las
considero como glosas opcionales de esas prácticas. Donde él ve condiciones de
inteligibilidad, presuposiciones, yo veo florituras retóricas concebidas para que los
practicantes sientan que están siendo fieles a algo grande y fuerte: la naturaleza
intrínseca de la realidad49.
continuidad de las prácticas sociales que conforman nuestra cultura. Además, la
discusión sobre el realismo no tiene ningún tipo de consecuencia moral o política:
Si los antirrepresentacionalistas y anticorrespondentistas llegamos a vencer alguna
vez en la discusión con Searle, eso no les dará ninguna razón a historiadores y
físicos para comportarse de modo diferente a como lo hacen ahora. Y presiento
que tampoco aumentarán en ánimo o en eficacia en el caso de que sean Searle y sus
compañeros representacionalistas los que triunfen. La honradez, la meticulosidad,
la veracidad y otras virtudes morales y sociales sencillamente no están tan estrechamente conectadas con lo que los profesores de filosofía finalmente consideremos
que es la manera menos problemática de describir la relación entre la investigación
humana y el resto del universo51.
DAVID PÉREZ CHICO/GABRIEL RODRÍQUEZ ESPINOSA 72
Parece que las diferencias filosóficas no suponen ninguna diferencia en la
práctica. Aquí Rorty podría tener un problema. Para un pragmatista, las únicas
diferencias importantes son de tipo práctico, empírico. Si esta discusión no tiene
implicaciones en nuestras prácticas —en la estructuración del sistema educativo,
por ejemplo— ¿por qué se esfuerza Rorty en que rechacemos el realismo o la teoría
de la verdad por correspondencia? Si verdaderamente la opción es libre y inocua,
¿qué sentido tiene optar por una u otra descripción del mundo? Rorty supera este
escollo introduciendo una nueva matización acerca de la trascendencia que puedan
tener nuestras opiniones filosóficas a corto y a largo plazo:
Creo que los pragmatistas podemos hacer coherente nuestra postura diciendo que,
aunque esas controversias no importen demasiado a corto plazo, bien pudiera ser
que importaran a la larga [...] El físico que se ve a sí mismo desvelando el carácter
absoluto, intrínseco, en-sí-mismo de la realidad, y el colega suyo que se describe
ensamblando mejores instrumentos para la predicción y el control del entorno,
harán en buena medida las mismas cosas en su carrera por resolver los problemas
hoy más importantes. Pero, a la larga, los físicos con una retórica más pragmatista
que racionalista occidental podrían ser mejores ciudadanos en una mejor comunidad académica52.
La diferencia, entonces, es moral antes que ontológica o epistemológica.
Rorty cree que la descripción no-realista se adecúa más a una comunidad secularizada
y democrática, precisamente porque prescinde de valores y criterios absolutos y
hace justicia a las situaciones concretas. Por eso va a recurrir una vez más a su mentor Dewey para justificar las virtudes democráticas y seculares del léxico pragmatista
en la descripción de las prácticas humanas, para contraponer la madurez del
pragmatista (que no necesita de sanciones sobrehumanas para determinar lo que es
o conoce) con la inmadurez del realista metafísico (que busca afanosamente algo
51
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Ibídem, p. 103.
Ibídem, p. 105.
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más allá de sí mismo, un guía absoluto y total que permita trascender la contingencia y finitud humanas):
Hay profundas necesidades emocionales que la tradición racionalista occidental
satisface, pero no todas ellas deberían ser satisfechas. La creencia en jueces y sanciones no humanas satisfacía hondas necesidades emocionales, como las que
Dostoievski dejaba traslucir al decir que, si Dios no existía, todo estaba permitido.
Pero tales necesidades deberían ser sublimadas o sustituídas antes que satisfechas, y
en alguna medida así ha sido [...] Los pragmatistas tenemos un concepto igual de
pobre de la verdad absoluta y de la realidad tal y como es en sí misma que el que
tenía la Ilustración de la ira de Dios y del Juicio Divino53.
