CAROLINGIOS, LIBROS Wenceslao Calvo (11-03-2011) © No se permite la reproducción o copia de este material sin la autorización expresa del autor. Es propiedad de Iglesia Evangélica Pueblo Nuevo Libros Carolingios es el nombre dado a una crítica de los procedimientos del segundo concilio de Nicea (787), que apareció bajo el nombre de Carlomagno a finales del siglo octavo. Origen de los Libros Carolingios Manuscritos y ediciones Problema de autoridad La obra enviada al papa Adriano Relación de la obra original con la recensión más larga Libro primero Libro segundo Libro tercero Libro cuarto Caracterización de los Libros Carolingios Importancia de la obra Base teológica Influencia posterior de los Libros Carolingios Origen de los Libros Carolingios. Las actas del concilio le habían sido enviadas a Carlomagno en una versión latina muy defectuosa. Como ya estaba disconforme con la actitud de la corte bizantina y la equívoca política del papa Adriano I, tomó ocasión de la cuestión de la controversia iconoclasta y de la validez de la acción del concilio discutida por sus teólogos y envió el informe de sus procedimientos al rey Offa en Inglaterra, con una solicitud en la que pedía la opinión de sus obispos. Alcuino, entonces en Inglaterra, elaboró su réplica y la trajo a Carlomagno. Se ha perdido y por lo tanto no se sabe qué relación tiene con la obra que el emperador hizo que se escribiera hacia el mismo tiempo (790 o poco después), promulgándola con la confirmación de los obispos de su reino, bajo el título Opus inlustrissimi et excellentissimi seu spectabilis viri Caroli, nutu Dei regis Francorum... contra Synodum, quæ in partibus Græciæ pro adorandis imaginibus stolide et arroganter gesta est. Manuscritos y ediciones. La obra, cuyo contenido y espíritu están suficientemente indicados en el título, consiste de cuatro libros que contienen 120 capítulos. Está preservada en dos manuscritos, el Codex Parisinus y el Codex Vaticanus, el segundo hasta cierto punto defectuoso y supuestamente fechado al principio del siglo X. Se conocieron dos más en el siglo XVI, pero se han perdido. Se dice que uno estaba en Roma y un capítulo del mismo lo citó Steuchi, bibliotecario papal, en una obra polémica contra Lorenzo Valla. El otro, entonces existente en Francia, fue la base de la editio princeps de 1549, impresa probablemente en París y editada por Jean du Tillet, posterior obispo de Saint Bireux y de Meaux. Esta edición, a la que siguieron otras, fue usada por los protestantes (Flacius, Calvino, Chemnitz y otros) en sus ataques contra la Iglesia católica siendo, por tanto, puesta en el Índice por los papas desde 1564. De las posteriores ediciones la mejor es la publicada por Heumann en 1731, en la que hace uso de todos los materiales a su alcance y proporciona las introducciones y notas de editores previos. La edición menos perfecta es la de Goldast (1608). Problema de autoridad. La autenticidad de la obra fue negada por muchos de los antiguos teólogos católicos tales como Surius (quien pensó que era una falsificación del siglo XVI), Bellarmino, Suárez, Baronio e incluso en 1860 por Floss de Bonn, quien logró convencer a Baur de que al menos era dudosa. Pero esas dudas hace tiempo que fueron abandonadas por los teólogos católicos (el jesuita Sirmond, Alexander Natalis, Du Pin, Hefele). La evidencia externa más antigua a su favor es la carta de Adriano mismo (impresa por Mansi, Migne y Jaffé); la siguiente es la de Hincmaro de Reims, quien dice haber visto el libro en el palacio imperial y cita un capítulo (4.26). Sin El emperador Carlomagno, 1511-13, embargo, si es indudable que el origen de la obra es del entorno inmediato de Carlomagno y por su autoridad, la óleo sobre tabla de Alberto Durero cuestión del verdadero autor está todavía sin resolver. Por supuesto, no pudo ser él mismo, aunque se usa su nombre, sino que debe haber sido alguien (si no más de uno) de los más prominentes teólogos de su corte. La mayoría de los eruditos se