Postales para el olvido Alberto Bejarano Paris 8 University Cita MLA: Bejarano, Alberto. “Postales para el olvido.” Nomenclatura: aproximaciones a los estudios hispánicos 3 (2014): 1-3. Web. Disponible en: http://uknowledge.uky.edu/naeh/vol3/iss1/1 Nomenclatura: aproximaciones a los estudios hispánicos is an annual online academic journal dedicated to interdisciplinary scholarship on the literary and cultural traditions of the Hispanic world. The journal is a graduate-student production of the Department of Hispanic Studies at the University of Kentucky and publishes original research in both English and Spanish on diverse aspects of the Hispanic world, ranging from the medieval period to the present. Nomenclatura: Aproximaciones a los estudios hispánicos Bejarano 1 Volume 3, 2014 ane vendía postales, afiches, cuadernos, camisetas, gorras, revistas, vasos y variados souvenirs cinematográficos en el mercado de las pulgas del este. Los sábados y domingos, instalaba su tienda junto a un puesto de talabartería. No le iba del todo mal, pero el viento nocturno la golpeaba con rudeza y vivía con un crónico resfriado que nada tenía que ver con Ionesco. La acompañaba una vieja radiola en la que ponía discos de Cream, The animals y The Yardbirds. Le gustaba jugar al dominó con sus vecinas y comer chocolate boliviano con sabor a hierba fresca. De vez en cuando conocía a extranjeros y se iban de paseo a las ruinas circulares del oeste. Después de esas apuradas excursiones amorosas, nunca los volvía a ver. Guardaba una foto de cada uno de ellos en su mesita de noche, aunque casi nunca las veía. En otros tiempos había vivido en un molino con su madre, al este del país, y por ello había cambiado su apellido. A pesar de su edad, era una mujer muy old fashioned. Le gustaba la sonoridad de moulin en francés, sentía que le daba un aire misterioso a su apariencia, así otros la ridiculizaran como es costumbre en estas tierras de judíos errantes amnésicos. “Jane…Du Moulin” podía leerse en su puesto del mercado cada fin de semana. Le gustaba subrayar esos puntos suspensivos— como si le estuviera mandando un mensaje cifrado a alguien. La mezcla anglo-gala le divertía. Cuando le preguntaban por su nombre, es decir, por lo que otros llaman el “verdadero nombre,” se reía y les hablaba de Kerouac y de Rembrandt. — ¿Y lo francés de dónde viene? —, le decían. — Pronuncien bien esos nombres y lo verán—, les respondía. Y luego agregaba —, los franceses afrancesan a propósito todos los nombres. Piensen por ejemplo en Borges, que ellos siempre pronuncian ¡Boryyes! Así que Kerouac y Rembrandt, en francés son otros. Lo mismo pasa con mi nombre: Jane du Moulin. En francés soy otra. Además, Kerouac y Rembrandt están marcados a fuego por la presencia de los molinos en su obra, quien mejor lo entendió fue David Lynch. Mulholland Drive es una mezcla de los dos. Allí están el último Rembrandt con el primer Kerouac. Jane estudiaba francés por las noches con un viejo profesor de historia barroca que le leía versos de Paul Verlaine y Blaise Cendrars a cambio de que ella le trajera cada día tres rosas amarillas y le regalara un par de fotografías en blanco y negro, de ella y de la ciudad. El viejo era un amante de Chejov y Carver y ahora era todo un ermitaño. Sólo salía a hacer la compra semanal en la plaza del mercado cercana donde aún tenía un par de amigos que leían tiras cómicas de westerns y con quienes hablaba de cine y de béisbol y de vez en cuando iba con Jane a ver una olvidada película francesa de Marcel Pagnol o Jean Renoir en el dorado teatro Jean Cocteau. Así como a otros les gustaban las películas rusas con muchos trenes, a ellos les gustaban con molinos, con muchos molinos. Ya saben cómo son estas cosas. A la salida del cine iban a comer empanadas al restaurante chileno Dominó y Jane escuchaba con fervor todas las historias cinéfilas de Pompilio. Le hubiera gustado contarle sobre sus propias aventuras y decirle por qué y cómo pensaba en él cuando se iba de viaje con otros. Quería proponerle que alquilaran una moto y se fueran hacia el sur, hasta Ushuaia, a vivir ciertas Historias mínimas. Así transcurrían casi todos sus encuentros, fugaces como fábulas experimentales, “auténticos y vividos” como decía Ionesco. Jane nunca había sido tan cinéfila, pero de tanto andar con Pompilio se le fue pegando la fiebre por ese arte total postwagneriano y pre-playstation, y terminó ligando su destino al cine, y se dedicaba a él día y noche. Con Pompilio se habían conocido un par de años atrás en “At the Crossroads of Literature and Technology” el mercado de las pulgas del centro. Por esos días Pompilio todavía salía y aún era un apasionado coleccionista de rarezas cinematográficas que luego le fue regalando a Jane hasta quedarse solo con un afiche de Marlene Dietrich en Rancho notorious de Fritz Lang, la última película que había visto en su no-se-acaba-casi-nunca París antes de partir precipitadamente en un día soleado para no volver nunca más. Es una historia burlesca y feminista en el salvaje oeste. Una historia de outlaws hipnotizados por la postrera, hermosa y espectral aparición de Dietrich en el cine. La historia de amor de la película rimaba con las postales que secretamente Pompilio le escribía a Jane, y que cada madrugada apilaba en un rincón de su buhardilla en el Park-a-Way. En su corazón, Pompilio se sentía como