Para terminar, Rorty va a recoger el guante lanzado por Searle, y rebatirá
que la deconstrucción (o cualquier otra teoría postmoderna) suponga necesariamente una quiebra en la comunicación. Así, hará una lectura bien distinta del caso
del conspicuo mecánico deconstruccionista:
¿Y que sucedería con las críticas de Searle a la «izquierda nietzscheanizada» y
a su manipulación de la educación superior para sus propios fines? A diferencia de las
opiniones filosóficas, en este punto hay casi una sintonía total entre ambos autores:
Al margen de la filosofía, Searle y yo coincidimos en multitud de cosas. Sentimos la
misma suspicacia ante las afectadas poses y la resentida autocomplacencia de la izquierda académica estadounidense. También sospechamos por igual de los intentos
de imponer cursos que moldeen las actitudes sociopolíticas de los alumnos, ese tipo
de cursos que los estudiantes de Berkeley ahora llaman «misa obligatoria». Tenemos
idéntica nostalgia de aquellos tiempos en los que los profesores de izquierdas se preocupaban por temas de política real (como el acceso de los pobres a la asistencia
sanitaria, o la necesidad de sindicatos fuertes), y no de política académica55.
En este sentido, Rorty se desmarca explícitamente de los usos que la universidad postmodernista hace de su antirealismo y su antirepresentacionalismo, reivindicando por un lado las credenciales filosóficas de pensadores como Derrida, y la
mediocridad y falta de escrúpulos de sus autoproclamados y politizados seguidores:
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Ibídem, p. 105.
Ibídem, p. 111.
Ibídem, p. 94.
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Yo no creo que este mecánico frívolamente literario sea un producto plausible del
abandono de la TRO. Los doctores en literatura deconstruccionistas que, tras comprobar que la academia se niega a contratarles, prueban suerte con el empleo de
mecánico, no tienen dificultad en distinguir dónde termina su trabajo y dónde
empieza su filosofía [...] Puede que incluso citen a Dewey y digan, como haría yo,
que han encontrado útiles los escritos de Derrida para acceder «a una relación con
la vida más experimental, menos dogmática y menos arbitrariamente escéptica»54.
Tiene razón Searle, con todo, en que los malos tienden a elegir mi bando en la
controversia. Es verdad que hay personas que no tienen reparos en convertir las
disciplinas y los departamentos académicos en plataformas de poder político. Estas personas no comparten la reverencia que Searle y yo sentimos por las tradiciones de la universidad, y les gustaría encontrar respaldo filosófico para la tesis de
que semejante relevancia está fuera de lugar56.
Así pues, la brecha casi insalvable que constatábamos desde el principio de
este trabajo entre nuestros dos autores parece cerrarse en cuanto llegamos al terreno
de la política real, sobre todo en lo referente al desenmascaramiento de ciertos discursos postmodernistas irresponsables o fáciles. También queremos indicar otra similitud que puede servir de anticipo para el próximo epígrafe: tanto la defensa
searleana del realismo y la TRO como las críticas rortyanas a estos supuestos no han
abundado en aspectos ontológicos o epistemológicos, sino ético-políticos y culturales. En último término, aquí tenemos una defensa moral de la universidad tradicional, con el apoyo coyuntural de dos discursos filosóficos aparentemente antagónicos. Pero ¿hasta que punto suscriben nuestros autores tesis incompatibles?
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VII
En esta sección haremos hincapié en las similitudes y coincidencias entre
Searle y Rorty, e incluso iremos más allá de lo que los mismos autores estarían
dispuestos a reconocer. Así, veremos en qué momentos cada pensador parece ceder
a las demandas de su oponente y analizaremos el compromiso realista «mínimo»
que ambos autores parecen sostener.