inclinan en favor de Alcuino; pero hay algunas razones para creer que pudo haber sido el abad Angilberto de St. Riquier, quien estuvo en estrecha relación con Carlomagno y a quien le confió las negociaciones en Roma sobre esta controversia. La obra enviada al papa Adriano. La composición de la obra comenzó, según se desprende del prefacio del primer libro, no antes del invierno de 789-790 y no más tarde del verano de 791. No se sabe cuándo fue terminada, pero probablemente Carlomagno no otorgó a sus teólogos más tiempo del que fuera necesario, por lo que tuvo que ser acabada en 790 o 791. Su propósito era influenciar a la opinión pública en favor del rechazo de Carlomagno hacia los decretos de Nicea y así lograr una actitud semejante del papa Adriano, para lo cual envió a Angilberto a Roma con este propósito. La respuesta de Adriano se refiere a las discusiones mencionadas y confronta 85 capítulos de alguna manera plenamente. La cuestión que surge es si Angilberto le presentó la obra entera o sólo esos capítulos y si esos 85 fueron la base de una edición revisada y ampliada o una condensación de la obra completa. Una cuestión complementaria también surge en cuanto a la fecha de la misión de Angilberto, si fue antes o después del sínodo de Francfort en 794. La respuesta a la primera cuestión está determinada por la afirmación de Adriano de que había respondido a cada capítulo seriatim y por una afirmación similar del concilio de París (825). Hincmaro estaba probablemente equivocado cuando dijo que el "no pequeño volumen" había sido enviado a Roma. Relación de la obra original con la recensión más larga. La segunda cuestión supone una dificultad añadida. La teoría, respaldada por Hampe, de que la respuesta de Adriano produjo la ampliación del documento original a los actuales Libros Carolingios queda invalidada por el hecho de que en su forma presente no tienen referencia a la respuesta de Adriano y no hay intento de rebatirla. Es más probable que los 85 capítulos consistieran de extractos de la obra ampliada. A Adriano se le pidió que condenara ciertas proposiciones, para confirmar el pronunciamiento oficial de Carlomagno. En cuanto a la fecha de este procedimiento pudo haber sido antes del sínodo de Francfort, cuyas decisiones se tomaron en presencia de los legados papales y su validez nunca fue cuestionada, mientras que el rechazo de los 85 capítulos habría sido equivalente a una condenación de los mismos. Angilberto estuvo en Roma en 792 y el suceso probablemente tuvo lugar entonces, posiblemente no hasta el año siguiente. En consecuencia, Carlomagno presentó el asunto ante el sínodo. Libro primero. Cada libro tiene su propio prefacio. El del libro primero comienza con una alabanza retórica de la Iglesia como arca de salvación, siendo el deber de Carlomagno acometer esta cuestión. El orgullo y la ambición han guiado a los príncipes y obispos orientales a introducir innovaciones en la verdadera doctrina "por notorios y deficientes sínodos." El concilio de Constantinopla (754) erró en una dirección, al abolir las pinturas que desde antiguo habían servido para adornar las iglesias y conmemorar los sucesos pasados, mencionando lo que Dios había hablado de ídolos e imágenes. Por otro lado, el concilio de Nicea, tres años antes de la fecha del escrito, había errado no menos, al exhortar al pueblo a adorar tales imágenes. Ambos pervirtieron la enseñanza de los Padres, quienes permitieron la posesión de imágenes, pero prohibieron su adoración. Sin embargo, nosotros descansando en los fundamentos de las Escrituras, los Padres ortodoxos y los seis concilios ecuménicos rechazamos todas las innovaciones, especialmente las del concilio de Nicea, cuyas actas nos han llegado. Nos proponemos combatir esos errores con la ayuda del clero de nuestro reino. Ninguno de esos concilios merece el nombre de ecuménico y en contraste con ambos debe seguirse la vía media, que consiste en no destruir las imágenes ni adorarlas, sino retenerlas