Cartagena se dirige a su pueblo

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CARTAGENA SE DIRIGE A SU PUEBLO
Cartagena, 5 de octubre de 2016
Cuando miro a la mar, mi amiga, recuerdo aquellos lejanos tiempos en
los que estuve sola, o casi sola, porque no había más de tres o cuatro
humanos dispersos, aquí y allá, refugiados en cuevas, sin más empeño
que seguir vivos al finalizar el día.
Sola.
Yo era joven, pero estaba sola.
Ella, la mar, me acunaba, me mecía, haciendo el tiempo más llevadero,
pero sin emoción, sin brillantez. Solas las dos.
Nos hacíamos compañía, mirando al horizonte, soñando ver entrar por
la bocana majestuosas embarcaciones cargadas de hombres y mujeres
que nos dieran vida.
Y un día ocurrió y nos sentimos alegres, felices.
Yo sabía que tenía mucho que ofrecerles, que podía ser un buen hogar
para quien me eligiera.
Era joven y animosa, tenía cinco colinas con las que abrazar a mis
pobladores, y un puerto que les abrigara al caer la noche.
Yo soy así, amorosa, entregada, fiel y noble. Al menos eso ha dicho de
mí la historia, que soy “muy noble, muy leal y siempre heroica”.
Quizá tengan razón, no sé.
En realidad soy una madre más, noble, leal y heroica, como todas las
madres. Sólo he pretendido ser amorosa, acogedora, fértil y cálida.
Tengo una profunda tristeza. Perdonen que vaya dando saltos en mi
relato, nunca he sido muy metódica, y con el paso del tiempo lo soy aún
menos.
Ser Cartagena no ha sido fácil, me ha ocurrido de todo.
Sí, es cierto, la vida es más emocionante cuando ocurren cosas dignas
de mención, pero para ser justos os diré que a mí me han pasado
muchas, quizá demasiadas.
Aunque no me negaréis, cartageneros de mi alma, que para los tres mil
años que tengo, me encuentro de muy buen ver.
Pues aún podría estar mejor, si entre todos ponéis empeño y me mimáis
un poquito más, que a mi edad cualquier arreglillo se agradece. Coqueta
que es una.
Ah! y he dicho todos, que no vale con dejar que sean los políticos de
turno los que carguen con todo el peso. Cada uno de vosotros, cada una
de vosotras, puede mimarme cada día en infinidad de gestos, de
detalles. Cuando tiráis un papel al suelo, ensuciáis mis vestidos, cuando
hacéis botellón, y esto va por algunos de vosotros, cachorros
cartageneros, que lo dejan todo hecho un desastre. Afortunadamente
son una minoría, porque por lo general mis cachorros son buenos crios,
buenos icues, que me quieren y me respetan.
Pensad en mí, quererme como yo os quiero.
También es cierto que muchas veces me engalanáis, llenáis mis calles
de luz, de alegría, de bullicio. Me gusta ver a mi amiga Caridad y
escuchar cuando le cantáis esa salve cartagenera tan preciosa; y a
Ginés, que sé que le acompañáis en romería. Buenos amigos ambos.
Disfruto al veros juntos, como ahora, que estáis aquí para honrar a mi
vieja amiga la mar.
He dicho vieja amiga, espero que no me haya oído, porque se enfadaría
muchísimo. Le gusta quitarse siglos.
¿Cómo? ¿Qué dices?
Lo que me temía, lo ha oído, y dice que hable por mí que ella es un
zagala joven y guapa todavía.
Mi vida, como he dicho antes, no ha estado exenta de ajetreo. He
tenido, y no quiero pecar de inmodestia, muchos pretendientes de alta
cuna, y con dineros, dicho sea de paso.
Recuerdo a un joven apuesto y fornido, de frondosa melena, que llegó a
mí siendo un niño, pero que pronto se convirtió en un muchacho viril,
decidido, inteligente, vamos que lo tenía todo el bribón. Aún recuerdo su
nombre: Aníbal.
Fue un idilio corto pero intenso, aunque pronto decidió que marcharía a
conquistar a otra, una tal Roma, una extranjera mucho más vieja que yo.
Ya no volvió.
Y no me importó, porque poco después llegó Publio, de la familia de los
Escipiones, y la verdad es que fue un flechazo. Todo ocurrió en un día.
Llegó ante mis murallas, me cortejó unas horas y entró en ellas decidido,
victorioso, valiente. Era joven y apuesto, tan solo 27 años, pero en poco
tiempo yo lucía preciosa, con todo tipo de comodidades traídas de
Roma. Sí de esa misma Roma por la que Aníbal me abandonó. Ironías
de la vida.
Y en todos estos tejemanejes estaba metida mi amiga la mar, que creo
que tiene algo de celestina, porque no ha parado nunca de traerme
gentes de otras tierras, de otras culturas.
¡Qué haría yo sin ella, sin mi amiga la mar!
Ahora también pasa y cada vez con más frecuencia. Vienen unos barcos
grandes, más altos que las murallas de Carlos III, que, por cierto, fue
otro buen muchacho que se preocupó mucho de mí, de mi bienestar y
mi progreso.
Pues, como decía, esos enormes barcos traen gentes de otras tierras
casi todos los días, y pasean por mis calles, me miran con ojos de
admiración, se enamoran un poquito de mí, que lo veo en sus ojos, y me
hacen fotos, muchas fotos.
Cartageneros de mi alma, a los que nacisteis en mi regazo y a los que
me elegisteis para vivir vuestras vidas, para tener a vuestros hijos, para
cuidar de vuestros mayores, cartageneros sois todos para mí. Hoy, en
este homenaje a mi amiga la mar, y a aquellos hombres y mujeres
valientes que la han hecho feliz, que han vivido en sus aguas, que han
pescado sus peces, que me han defendido en ella con sus barcos,
quiero deciros ¡Gracias!, gracias por quererme, gracias por cuidarme,
gracias por no abandonarme en 3000 años, en los que ha habido
momentos difíciles, muy duros, muy tristes.
Siempre habéis estado ahí, dando vuestra vida por mí, sufriendo y
resistiendo, cantando y laborando.
Si me amáis nos queda un futuro maravilloso, si me abrazáis y juntos
caminamos decididos, nadie podrá pararnos.
Os amo a todos.
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