LOS ESTRAGOS DE LA ILUSTRACIÓN Enrique Lynch [Muriel Barbery, La elegancia del erizo. Traducción de Isabel González-Gallarza Granizo. Barcelona: Seix-Barral, 2008.] Hace ya algunas décadas que viene planteándose la legitimidad o ilegitimidad del llamado “Proyecto Ilustrado”... (Por cierto, sin que las idas y venidas en los argumentos que se suelen esgrimir afecten en nada el destino del mencionado “proyecto”) ...fórmula pomposa que alude al momento en que la secularizada sociedad europea de los siglos XVIII y XIX se propuso acabar con la superstición y los prejuicios, dar hegemonía al saber de la ciencia y autoridad a la Razón y extender la alfabetización a todo el mundo. No esperaba yo tener que enfrentar esta disyuntiva tan difícil de resolver cuando di con este artefacto producido por la desconocida Muriel Barbery. Un amigo me pasó el libro para que le echase un vistazo, con el conocido argumento que usan los que no acostumbran a leer: La elegancia del erizo lleva vendidos un millón de ejemplares en Francia y, al cabo de los dos meses de su lanzamiento en España, ya va por la décimo-séptima reimpresión. Ni el nombre de la autora, de vaga resonancia magrebí (“Barbery” suena a “berbère”), ni el ripioso título de la obra indicaban nada preciso. Así que, sin mayores referencias ni esperanzas intelectuales pero con auténtica curiosidad, emprendí la lectura de las vicisitudes del “erizo”, impresionado por la cifra de ventas, que supone ella sola un aval contundente acerca del valor (que sea literario o no, es lo de menos) del libro. ¿Qué es lo que sedujo a tanta gente? La elegancia del erizo tiene como personaje central a la portera de un edificio situado en el París más burgués. A diferencia de la enorme mayoría de los conserjes del todo el mundo, esta portera es una mujer culta y refinada, amante de la narrativa clásica rusa y de los libros de filosofía y admiradora de la cinematografía de Ozu, entre muchas otras aficiones harto sofisticadas de las que los badulaques burgueses que habitan en la casa no tienen idea, así como ignoran que en el cubículo de su portería se esconde una especie de Simone de Beauvoir. Las razones por las que la Sra. Michel se hace pasar por una portera huraña y repelente –más o menos como la mayoría de los vecinos de la villa de París– no se explican. Por lo menos, no hasta donde yo llegué en la lectura (porque el asunto me pareció tan irrelevante que no pude terminar el libro). Sin embargo, la idiosincrasia de la Sra. Michel llama la atención porque está claro que no es habitual que una portera lea a Tolstoi y a Husserl con espíritu crítico y que incluso se dé el lujo de burlarse del programa epistemológico de los fenomenólogos. Así pues, el personaje puede que resulte tan inverosímil como el mago Merlín, pero es previsible que su extravagante carácter suscitará la inmediata identificación del lector anónimo de nuestra época, dado que éste también se suele ver a sí mismo como un ser inteligente, sabio, culto y sofisticado como el que más y, por supuesto, capaz de plantear razonamientos profundos y de participar en experiencias místicas “a la japonesa”, pergeñar haikus y mirar el mundo a la manera Zen. Por añadidura, este lector no sólo emulará a la antipática portera por su afición a la cultura y por sus modales, ambos productos de la sociedad que nos ha deparado la Ilustración, sino además porque –como ella– estará orgulloso de su propia “discreción” y, sobre todo, de su natural y tan poco impostada “elegancia”. Él o ella no ocultan sus cualidades solamente por pudor o por recato sino además porque se tienen por un personas elegantes. Faltaba más... ¡qué horterada mostrar a los demás que se es culto y refinado! De modo que cabe imaginar que también él o ella reivindicarán la olvidada dignidad del anonimato, en contraste con la pedantería y la superficialidad de los burgueses y, sobre todo, de la hueste de intelectuales fatuos que suelen acompañarlos y adularlos. Etc., etc. El libro posee, pues, un atractivo especial para esos sofisticados consumidores de cultura que, formados tras la concienzuda enseñanza universal y obligatoria, nos ha deparado la Ilustración. Es un artefacto pensado por y para las nuevas generaciones de lectores cultos. A la resentida portera zen aficionada a la filosofía se suma otro personaje excéntrico: una adolescente miembro de una de las familias burguesas del edificio y autodefinida nada menos que como “superdotada”. También ésta oculta una personalidad compleja, dominada por un bronco rencor contra la característica bobería de las clases privilegiadas, rencor que ella anima sin motivo aparente y que se añade a la consabida rebelión adolescente, que la hace despreciar a sus padres, abominar de su escuela y sobre todo, resistirse contra el destino que le está deparado en la vida adulta. La adolescente es bastante más tópica que la portera, pero de todas formas su perfil resulta muy atractivo para captar una franja considerable de lectoras inquietas y recién salidas de la pubertad. No hay que ser muy perspicaz para ver que los personajes plasman dos identidades imaginarias de la autora: ella misma tal como se recuerda, como una teenager pedante; y ella misma tal como se representa hoy en día, una señora muy zen. Y, en ambos casos, à rebours, o sea muy a tono con esa característica rebelión inopinada que se suele dar en nuestro tiempo, la época que ha convertido en irrisorias todas las rebeliones. Barbery hace lo que puede para presentar a sus dramatis personæ principales por medio de sucesivos soliloquios o monólogos interiores