conclusión

Anuncio
CONCl,LJSIN
De nuestro estudio deben desprenderse espontÆneamente ciertas
lecciones. Sin embargo, creemos conveniente recogerlas. y reunirlas
en la conclusin. En estas pÆginas no trataremos de construir una
nueva teologa de la eucarista. Nos limitaremos a seflalar sucinta
mente el desarrollo teolgico que hemos podido seguir en el de la
misma oracin eucarstica y a insinuar algunas consecuencias.
Una primera conclusin que se impone antes que ninguna otra
es que el esquema del oficio litœrgico por excelencia, la misa, como
la llamamos en Occidente, con sus dos partes distintas, que en
los orgenes estaban incluso separadas: el oficio de las lecturas,
el Ægape eucarstico, no es en modo alguno una conjuncin for
tuita de dos elementos sin relacin mutua. Muy al contrario, la
eucarista no puede comprenderse sino como resultado y consecuen
cia de la audicin de la palabra de Dios. Es propiamente la respues
ta, en palabras o en actos, suscitada en el hombre por una palabra
divina, que es a su vez creadora y salvadora.
La palabra nos descubre un designio divino: sacar de la huma
nidad cada un pueblo comœn segœn el corazn de Dios. Por el
hecho mismo nos revela el nombre divino. En efecto, este designio
se cifra en imprimir este nombre en todo el ser del hombre. En el
Nuevo Testamento, el nombre sagrado se descubrirÆ finalmente
como el nombre del Padre, y el Pueblo de Dios definitivo serÆ un
pueblo filial.
Ahora bien, la palabra, al proferirse, realiza lo que dice. Porque
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Conclusin
Dios mismo viene en ella a nosotros, desciende en ella a nuestra
historia y la llena de su presencia. El Evangelio serÆ d anuncio
definitivo de la Palabra creadora y salvadora, en la venida de la
Palabra hecha carne, que es el propio y œnico Hijo de Dios. As
nosotros seremos hechos hijos en el Hijo.
Por consiguiente, ya en el Antiguo testamento suscita la pala
bra una respuesta que la reconoce en la fe y que por lo mismo acoge
su venida entregÆndose a ella sin reserva. Esta respuesta serÆ
formulada en la berakak. La berakak es alabanza contemplativa de
los mirabiia Dei. En la berakak se abre Israel a la realizacin en
s mismo del designio de Dios y se ve consagrado por la imposicin
del nombre de Dios a toda su vida.
Las berakoth sinagogales del servicio de lecturas antes de la
recitacin del emah, glorifican al Creador de la luz, visible e invi
sible, que nos dio el conocimiento de su ley, por la que somos mar
cados con su sello personal.
Las dieciocho bendiciones de la tefillah que vienen despuØs, im
ploran el cumplimiento perfecto de este designio en Israel, con vis
tas a la perfecta glorificacin del nombre divino plenamente revelado.
todas las berakoth que acompaæan paso a paso en su exis
tencia al israelita piadoso, extienden esta consagracin a toda su
vida en el mundo y, consiguientemente, al mundo mismo. Israel
es as establecido como el sacerdote de toda la creacin. Por la pa
labra divina y la oracin que la acoge, todas las cosas son restituidas
con el hombre a la pureza y transparencia de su origen, y el uni
verso viene a ser, a travØs de la vida del hombre consagrado, un
solo coro de la glorificacin divina.
Particularmente las berakoth de la comida glorifican a Dios.
La sœplica que de ellas se desprende tiene como secuela natural la
congregacin final de los elegidos, en el festn escatolgico en el
que todos los rescatados celebrarÆn por siempre esta gloria perpe
tuamente triunfante.
As el Ægape de comunidad, en la espera mesiÆnica, expresa
definitivamente el sentido de todos los sacrificios de Israel. l mis
mo tiende a convertirse en el sacrificio por excelencia, es decir, en
la ofrenda de toda la vida humana, y del mundo entero con ella,
a la voluntad de Dios reconocida.
460
Conclusin
Todo sacrificio, como o pone de relieve la historia comparada
de las religiones, ¿ no es en los orgenes un banquete sagrado, en
el que el hombre reconoce que su vida procede de Dios y no se
desarrolla sino en un intercambio incesantemente renovado con Øl?
