Primer premio Certamen literario “La solidaridad” en el XX Aniversario del Teléfono de la Esperanza de Granada. Una ventana abierta a la esperanza Alba Maldonado Gea No podía soportarlo más. Cada día encontraba menos sentido en su vida. Todo su mundo había dejado de ser maravilloso y todo era cada vez más terrorífico. Su corazón había dejado paso a la oscuridad y ya nada era lo mismo. Su día a día había cambiado. Ya no tenía amigos, ellos no querían ayudarle a superar su problema, había perdido su empleo, allí no podían tener alguien que no pudiera no dejarse influir por su vida personal; ya nadie quería ayudarle a empezar de nuevo. De pronto, se había encontrado solo, sin nadie en el que confiar. ¿Es que no quedaba compasión en nadie? Admitía que tampoco se había dejado ayudar, pero nadie se había ofrecido a ayudarle desinteresadamente, nadie había insistido cuando él había dado un no por respuesta. Le dolía pensar que cuando algo iba mal todos se desentendían y le dejaban tirado, como a un muñeco viejo y sucio al que nadie quiere. Pero, ¿acaso él no había hecho lo mismo? Ahora, además de sentirse completamente desgraciado y de pensar que no valía la pena seguir luchando, a todo esto se le había sumado el sentimiento de culpa; porque estaba criticando a sus conocidos por no haberle querido ayudar, pero él tampoco había ayudado a quien lo había necesitado. Recordó lo que su padre le había dicho tantas veces: "si alguna vez te encuentras desesperado, busca un recuerdo feliz, ese recuerdo te dará las fuerzas necesarias para seguir adelante". Buceó en su interior, buscando algún recuerdo por el que mereciese la pena seguir adelante, pero no lo encontraba. Vio cómo sus padres discutían, cómo gritaban, y cómo, aquel día, las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Volvió a revivir cómo aquel primer amor le había abandonado, rompiéndole el corazón. Siguió buscando desesperadamente ese recuerdo que le permitiera salir a flote, y apartar de su vida aquel pozo sin fondo en el que cada vez se hundía más y más. Día tras día, lo había buscado con la esperanza de superar la adversidad, pero nunca lo había encontrado. Y así, poco a poco, había presenciado cómo su vida se había desmoronado, cual migajas de pan; y cómo el agujero negro en el que se había sumergido se había tragado todo por lo que había luchado durante aquellos años. Sin comprender por qué, todo a su alrededor era sombrío y siniestro o, al menos, eso le parecía. Tampoco entendía cómo había llegado a quedarse encerrado en aquella habitación oscura, y no sabía la manera de escapar. Allí, acurrucado en aquel rincón de la estancia, observaba cómo aquellas tenebrosas sombras se extendían por la habitación mirándole con unos horribles y desagradables ojos rojos. Eran sus miedos, sus temores más profundos, los que aquel día se habían materializado, y ahora estaban allí, inflingiéndole un terror tan inmenso que apenas podía respirar. Cómo podía haber sido tan estúpido, cómo podía haber llegado a ese callejón sin salida. Pero de nada servía lamentarse. Sabía que estaba perdido y no quería seguir viviendo. Sufría, sufría mucho, tanto que ya había olvidado lo que se sentía al sonreír. Y eso no era lo peor, sabía que estaba causando daño a las personas que le querían, eso si todavía alguien le seguía queriendo. Por eso quería irse, por eso quería morir, para no causar más daño a nadie. Pero no tenía valor. No se sentía capaz. Quería desaparecer del mundo pero tenía miedo. ¿Qué sentiría después? ¿Le dolería mucho? Y aunque esas dos preguntas no paraban de rondarle por la cabeza, estaba completamente seguro de que nada sería peor que su situación actual. Quizás si abría la espita del gas de la hornilla... Le habían dicho que provocaba una muerte dulce y sin dolor. Semejante a un sueño, un hermoso sueño del que despertaría rodeado de sus seres queridos, allá donde todo es posible y nada malo podría ocurrirle. Aquel lugar del que tantas veces le habían hablado de pequeño, al lugar donde iban los buenos, los justos. Allá donde no existía el dolor, donde el alma seguía viviendo, y todo era felicidad. Aquel lugar del que todo el mundo deseaba saber más. Pero, si todo estaba tan claro, ¿por qué no se decidía? ¿Por qué notaba que todo su cuerpo temblada de solo pensar en ello? ¿Por qué sus piernas flaqueaban cuando intentaba levantarse e iniciar lo que se había propuesto? ¿Por qué estaba tan seguro de que no podría partir? ¿De qué tenía miedo? Cerró los ojos. No quería dormir, en los sueños sus monstruos eran más fuertes. Pero estaba agotado. Únicamente deseaba un segundo de paz en el que poder imaginar cómo sería su vida en aquel lugar, en el mundo soñado, en el más allá. Se vio rodeado de sus familiares que ya habían partido. Estaba feliz, sonriente. Y con aquellos hermosos pensamientos fue sumiéndose en un dulce sueño, del que no deseaba despertar. Poco a poco, fue abriendo los