Carta a los Jóvenes en el día de la Resurrección Queridos jóvenes, hermanos y hermanas: Desde el corazón de esta hermosa ciudad consagrada a la Santísima Concepción y desde mi propio corazón, les escribo estas palabras que no quieren sino replicar el sentir de nuestra Madre Iglesia. Hoy, día de la Resurrección, celebramos la vida. Pero no cualquier vida, sino una vida terrena renovada por aquel que “hace nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5), venciendo a la muerte, rescatándonos de ella y abriendo el Cielo para nosotros. En todas partes donde haya muerte, abandono, injusticia, odio y codicia, llevemos esta alegre esperanza. Hoy, día de luz, queremos que se iluminen nuestros hogares, poblaciones, pueblos y ciudades, con la luz de Cristo, de la cual huyen hasta las sombras más densas. Llevemos en nuestros corazones el fuego del Cirio Pascual para alumbrar donde otros no pueden ver, cegados por la oscuridad que los rodea. Hoy, día de gozo, deseamos ver a todos alegres, sobre todo a aquellos que más sufren. No me cabe duda alguna que todos soñamos con ver las calles repletas de gente celebrando en este día, tanto y más como celebramos una clasificación a un mundial de fútbol; pero también queremos llevar esta alegría a aquellos que nunca tienen motivos para festejar: ésta es la Fiesta de los pobres, , los que sufren, los ignorantes y los perseguidos. Hoy, nuestras pequeñas voces se amplifican en la Comunión del Espíritu. Para que no se apague nuestra voz, aunque venga la adversidad, no permitamos que se pierdan nuestros lazos de unión. En estos días, en que el dolor en nosotros crece constantemente por los errores cometidos por algunos sacerdotes, se puede sentir cómo en nuestra Iglesia se pierde la comunión y el ánimo. Esto es porque somos un solo cuerpo: si sufre un miembro, todos los demás sufren con él (1Cor. 12, 26). Por lo tanto, quitémonos todo pensamiento y actitud que pueda perjudicar esta unión, y por consecuencia, a cada uno de nosotros. Cuando un miembro es arrancado, éste pierde su sentido de ser, muere, y el cuerpo sufre su ausencia. Cultivemos siempre la humildad. Si nos sentimos derrotados ante la fuerza del amor propio y la ceguera que produce la soberbia, pidamos al Señor que nos regale esa hermosa virtud, que ha sido escudo y espada de todos los Santos. Reconozcamos que hemos fallado: Así como han hecho el Papa y nuestros Obispos, a quienes cuya dignidad humana e integridad física han sido perjudicadas por parte de nuestros sacerdotes y religiosas, pidamos de todo corazón PERDON. Oremos también con gran fervor por todas estas personas y sus familias, para que el Señor les dé consuelo y paz en sus vidas. Seamos fieles a la verdad. No intentemos encubrir, ni disfrazar, ni menos exagerar la realidad. No inventemos argumentos que no convencen a nadie sólo para defendernos, ni pongamos las manos al fuego por nadie sin tener pruebas de su inocencia. No pretendamos que nada está pasando, pues es una prueba que el Señor permite para nosotros. Por lo tanto, no seamos indiferentes, sino agradecidos. Tampoco dejemos que el constante bombardeo y la tergiversación de alguna prensa influya en nosotros: más bien, pidamos al Espíritu Santo el don de Ciencia, para ver las cosas como Dios las ve; y cultivemos la mansedumbre, para responder siempre al mal con el bien. No olvidemos que Dios ama la justicia. Por lo tanto, seamos firmes defensores de la justicia. Si alguien cometió algún delito, sobre todo como estos tan detestables que oímos día a día, debe ser juzgado según la ley lo dice. Pero ¡ojo! tengamos mucho cuidado en esto. La justicia humana es muy diferente a la justicia divina. NUNCA condenemos a nadie por sus actos, pues, como seguidores de Cristo, debemos