ANÁLISIS DIGITAL Personas e instituciones 15 abril, 2013 La denuncia del mal comportamiento de alguien que ocupa un puesto significativo en una institución no es un ataque a esa institución. Esa denuncia puede estar inspirada y aun venir exigida por la necesidad, precisamente, de velar por la institución de que se trate, por su limpieza, por su prestigio, por su conservación. A quien señala las inmundicias con que se ve afeado un precioso vaso de oro, no se le puede decir, para hacerlo callar, que quiere negar o destruir el valor de esa joya, cuando lo que quiere es que se le someta a la limpieza necesaria para que reluzca libre de las desagradables adherencias que la ensucian y corroen. Del mismo modo no ataca sino defiende una institución el que acusadoramente señala a quienes verdaderamente la dañan en y desde dentro con un inadecuado proceder. Es un hecho, sin embargo, que quienes desempeñan alguna función institucional, cuando sufren alguna grave crítica de cualquier tipo, apelan, para rechazarla y defenderse, al honor, la importancia, la necesidad, la grandeza, etc. de la institución a la que sirven. No conozco ningún caso notable en el que la reacción no haya sido esa torpe defensa. Torpe e inválida es esa defensa asentada en el radical error que supone la plena identificación entre la institución y quien en ella sirve. Caso ejemplar de este error es el tan frecuente de quien da por supuesta una substancial identidad entre su persona y la indiscutible y suprema causa por la que lucha… (p.e., la nacionalista). La institución, quede claro, no borra ni encubre sino que sufre los “pecados” de quienes la sirven. Dicho lo cual, es preciso también tener en cuenta los distintos tipos de malos comportamientos en que pueden incurrir quienes están en o sirven a una determinada institución. A este respeto baste distinguir, sin llegar a las últimas disquisiciones, entre malos comportamientos en las actuaciones que especifican la función institucional encomendada a la persona de que se trate y malos comportamientos en otros tipos de actividades. Así en el caso, p.e., del administrador de una sociedad habrá que atender al rigor técnico y a la probidad moral con que ejerce la función específica que como a tal le corresponde. Dicho de otro modo: habremos de prestar atención especial a su competencia técnica actualizada y a la honradez, por decirlo, en términos coloquialmente sencillos, con que, entre otras cosas, maneja “los dineros” o, en suma, habrá que ver si es competente y no roba. Un juicio negativo sobre su comportamiento en esos aspectos debe conducir a medidas correctivas eficaces hasta el extremo, cuando sea menester, del apartamiento de tal o cual puesto o de la simple y “expeditiva” expulsión. De este juicio negativo y de las sanciones correspondientes no le libraría a ese administrador infiel el hecho de que fuera un marido ejemplarmente fiel (si es que cabe ser fiel por partes y sin negar que merezca más alta valoración un tipo de fidelidad que otro, según el punto de mira que se adopte). En relación con la vinculación personas-instituciones y las consecuencias que pueda tener en las segundas (instituciones) el comportamiento de las primeras (personas), es asimismo ineludiblemente necesario tener en cuenta los distintos tipos de relación que en cada caso se da entre una persona y una determinada institución. A esos efectos se Página 1 de 2 pueden distinguir dos grandes tipos de relación: la extrínseca o esporádica y la intrínseca o constitucional, la decidida y la dada, la electivo-selectiva y la casi-genética, la accidental y la substancial. O dicho también de otro modo: parece necesario tener en cuenta la distinción entre aquellos casos en que la persona está en o sirve a una institución y aquellos en los que la persona tiene tal vinculación con la institución que de alguna manera es la institución. Y ya situados en el caso en el que la persona es de algún modo la propia institución (como ocurriría en el caso de la monárquica), han de tenerse en cuenta algunas consideraciones fundamentales. En primer lugar: históricamente, en determinados casos, el inadecuado, negativo, ruinoso, opresivo proceder de la persona que, como suele decirse, encarna una institución ha dado lugar a la revolucionaria desaparición de la institución misma. En segundo lugar: excluido ese caso y dentro del normal orden constitutivo de ese tipo de institución, el modo de superar la negativa situación que pudiera generar el comportamiento gravemente inadecuado de la persona-institución no es obviamente el despido… (Se trata de otro tipo de salida que algunos hoy con significativa insistente ligereza se permiten recomendar). En tercer lugar: también aquí, como en cualquier otro tipo de relación persona-institución, ha de distinguirse entre comportamientos institucionalmente inadecuados (dejación de las mismas funciones específicas institucionales fundamentales) y comportamientos reprobables en otros planos, ámbitos, dimensiones, etc. (hasta donde, digámoslo una vez más, esa distinción sea posible). En cuarto y último lugar –y esto es decisivo–, razones de bien común pueden no sólo permitir sino incluso exigir que, aun cuando pueda atribuirse objetivamente a la persona-institución un comportamiento inadecuado, sea ella aquí y ahora la que continúe en su puesto, en cuanto ésa sea la fórmula que objetivamente permita salir de un trance extremo y evitar la caída general, de la mayoría, en una situación peor, hasta lo catastrófico. Pensemos el caso de una comunidad sorprendida en una encrucijada de la que sólo puede sacarle con vida en este preciso momento, aquí y ahora, una determinada persona, un determinado guía-símbolo: ¿nos negaríamos a encomendarle la dirección de la “expedición” sólo porque su comportamiento personal nos ofreciera graves reparos? ¿no nos sentiríamos obligados, también moralmente, no ya a permitirle sino a pedirle y aun a exigirle que en tal circunstancia mantuviera o asumiera, según el caso, la jefatura de la comunidad…? Sin duda habrá quien piense que consideraciones como las precedentes facilitan argumentos a quienes quisieran refugiarse en la impunidad más absoluta y eludir la condena de graves defecciones institucionales y morales. Permítasenos advertir que nuestras últimas observaciones impiden esa interpretación: Una cosa es que le exijamos aquí y ahora al único guía con que contemos que nos saque del atolladero y otra que renunciemos a pedirle cuentas por sus “pecados” en el momento –con seguridad no el presente– que marquen la justicia y la prudencia en aras del servicio al bien común. Teófilo González Vila Página 2 de 2