Tal en el sentido primero de la pascua, festn que consagraba las
primicias de la recoleccin. Pero la pascua juda se haba cargado
de un sentido renovado al convertirse en el memorial de la libera
cin por la que Dios haba sacado a los suyos de la esclavitud de la
ignorancia y de la muerte para trasladarlos al pas de la promesa,
donde le conoceran como ellos mismos haban sido conocidos por
Øl y viviran en su presencia.
El memorial constituido por este banquete atestiguaba la perma
nente realidad que tenan para Israel las altas gestas divinas, como
prenda dada por Dios de su presencia salvadora, siempre fiel. Los
israelitas, al representÆrselo en su be,-ak&t, fieles a su vez a su
precepto, podan recordarle con confianza sus promesas y pedirle
eficazmente su cumplimiento: que venga el Mesas para llevar a
tØrmino la obra divina y establecer el reinado de Dios, en la Jeru
salØn reconstruida, donde Dios sera alabado sin fin por el pueblo
de Dios llegado a su perfeccin.
Esto es lo que se realiza la noche de la œltima cena cuando
Jesœs, entregÆndose a la cruz como al cumplimiento supremo de la
pascua, pronuncia las berakoth sobre el pan y la copa, como con
sagracin de su cuerpo partido, de su sangre derramada, para re
conciliar en su propio cuerpo «a los hijos de Dios dispersos» y
renovarlos en la eterna alianza de su amor.
Por el hecho mismo hace ya de esta comida el memorial del
misterio de la cruz. Nosotros, dando gracias con Øl, por Øl, por su
cuerpo partido y su sangre derramada, que nos son dados como la
sustancia del reino, representamos a Dios este misterio ahora rea
lizado en nuestra Cabeza, para que tenga su realizacin œltima en
todo su cuerpo. Esto quiere decir que consentimos en que se con
sumen en nuestra carne los sufrimientos de Jesœs por su cuerpo,
que es la Iglesia, en la firme esperanza de su parusa, en la que
todos juntos participaremos de su resurreccin. As inauguramos
la eterna glorificacin de Dios creador y salvador, que el œltimo da
harÆ de la Iglesia la panegyris, la asamblea de fiesta, en la que la
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Conclusin
humanidad entera se unirÆ al culto celestial, arrastrada delante del
trono en seguimiento del Cordero que fue inmolado, pero que ahora
vive ya y reina para siempre.
Toda la sustancia de este sacrificio cristiano estÆ en el œnico
acto salvador de la cruz, puesto de una vez por todas en la cumbre
de la historia humana por el Hijo de Dios hecho hombre. Pero la
cruz no cobrØ su sentido sino por la of renda que hizo de s mismo
Cristo en la cena, en la que ademÆs la proclamØ haciendo de la be
rakah sobre el pan y el vino la eucarista de su cuerpo partido
de su sangre derramada «para remisin de los pecados». Y la cruz
no es efectivamente redentora para la humanidad sino en cuanto
los hombres se asocian a ella por la manducacin eucarstica de su
cuerpo y de su sangre, mientras que el Espritu que los vivifica no
se hace suyo sino por cuanto ellos se adhieren por la fe a la palabra
que se les propone, es decir, por cuanto hacen suya la eucarista mis
ma del Hijo. En efecto, en la cena y en la cruz se realiz en plenitud
la palabra de Dios que nos significa eficazmente su amor, y por el he
cho mismo la perfecta berahah, la perfecta eucarista de Cristo le dio
la respuesta que solicitaba, que suscitaba. Nosotros no podemos,
por tanto, sino recibir a nuestra vez esta œnica palabra de la salva
cin apropiÆndonos a nuestra vez esta œnica respuesta.
Ahora bien, esto no nos es posible sino por la omnipotente
voluntad del Mesas, de darnos, en la eucarista que volveremos
a hacer tras Øl, conforme a la suya, e1 memorial de su misterio. La
realidad de este memorial es atestiguada perpetuamente por el pan
que partimos como comunin en su cuerpo, por la copa de bendi
cin que bendecimos como comunin en su sangre.