En primer lugar, es evidente que nos movemos en un terreno de discusión
común o compartido: el estado actual de la cultura universitaria. Ambos autores
expresan un compromiso inquebrantable con los valores y prácticas de la universidad occidental tradicional. En este sentido, esta adhesión trasluce una crítica solapada a otras polémicas sobre la cultura superior no explicitadas en sus debates:
tanto Searle como Rorty parecen deplorar la escisión de las «dos culturas» que
denunciaba C.P. Snow a principios de siglo: ciencias contra humanidades. Los
ejemplos de Searle insisten en que disciplinas como la crítica literaria o los cultural
studies deben tener criterios de objetividad y excelencia intelectual tan sólidos y
evidentes como los de la biología molecular, que la verdad no distingue entre
ciencias y humanidades. Rorty, por su lado, se refiere a ciertas virtudes académicas
—rigor, honestidad, meticulosidad, veracidad— que nos permiten hacer un relato unitario de lo que hacen los buenos físicos y los buenos deconstruccionistas, sin
recurrir a manuales metodológicos ni estándares filosóficos transdisciplinares. Del
mismo modo, y como veíamos en el último epígrafe, en ambos casos vemos una
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hostilidad nada disimulada hacia los intentos de la izquierda académica por transformar el campus en un comisariado de adoctrinamiento político. Searle y Rorty
reconocen que la universidad siempre ha estado más o menos politizada, pero se
niegan a que la discusión política sea tanto el punto de partida como el desarrollo
y final de la vida universitaria. Que la universidad sea un reflejo de la sociedad y
esté al servicio de esta —rasgo obvio que Searle y Rorty dan por sentado— no
debe suponer que se confunda la lección magistral con el mitin partidista, ni la
verdad científica con la corrección política.
Hay que decir que las críticas a la «izquierda académica» suelen venir de
intelectuales y profesionales marcadamente conservadores, que ven en el ascenso de
la filosofía postmoderna una ocasión de oro para ajustar cuentas pendientes desde
los tiempos de la New Left. Pues bien, el credo político de Searle y Rorty es de corte
liberal-izquierdista, lo que a este lado del Atlántico se denomina «socialdemocracia». La crítica común de Searle y Rorty tiene el valor añadido de provenir desde el
posiciones progresistas, de favorecer la implicación de la universidad en la solución
de problemas políticos o sociales, pero sin renunciar a la neutralidad política, independencia económica y excelencia académica que ha caracterizado a las más insignes universidades norteamericanas.
Otro punto de coincidencia, quizá algo más difícil de argumentar, tiene que
ver con la discusión «técnica» entre nuestros autores: su posición frente al realismo
tradicional o metafísico, o hacia el realismo epistemológico y su contrapartida escéptica. Al principio del artículo afirmábamos que mientras que Searle se aliaba con
los realistas más recalcitrantes, Rorty parecía hacer lo mismo con sus oponentes.
Aquí queremos matizar —o incluso reformular— esta apreciación, señalando hasta
qué punto Searle y Rorty comparten un realismo pre-filosófico de sentido común,
o en otras palabras, hasta qué punto se evaden o sustraen de las coordenadas normales del debate sobre el realismo.
Puede argumentarse que Searle no es un realista strictu sensu. Ya vimos como
declaraba tajantemente que el realismo no es una teoría ni una hipótesis, que no
puede ser probado ni demostrado, que simplemente es una condición de posibilidad de las prácticas sociales. Aunque luego enumere algunas características de este
realismo, y en cierto modo lo articule filosóficamente, el realismo searleano es prefilosófico, pre-intelectual, no tiene ningún tipo de compromisos teóricos o intelectuales con ninguna tradición filosófica. Es la TRO la que se compromete con el
realismo, y no a la inversa. En este sentido, nadie en su sano juicio —salvo el
fenomenista o idealista más hiperbólico— pondría en duda la descripción pre-teórica del realismo externo de Searle, ni siquiera Rorty. Las diferencias aparecen cuando se quiere evaluar las implicaciones teóricas o filosóficas de tal visión, su importancia para tal o cual tradición intelectual, o su papel en la investigación científica,
en la determinación de la verdad, etc. Digamos que ser realista supone comprometerse con una serie de aspectos que lo diferencian a uno, pongamos por caso, de un
idealista o de un nominalista. Searle se abstiene de enunciar estos compromisos, de
establecer un primer principio que organice la realidad. Si el realismo filosófico nos
dice cómo es la realidad, la postura de Searle se reduce a enunciar taxativamente que
hay una realidad —pero se cuida muy mucho de decirnos cómo es—.