uno de esos bandidos, enamorados de amores brujos no correspondidos, y aunque no pudiera decirlo en voz alta, París estaba cada día más lejos y la selva amazónica, metáfora de una metáfora del desierto para él, cada vez más cerca. Al volver a su ciudad, Pompilio se había dedicado a dar clases particulares y a ver cine, mucho más del que había visto en París, es decir, más de siete películas diarias. El cine había sido la causa de su partida, y a la vez, había sido su único refugio en su derrota. En su época de coleccionista (había traído una grandiosa colección desde París). Los domingos mientras la mitad de la ciudad iba a misa (los más), a la ciclovía (los menos) o simplemente dormía la calentura de un “sábado azul,” él se iba para los pulgueros y ropavejeros y pasaba el día mirando viejas postales y amarillentos carteles de premières de los años sesenta. Así conoció a Jane, cuando ella acompañaba a una amiga a vender cubiertos oxidados y baratijas de su familia. Ese día hablaron de jazz manouche y de películas de gitanos. Jane le dijo que podía ayudarle a conseguir otro tipo de souvenirs cinéfilos a través Bejarano 2 de un amigo que había vivido en Hollywood y aunque a Pompilio no le sonó mucho la idea, aceptó porque quería volver a verla y no encontró otra excusa. A decir verdad, Jane no conocía a nadie así, pero en una fiesta había escuchado a un primo hablar de un tipo que había conocido en un viaje que a su vez le había comentado sobre una tía que tenía un ahijado que vivía en San Francisco y que una vez había soñado con ser guionista en el Hollywood de los años treinta, como en una película de los Hermanos Coen. ¡Listo el pollo, se dijeron los dos entre dientes! Al cabo de una semana ya habían olvidado esa historia y habían empezado con las clases de francés. A veces uno de los dos se acordaba del primo de Jane, de su amigo y de su tía y del ahijado y se reían como si estuvieran viendo películas de los hermanos Marx que, de hecho, veían con frecuencia. El paraíso es un cinematógrafo decía Pompilio, parafraseando a Borges y sus bibliotecas, pero olvidaba agregar que ver cine con Jane era El paraíso perdido soñado por John Milton y dibujado por Gustav Doré, y era todo un limbo también. Si lo hubiera dicho, seguramente Jane se hubiera tatuado uno de esos Lucifer en sus brazos y no estaría sola la serpiente emplumada que comenzaba en su espalda y que le daba la vuelta a su cintura hasta perderse en otros pasadizos que Pompilio no alcanzaba a imaginar del todo. Pero si Pompilio los hubiera visto, se hubiera dejado tallar la piel por Jane, y una serie de gatos transformistas y poesianos le hubieran marcado con hierro su destino a través de la mano de ella. Cuando pensaba en Jane, Pompilio saboreaba chocolate boliviano y París era una isla desierta en la que sólo había calabozos sin dragones chinos, de esos de los que hablaba Italo Calvino. Cuando Jane pensaba en Pompilio dibujaba en las paredes de su cuarto medusas fosforescentes y escuchaba a todo volumen a David Nomenclatura: Aproximaciones a los estudios hispánicos Bejarano 3 Volume 3, 2014 Bowie. Cuando los dos estaban juntos, viendo películas francesas sin trenes, pero con muchos molinos o leyendo poemas post-románticos o románticos tardíos, las horas pasaban de prisa “como el humo y la brisa” como cantaba Sabina “Con la frente marchita.” Cuando se despedían en la estación de tranvía José Asunción Silva, y Jane tomaba el último tren, el de las 11pm, Pompilio se iba a escuchar tangos y escribía algunas páginas en su diario. Cuando Jane llegaba a su cuarto, pasada la medianoche, tomaba una ducha vaporosa y palpaba palmo a palmo su serpiente emplumada, mientras escuchaba a Tom Waits. Luego se servía un par de vinos y se entregaba al chocolate boliviano hasta que se iba quedando dormida. Vivía con un gato al que llamaba cariñosamente Pompi, aunque su verdadero nombre era Claude. Era un gato negro, ya viejo, muy casero y querendón. Ya no le gustaba salir de noche. Prefería quedarse arrunchado sobre Jane. La primera película que habían visto era Rojo de Kieslowski. De allí habían salido para un bar de fados y milongas. Estando en esa febril atmósfera a Pompilio le dio por leerle a Jane un cuento de un viejo amigo, un tal Aquiles Cuervo. Era un cuento titulado, “Trenes rigurosamente cinematográficos,” con el que Cuervo había ganado un famoso concurso que le había permitido irse de viaje por Sonora y Arizona. Los dos se dijeron que no podían repetir la historia de Alberto y Alix que se narra en ese cuento, al menos no del todo, y planearon un viaje juntos, al extremo oeste de sus sueños, pero esta vez con vistas al mar, al océano Pacífico. Decidieron ir a oír el canto de las ballenas. A la vuelta del viaje se fueron a vivir juntos al barrio Gorgona. Cada semana Jane iba heredando las reliquias cuidadosamente guardadas por Pompilio y así fue como un día pudo montar su propio puesto en el mercado. Él a veces la acompañaba y cuando lo hacía les contaba historias inverosímiles sobre cada objeto a los clientes y Jane lograba vender dos o tres veces más de lo habitual. Hasta que un día Jane se escapó sin decir adiós, seguramente a las ruinas circulares del oeste, a buscar chocolate boliviano y algo más, algo ahora impronunciable, y Pompilio terminó yéndose unos meses después a Portugal. Ninguno de los dos volvió a ver tanto cine como antes.