En la celebracin eucarstica de este memorial, el pan y el vino
de nuestra comida comunitaria, del festn del Ægape, resultan sacri
ficiales por cuanto se convierten pan nuestra fe en lo que repre
sentan, segœn la virtud de la palabn y del Espritu divinos. Y por
cuanto nosotros mismos, en esta fe, somos as asociados a la œnica
oblacin salvadora, venimos a ser con Cristo una sola ofrenda. As
podemos ofrecer nuestros propios cuerpos con el suyo, en el suyo,
en sacrificio vivo y verdadero, dando al Padre, por la gracia del
Hijo, en la comunicacin de su Espritu, el culto «racional» que
aguarda de nosotros.
462
Conclusin
Todo esto no es sino el cumplimiento en nosotros de la palabra
de salvacin, que se hizo carne por nosotros en Cristo y nos dijo
como la œltima palabra del corazn paterno en la cena, palabra
sellada de hecho en la cruz y que nosotros no cesamos de procla
mar cada vez que celebnmos la eucarista hasta la parusa. Y esta
palabra se realiza en nuestra asociacin por Ja fe a la oracin sacer
dotal del Salvador que se dirige a la cruz, oracin en la que glori
ficamos tras Øl al Padre como nuestro creador y salvador, en este
mismo Hijo, por quien habamos sido creados, en quien hemos
sido rescatados.
Como esta oracin, en los labios de Cristo, pas al acto en la
aceptacin efectiva de la cruz, as pasa al acto en nuestra comunin
en el cuerpo partido y en la sangre derramada. As brota en nos
otros el Espritu del Hijo. El Padre lo derrama en nuestros cora
zones para que en adelante vivamos y muramos ya en su amor, en
el amor que el Hijo nos revel perfectamente invitÆndonos a cami
nar por sus huellas. Repetir esta oracin eucarstica sin comulgar
en el sacrificio que expresa y consagra no tendra mÆs sentido que
comulgar sin hacer nuestros con la misma oracin los sentimientos
que haba en Cristo cuando se entreg en la cruz. stos se expre
saron, en efecto, en su suprema accin de gracias y en su suprema
sœplica al Padre por la venida de su reino.
Accin de gracias por los nsirabia Dei que llegan a su consu
macin, sœplica por el acabamiento de la Iglesia que serÆ su fruto
en la parusa, memorial de la cruz, comunin en el sacrificio median
te la comunin en la hostia que es una misma cosa con el sacerdote:
as la unidad de la eucarista aparece infrangible. En estas perspec
tivas hallan su œnica solucin aceptable los problemas no resueltos
que habamos recordado en las primeras pÆginas de este libro.
El Oriente y el Occidente se han opuesto largo tiempo acerca
de la cuestin de si la eucarista era consagrada por la recitacin
de las palabras de la institucin sobre el pan y el cÆliz, o por la in
vocacin, la epiclesis, que peda descendiera sobre ellos el Espritu
Santo. Sin duda alguna hay que responder que toda la realidad
de la eucarista procede de la sola palabra divina proferida en el
Hijo, que nos da su carne como alimento y su sangre como bebida.
Pero esta realidad es dada a la Iglesia como la realidad prometida
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Conclusin
a su eucarista, a la oracin por la que ella se adhiere en la fe a la
palabra salvadora. Y el objeto œltimo de esta oracin es sin duda
alguna que el Espritu de Cristo haga viva en nosotros la palabra
de Cristo.
En otros tØrminos: el consagrante de todas las eucaristas es
siempre Cristo solo, palabra hecha carne, en cuanto que es para
siempre el dispensador del Espritu, porque se entreg a la muerte
y resucit por el poder de este mismo Espritu. Pero en el conjunto
inseparable de la eucarista, esta Palabra evocada por la Iglesia, y
su propia oracin que invoca la realizacin de la palabra por el po
der del Espritu, se conjugan para la realizacin misteriosa de las
promesas divinas.
