03-43 Dom.Ordinario 24 – Año C Ex.32.7-14 // I Tim.1.12-17 // Lc.15.1-32 Nota: Hace unas semanas ya leímos y comentamos la parábola del Hijo Pródigo (Lc.15.11-32), que forma la segunda mitad del evangelio de hoy. Por tanto, remito al lector interesado en esta parábola, al Cuarto Domingo de Cuaresma de este Año C. - Lo encontrará bajo la sigla 03-16. La Omnipotencia Suplicante (Ex.32) Cuando oímos el nombre de Moisés, solemos pensar ante todo en su función como legislador y gobernante de Israel. Y, en efecto, gran parte de las leyes en el Pentateuco van bajo su nombre. Sin embargo, aún más importante que su rol como legislador, es su posición como el gran mediador entre Dios e Israel que, con su entrañable oración como amigo especial de Dios (pues es “de especial confíanza en mi casa”, dice Dios: Nm.12.7-8), consigue la salvación de su pueblo. De hecho, la parte central del libro de Números (caps.11-19) repasa cinco casos de su intercesión ante Dios, para perdonar otras tantas veces las infidelidades del Pueblo. Como tal, es prefiguración de Cristo, nuestro Gran Intercesor (# 2593). - Pero no es el primero: ya Abraham es “el padre de todos los creyentes” (Rm.4.11), en quien vemos esta “vocación” de orar para los demás y, así, ‘vibrar’ en la misma onda que el Señor: “El corazón de Abraham está en consonancia con la compasión de su Señor hacia los hombres, y se atreve a interceder por ellos con audaz confianza” (Catecismo, # 2571). Esta “oración es como un combate de la fe, y una victoria de la perseverancia”, como en el caso de Jacob: que forcejeó una noche entera con el Señor mismo (ib., # 2573). La oración es lo único que nos “hace participar en la Potencia del amor de Dios” (# 2572), o como lo llama nuestra tradición: nuestra oración es la “Omnipotencia Suplicante”, - y aunque San Bernardo forjó esta expresión para aplicarla especialmente a la Virgen, de hecho este título aplica con igual derecho a la oración de cualquiera de nosotros, que creemos en Cristo. Aún más, nos “asocia a la compasión” del propio Señor (# 2575). Así como Moisés, con la “audacia y la tenacidad de su intercesión, se mantenía en la brecha ante Dios” (# 2577), - y de esta forma le ‘impidió’ a Dios ejecutar su sentencia de destruir a Israel, - así Cristo ahora para nosotros: “No deja de interceder por nosotros ante el Padre…. Así, Jesús ora en nosotros, con nosotros, y por nosotros, es decir: en nuestro lugar y a favor nuestro” (vea # 2740-2741). San Agustín lo resume así: “Cristo ora por nosotros como nuestro Sacerdote, - ora en nosotros como nuestra Cabeza, - y a Él oramos nosotros como a nuestro Dios. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestra voz, y su voz en nosotros” (In Ps., 85,1). – La “Impotencia” del Omnipotente Por tanto, en el pasaje que hoy leemos de Ex.32, Dios repasa la apostasía de Israel, y la sentencia que piensa aplicarles (v.7-10). Pero entonces es como si Moisés le ‘bloqueara’ esa acción cuando “se pone en la brecha” de la muralla y, así, protege la ciudad (Ps.106.23). Pero uno tiene casi la impresión como si Dios revelara su plan de destrucción a Moisés precisamente con la esperanza de que éste tenga la suficiente fe y valentía como para “ponerse en la brecha”, o sea para ‘impedirle’ a Dios a ejecutar su sentencia. Además, Moisés no lo hace para sí mismo: es significativo que no responde, ni le paga ni la más mínima atención a la oferta del Señor de “hacer de él un gran pueblo”. Más bien, todo el ‘regateo’ de su intercesión es en beneficio aquel Pueblo, tan inconstante en su compromiso con Dios (v.11-13). Ahora, ante tanta fe y confianza de Moisés, Dios no tiene ‘defensa’: ¡tiene que ceder! Con todo, no podemos abusar de esta misericordia del Señor: Él es bueno y bonísimo, - ¡pero no bonachón! Lo vemos en el caso de la intercesión de Abraham a favor de Sodoma y Gomorra, que no muestran ni la más mínima señal de arrepentimiento: ¡entre los 50.000 habitantes, no se cuenta ni diez justos! Y es regla de Dios que “no quiere salvarnos solo, ni en contra de la voluntad de los hombres” (# 2575). Por esto, a pesar del ‘regateo’ audaz de Abraham con Dios (Gn.18.22-32), el fuego del cielo las consume: porque una cosa es confiar en Dios, otra cosa es provocarlo (I Cor.10.22). De ahí el ‘fuego’ de aquella Majestad de que habla Isaías: “¿Quién de nosotros podrá habitar con el Fuego consumidor? ¿Quién podrá habitar con las Llamas eternas?” (Is.33. 