La recepción del Concilio Vaticano II en el Uruguay Los lectores se preguntarán: ¿recepción? El famoso teólogo francés, Yves Congar, que jugó un papel muy importante en el Vaticano II, rescató este concepto muy antiguo en la Iglesia. Significa: “el proceso de acogida en una Iglesia local de las decisiones de un concilio”. ¿Estábamos preparados para recibir el Concilio? Quizás no mucho. Como a toda la Iglesia, nos tomó de sorpresa esa iniciativa inspirada de Juan XXIII. Aunque, en parte, podríamos decir que sí. A finales de los ‘50 e inicios de los ‘60 se estaba dando en nuestra Iglesia un proceso de renovación, sobre todo en el clero joven y parte del laicado. Y entre los obispos hubo dos grandes señales: la carta pastoral de mons. Parteli sobre los problemas del agro (1961), y la de mons. Baccino sobre la Pastoral de Conjunto (1962). Estas vivencias se situaban ya en los rumbos del futuro Concilio. También comenzaba otro proceso importante. La Iglesia uruguaya había estado, desde su separación del Estado en 1919, como al costado de la vida del país. En los ’60, al iniciarse la crisis del modelo batllista, se da una nueva forma de presencia en nuestra sociedad, sobre todo a partir del laicado comprometido. La primera recepción durante el Concilio mismo El Vaticano II no actuó como dinamizador de la vida eclesial del país hasta que se vio el rumbo que adoptaba y el espíritu que lo alentaba. A partir de allí, los grupos laicales, así como el clero secular y religioso que los acompañaban, crecieron en influencia, aunque eran minoritarios. Esto se reflejó hasta en la prensa laica, que empezó a mostrar una atención antes inexistente hacia la renovación de la Iglesia, en el país y en el mundo. La experiencia del Concilio tuvo gran influencia en los obispos: participando activamente en un mismo grupo con mayoría de chilenos, más algunos argentinos y paraguayos, hicieron un proceso de toma de conciencia relevante. Tal vez el signo mayor de esta nueva conciencia pastoral en los obispos, hija del Concilio, es la decisión tomada en Roma por la Conferencia Episcopal (CEU) en noviembre de 1965: escribir una carta colectiva sobre la situación de crisis del país. El primer post-concilio (1966-1972): el impulso “Una característica peculiar del esfuerzo llevado a cabo […] para que la comunidad diocesana conociera y asimilara el Concilio fue el presentar el espíritu y los contenidos teológicos de los documentos conciliares en estrecha conexión con la efectiva puesta en práctica de un nuevo modelo pastoral inspirado en ellos” (P. Bonavía). El autor se refiere a la Pastoral de Conjunto, iniciada a nivel nacional en los años 1964 y 1965. En Uruguay, Vaticano II y Pastoral de Conjunto son indisociables. No por mera coincidencia cronológica, sino porque ambos impulsos fortalecieron una convicción: que la misión de la Iglesia debía tomar en cuenta, con seriedad y solidaridad, la realidad de la vida de este pueblo, del que la Iglesia había estado como alienada: es lo que se llamó “apertura al mundo”. Este movimiento abarcará todas las dimensiones de la vida y misión de la Iglesia. Resalto solamente la reforma de la liturgia y catequesis; la creación del Instituto Teológico del Uruguay; el ecumenismo… Pero lo más relevante es el gran crecimiento del protagonismo laical y la experiencia de pequeñas comunidades. También se da una gran integración del clero secular y religioso. En cuanto a los obispos, es notable su progresiva participación como voz atenta y comprometida en los diversos aspectos de la crisis del país, en un proceso que avanza en profundidad hasta mediados de 1972. La palabra de los obispos promovía y acompañaba el compromiso social y político de los laicos, buscando una transformación que tuviera especialmente en cuenta a los más postergados. Esta actitud de la Iglesia uruguaya se vio fortalecida por la Conferencia de Medellín, en 1968, y fue combatida por los grupos más conservadores. La primera etapa se cierra con el surgimiento de las primeras inquietudes de la CEU por un posible debilitamiento de la identidad en ese camino del compromiso, con advertencias sobre lo que se llamó “horizontalismo/temporalismo”. Al mismo tiempo, la represión del Estado comienza a tocar también a los laicos y sacerdotes. Y en el seno de la misma comunidad católica aparecen las primeras resistencias muy publicitadas de una pequeña minoría contra la renovación pastoral. Segundo post-concilio (1973-1985): las reticencias El golpe de Estado y la dictadura que lo siguió tuvieron una enorme influencia en este proceso de recepción. En lo inmediato, significaron un freno a muchas expresiones del compromiso laical, en general ilegalizadas. Lo que empujó hacia lo intraeclesial. Los mismos obispos, a causa de tensiones internas y la radicalización de las posiciones en la sociedad y en la Iglesia, decidieron no manifestarse más públicamente sobre la realidad del país. Eso repercutió en la teología de sus documentos, que comenzaron a explicar la crisis del país como un “alejamiento de Dios”, casi dejando de lado las causas económicas, sociales o políticas. Este abandono, aunque no total, de la teología de los signos de los tiempos acentuó un centrarse en lo más eclesial, acompañando la creciente reafirmación identitaria que se extendió con Juan Pablo II. Permaneció, sin embargo, lo caminado en la catequesis y las pequeñas comunidades, hostigadas por la represión. Eso, el exilio de un obispo por 11 años, el encarcelamiento y tortura de laicos y sacerdotes, así como los intentos por controlar la educación católica, que se volvió como un refugio de libertad, llevó a los obispos a elaborar una carta pastoral (“Misión de la Iglesia”, 1975), aclarando, defendiendo y reclamando libertad para su misión. Pero la carta fue requisada y solo pudo publicarse con numerosas correcciones. El grado de presencia en la sociedad ganado por la Iglesia en el primer postconcilio llevó a que ella se convirtiera en un espacio en el que se desarrollaron numerosas experiencias pastorales y sociales. La más notable fue el surgimiento y verdadera explosión de la pastoral juvenil, sobre todo a partir del año 1976. La etapa se cierra con una nueva renovación del protagonismo de los obispos, tanto en su enseñanza, cuanto en su intervención para facilitar el diálogo entre militares y políticos. En resumen, la Iglesia uruguaya, sobre todo por el trabajo paciente de los laicos reunidos en comunidades, de sacerdotes, religiosos y religiosas que los acompañaron a encontrar espacios de participación, sale de ese período muy difícil con una imagen apreciada por el pueblo en general, sintiéndola de su lado. Pero al mismo tiempo se ha ido desarrollando otra sensibilidad eclesial que juzga los primeros años del post-concilio como más bien negativos, turbulentos. ¿Y ahora qué? Hoy, el Concilio parece haber quedado medio lejos. Su influjo se ha perdido bastante en lo más visible de la Iglesia, que se ha volcado más hacia dentro, con dificultades grandes de ubicarse en una sociedad que cambia mucho. Pero al mismo tiempo, muchas de las cosas que se desarrollaron con el primer impulso, siguen tratando de mantener vivo, a veces sin que se note mucho, ese “nuevo Pentecostés” que soñó Juan XXIII. Como hace 50 años, confiando en la acción del Espíritu, la recepción depende de todos los miembros de la Iglesia de Jesús. Pablo Dabezies