El protestantismo se opuso al catolicismo tradicional en un
momento en que Øste no daba mÆs que una expresin balbuciente
de la tradicin eucarstica, para afirmar que la cruz no se haba
reiterado, sino que slo su memorial se celebr entre nosotros. Es
verdad. Pero este memorial precisamente, en la plenitud de su sen
tido bblico, implica a la vez una presencia misteriosa continuada
del œnico sacrificio ofrecido una vez, y nuestra asociacin sacra
mental a Øste. De esta manera, venimos a ser oferentes con el œnico
sacerdote y en Øl, ofrecidos con la œnica vctima y en ella. Slo as
puede la cruz del Salvador convertirse en fuente de ese culto «racio
nal», en el que ofrecemos nuestros propios cuerpos, todo nuestro
ser, en sacrificio vivo y verdadero, a la voluntad del Padre, recono
cida, aceptada, glorificada.
Finalmente, por encima de todo, la presencia eucarstica de Cris
to en los elementos, de su sacrificio en las celebraciones renovadas,
viene a ser inteligible.
Como lo comprendieron dom Casel y su escuela, el misterio eu
carstico es inseparablemente misterio de la presencia del Redentor
mismo y de su acto redentor. Pero da explicacin debe buscarse, no
en una analoga, forzada y engaæosa, con los misterios paganos,
sino en la nocin, completamente bblica y juda, del memorial.
El memorial es una prenda simblica dada por la palabra divina
que realiza en la historia los mirabiM Dei, prenda de su presencia
continuada, siempre activa en nosotros y para nosotros, que nos la
apropiamos por la fe. En la antigua alianza estaba presente la pas
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Conclusin
cua en cada una de sus celebraciones litœrgicas renovadas, porque
el descenso de Dios y su intervencin, tomando al pueblo para li
brarlo de la ignorancia y de la muerte, se perpetuaban en ellas con
vistas al acabamiento de este pueblo.
En la cena, donde qued decidida la cruz, donde Østa recibi su
sentido salvador de acto libre y soberano por el que Cristo la acept,
en la visin proclamada del designio paterno y de su realizacin,
hall su propia realizacin la pascua de la antigua alianza. Ahora
ya todo el pueblo de Dios, toda la humanidad rescatada que ha de
entrar en Øl, se halla «recapitulada», segœn se expresa la epstola
a los Efesios, en el cuerpo de Cristo, es decir, en la realidad total
de su humanidad, la cual a su vez se realiza supremamente en esta
ofrenda suprema a la voluntad del Padre. Ahora ya la humanidad
salvada, el pueblo de Dios definitivo, no tiene sustancia sino en esta
humanidad de Cristo, a la que su muerte voluntaria entrega al po
der de resurreccin del Espritu. El pan y el cÆliz, objeto de la eu
carista, vienen a ser, pues, inseparablemente el memorial del Salvador y del acto saludable.
Esto quiere decir que nosotros, volviendo a hacer por orden de
Cristo y por la virtud de su palabra aceptada por la fe de la Igle
sia, su eucarista sobre el pan y el cÆliz, reconocemos en ellos, por
la fe, las prendas eficaces de su cuerpo y de su sangre, los cuales,
entregados por nosotros en la cruz, nos son dados efectivamente
¡tic el nunc. Venimos, por tanto, a ser un solo cuerpo con Øl, por el
poder de su Espritu. Por el hecho mismo, el acto salvador, inmor
talizado en el cuerpo glorificado, con la respuesta humana perfecta
que es inseparable de Øl, se hace nuestro, viene a ser, por el Esp
ritu, el principio de nuestra vida renovada, en vida de hijos en el
Hijo. Esto estÆ presente, objetivamente, en la celebracin eucars
tica, la cual no hace sino actualizar en nosotros la œnica ofrenda
consagrada en la cena, como en los elementos sacramentales nos
son objetivamente presentados el cuerpo y la sangre para que no
seamos ya mÆs que uno con el nico. Pero esto no estÆ presente
de esta manera sino para hacerse nuestro por la fe, una fe en la que
todo el ser se entrega a la voluntad del Padre revelada en su pala
bra, as como en la Palabra hecha carne se realiz esta voluntad
en nuestro mundo.