como ornamentos y recuerdos, adorando sólo a Dios y dando la debida veneración a los santos. Al ser expuesto el punto de partida de esta manera en el prefacio, la polémica del libro primero va dirigida contra los mandatos imperiales del concilio de Nicea, cuya fraseología queda condenada en cuatro puntos. El concilio mismo es acusado de exposición errónea de las Escrituras y equivocado empleo de las citas patrísticas. El autor cree que es necesario (i. 6) expresar su reconocimiento de la autoridad de la Iglesia de Roma, tanto en fe y adoración, fundada no en ordenanzas humanas sino en la prescripción divina. La sección i. 7–ii. 12 examina los pasajes de la Escritura alegados por el concilio y en ii. 15–20 los pasajes patrísticos, algunos de los cuales no son auténticos y otros no son concluyentes. Libro segundo. En ii. 26 se llega a la conclusión de que, ya que el conjunto de la Escritura proclama inequívocamente "que sólo Dios ha de ser adorado", el "culto de las imágenes" es totalmente reprobado, siendo contrario a la religión cristiana; si las pinturas han de ser retenidas o no en las iglesias es un asunto de indiferencia, aunque, los memoriales visibles de Cristo y los santos son innecesarios. A los amigos de las imágenes (obviamente incluyendo al papa) se les avisa de no perturbar la paz de la Iglesia y la prosperidad del reino de Carlomagno con sus concilios. Los apóstoles nunca enseñaron la veneración de imágenes por palabra o acción; es un error compararlas con el arca del pacto y un absurdo ponerlas en la misma categoría que la hostia de la eucaristía; tampoco deben ser semejantes a la cruz de Cristo, los vasos sagrados, o las Escrituras, las cuales son veneradas en su propio manera y medida por diferentes razones. Libro tercero. El libro tres comienza con una confesión de fe, a fin de evidenciar la ortodoxia de la Iglesia franca. Se supone que fue tomada de Jerónimo, pero realmente es casi verbalmente la profesión de Pelagio (Libellus fidei ad Innocentium de 417), que durante toda la Edad Media fue recibida como ortodoxa, bajo el nombre de Symbolum Hieronymi o Sermo Augustini. El autor entonces ataca al patriarca Tarasio sobre la base de la irregularidad de su consagración y el error de su enseñanza sobre la procesión del Espíritu Santo; este último reproche y el de aberraciones doctrinales añadidas van dirigidas contra otros miembros del concilio y un capítulo ataca la impropiedad de la pretensión de la emperatriz Irene para el oficio de la enseñanza. Un ataque especial se hace sobre una proposición de uno de los obispos que claramente se apoya en una traducción errónea, al hacer una distinción entre imágenes y reliquias; pero incluso si fuera verdad que algunas de las primeras han obrado milagros, no se les debe dar adoración por ello. Todavía menos pueden los sueños y las visiones, o absurdas invenciones apócrifas, ser aducidas en favor de la "adoración de imágenes." No es esto, sino el guardar los preceptos divinos, el comienzo del temor del Señor. Libro cuarto. Este libro continúa en su ataque contra las expresiones de miembros individuales del concilio y contra su autoridad como un todo. No puede ser comparado con el primer concilio de Nicea, que afirmó la igualdad del Hijo con el Padre, mientras que éste pone las pinturas al mismo nivel que la Trinidad. Aparte de todas las expresiones oscuras, pervertidas, absurdas, ilógicas y no teológicas que se encuentran en las actas de este concilio, no merece el nombre de ecuménico dado por los griegos, porque no manifiesta la fe católica pura ni es reconocido por todas las iglesias. Caracterización de los Libros Carolingios. Los Libros Carolingios, por tanto, en sus concepciones fundamentales, procuran preservar el significado indicado por Gregorio Magno en su carta a Sereno de Marsella: "Aprobamos sin reserva que hayas prohibido la adoración de ellas [imágenes]; pero no aprobamos su destrucción; si alguno quiere hacer imágenes, al menos que se le prohíba; pero