Secretaria de Posgrado - Facultad de Ciencias Sociales – UBA Junio-Julio-2009 Curso de Perfeccionamiento en Filosofía Social: “La construcción de conceptos” Mario Heler – 1º Encuentro ¿Por qué el otro siempre es un medio? O acerca de la instrumentalización del otro* Mario Heler De acuerdo con la conocida formulación del Imperativo Categórico, la exigencia de considerar al otro no sólo como medio sino a su vez como fin constituye una exigencia moral que por ser categórica no acepta ningún condicionamiento; siendo una exigencia universal incondicionada, que interpela por tanto a todo los seres racionales. Pero presupone que en las interacciones, el otro se nos presenta siempre como un medio para la realización de nuestros propios objetivos vitales, como un instrumento. Y entonces la moral radica precisamente en considerarlo también y al mismo tiempo como fin en sí mismo; lo que quiere decir, considerar al otro como un sujeto racional capaz de dar su libre consentimiento a la interacción, a una interacción en la que precisamente operará como instrumento en el logro de fines ajenos. Desde esta perspectiva, esta condición permanente en el modo de relacionarnos con los otros propongo interpretarla en relación con un trasfondo socio-histórico, que refiere a prácticas particulares, propias de un tipo de sociedad específica, localizada espacial y temporalmente, cuya historia se construye en un proceso abierto de luchas entre las fuerzas que buscan la permanencia de un sistema de dominación –el modo de producción capitalista– y las fuerzas que resisten a esa dominación. Este trasfondo se presenta además naturalizado,[1] y es sobre su presumida irrevocabilidad que se monta la posibilidad de ser moral. Más aún, su condición queda oculta a través de la apelación al uso práctico de la razón en su universalidad “descarnada”, formal. La universalidad –que definirá luego de Kant, y desde él, el moral point of view– resulta así suponer un universo ad hoc, un universo que incluye las acciones de cierto tipo de subjetividades, correspondientes a una determinada formación socio-histórica; un universo que establece en su dinámica las posibilidades e imposibilidades, lo que se debe y lo que no se debe, lo decible y lo que no puede acceder a ser reconocido y legitimado, por carecer de sentido y valor en un orden social determinado. Un análisis crítico de esta condición aparentemente inevitable de la instrumentalización del otro me permitirá reflexionar acerca de los límites de esta exigencia kantiana retomada en las éticas contemporáneas del discurso y el diálogo. Parto entonces del hecho de que la fórmula del Imperativo kantiano que nos ocupa reconoce que entre los seres humanos se establecen relaciones fundamentalmente instrumentales, ya que señala explícitamente que para la moralidad se trata de no quedar reducidos únicamente a medios de fines ajenos, dando en consecuencia por descontado que en principio las interacciones humanas se caracterizan por la instrumentalización recíproca. Pero esta posibilidad en que consiste la moral no anula la instrumentación. En todo caso, sólo pone la condición moral para que el otro pueda ser medio para mis fines y uno, medio para los suyos, contribuyendo a la cohesión social. La cuestión se encara preguntando por los supuestos acerca de las relaciones sociales que están a la base del reconocimiento de la instrumentalización del otro como un hecho irremediable. Tales supuestos se muestran en las características de las sociedades modernas en las que Kant elabora su filosofía práctica, y que pese a los cambios acaecidos –y acrecentados a partir de la segunda mitad del siglo XX– parecen seguir siendo las nuestras. 1. No sólo medio sino también y al mismo tiempo fin en sí mismo En la modernidad, la sociedad está formada por individuos que tienen el deber y el derecho de dar su libre consentimiento a la forma de vida que adoptan y a su participación en las interacciones con los otros. Estos seres libres e iguales son pensados como seres racionales, esto es, capaces de velar por sus auténticos intereses. Pero cada uno de ellos se encontraría irremediablemente con la necesidad de contar con los otros para la realización de sus fines.