465
Co ud usi i
As pues, los protestantes, siguiendo en particular a Calvino,
no se equivocan al no ver en la eucarista mÆs que un diÆlogo entre
la palabra divina y la fe del hombre nuevo en Cristo. Pero este diÆ
logo tiene toda la realidad de la palabra creadora y salvadora, ve
nida a ser en la cruz el hecho dominador de la historia. De esta
manera, si el pan y el vino siguen siendo pan y vino para los senti
dos, la fe, que reconoce su significado atestiguado por la palabra,
capta las realidades que esta palabra, en el Espritu, le coiunica. Y
por esta misma razn, la fe nos entrega nosotros mismos, con la mis
ma realidad del Espritu que se apodera de nosotros, a la conforma
cin de nuestro ser con el ser de Cristo, de nuestra vida con su cruz.
Nosotros recibimos el cuerpo de Cristo y somos hechos este cuerpo.
Anunciamos la muerte saludable de Cristo y la llevamos en nos
otros, crucificados con Øl para resucitar con Øl.
Esto equivale a decir que las realidades objetivas del misterio
sacramental no se nos dan tan realmente sino para ser objeto de una
adhesin no menos real en la fe. Por esto no se nos dan en los ele
mentos sacramentales sino en conjuncin con la oracin eucarstica:
la oracin que reconoce, en la alabanza exultante, el acto salvador,
re-creador, y que se entrega a Øl en la invocacin de su realizacin
en nosotros, invocacin que tiene la seguridad de ser oda por estar
fundada en la prenda, en el memorial objetivo que nos dio Dios en
Cristo œnicamente para que se lo representemos con esta plena se
guridad de la fe.
Esto nos lleva de la meditacin sobre el misterio eucarstico a
su realizacin concreta en la celebracin litœrgica.
Este misterio es el «misterio de la fe». No puede celebrarse sino
en la fe. Su celebracin es propiamente el acto de fe por excelencia
de toda la Iglesia. La Iglesia, puesta en la misa en presencia del ob
jeto de su fe, total y uno, el «misterio», se lo apropia. o mÆs bien
se entrega a Øl.
El alimento de la fe es la palabra de Dios. Fue, por tanto, una
evolucin completamente natural la que llev a la Iglesia a celebrar
el Ægape eucarstico como conclusin del oficio de lecturas bblicas
desde el momento, o casi, en que los cristianos dejaron de frecuen
tar las sinagogas. Querer separarlos de nuevo sera, no slo un
arcasmo gratuito, sino una regresin absurda. El sentido de la ho
466
Conclusin
i-nilia, al final del oficio de las lecturas debe consistir en servir de
transicin de la palabra anunciada a la palabra que se realiza en
nosotros mismos por el sacramento del sacrificio. Jesœs mismo, el
primero, segœn san Juan, no celebr la eucarista generadora de
todas las otras sino acompaæÆndola con sus enseæanzas supremas,
en el momento preciso en que todo lo que haba anunciado iba a
consumarse en el acto œnico de la cruz.
MÆs aœn. Para que el misterio eucarstico sea celebrado corno
«el misterio de la fe», es preciso que lo sea en un acto de f e, lo mÆs
efectivo posible, de la Iglesia en todos sus miembros. De ah la im
portancia de una oracin eucarstica en que se exprese en forma
plena, directa, comprensible, esta fe viva que se abre al misterio.
Hemos visto cmo la tradicin juda prepar progresivamente el
molde en que deba verterse esta oracin, as como la palabra del
Antiguo Testamento preparaba la palabra del Evangelio. Hemos
visto tambiØn cmo poco a poco se fueron desprendiendo las gran
des frmulas, hechas clÆsicas, de la eucarista de la Iglesia. Puede
decirse que no la expresan perfectamente, en todo su relieve, sino
todas juntas, a la manera como los cuatro evangelios expresan el
Evangelio.
La idea propuesta a veces, de volver a formas arcaicas, como
la de la eucarista de Hiplito, o la de Adday y de Man, en su for
ma originaria, es tambiØn un arcasmo regresivo que no se puede
sostener. Estas formas primeras de la eucarista, por venerables
que sean, no adquieren todo su sentido, al igual que las berakoth
de las comidas, de las que proceden, sino aæadidas a las otras gran
des berakot/z que seguan inmediatamente a las lecturas de la Sa
grada Escritura. Hemos visto que de hecho, cuando la Iglesia pri
mitiva no empleaba todava sino esta eucarista rudimentaria, su
celebracin supona siempre la recitacin anterior, en el oficio de
las lecturas entonces distinto, de estas otras berafrotk, con el sanctus
y las intercesiones y conmemonciones.