SIEMPRE buscar la salvación; es más, si condenamos o juzgamos, seremos condenados y juzgados nosotros mismos (Lc. 6, 37). En resumen, hagamos lo que nos piden nuestros pastores: ayudemos a que la justicia funcione, busquemos siempre la verdad y perdonemos a quienes fallaron, para que Dios tenga misericordia de nosotros, que no estamos libres de pecado. No caigamos en la generalización, como todo el mundo. Lo que hicieron algunos no afecta a las buenas obras de los demás. Valoremos siempre que Dios nos regala sacerdotes, religiosos y religiosas que sí son fieles a El y que buscan en todo hacer Su Voluntad; y agradezcámosle por todo lo que ellos hacen por nuestro país, día a día, silenciosamente, sin esperar nada a cambio, sólo por amor a Cristo. Oremos siempre por ellos para que sigan siendo fieles a su vocación y para que surjan nuevas vocaciones a la vida consagrada, sacerdotes santos y religiosas santas, valientes en el Señor que den su Sí de corazón, de modo que podamos siempre tener la gracia de acercarnos a los Sacramentos y tener un modelo y guía espiritual. Por último, no permitamos que el desánimo ante esta situación se apodere de nosotros. Por el contrario, aceptemos este tiempo de prueba como un desafío, un tiempo para que descubramos y renovemos nuestra vocación común: la Santidad. Con firme convicción les digo: hoy más que nunca el Señor nos pide todo nuestro esfuerzo. En estos días de oscuridad y muerte, necesitamos cristianos, más aún jóvenes cristianos que ardan como antorchas con el fuego del Espíritu Santo; jóvenes que sean sal y luz (Mt. 5, 13-14) que den vida y sabor a esta insípida sociedad; jóvenes protagonistas de la historia de nuestro país, constructores de la Civilización del Amor, acabando con el individualismo, soñando en colectivo; jóvenes que amen la belleza de la creación, pero que no pongan su tesoro en la tierra, sino en el cielo; jóvenes que quieran ser libres, no esclavos del pecado; jóvenes que hagan eco del Sí de María, haciendo vida la Palabra, abriendo la puerta de sus corazones por dentro, dando de su carne y su sangre para que Jesús siga naciendo hoy, y así llegue a todas partes la Buena Noticia y todos crean en ella y puedan decir de nosotros “Miren cómo se aman”, y así demostrar que el Amor vive hoy: que Cristo vive. De esta manera, nadie podrá decir que la Iglesia se olvidó de la Supremacía del Amor. ¿Podrá alguno de nosotros quedarse indiferente ante este llamado que quema como fuego? El Señor nos ha llamado a cada uno por nuestro nombre (Is. 43, 1), pues así es su amor, lleno de ternuras. Y nosotros, que estamos sedientos de vida, no nos conformemos con la mediocridad, no seamos cobardes, no queramos servir a dos señores, no perdamos la vida en cosas que pasan y terminan… ¡No nos entreguemos a la muerte! Cristo ha querido darnos vida en este glorioso Domingo, entonces… ¡No desaprovechemos esta oportunidad!, ¡Entreguemos nuestras vasijas de barro para que El las llene con el agua que calma la sed para siempre!, ¡Abracemos la cruz para encontrar la verdadera vida! En palabras de Sta. Teresa de Ávila: ¡Ya no durmáis!, ¡Aventuremos la vida!, No hay que temer… Jesucristo ya venció a la muerte. Si permanecemos en El, no será la muerte nuestro destino, sino la Vida Eterna. Aprovechemos este tiempo de alegría y fiesta que hoy comienza, aguardando la venida del Espíritu. Preparémonos, acercándonos a nuestra Madre María, tal como hicieron los primeros discípulos (Hch. 1, 14), para ser parte de este “Nuevo Pentecostés” que Chile y nuestra Iglesia tanto necesita. Que el Señor bendiga nuestras familias, nuestro trabajo, nuestros estudios, toda nuestra vida, y nuestro hermoso país. ¡Un gran abrazo en Cristo Jesús! Jóvenes Iglesia de Concepción