[2] Las relaciones humanas se piensan en términos de intercambio: el otro es un medio en tanto brinda algún elemento del que uno carece para la consecución de sus fines. A su vez, se conciben asentadas en un contrato, puesto que cuando resulta ya inaceptable la esclavitud, las interacciones se deben basar en otro mecanismo que el crudo sometimiento por la fuerza. La alternativa es el libre consentimiento de las partes contratantes. Precisamente, la consideración del otro ser humano como un fin en sí mismo implica respetar al otro tratándolo como un ser igual a mí en su capacidad de actuar libremente, esto es, capaz de determinarse a actuar independientemente de las coacciones e incluso con derecho a hacerlo en contra de mis intereses. La obligación de considerar al otro no sólo como medio sino también como fin conlleva por lo tanto que el libre consentimiento sea entendido a partir del intercambio entre personas que se necesitan mutuamente, en tanto y en cuanto, uno tiene lo que al otro le falta, y por lo cual ambos aceptan ceder parte de lo que tienen para recibir aquello que carecen. Claro que la idea de contrato responde al mercado. Es en el mercado donde se produce el intercambio de lo que es necesario para la vida. Y es esta misma idea de contrato mercantil la que se utiliza para legitimar el Estado (como señalara Hegel). Esta concatenación de ideas es la propia de las sociedades modernas, donde el Estado y el mercado se muestran diferenciados pero adecuadamente acoplados para dar cuenta de la cohesión social de individuos postulados –sólo postulados–[3] como libres e iguales, ocupados en ganarse la vida. Tenemos que tener en cuenta que en la modernidad, el trabajo –dirá Locke, también los economistas clásicos, y reconsiderará Marx– es la fuente de toda propiedad.[4] Pero algunos individuos aprovechan mejor sus oportunidades y sus capacidades, se empeñan y utilizan todas sus energías. El resultado es que algunos obtendrán mediante su trabajo más que otros. Pero todos concurrrán al mercado donde intercambiarán sus productos en función de sus intereses y necesidades, ofertando lo que poseen y demandando lo que necesitan –lo que carecen. Aquellos que nada poseen (que no tienen propiedades para intercambiar en el mercado) tienen aún la fuente de toda propiedad: su cuerpo. Ofertan entonces en el mercado su fuerza de trabajo. En el mercado todos ofertan y demandan por igual, comprometiéndose libremente a la entrega de productos o de trabajo. El mercado requiere de individuos iguales y también libres, para contratar el intercambio con los otros individuos, conforme a los dictámenes de la razón acerca de lo que consideren un equilibrio aceptable entre las ventajas o beneficios y las cargas u obligaciones correspondientes. Pero esta igualdad necesaria para la dinámica del mercado no elimina las desigualdades. Por el contrario, las justifica en nombre de la mayor habilidad, destreza y esfuerzo para saber aprovechar las ofertas en beneficio de las propias demandas, permitiendo acumular propiedades y posicionarse de mejor manera en el juego del mercado. Si los mecanismos del mercado se basan en el contrato, en él se establecen transacciones por las cuales unos se comprometen a dar algo a cambio de otra cosa: un tipo de bien por otro, trabajo por una compensación, etc. Y si el contrato opera bajo la suposición del libre consentimiento de los participantes y obliga por igual a cada una a cumplir con lo pactado, el contenido de la obligación es diferente y también desigual para cada uno de las partes. Algunos entregan bienes, otros, trabajo; algunos entregan mayores bienes de poco valor por menor cantidad de bienes de mayor valor en el mercado –el valor de cambio, independiente del valor de uso–; mientras la posesión de propiedades, de bienes, y la cantidad poseída, determinan mayores grados de libertad para consentir al contrato, esto es, mayores posibilidades de elección. Quien no posee propiedades, sólo puede ofertar el trabajo que su cuerpo es capaz de desplegar, y los cuerpos no son todos iguales ni son capaces de generar el mismo tipo y cantidad de trabajo. Los compromisos contraídos en el mercado resultan por ende iguales en cuanto a la obligación de cumplirlos y desiguales, con respecto al contenido de la obligación (aquello a que cada contratante se obliga). Pero además el compromiso podría no ser cumplido. El aparato políticojurídico del Estado se encarga de hacer cumplir estos contratos –más o menos explícitos-, legitimando su intervención por presunto respeto a la igualdad y la libertad de las partes, fundamentalmente en defensa de la propiedad privada, generadora de desigualdades. Como ya mencionamos, esta función del