ojos. Era increíble que aquella noche no le hubiera asaltado ninguna pesadilla. Aun así todo seguía igual. A su alrededor todo continuaba lúgubre como de costumbre. Las sombras no habían desaparecido a la llegada del nuevo día, y pensó que por mucho que lo intentase no podría salir de allí. Sin embargo algo había cambiado. Un teléfono antiguo, de color verde esmeralda, reposaba sobre una pequeña mesita de madera color caoba. Llevaba varios días en aquella habitación, pero hasta entonces no se había dado cuenta de aquel teléfono. Se acercó tembloroso a la mesita. No sabía por qué, pero estaba seguro de que aquel teléfono era la clave a sus problemas. Vio un número de teléfono escrito en un papel amarillento y viejo. Estaba seguro de que aquel número lo había escrito él mismo, aunque no recordaba cuándo ni por qué lo escribió. De repente, sintió la necesidad de marcar ese número. No sabía quién respondería al otro lado del teléfono, pero la mera idea de levantar el auricular le reconfortaba. -Teléfono de la Esperanza, dígame. -le dijo una agradable voz al otro lado. Al principio no supo qué responder. Se quedó un rato callado, pensando si debía contarle a aquella amigable voz lo que le sucedía. -¿Está ahí? -le preguntó la voz. -Sí. -¿Qué le pasa? ¿Cuál es su problema? -Estoy desesperado. Ya no sé a quién acudir. -Nosotros le podemos ayudar, no tenga miedo. Tranquilícese, y cuénteme que le pasa. Y empezó a relatarle como había caído en el agujero. Cómo al principio no advirtió que el mundo empezaba a caerse a su alrededor. Cómo había visto como se quedaba cada vez más solo. Cómo le ofrecieron ayuda a cambio de una recompensa. Cómo la vida se había hecho más terrible y cómo le costaba realizar sus actividades cotidianas. -He llegado al punto de no poder moverme del rincón en el que me acurruqué una noche. Ahora mismo me encuentro en una habitación oscura y sin saber cómo salir. Tengo mucho miedo. Siento que unas sombras oscuras me vigilan para que no sea feliz. -Tranquilícese, no pasa nada. Allí nadie le está rodeando, y nadie le impide que sea feliz. Entonces se fue dando cuenta de que la habitación había dejado de ser oscura. Ahora podía reconocerla. Era su dormitorio. Allí estaban sus cosas, su cama, su armario. Ahora podía ver el ventanal por el que entraba la luz matinal. Aun así, seguía sintiéndose desgraciado. Ya no tenía miedo, pero la tristeza seguía reinando en su corazón. -Ya nada merece la pena. Ahora mismo, yo le estoy robando su tiempo y estoy haciendo que sufra con unos problemas que no son los suyos. Soy una mala persona y no quiero seguir aquí. -Allí, ¿dónde? ¿En la habitación? -No, en el mundo. Quiero dejar de existir. Quiero morirme. -No diga eso. Hay muchas cosas por las que vale la pena seguir con vida. -No, no las hay. -¿No tiene familia? -No, murieron en un accidente y yo soy el único que sigue aquí. -¿No tiene pareja? -No, me dejó cuando empezó mi problema. -¿Y amigos? -No, ellos me abandonaron igual que los demás. Dijeron que les daba pena. Tampoco tengo trabajo, me despidieron. -Algo tiene que haber que le guste. Siempre hay otra oportunidad para todo. Allá afuera hay miles de cosas bonitas que necesitan que usted las valore. ¿Realmente no tiene ningún motivo para vivir? Entonces miró por el ventanal. Era un hermoso día de verano soleado. Miró hacia la calle. Por allí cruzaba un niño pequeño, de la mano de su madre. El niño se giró al notar su mirada, y le saludó sonriente. Recordó los días en los que su madre le había llevado de paseo al parque. Recordó cómo saludaba, al igual que aquel niño, a cualquiera que pasara. También vio como cruzaban la calle unos jóvenes despreocupados y felices. Entonces recordó los días de su adolescencia en los que salía con sus amigos a pasárselo bien, sin pensar en nada más que en aquellas risas. Observó cómo una pareja de ancianos paseaban cogidos de la mano, como si vivieran una segunda juventud. Todo en el exterior parecía desprender alegría, e imaginó que él podría ser así, que podría superar su problema y ser feliz, sin que nada le impidiese pasear por la vida como a aquella gente. -¿Sigue ahí? -Sí. -¿Y bien? -Muchísimas gracias. Ya he encontrado mi motivo. Sabía que aun no había superado su problema, pero había encontrado la fuerza para salir a flote y luchar por su felicidad. *** Hoy, superado su problema, pasea por la calle. La risa de un niño le hace volver la cabeza, entonces recuerda cómo hace ya algún tiempo su problema le atormentaba y le impedía salir a la calle. Recuerda cómo gracias a aquella voz que le atendió desde el Teléfono de la Esperanza recuperó las ganas de vivir. Hoy, aquel tiempo le parece lejano e irreal, y sólo mira hacia delante, hacia el futuro. Cogido de la mano de la persona a la que más ama, da gracias a alguien que estuvo allí, al otro lado del hilo telefónico, y le ayudó a salir del pozo. Alba Maldonado Gea. (E.S Padre Manjón de Cartuja.)