Desde el momento en que se reunieron los dos oficios se cons
tituy una eucarista sintØtica y total mediante la reunin de aque
llas diferentes eucaristas elementales. Aæadamos todava que, como
ya lo comprendan los judos, las berakoth litœrgicas, en su con
junto, no cobran todo su sentido sino cuando se prolongan, en la
467
Conclusin
vida del judo piadoso o del cristiano fiel, con una actitud constante
mente reanudada, de oracin y de sacrificio eucarsticos. toda
nuestra vida, en efecto, y todas las cosas con nosotros deben ser
consagradas por la eucarista a la gloria de Dios, en Cristo, por el
poder del Espritu Santo.
La eucarista ideal no tiene una forma œnica en la tradicin,
sino formas complementarias que se iluminan mutuamente. El
modelo sirio es mÆs sistemÆtico que el modelo romano y alejan
drino. Ilustra la unidad profunda de la oracin eucarstica. Pero
difumina un tanto los elementos primeros, que superpone y fusiona
con peligro de que se borre el relieve original. ste, por el contra
rio, queda intacto en Roma como en Alejandra.
La eucarista completa es siempre una confesin de Dios como
creador y redentor, por Cristo, y mÆs particularmente una glorifi
cacin de Dios que nos ilustra con su conocimiento, nos vivifica con
su propia vida, en el don supremo de su propio Espritu. Es al
mismo tiempo sœplica con que se implora que el misterio celebrado
tenga en nosotros, en la Iglesia consumada en todos sus miembros,
toda su realizacin. Concluye con la presentacin a Dios del mate
rial de este misterio sagrado, en la invocacin que consiguiente
mente se le dirige para que consagre nuestra unin al sacrificio
de su Hijo y la lleve a su perfeccin escatolgica por la virtud
del Espritu. As todos juntos, unos en el nico, glorificaremos
eternamente al Padre con las potencias angØlicas. Esta invocacin
suprema condensa en si misma todas nuestras sœplicas por el creci
miento de la Iglesia, cuerpo de Cristo, y por la salud del mundo,
y corona la sœplica que resuma todas las demÆs: que el Padre
acepte, en el memorial de su Hijo, todas las oraciones y todos los
sacrificios que le presenta su pueblo, convertidos en una sola ora
cin, en un solo sacrificio, la propia eucarista de Cristo y su pro
pia cruz.
Esta oracin es una oracin totalmente sacerdotal, es decir, que
no puede ser pronunciada sino en nombre de la Cabeza, por el que
le representa en medio de todos, obispo o sacerdote. Pero se pro
nuncia por todos nosotros y debe arrastrar a todos los miembros
tras su Cabeza a la presencia inmediata del Padre, en el santuario
celestial. Esto supone normalmente que los fieles se asocian a ella
468
Conclusin
lo mÆs perfectamente posible. Hay, por tanto, que regocijarse de la
restauracin de su pronunciacin por el celebrante, de tal forma
que todos la puedan oir perfectamente, as como de su participacin
comœn, expresada por las respuestas iniciales, por el canto del
sanctus y del benea!ictus y. por lo menos, del amØn final.
Separar de esta eucarista las oraciones por la Iglesia so pre
texto de remitirlas al ofertorio, sera mutilarla, como ya lo hemos
explicado. Si la accin de gracias por el misterio es aqu su motivo
bÆsico, no es menos esencial la sœplica por su plena realizacin en
la Iglesia. RepitÆmoslo una vez mÆs: ¿ No nos muestra san filan
a Jesœs en la cena elevando al Padre su oracin sacerdotal por la
consumacin de los suyos en Øl?
El canon romano, restituido a tal uso, refrescado para los fieles
con una explicacin penetrada de la tradicin que lo produjo
pese
es
a teoras de fantasa, cuya vanidad creemos haber mostrado
una de las formulaciones mÆs ricas y mÆs puras de esta oracin.
El autor de este libro, juntamente con otros liturgistas y con
dom Bernard Botte en cabeza, haba sugerido no ha mucho que
ademÆs del canon romano y de formularios tomados de lo mejor
de la antigua tradicin galicana, se extendiera a la Iglesia occiden
tal un formulario, por lo menos, de los mÆs tpicos de la tradicin
oriental, por ejemplo, la eucarista de san Basilio, preferentemente
en su forma mÆs antigua conservada por la Iglesia de Alejandra.