Estado se legitima también por medio de la idea de contrato. Pero ahora se trata del contrato social en el que los contratantes son todos los ciudadanos, esto es, todos los individuos (en principio, varones) propietarios de sus cuerpos, y por tanto, libres, siendo los únicos responsables de la manera en que se ganan la vida. Pero aún considerados artífices de sus destinos, carecen de algo que no pueden obtener con sus cuerpos asilados ni en el mercado: la seguridad de que sus esfuerzos por ganarse su vida no se verán frustrados. Tal carencia es cubierta por el Estado, comprometido en la protección de la dinámica del mercado. Todos los ciudadanos están entonces obligados de igual manera a cumplir con la legalidad, bajo la tutela del monopolio de la violencia por parte del Estado y bajo la presunción de haber dado libre consentimiento al contrato social. La relación entre los individuos y el Estado es también una relación de intercambio, y como en el mercado cada uno debe estar prevenido en la defensa de su propio interés. Pero, desde un punto de vista racional, como los verdaderos intereses de cada cual incluye el atender a la necesidad de seguridad, resulta entonces que es esta necesidad la que define el interés común, ya que en ella se equipararían por igual todos los seres humanos.[5] El respeto de los contratos, de los contratos necesarios para el intercambio en el mercado entre individuos carenciados, y los contratos mismos son legítimos por el libre consentimiento dado a sus cláusulas, es decir, por el tratamiento de todas las partes como fines en sí mismos. Pero estas cláusulas se dirimen en función de la oferta y la demanda, suponiendo desigualdades, ya que se trata de la posesión desigualdad de propiedades para ofertar y demandar, en función de las distintas carencias de cada cual. Es que todos somos carentes aunque con carencias diferentes. Los satisfactores de esa carencia dependen de un intercambio, a través del cual doy algo de mi propiedad a cambio de algo que es propiedad de algún otro. Por consiguiente, la relación de intercambio entre propietarios consiste en una instrumentalización: lo que aquel cede constituye un medio para la conservación de otro, y lo que éste cede es un medio para la autoconservación de aquel. Las partes logran así sus fines en la relación con los otros que le proveen los medios. Pero en tanto las propiedades son extensiones del propio cuerpo, es el mismo cuerpo del otro el que sirve de medio para la realización de los propios fines. Toda relación con el otro se piensa entonces como un intercambio de medios para el logro de los fines de cada uno. En las sociedades modernas, la comprensión del mundo gira en torno a la idea de intercambio, de un intercambio entre seres necesitados, carenciados, que se vinculan con los otros, en tanto y en cuanto los otros son instrumentos para su autoconservación. Bajo estas históricas condiciones de posibilidad se proclama una ontología donde el otro siempre es un medio para uno. Al mismo tiempo, que también se presupone que el intercambio sellado por un contrato, halla su legitimidad y obligatoriedad de cumplimiento en el libre consentimiento de las partes contratantes, esto es, se desempeñan entonces como medios porque así lo aceptan libremente. Por ende, el deber consiste en tratar al otro no sólo como medio sino también y al mismo tiempo como fin en sí mismo, pues el orden social se estructura a partir de requerimientos indispensables para el funcionamiento en paz de las relaciones del mercado capitalista. Si bien el libre intercambio es inherente a la dinámica de tales relaciones de mercado, se trata de una posibilidad entre otras de comprender la relación entre los seres humanos. Más aún, ésta es la posibilidad que ha predominado, que ha resultado hegemónica. Pero que nada dice acerca de algo así como el ser en sí de los seres humanos, de su ser universal y permanente. La pretensión de encontrar en una forma de vida social particular “una dirección evolutiva de alcance y validez universales”[6] parece ser entonces una ilusión etnocéntrica, aunque la pretensión perdure y sus consecuencias se extiendan a todo el planeta. En consecuencia, la formulación del imperativo categórico que enuncia la exigencia de tomar al otro no sólo como medio sino también al mismo tiempo como fin en sí mismo expresa un orden social particular, histórico, en el que las relaciones humanas se piensan bajo la forma de intercambios entre seres carenciados que satisfacen sus necesidades en el mercado, y que por tanto, siempre se perciben recíprocamente como medios para la realización de los fines de cada uno. Y entonces la posibilidad de la cohesión social, el problema moderno de la gobernabilidad –que en Kant lleva a afirmar la necesidad de pensar todo lo que se quiera y al mismo tiempo obedecer–,[7] encuentra su solución histórica en la defensa de la libertad de todos, que consiste en la coexistencia de libertad de cada uno.