“Te damos gracias, Dios Padre nuestro, porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pe- Instituto Calasancio Hijas de la Divina Pastora cado, para poder así amar en nosotros lo que amabas en él. Con su obediencia has restaurado aquellos dones que por nuestra desobediencia habíamos perdido”. Plegaria Eucarística VII T.O. Creo en Jesucristo Propuestas 1. 2. 3. 4. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Qué significa para mí creer en Jesucristo, Hijo de Dios? ¿Creo que Jesús es mi Salvador? ¿Cómo es mi día a día: voy generando vida y resurrección o, por el contrario, voy generando malestar y muerte? Mt 16, 13—17 Mc 1, 19 Hch 2, 34 ss Flp 2, 6-11 Tt 1—3 1. J. Ratzinger, Introducción al Cristianismo, Sígueme. 2. J. Vives, Creer el Credo, Col. Alcance, Ed. Sal Terrae 3. J. Ratzinger, Jesús de Nazareth, La Esfera de los Libros. “firme confianza en Dios que nunca falta a los que de corazón le sirven” AÑO DE LA FE Creo en Jesucristo AÑO DE LA FE Señor ¿Qué podemos saber de Dios, fuera de postularlo como primer principio y origen de todo? Realmente Dios nos resulta inalcanzable en su propia realidad. Sin embargo, en nuestra tradición cristiana creemos que Dios mismo se nos ha “revelado”, se nos ha dado a conocer, particularmente en Jesucristo, enviado de Dios y presencia de Dios mismo en forma humana entre nosotros. Cuando profesamos que creemos en un solo Señor, Jesucristo, lo que queremos decir es que creemos que Jesús es el Señor. En el Antiguo Testamento los hebreos creían en su Dios, cuyo nombre era Yahvé. Pero, por respeto a este nombre, evitaban pronunciarlo, y hablaban habitualmente del “Señor” (Adonai). “El Señor” es, pues, un sustituto del nombre de Dios. Ya en el Nuevo Testamento, cuando San Pablo quiere explicar cómo hemos de creer en Jesús, dice: “Si confiesas con la boca que Cristo es el Señor y crees con el corazón que Dios le resucitó, serás salvado” (Rm 10, 9). ¿Qué es lo que hace falta para salvarse? Confesar que Jesús es el Señor, que es Dios. Pero fijémonos en el paralelismo de la confesión que Pablo reclama: hemos de confesar con la boca que Jesús es el Señor, lo cual implica confesar con el corazón que Dios le resucitó, que no le abandonó a la muerte – aunque así lo pareciera - sino que le recuperó y le hizo sentarse a su diestra. Y por eso es Señor, sentado a la derecha de Dios. Salvador Los cristianos creemos que Jesús “nos salva”. Esto implica que tenemos conciencia de que nuestra vida se halla, de alguna manera, maltrecha, con alguna imposibilidad de realizarnos o de avanzar exitosamente hacia el bien. Y creemos que Jesús viene a recuperar el valor de nuestra vida, otorgándonos la posibilidad de realizarla con pleno sentido. Pero, ¿de qué nos salva Jesús? Jesús nos salva de lo que la tradición cristiana llama “pecado” (un error, de alguna manera responsable, que provoca que no seamos lo que tendríamos que ser, que no hagamos lo que sabemos que deberíamos hacer). El pecado es una “ofensa” a Dios, porque trastoca lo que Dios quiere y espera de nosotros (y, a la vez, el pecado es siempre en daño nuestro). Por esto, necesitamos que Dios mismo, en Su bondad, restablezca la relación y nos ayude a retornar al equilibrio y armonía entre nosotros y con toda la creación. Esto es la “salvación”. Y en Jesús, Dios mismo “baja del cielo... para nuestra salvación”. La salvación de Jesús es algo positivo: perdona los pecados, pero también nos restablece en la condición de hijos de Dios y nos hace entrar en el camino de la verdadera fraternidad con todos los seres humanos, que son hijos de Dios como nosotros. La salvación es el pleno restablecimiento de la comunión amorosa con Dios y entre todas las personas. Solamente el amor puede salvar: el amor de Dios ofrecido gratuita y definitivamente en Jesucristo; y el amor acogido y vivido con una generosidad que tiende a imitar a la de Dios mismo, recordando que el propio Jesús nos dio ejemplo y nos dijo que el amor más grande es el de aquel que da la vida por aquellos que ama. Resucitado Creer en la resurrección no es nada fácil, pero es esencial en el cristianismo, porque toda la fe cristiana reposa en el hecho de que Jesús no fue un fracasado, sino que, cuando sus enemigos creían haberle eliminado, Dios le salvó de la muerte y Él se presentó a sus amigos diciéndoles que a ellos Dios también les salvaría de la muerte. La vida temporal y terrena de Jesús se acaba con la muerte. Cuando el mal y la finitud han ejercido todo su poder y han provocado la muerte, Dios, que es autor y señor de la vida y que ama nuestra vida, nos mantiene en la vida y hace que entremos en una nueva condición de existencia con Él, que ya no está sujeta a las condiciones de la temporalidad ni de la muerte. La resurrección no es volver a la misma vida de antes. Es entrar en una vida distinta, pero en real conexión y continuidad con la situación anterior. Cuando decimos que Jesús resucitó de entre los muertos queremos decir que el mismo Jesús, el que murió crucificado, sigue viviendo, por la acción amorosa y poderosa del Padre, con una nueva forma de vida, que es ya plena y de total participación en la misma vida de Dios. La resurrección es como el soporte fundamental de todo el anuncio cristiano. Pero no se ha de creer en la resurrección solamente con la cabeza; es necesario creer en ella con toda la vida, con nuestras actitudes y obras. La resurrección la vamos edificando cada día con nuestra lucha a favor de la vida, y de la vida de todos. Podemos realizar obras de muerte, que aumenten la muerte en el mundo. Y, al contrario, podemos realizar obras de vida, que son obras de resurrección. «Para creer hace falta la mirada profunda del amor. La Fe se profesa con la palabra y con el amor, con la boca y con el corazón» (Papa Francisco)