En cuanto al primer punto la vuelta a la eucarista del tipo
galicano antiguo, el segundo de los nuevos formularios eucars
ticos romanos responde plenamente a nuestra sugerencia. La se
gunda propuesta ha sido sostenida con el mayor rigor por el Secre
tariado para la unidad. No cabe, en efecto, la menor duda de que la
Iglesia latina no podra dar paso mÆs decisivo para u acercamiento
con los orientales. Pero ademÆs, la eucarista basiliana utilizada no
solamente para las celebraciones ecumØnicas mÆs o menos excepcio
nales, sino tambiØn, como en la Iglesia bizantina, para las ferias de
cuaresma, constituira una preparacin ideal para las celebraciones
pascuales.
Sin embargo, las autoridades romanas, sin descartar esta posi
bilidad para el futuro, han juzgado conveniente aguardar, antes
de ponerla en prÆctica, a que los catlicos de rito latino se hayan
-
-
469
Conclusin
familiarizado con los nuevos formularios de que hemos hablado
en nuestro captulo primero y que son ciertamente los mÆs apro
piados para ampliar y profundizar su viva comprensin de toda la
tradicin catlica tocante a la eucarista.
Esta renovacin serÆ, naturalmente, facilitada en gran manera
por la facultad ampliamente otorgada de celebrar estas eucaristas,
al igual que el canon rumano restaurado, en la lengua del pueblo.
No por ello se ha dejado de poner el mayor empeæo en redactar
las nuevas eucaristas en un latn fiel a las expresiones y al estilo
de la gran tradicin romana, respetando el cursus que permite
cantarlas solemnemente, al igual que el canon romano. Cuanto
mejor se conozcan y mÆs profundamente se comprendan estos
formularios, y el canon romano con ellos, tanto mÆs fÆcil serÆ,
cuando se dØ el caso, a los fieles bien formados, como a todas las
reuniones catlicas internacionales, usar todos estos textos en su
lengua original. Frmulas que generaciones sucesivas repitieron
antes que nosotros o que serÆn comunes a todos los catlicos de
Occidente, son de un valor demasiado elevado para que vayamos
a desaprovecharlas. No lo olvidemos: la eucarista no une sola
mente a los que estÆn materialmente alrededor del altar, sino, con
ellos, tambiØn a los de todos los tiempos y de todos los lugares. As
como un conservativismo muerto se opondra a su vitalidad, as tam
biØn un frenes de actualizacin y de localizacin estrechas sera
contrario a la catolicidad en que debe introducirnos la eucarista.
Como lo ha declarado tan enØrgicamente el Concilio en su Consti
tucin sobre la liturgia, y como lo recordaba el papa hace menos
de un aæo en una sesin plenaria del Consi.lium, no hay lugar a op
cin entre las ventajas de la lengua vulgar y las de una lengua tra
dicional, cuyo largo uso la ha cargado de valores imperecederos.
Unas y otras ventajas deben completarse armoniosamente en la
prÆctica. Pero lo que importa por encima de todo, ya se trate de
lengua vulgar o del latn, para una celebracin activa, consciente y
fructuosa de toda la liturgia, y especialmente de la eucarista, es
comprender que las mejores reformas de los textos no servirÆn
de nada si slo se aplican como mero cambio de nbricas. Es una
renovacin en profundidad lo que deben suscitar estos mismos cam
bios : un redescubrimiento vivo del sentido de la eucarista, de sus
470
Conclusin
oraciones constitutivas, de sus temas fundamentales, de su unidad
subyacente. Si faltara esto, los mejores textos, tanto por su fidelidad
a la tradicin como por la destreza de su adaptacin a la inteligencia
de nuestros contemporÆneos, no pasaran de ser formas vacas. El
renuevo eucarstico serÆ vano si no es una renovacin en espritu
y en verdad.
University of Notre-Dame, Indiana, U.S.A., en la fiesta de San Ba
silio, i966.
Brown University, Providencc, Rhode Island, U.S.A., en la fiesta de la
Epifana, 1968.
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