[8] Pero se trata de una libertad que radica en la posibilidad de contratar en el mercado el intercambio de lo necesario.[9] Desde esta perspectiva de interpretación, la universalidad formal, a priori, de las enunciaciones del Imperativo Categórico y del Principio del Derecho explicitan la lógica subyacente de las sociedades modernas, explicitan su principio constituyente, sus reglas de juego fundamentales, los presupuestos necesarios para su reproducción y universales en esta formación histórica. Articulan la dinámica del intercambio entre propietarios necesitados de los otros como medios para la realización de sus fines, bajo la exigencia del libre consentimiento de cada uno. Pero estos presupuestos fuertes del intercambio que comprenden siempre a los individuos como medios-instrumentos para la autoconservación de cada uno, establece lo que puede visualizarse, decirse y reclamarse en términos de compromisos de intercambio asumidos libremente. Toda otra cuestión que vaya más allá, o caiga fuera, de esta lógica constitutiva del orden social establecido o bien se reduce a especificaciones de situaciones particulares y contingentes, empíricas, que aceptan ser tratadas formalmente en sus términos, o bien no pueden ser expresadas en ellos, no pudiendo ser tratadas como cuestiones ni legales ni morales. Cuando aún así, este último tipo de cuestiones son reclamadas, resultan subversivas. Un ejemplo de cuestiones que no pueden acceder a ser dichas, reconocidas, legitimadas, fue señalada por Marx y refiere al hecho de que la fuerza de trabajo no es una mercancía y en el orden social capitalista es sin embargo tratada como tal. La compra-venta de fuerza de trabajo está significada por la lógica del intercambio libre en el mercado. Pero cae fuera de tal lógica la consideración de que la fuerza de trabajo no sea una mercancía, por ser la única fuente capaz de producir toda mercancía. Como consecuencia, no significa nada en esta lógica, y por lo tanto, constituye el hecho negado y silenciado de la injusticia absoluta que el capitalismo no puede reconocer. Entonces sólo vale hablar de trabajo asalariado, entendiendo que el trabajador vende su fuerza de trabajo a cambio de un salario, y que por tanto es un propietario de algo que intercambia en el mercado. En cambio, nada significa apelar a que su fuerza de trabajo no es una mercancía, bajo la evidencia impuesta de que de hecho se vende en el mercado.[10] Los dictados de la razón en su uso práctico, con su pretensión de validez universal a priori, se muestran así condicionados por la comprensión instrumentalizadora del otro, que se presenta además naturalizada en las sociedades modernas. Resulta entonces que la concepción kantiana articula magistralmente aquello que es fundamental para las sociedades capitalistas: los intercambios libremente contratados. Intercambios donde todo ser humano siempre es un medio, un instrumento de fines ajenos, pero que también y al mismo tiempo, exigen un desempeño de cada agente moral como medio a través de su libre decisión, y por lo tanto en su carácter de fin en sí mismo, por tratarse de intercambios libres, por definición. 2. La violencia en la coordinación de la acción La situación permanece igual cuando al promediar el siglo XX, giro lingüístico y pragmático mediante, Kart Otto Apel y Jürgen Habermas retoman la ética kantiana en una ética del discurso deontológica, cognitivista, formalista y universalista.