Dormido entre números (Enrique Recuero Martínez) Volví a aquel lugar en el que me sentía tan a gusto, alejándome del que tenía que soportar cada día. Una noche más pisaba el suelo de aquel extraño sitio… Reflexioné durante un momento, ¿el suelo? No sabía el terreno que pisaba, no sabía si era techo o era suelo, no sabía dónde estaba, solamente estaba seguro de que me sentía cómodo estando allí. Yo he tenido la oportunidad de ir, espero no haber sido el único. Lo mejor es que cambiaba cada día, no sabía lo que me esperaba, por eso siempre quería estar allí. Porque no podía esperar a ver qué sensación nueva me encontraría la próxima vez. Un mundo donde las matemáticas no se expresaban con un libro, donde no se estudiaban entre cuatro paredes del instituto. Un mundo lleno de números, que no parecen números… En este lugar, las matemáticas no se escribían en un cuaderno, estaban dibujadas de forma abstracta en el cielo. Un atardecer dibujado por encima del horizonte, ¿un atardecer? Tampoco estoy muy seguro, solo veía una circunferencia en tonos cálidos que dibujaban el número en mi lóbulo occipital… bueno, mejor dicho, en mi imaginación. Empecé a pensar en que las matemáticas podían estar relacionadas con el arte. Es más, podrían enlazar todas las artes, las ciencias y las lenguas, pero no tuve tiempo de comprobarlo. Mi despertador sonó, a las siete y cuarto de la mañana indicándome mi obligación de ir al instituto. Lo apagué rápidamente, su sonido me dañaba la cabeza como un taladro. Cerré de nuevo los ojos para intentar recuperar el sueño, pero fue en vano. Estaba despierto. Me preparé para marchar. Cuando estaba listo cogí la mochila y salí de mi casa. Fue un día de colegio aburrido. En clase de mates lo único que hice fue pintar. Pintar el cielo de mis fantasías. Una de las desventajas de los sueños es que se olvidan fácilmente, por eso yo, desde que tenía aquellos, los escribía y dibujaba en una libreta. Lo único que quería en ese momento era volver a acostarme. No temía a los profesores, ni a la mala nota que pudieran ponerme. No temía a que me confiscaran el móvil, lo único que temía era que me quitaran la libreta. Mis notas no eran sobresalientes en mates, especialmente. Me resultaba un camino demasiado cuadriculado para estudiar, además me sentía desganado, encerrado entre los cuatro muros de nuestra clase. Me lo pasaba genial con mis amigos mientras estaba en el instituto, pero además de que dormir y relajarme era mi religión, estar con ellos allí no era comparable con vivir los sueños que tenía. Y aunque me encantase estar con ellos, el instituto no era el lugar adecuado para echarme unas risas. Hoy ha sido un día extraño, veía matemáticas a mi alrededor, y aunque esto ya lo sabía, nunca me habían llamado tanto la atención. Sobre todo, desde que había soñado con el número , me percaté en la geometría más que nunca. Cada monumento, cada humilde casa, cada panal de abejas, cada granito de sal. Todo lo analizaba matemáticamente. Los días se hacían largos, esperando a la puesta de sol. Y las noches eran cortas, apenas podía estar más de √3 minutos en aquel maravilloso lugar, y, aun teniendo infinitas cifras decimales, no era suficiente para mí. Cada vez que visitaba ese lugar, el cielo me enseñaba un número diferente (normalmente irracionales) a través del arte abstracto. Pero este día fue diferente. Nada había dibujado en el cielo, la primera vez que veía las estrellas aquí. Pero sí que había un número dibujado, estaba escondido. Cinco estrellas, cinco vértices de mi pentágono regular, que definían claramente el número áureo. ¿Por qué representaba los números con cuadros abstractos? Porque la belleza es subjetiva, porque si quisiese ver matemáticas con un cuadrado, habría nacido en el siglo XV, la época del Renacimiento, la perfección y lo cuadriculado. No, la belleza es lo extraño, lo desconocido, lo infinito… Los números naturales no tienen misterio, ¿pero y los números irracionales? ¿Y los imaginarios? Hoy, durante la noche, estaba dispuesto a hacer lo que nadie había hecho nunca. Llevé un paso más adelante a los números. Pude oler el teorema de Pitágoras. Un olor que me recordó a chicle de menta y a césped recién cortado. Prácticamente me pasé el sueño entero husmeando cada rincón, oliendo cada cifra. Recuerdo perfectamente el olor del número trece, ese olor característico del barniz. Y recuerdo también su textura. Toqué al número trece, pero tuve la sensación de que él me acariciaba a mí. Noté la misma sensación que una mano extraña que te toca la piel, que provoca un cosquilleo molesto, pero a su vez un placer que no quieres que pare de tocarte. Mi piel tomó un tacto común al de la piel de las naranjas de otoño. Otra noche, visité el reino de las fracciones. Descubrí el sonido de cada fracción, desde música clásica hasta el chirrido de las uñas desgarrando la pizarra de clase. Desde la nota más grave de un violín, hasta la más aguda de una guitarra eléctrica. Me fijé de nuevo en el cielo de este reino. Era algo más complejo, una espiral de diversos colores, una sucesión matemática y la representación de una nota musical: Fa. Después de algunos días visitando a las fracciones me di cuenta de que la nota musical dibujada en el cielo dependía de mi estado de ánimo, y de éste también dependía los tonos usados en la espiral y la ecuación matemática para representar su curva. Hoy tengo ochenta y siete años. Trabajé como doctor de cirugía, pero me jubilé hace ya varios años. Aun así, vuelvo al hospital a menudo. No por voluntad propia, sino por obligación. Tengo una supuesta enfermedad, o eso es lo que dicen los médicos. Yo no me fío un pelo, estos no han estudiado como lo he hecho yo. No quiero gastar mi valioso y, ahora escaso, tiempo con unos chavales que no saben ni la mitad de lo que se yo sobre mi problema de salud. No voy al hospital para que cuatro vagos me digan lo que debo hacer, sino para comunicarme con otra persona, alguien que me escuche. Mis hijos apenas vienen a visitarme, no les culpo. Yo hacía lo mismo a su edad. Y cuando lo hacen mis nietos me ignoran. Mi esperanza reside en una niña, mi nieta más joven. Ella me idolatra, y yo a ella también. Siempre me escucha con atención las historias que cuento sobre mis sueños, y el mundo que conseguí crear en mi imaginación. Ahora sé que este lugar no será olvidado, una niña podrá recordar algún día lo que un viejo chiflado dijo: - Un mundo sin forma que no se puede explicar con palabras, por eso no lo puedes comparar con mi descripción anterior. La única manera de saber cómo es, es yendo allí, así que a la cama, Lucía – arropé a mi querida nieta con la manta y apagué la luz.