En primer lugar me gustaría decir que no me considero la persona más apropiada para dar un pregón y menos si se trata de un pregón que da inicio a los actos de la Semana Santa en Villoria. Creo que hay cientos de personas en nuestro pueblo que se merecen mucho más que yo este privilegio, que viven y sienten la pasión y muerte de Jesús de una forma mucho más intensa de lo que yo la puedo llegar a sentir. Por eso, cuando los miembros de la Cofradía del Santísimo Sacramento me lo propusieron pensé que el único motivo era el de ser alcalde de Villoria. Y, sinceramente, ese no me parecía motivo ni mérito suficiente. Siempre he pensado que lo importante no son los cargos, sino las personas. Por eso la primera intención, el primer impulso que tuve, fue la de rechazar el ofrecimiento. No tenía dudas; declinaría la invitación y daría las gracias por haberse acordado de mí. Sin embargo, tras reflexionar un tiempo, me di cuenta de que una decisión aparentemente intranscendente, sin apenas importancia, no sería entendida ni comprendida por una persona en concreto. Bueno, puede que a Dios tampoco le pareciera bien mi negativa y que lo tuviera en cuenta para mi currículum religioso el día del juicio final. Pero no, no era eso. Yo sabía a ciencia cierta que había una persona a la que defraudaría y decepcionaría por no aceptar el encargo. Esa persona es, como supongo habéis imaginado, mi madre. Y por eso hoy estoy aquí. Para mostrar mi admiración y respeto a todas aquellas personas que viven y sienten cada momento de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. No envidio ningún bien material en esta vida pero siempre he deseado tener la fe que tienen esas personas. Una fe más allá de toda duda, de cualquier dificultad, que triunfa por encima de todos los obstáculos y que da sentido a toda su vida. Siempre recuerdo un libro que leí cuando era muy joven: San Manuel Bueno, mártir. De Miguel de Unamuno. Cuenta la vida de un párroco de pueblo ante cuyas palabras sus humildes feligreses quedaban extasiados y llegaban incluso a llorar. Escuchar sus homilías y sus consejos les hacía olvidar la miseria y pobreza en la que vivían. La fe en su párroco era infinita e inquebrantable. Todo el pueblo creía en él y, sin embargo, Manuel Bueno no creía. Su mayor deseo era creer en Dios igual que su pueblo creía en él. Su vida era un infierno. Quería, como todos queremos, tener FE. Esa fe es la que vi de niño en aquellas mujeres enlutadas que se arrodillaban ante el monumento con una pena infinita por la muerte de Jesucristo en la cruz. En aquellos hombres secos y duros hechos de tierra y de sol que cruzaban la puerta de este mismo templo y se destocaban con un doloroso respeto. Y el silencio, sobre todo el silencio, un silencio que se te clavaba en el alma y te cortaba la respiración. Un silencio que hablaba por sí solo. Tal día como ayer hace 18 años formé parte de la compañía de la Legión que participó en la procesión del Cristo de la Buena Muerte de Málaga. Huelga deciros lo impresionante e impactante de esta procesión para quién, como yo, no lo había visto nunca y menos vivido. Entre las ocho horas que duró la procesión y las cincuenta veces que cantamos El novio de la Muerte, tuve tiempo de pensar en muchas cosas. Entre otras, no podía dejar de comparar aquella magnificencia y abrumadora riqueza de todo tipo, con la pulcritud, sencillez y silencio de la procesión de mi pueblo y, por extensión, de toda Castilla. Y me di cuenta entonces de que aquello sí, era precioso, me gustaba y disfrutaba con ello. Pero en el fondo vi claramente que yo no era de allí, que aquel no era mi lugar y que mi verdadera Semana Santa se estaba celebrando a mil kilómetros de allí en el pueblo donde yo había nacido y en el que quería estar. No hay celebraciones de Semana Santa mejores ni peores. Sencillamente esta es la nuestra. La que hemos vivido y la que nos han enseñado. La que aprendimos junto a nuestros padres y espero que seamos capaces de transmitir a nuestros hijos. Es cierto que los años han pasado y que todos nosotros hemos cambiado mucho. Cada vez miramos menos al cielo porque tenemos demasiadas cosas aquí en la tierra. No sentimos la necesidad de hablar con Dios porque tenemos muchos dioses a nuestro alrededor a los que rendimos pleitesía porque nos proporcionan muchas satisfacciones y no exigen grandes esfuerzos. Sólo cuando tenemos un verdadero problema al que no hay forma humana de hacer frente, es cuando nos damos cuenta de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Sólo entonces, yo el primero, levantamos la mirada al cielo y recordamos lo verdaderamente importante. Vienen entonces a nuestros labios aquellas oraciones que aprendimos de niños y que poco a poco se han ido difuminando en nuestra frágil memoria: Padre nuestro que estás en los cielos…… Esta semana conmemoramos la muerte de un inocente. De un hombre que pasó su vida predicando el bien con sus palabras y con su ejemplo. Propuso ideas tan revolucionarias como dar de comer al hambriento, de beber al sediento, amar al prójimo o perdonar a los que nos ofenden. Aquello era demasiado innovador y peligroso para la sociedad judía de hace dos mil años. En consecuencia fue detenido, torturado y crucificado en una cruz. Que aquella vida y aquella muerte no fueron en vano lo prueba que millones de personas seguimos reuniéndolos en todo el mundo bajo ese mismo símbolo, el de la cruz. De hecho creo que nuestra religión, independientemente de la falta de vocaciones, del materialismo que nos rodea y de lo poco que la practicamos, nunca morirá. Y no morirá porque las palabras que aquel hombre que murió por nosotros nos dejó escritas a través de sus discípulos están grabadas en nuestro código genético. Aunque no lo llevemos a cabo, sabemos perfectamente distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, el amor del odio, el olvido del recuerdo, la verdad de la mentira…. Por eso creo que mientras haya una vela encendida en un hogar por un hijo ausente….. habrá esperanza. Mientras haya una mujer con un rosario en las manos ante una lumbre……. habrá esperanza. Mientras haya flores en las tumbas de nuestros muertos……habrá esperanza. Mientras haya un hombre mirando al cielo con fe…….habrá esperanza. Mientras las palabras de una oración rompan el silencio de la noche……habrá esperanza. Mientras un hombre y una mujer se juren amor ante un altar…….habrá esperanza. Mientras un niño haga la señal de la cruz……..habrá esperanza. Mientras haya una mano tendida ofreciendo ayuda……habrá esperanza. Y mientras una madre, la Madre de todos nosotros, vuelva a reunirse con su hijo muerto y resucitado a la puerta de una Iglesia…mientras eso ocurra….habrá esperanza. Muchas gracias. Julián Barrera Prieto