14). “Él es una Llamarada que arde, y que devora espino y zarza en un solo día” (Is.10.17). Esta desproporción entre el número de pecadores y él de justos llega al colmo, - pero ¡también a su feliz resolución! - en el caso de Jesús: ¡la oración y la sangre de un solo Justo ha conseguido el perdón de los millones y millones de pecadores que formamos la humanidad de todos los tiempos! Él mismo interpreta así el sentido de su muerte: “Ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos: para perdón de sus pecados” (Mt.26.28). Por esto enseña San Pablo: “La obra de justicia de Uno solo (= de Cristo) procura a todos la justificación que da la vida… y así, por la obediencia de Uno solo, todos son constituidos justos… Pues donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (vea Rm.5.18-20). – Alegría por la Oveja Perdida (Lc.15) Siempre he encontrado que hay algo chocante en esta parábola de la oveja perdida y hallada. Desde luego, comprendo la alegría del pastor cuando la encuentra y vuelve a juntarla con su rebaño. Pero al fin de cuentas, las 99 no perdidas representan cien veces más en cuanto a capital invertido, que esta única perdida y hallada. Sin embargo, es casi como si Jesús dijera que le vale más la persona que, después de años de vida a la deriva, vuelve al Señor, que la persona que, con la ayuda de su gracia, ha sido perseverante en su fidelidad al Evangelio, a pesar de tentaciones y reveses. Uno casi diría: si esto es así, entonces más vale vivir unos años una vida de espaldas al Señor y luego convertirse: para así gozar de un afecto especial de parte del Señor. Pero es que el Señor tiene una Providencia singular y personal para cada uno de nosotros, como lo sugiere su respuesta a Pedro que pregunta por la suerte del discípulo amado: “Si yo quiero que él se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa a ti? Tú, sígueme” (Jn.21.22). Ciertamente la Virgen María y San José, que nunca se extraviaron del camino del Señor, están muy altos en la apreciación del Señor, aún más que p. ej. San Agustín que, después de años a la deriva, encontró el camino del Señor. Lo que el Señor ante todo quiere enfatizar es la alegría que siente (en v.5-7 la menciona tres veces) por haber recobrado al pecador, que ya se daba por perdido. Jesús mismo indica esto como su misión específica: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (5. 31-32). Esto lo dice precisamente cuando está compartiendo la mesa con “todos1 los pecadores y publicanos” (v.1): lo cual, según las Autoridades religiosas de Israel, le hacía ‘impuro’. Luego, ¿cuál es entonces el argumento realmente grave para nosotros excluir de la mesa del Señor a hermanos en la fe que, por los avatares de la vida, se encuentran en segundas nupcias no sacramentales pero, no por esto están viviendo de espaldas al Señor (= en pecado mortal)? ¿Acaso no son ovejas extraviadas que el Buen Pastor lleva con gozo sobre los hombros? – San Pablo: Oveja Perdida y Hallada (I Tm.1.12-17) Caso preclaro de la vocación de una oveja perdida es el propio Pablo, según él mismo lo celebra en este pasaje con gratitud. Se propone a sí mismo ante la comunidad de Tesalónica para ilustrar gráficamente esta maravilla del Señor: pues lo convirtió de un perseguidor rabioso (vea Hch.8.3) en ministro del Evangelio. Aún más, la gracia del Señor “sobre-abundó” en él, como él mismo ya antes dijera: “Donde abundó el pecado, sobre-abundó la gracia” (Rm.5.20): ¡se sentía inundado y trasportado por la acción gratuita del Señor! “Soy el último de los apóstoles, indigno del nombre de apóstol: por haber perseguido la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí: he trabajado más que todos, mas no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (I Cor.15.9-10). En su historia personal ve confirmada la misión por la cual Cristo vino al mundo: “para salvar a los pecadores” (v.15) y para manifestar que la “paciencia” del Señor vino para darnos “misericordia y vida eterna” (v.16). 1 De los Evangelistas, sólo San Lucas dice aquí que comparte la mesa con todos los pecadores y publicanos.