[11] El cambio hacia la situación de interacción dialógica entre actores sociales capaces de lenguaje y acción, introduce innovaciones que reponen con nuevo ropaje la lógica subyacente a las sociedades modernas –e incluso a las posmodernas, en su vinculación con una nueva etapa del capitalismo. En última instancia, la ética del discurso, sostendré, no cuestiona sino que, por el contrario, adopta la comprensión instrumentalizadora del otro propia del intercambio capitalista. En la ética del discurso, ya no se trata de la exigencia de realizar un experimento mental para probar si la máxima merecerá el libre consentimiento de todos, sino de llevar adelante diálogos donde se pueda obtener tal consentimiento por medio de argumentaciones. En este sentido, la exigencia moral de tratar a los otros no sólo como medios sino también y al mismo tiempo como fines, adquiere la forma ideal de un consenso logrado sin violencia y por el peso de las razones esgrimidas en una discusión regida solamente por pretensiones de validez. En Kant como en la ética del discurso se pone entonces en juego la cuestión del libre consentimiento de todos los involucrados, ahora para una coordinación de la acción que se hace necesaria frente a la ruptura del consenso dado (adscripto), reclamando el logro de un nuevo entendimiento, que permita continuar la coordinación y reproducir la cohesión social (ya que las sociedades modernas se caracterizan, en Habermas, porque su reproducción simbólica está signada por el progresivo pasaje de acuerdos adscriptos a consensos adquiridos).[12] Los conflictos que exigen recurrir a una discusión que siga el procedimiento racional que prescribe la ética del discurso están relacionados con conflictos de intereses, de intereses controvertidos defendidos por distintos sistemas de autoafirmación –individuos, grupos, naciones, regiones–, que buscan autoconservarse[13] en y por sus intercambios. Tales sistemas de autoafirmación equivalen a los individuos de la modernidad de Kant, y como ellos se ven impelidos a entrar en relación con otros sistemas como modo de encontrar satisfacción a sus necesidades, esto es, se vinculan entre sí debido a sus carencias y para intercambiar lo necesario para cada uno de ellos. Son entonces conflictos inherentes al intercambio. Y por serlos no se independizan de la relación medios-fin que quedaba explícita en la formulación del Imperativo Categórico antes analizada. Además esos intercambios vuelven a contener la exigencia de ser libres, traduciéndose en términos de una coordinación de la acción que se logra por libre consentimiento de las partes involucradas. Es así que el contrato ahora adquiere la forma de un consenso. Los actores sociales se continúan entonces comprendiendo en términos de medios, de instrumentos, para la autoconservación de cada cual, ya que persiste la idea de intercambio: las partes se vinculan en función de los intereses en conflicto generados en el intercambio. Mientras que el contrato es entendido como consenso, como acuerdo entre las partes, y logrados a través del diálogo, comunicativamente. Sin embargo, para Apel y Habermas, la instrumentalización sería propia sólo de un tipo de coordinación de la acción, la estratégica. En oposición, se define otro tipo de coordinación ideal, la comunicativa, en la que todos se tratarían recíprocamente como fines, como actores sociales que pueden dar su libre consentimiento a la interacción en base a argumentos. Se definen de este modo dos tipos diferentes y opuestas de coordinación de la acción, constituyendo dos formas que corren por carriles separados y aparentemente irreconciliables, resultando un tipo de coordinación amoral mientras el otro se identifica con la moral en sentido estricto. En la acción estratégica, la coordinación se logra por medio de coacciones a algunos interactuantes por parte de otros, materializadas en el ofrecimiento de premios y en la amenaza de castigos, ejerciéndose así violencia en la obtención del consentimiento. En cambio, cuando la coordinación de la acción es comunicativa, el consenso no estaría motivado por otra coacción que la que se deriva del peso de los argumentos esgrimidos en el diálogo entre los involucrados.[14] Es en este caso solamente que puede calificarse de moral el consenso así obtenido, ya que habría habido un libre consentimiento al acuerdo, y las partes habrían participado en su calidad de fines en sí mismo, pues el acuerdo apela a la racionalidad de los involucrados, a su carácter de personas, de seres racionales. Para lograr la coordinación se puede manipular al otro, con amenazas de violencia, de tal manera que se obtenga coercitivamente el consentimiento a la coordinación.