De la misma manera, Rorty tampoco es un antirealista al uso. Él mismo nos
indica que desea desmarcarse del debate realismo-antirealismo, por considerar que
ambas posiciones pecan del mismo error lógico: cuestionar la existencia del mundo
o de la realidad, intentar trascender el momento contingente para abrazar o rechazar una estructura ontológica determinada. El antirealista, para Rorty, conjura la
noción de «realidad» o «verdad por correspondencia» recurriendo exactamente al
mismo léxico y estilo argumentativo que el realista. En este sentido, para Rorty,
ambos serían víctimas de la «concepción especular» del conocimiento, de la idea
que nuestra mente es un espejo que refleja con precisión la realidad. En resumen:
detrás de Searle y Rorty podemos intuir la presencia de Wittgenstein (la realidad
como condición de posibilidad de las prácticas sociales en Searle, el sinsentido de
cualquier modelo que parta de cuestionar favorable o desfavorablemente la existencia de una «realidad-en-sí-misma» en Rorty), y esta filiación wittgensteniana, que
ambos han reconocido explícitamente en una u otra ocasión, nos permite redefinir
sus posiciones en el debate sobre el realismo, y desvincularlos de las rutas más transitadas en esta discusión. Esto es, el realismo sui generis de Searle y el antirealismo
sui generis de Rorty comparten más de lo que en principio pudiera afirmarse.
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VIII
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Para finalizar, no queremos dejar pasar la ocasión de señalar los réditos que
esta discusión puede tener para valorar la situación de la educación superior en
nuestro país. En principio, parece que este asunto nos queda un poco lejos: ni la
estructura, ni la financiación, ni la calidad docente o investigadora, ni la importancia social de la universidad en Estados Unidos y en España son comparables. Por
ejemplo, si actualmente los estadounidenses discuten sobre como afrontar el multiculturalismo en los planes de estudio, en nuestro país se polemiza sobre los mecanismos de selección y contratación del profesorado universitario, o sobre el tanto
por ciento de PIB que se dedica a la investigación.
¿Significa esto que no podemos sacar conclusiones del debate Searle-Rorty
que sean relevantes para nuestras circunstancias? Ni el postmodernismo ni el multiculturalismo parecen quitar el sueño a los responsables políticos y administrativos
de nuestras universidades. El debate sobre la objetividad no se ve teñido de causas
étnicas o sexuales, quizá por las circunstancias demográficas, históricas y económicas de nuestro país. Sin embargo, a la luz de la discusión que hemos analizado,
creemos obligatorio mencionar aquí algunos casos flagrantes de politización de la
universidad española: aberraciones intelectuales que, siguiendo los idearios regionalistas o nacionalistas de turno, alcanzan a los resortes de financiación, al desarrollo
de programas de investigación, al diseño de perfiles académicos e incluso a la reestructuración de planes de estudio.
Cuando son los políticos y no los filólogos los que imponen los criterios
para determinar si un dialecto es una lengua; cuando disciplinas como la arqueología, la antropología o la historia son consciente y sistemáticamente manipuladas en
la producción de idearios sociopolíticos, cuando la financiación de programas de
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investigación sigue criterios localistas, muchas veces centrados en la glorificación
científica de una discutible identidad étnica o cultural diferencial; en todos estos
casos estamos asistiendo a una politización indeseable de la universidad como la que
Searle y Rorty denuncian. Si los requisitos para conceder una beca de investigación
se reducen casi exclusivamente a la profundización en cuestiones con rendimiento
económico o político inmediato para una región y no se toman en cuenta para nada
criterios generales de objetividad, excelencia académica o interés general, ¿dónde
queda el ideal de universitas? ¿qué futuro le espera al conocimiento per se, a los
saberes con pretensiones transnacionales como la filosofía?
Tenemos que decir que nuestras críticas no presuponen compromisos epistemológicos o políticos de ningún tipo. Seguimos a Searle al indicar que la universidad debe apostar claramente por la neutralidad política y el desarrollo de una serie
de principios y valores independientes de la identidad étnica, sexual, cultural de la
comunidad en la que se encuentre. La universidad debe servir a fines generales de
formación intelectual en cualquier parte del mundo. Seguimos a Rorty al señalar
que no es necesario comprometerse con ninguna tradición filosófica para saber apreciar la excelencia académica o el valor de cualquier forma de conocimiento, ni para
criticar los excesos o las tergiversaciones dictadas desde el poder político o la moda
cultural.
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