que se desgranan en el marco de una peripecia mínima, sazonada con parrafadas que parecen sacadas de un manual de filosofía. El procedimiento es muy conocido.Ya lo aconsejaba Aristóteles: cuando se tiene una trama pobre, lo propio es enriquecer el carácter de los personajes. Ahora bien, no atribuyamos a Barbery una pericia poético-narrativa que seguramente no posee. La explicación de que la hosca portera y la superdotada adolescente compartan las mismas veleidades filosóficas es que Barbery es (o se formó como) profesora de filosofía. Pues nada, bastará con a la historia se incorpore Ozu, un japonés sofisticado (también la “sofisticación” de los japoneses es un tópico de la elegancia contemporánea) llegado como nuevo vecino al condominio, para que los dos personajes centrales se enreden en una historia aún más inverosímil: o simplemente se reconozcan en su peculiar rebelión contra el mundo al que, fatalmente, habrá de poner en orden alguna fórmula zen. ¿Qué tiene este bodrio para haber seducido a tantos y tantos lectores? Voy a ensayar una conjetura interpretativa. Una parte del mérito se la lleva la fórmula intimista. Siempre resulta especialmente placentero para el lector llegar a componer un mosaico a partir del relato de vidas cruzadas, como ya demostraron en su momento Choderlos de Laclos y Thornton Wilder, a quienes, desde luego, no tengo intención de equiparar con Muriel Barbery. La novela hace que muchas voces converjan según el modelo de la novela polifónica rabelaisana que describe Bajtin, sólo que en este caso, la composición de la polifonía es trasladada al lector y éste –siempre dispuesto a pasar por listo– se siente inmediatamente halagado porque se piensa responsable absoluto del sentido. Otra parte cabe atribuirla al resentimiento social que, desde el final del Antiguo Régimen, es la cosa mejor repartida en el mundo, después del sentido común. Pero estos dos atributos del libro no justifican el millón de ejemplares. El verdadero atractivo de La elegancia del erizo es la instrumentación narrativa de la Cultura, que el lector, formado por el “Proyecto Ilustrado” comparte con la autora. Igual que en aquel pastiche de Conan Doyle y la segunda escolástica que hizo rico a Umberto Eco (El nombre de la rosa), o la Alicia de Lewis Carroll fundida con astucia por Jostein Gaarder con un manual de filosofía para institutos (El mundo de Sofía) la herencia de la Ilustración es evocada, unas veces para ilustrar y para mostrar las propias Luces en un diálogo imaginario con el lector, donde éste se reconoce en gustos y referencias cultas, a la vez que se complace en compartir un interminable anecdotario de motivos y personajes de la Cultura. Cabe imaginar buena o mala fe en esta argucia de Barbery, pero lo cierto es que es una táctica de lo más difundida: ¿qué otra cosa proponen ilustres ilustradores ilustrados de nuestra época como George Steiner, Claudio Magris o Alberto Manguel? Dejando a un lado sus desiguales artes poéticas que, en cualquier caso, no se comparan con la prosa apelmazada de Barbery, la moneda de cambio que usan con el lector es la misma que procesa la portera-erizo: remiten a las vicisitudes de una vida en la cultura como clave de una tramoya teórica o literaria, que en Steiner puede ser la interminable remasticación de la tradición occidental; en Magris, unos largos y melancólicos paseos por la cultura centroeuropea, paradigma del mundo perdido de la burguesía ilustrada; y en Manguel, puro arte de la anécdota, cuya principal virtud es aprovecharse de la supina ignorancia de sus lectores para apabullarlos con chismografía culta. —Qué cosa admirable, fíjate cuánto ha leído este individuo… (Pero, ¿a qué me suena la fórmula..? Ya lo tengo: las anécdotas que cuenta Manguel me recuerdan las que aparecían en una viñeta de la última página del vespertino La Razón de Buenos Aires, titulada significativamente: “Divúlguelo”. Por cierto, era una sección muy divertida…) Igual que en la simulación de narrativa que practica Vila-Matas, donde la literatura se transforma en un inmenso repertorio de máscaras de tal modo que el astuto autor (de) culto siempre se vale de algún antifaz para perderse en el baile, otros emplean la filosofía o la crítica o la memoria histórica y literaria. Y lo mismo hacen sus lectores cómplices. ¿Por qué no? ¿Acaso no lo hacemos nosotros cuando leemos, no lo hemos hecho siempre, enmascarándonos con nuestras lecturas, como hacía el inasible Pessoa con sus heterónimos? La efectividad de la fórmula muestra que los lectores de hoy ya no sólo se encandilan con una peripecia, como las criadas que leían apasionadamente las novelas realistas decimonónicas, sino que lo que verdaderamente los seduce es el artefacto que pone en acción lo que han aprendido gracias a la Ilustración. Barbery acierta con el suyo. Su inverosímil engendro sintoniza con el espíritu postilustrado y con estos lectores devoradores de artefactos librescos. En la ficción posmoderna la cultura misma –en última instancia el objeto arcano que la Ilustración y sus instituciones laicas, democráticas, igualitarias y universales ha puesto en manos de los nuevos lectores ilustrados– es el último objeto preferidos de las operaciones literarias. Así pues, este libro –lo mismo que los de Steiner, Magris o Manguel– ya no es una ventana al mundo sino que permanece encerrado en el archivo de las referencias más o menos librescas, más o menos cultas –como las ficciones de Borges, pero sin la gracia de la parodia– y felizmente satisfecho con su culta intrascendencia (y, claro, también con sus ventas).