[15] En la guerra, un estratega victorioso es quien logra con su accionar vencer las resistencias del otro, haciendo que su enemigo consienta a la voluntad de su vencedor. Y su mayor éxito es que el otro brinde un libre consentimiento sin percatarse de la coacción que lo impone (por ejemplo, ganándose su confianza). Por lo tanto, el grado de coerción con el que se obtiene el consentimiento varía en grado y también en eficacia. En cambio, en la coordinación de la acción comunicativa la única coerción debería consistir en la validez de los argumentos. En este sentido, se afirma que este tipo de coordinación está libre de violencia. Claro que ello en una “situación ideal de habla” (Habermas) o en una “comunidad ideal de comunicación” (Apel). Pero en las situaciones reales y en la comunidad real, también nos encontraremos con mayores o menores grados de no violencia. Pero en tanto idealmente se define la acción comunicativa por permitir el libre consentimiento sin violencia, en ella todos los involucrados son tratados como fines en sí mismos, en tanto pueden decidir su consentimiento atendiendo solamente a las pretensiones de validez de los argumentos esgrimidos por cada uno de las partes. Pero si mi interpretación es sostenible, los actores sociales siguen siendo medios, pues se trata de un consenso acerca de un intercambio. Y nuevamente, el problema moderno de la gobernabilidad de individuos libres e iguales, la cuestión del lazo social, exige que se llegue al consenso por libre consentimiento. Ya que ese libre consentimiento garantiza la reproducción social de una sociedad basada en el intercambio entre propietarios, reproduciendo a su vez la comprensión instrumentalizadora del otro. Pero quizá esté aquí la mayor violencia, una violencia anterior a cualquier situación de discusión para el logro de entendimiento entre intereses controvertidos: la imposición de una instrumentalización de toda interacción humana, que constituye una violencia simbólica que clausura la moralidad encerrándola en la lógica subyacente a las sociedades capitalistas.[16] Pierre Bourdieu llama “violencia simbólica” a la que se ejerce en la “producción de la creencia”, en el proceso de socialización, que produce “agentes dotados de los esquemas de percepción y apreciación que les permitirán percibir las exhortaciones inscriptas en una situación o un discurso y obedecerlas”.[17] Incorporada la comprensión instrumentalizadora del otro, las exhortaciones de las situaciones o de los discursos son obedecidas, y además clausuran[18] otras posibilidades, pues reconducen toda pregunta, todo cuestionamiento, a la misma comprensión, a las mismas exigencias que entienden al otro siempre como un medio, tratando de obtener su libre consentimiento en aras de la cohesión social, sin posibilidad de escapar de la lógica del intercambio capitalista y no haciendo mella en el sistema de dominación hegemónico. 3. Una alternativa Pero ¿no será que no existe alternativa, que no hay ninguna comprensión naturalizada, sino que efectivamente desde Kant se ha explicitado una lógica social que va más allá de toda particularidad histórica, siendo el único camino posible para pensar la convivencia humana? Por ahora sólo puedo esbozar algunos elementos que permiten pensar en una alternativa, diferenciando la coordinación de la acción de la cooperación. Valgan las anotaciones siguientes como un primer adelanto para entrever la dirección de mis investigaciones: a. En vez de pensar el ser como carencia, habría que tratar de pensar el ser como lo quería Spinoza: los cuerpos son lo que pueden, y no puede determinarse que es lo que un cuerpo puede con anticipación. La potencia entendida entonces como el conatus, no como la dynamis: no lo que no es pero puede ser, sino el ser que se define por su potencia, por su poder. Y teniendo en cuenta además que el encuentro de los cuerpos aumenta las potencias. b. La coordinación de la acción puede entenderse como un continuo que en sus extremos se mueve desde la acción estratégica a la acción comunicativa, en una graduación que va de la pura violencia al libre consentimiento, pero que en realidad establece una situación de dominación,[19] una situación que estabiliza, inmoviliza y trata de hacer irreversible, bloqueando y estereotipando el movimiento flexible y reversible del encuentro de los cuerpos, de los cuerpos que cooperan. c. En Marx se encuentra la idea de una cooperación “subjetiva” que queda por fuera al capital, que no se subordinaba a él, por no ser productiva, aunque es la que reproduce la misma fuerza de trabajo. Aun cuando hoy esa cooperación parece también quedar subsumida por el capital –por ejemplo, con el trabajo posfordista-, esta noción brinda elementos para pensar una relación con el otro basada en la cooperación y no en el intercambio mercantil.[20] d. Finalmente, entender la moral como los usos y costumbres establecidos en un grupo social, y la ética como la crítica de la moral, como la crítica que no acepta lo establecido, lo dado, por estar dado, y el camino de hecho recorrido, el único posible, habilita nuevas posibilidades para pensar la moralidad en las éticas de la tradición kantiana, rechazando que la elaboraciones filosóficas sobre nuestro ethos deban reducirse solamente a una explicitación o reconstrucción de la lógica subyacente al orden social. 11 [1] Tanto porque Kant ubica en la naturaleza, bajo el determinismo físico, la relación entre los seres humanos, como en el sentido en que hoy se utiliza el adjetivo “naturalizado, naturalizada” para calificar algo de natural para escamotear su carácter socio-histórico. [2] En primer lugar, tenemos individuos que saben cuáles son sus auténticos intereses, por ser racionales, y por serlo sabrán también satisfacerlos, y lo sabrán independientemente de sus relaciones con los otros. Por el contrario, los otros se hacen presentes porque los seres humanos no son autosuficientes, y necesitan de los otros para cumplir con los propios intereses. Además se supone un mundo de escasez donde necesariamente se entrará en competencia para el logro de los fines de cada uno. [3] Se trata de postulados normativos: refieren a lo que debe ser, y no a lo que es (y como sabemos lo que debe ser no es siempre lo que es). Dicho de otro modo: instituye un ideal que no coincide con la realidad, pero que la orienta e incluso brinda los elementos para criticarla. Cf. HELER, M., Filosofía social & Trabajo Social. Elucidación de un campo profesional, Bs. As., Biblos, 2002, capítulo II. [4] “Es claro que si el hecho de recogerlos no los hizo suyos, ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Ese trabajo estableció la distinción entre lo que devino propiedad suya y lo que permaneció siendo propiedad común. [...] El trabajo que yo realicé sacando esos productos del estado en que se encontraban me ha establecido como propietario de ellos.” LOCKE, Segundo Tratado, parágrafo 28 del capítulo 5. [5] Un análisis interesante de la necesidad de seguridad puede leerse en D’IORIO, G., “El problema de las necesidades en la génesis del Estado Moderno”, en HELER, M. (comp.), La necesidad de las necesidades. La categoría de necesidades en las investigaciones e intervenciones sociales, Bs. As., Espacio Editorial, en prensa. [6] Cf. WEBER, M., Ensayos sobre sociología de la religión, Madrid, Taurus, 1987, tomo I., Introducción, p. 11 [7] KANT, I., “¿Qué es la Ilustración?”, en Filosofía de la historia, México, FCE, 1981, in fine. [8] Cf. KANT, I., Metafísica de las Costumbres, Madrid, Técnos, 1989 (Introducción a la doctrina del derecho, § C, 230-1, p. 39), en comparación con las formulaciones del Imperativo Categórico de Fundamentación de la Metafísica de las costumbres y la Crítica de la Razón Práctica. [9] Para un análisis crítico de la categoría de las necesidades, ver HELER, M., “La cuestión de la necesidades” y GALLEGO, F. M., “El concepto de necesidad. Una crítica positiva”, en HELER, M. (comp.), La necesidad de las necesidades. La categoría de necesidades en las investigaciones e intervenciones sociales, Bs. As., Espacio Editorial, en prensa. [10] Cf. LYOTARD, J-F, La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988, RANCIÉRE, J., La mésentente. Politique et philosophie, París, Galilée, 1995, y para un visión de conjunto SCAVINO, D., La filosofía actual. Pensar sin certezas, Bs. As., Pidós, 2000, Parte II. [11] Cf. HABERMAS, J., “¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la Ética del Discurso?”, en Escritos sobre moralidad y eticidad, Barcelona, Paidós, 1991. [12] Cf. HABERMAS, Teoría de la Acción Comunicativa, Madrid, Taurus, 1987, I. tomo, pp. 433-4. [13] Cf. APEL, K-O, Una ética de la responsabilidad en la era de la ciencia, Bs. As., Almagesto, 1990. [14] No entraré aquí en detalles acerca de la crítica posible a esta suposición de una total transparencia de los argumentos para todos, ni en la concepción que supone la imagen de una razón que actúa como un balanza que sopesa argumentos y que está equilibrada en todos los seres humanos competentes lingüísticamente de igual manera. Algunas de estas críticas fueron formuladas hace ya un tiempo en HELER, M., “Conflictos y racionalidad en el ethos moderno”, en MICHELINI, SAN MARTÍN y WESTER (editores), Ética, Discurso, Conflictividad. Homenaje a Ricardo Maliandi, Río Cuarto, Universidad Nacional de Río IV, 1995. [15] En nuestras sociedades pareciera que al menos tiene que haber un simulacro de libre elección, lo inadmisible sería la esclavitud. Algunas veces las fuerzas policiales han intervenido en talleres o fábricas encubiertas debido a que en ellas los trabajadores (de origen oriental) estaban en cautiverio. No importaba el grado extremo de explotación (que se da también en muchos otros talleres y fábricas sin que se produzcan intervenciones de la fuerza pública), sino que las personas fueran tratados como esclavos, esto es, no podían optar entre permanecer trabajando o irse (aunque sea a una mayor miseria). El término coordinación alude a un orden impuesto entre todos (el prefijo “co-“ connota la idea de “común”, “compartido”, “con”, y en este caso ordenar en conjunto, ordenar con el otro), pero ello supone que las partes ocupan posiciones similares, se da entre ellas una relación de simetría y horizontalidad. Es obvio que en las relaciones estratégicas se trata de establecer un orden determinado por una de las partes. Que una imponga sus designios a la otra parte y esta busque adaptarse a ellos, muestra que no se trata de ordenar en conjunto, de compartir el ordenamiento, de “co-ordinar” entre todos, si no de un orden de dominación. Pero también, como trataré de mostrar, también en la acción comunicativa la coerción de los argumentos puede ser violenta. [16] Aunque, como lo hace Habermas, se llame a esa lógica subyacente “estructuras formales de la racionalidad” presentes en los mundos de la vida moderna, siendo manifestaciones de un “lógica evolutiva” universal y necesaria, que reemplaza a la vieja idea de progreso, con su complemento, la “dinámica evolutiva”, y equivalente a la vieja filosofía de la historia que se encarga de criticar. Para una exposición detallada de la teoría de la acción comunicativa ver HELER, M., Jürgen Habermas. Modernidad, racionalidad y universalidad, Bs. As., Biblos, en prensa. [17] BOURDIEU, P., Razones Prácticas, Barcelona, Anagrama, 1985, p. 173. [18] Castoriadis caracteriza la “clausura” así: “Cualquier interrogante que tenga sentido dentro de un campo clausurado, en su respuesta reconduce a ese mismo campo”, esto es, generando los mecanismos que reconducen todo planteamiento hacia los parámetros y las modalidades aceptados dentro del campo, procurando así desarraigar las disidencias a través la domesticación de la crítica. CASTORIADIS, C., Hecho y por hacer. Pensar la imaginación, Bs. As., EUDEBA, 1998, p. 319. [19] “Los análisis que intento hacer se centran fundamentalmente en las relaciones de poder. Y entiendo por relaciones de poder algo distinto de los estados de dominación. Las relaciones de poder tienen una extensión extraordinariamente grande en las relaciones humanas. Ahora bien, esto no quiere decir que el poder político esté en todas partes, sino que en las relaciones humanas se imbrica todo un haz de relaciones de poder que pueden ejercerse entre individuos, en el interior de una familia, en una relación pedagógica, en el cuerpo político, etc. Este análisis de las relaciones de poder constituye un campo extraordinariamente complejo. Dicho análisis se encuentra a veces con lo que podemos denominar hechos o estados de dominación en los que las relaciones de poder, en lugar de ser inestables y permitir a los diferentes participantes una estrategia que las modifique, se encuentran bloqueadas y fijadas. Cuando un individuo o un grupo social consigue bloquear un campo de relaciones de poder haciendo de estas relaciones algo inmóvil y fijo e impidiendo la mínima reversibilidad de movimientos -mediante instrumentos que pueden ser tanto económicos como políticos o militares-, nos encontramos ante lo que podemos denominar un estado de dominaciones cierto que en una situación de este tipo las prácticas de libertad no existen o existen sólo unilateralmente, o se ven recortadas y limitadas extraordinariamente.” FOUCAULT, M., “La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad”, entrevista con Michel Foucault, realizada por Raúl Fomet-Betancourt, Helmut Becker y Alfredo Gómez-Muller el 20 de enero de 1984. [20] Cf. HARDT, M., y NEGRI, A., Imperio, Buenos Aires, Paidós, 2002 y VIRNO, P., Gramática de la multitud. Para un análisis de la forma de vida contemporánea. Buenos Aires , Colihue, 2003