evita en toda manera la adoración de ellas." Pero su polémica (aparte de su vehemente, casi apasionado tono) hace una injusticia material a los padres de Nicea, al ignorar su distinción entre latreia [adoración] que es debida a Dios sólo y proskunesis [honra] que puede ser dada a las criaturas y el atribuirle a ellos la proposición blasfema de que el mismo "servicio de adoración" es debido a las imágenes como a la Santa Trinidad se explica por la imperfección de la versión de las actas enviadas a Carlomagno, que siempre traducen proskunesis por adoración y por una particular mala interpretación o lectura errónea. Importancia de la obra. La obra en conjunto, sin embargo, puede dar una buena idea general de la teología franca y anglosajona de su día y es de considerable importancia para los logros dogmáticos, exegéticos, dialécticos y críticos de la época. Especial interés merece la actitud tomada hacia las grandes cuestiones de la teología medieval: la relación de la Escritura y la tradición, la autoridad y la razón, la Iglesia universal y la de Roma. A pesar de todo su reconocimiento a la enseñanza autoritativa de la Iglesia, y particularmente de la Iglesia romana, la obra postula el derecho a examinarla críticamente en una forma raramente encontrada en la Edad Media, aunque no hay que interpretar esa tendencia en términos modernos. Base teológica. La base teológica del libro en conjunto es la de Gregorio, un agustinianismo en alguna manera debilitado que permite al autor aceptar la profesión de Pelagio como "la confesión de fe católica." Sigue a Gregorio en la cuestión de las imágenes, también en la doctrina del pecado original, en la sustitución de los ángeles caídos por un número igual de redimidos, en la del purgatorio y oraciones por los muertos. Otras autoridades patrísticas citadas son especialmente Agustín y Jerónimo y algunas veces Ambrosio y Sedulio. El autor intenta mostrar su cultura universal mediante toda clase de detalles dramáticos, retóricos, filosóficos, históricos y literarios; por citas desde Platón y Aristóteles, Virgilio y Cicerón, Macrobio y Apuleyo, Catón y Josefo; y por el uso de la terminología científica y fórmulas lógicas. Sin embargo, la obra no tiene el carácter de tratado teológico escrito por una persona privada; es un documento estatal, una protesta oficial por parte de la Iglesia franca contra la superstición bizantina y romana y contra los injustificados anatemas pronunciados por esas Iglesias contra todos los que diferían de ellas. Influencia posterior de los Libros Carolingios. El efecto de esta protesta no se puede seguir aquí en detalle. Adriano quedó claramente perturbado por ella y envió su defensa a Carlomagno con muchas expresiones conciliadoras, declarando que él no había dado todavía respuesta al emperador bizantino, porque éste todavía persistía en su usurpación de lo que pertenecía a la sede romana, pero que él debía, siguiendo la antigua tradición de sus predecesores, condenar a aquellos que rechazaban venerar las imágenes sagradas. La respuesta de Carlomagno fue el sínodo de Francfort, donde la presencia de los legados papales anunció la sumisión de Adriano. El papa murió el día de Navidad del año 795 y la cuestión quedó aletargada hasta que surgió una vez más bajo Ludovico Pío y Eugenio II, en el sínodo de París en 825. Este sínodo se adhirió a la posición de los Libri Carolini y del sínodo de Francfort, aventurándose abiertamente a condenar a Adriano por fomentar la superstición, aunque inconscientemente, con el culto a las imágenes. Fue principalmente por la influencia de los Libros Carolingios que la Iglesia franca excluyó este culto durante todo el siglo noveno. Incluso en el X encontramos nombrado al concilio de Nicea como "pseudo-sínodo falsamente llamado el séptimo" y el principio adoptado de que las pinturas sean toleradas en las iglesias "sólo para la instrucción de los ignorantes", sin ningún intento por parte de Roma de reforzar su anatema. Carlomagno y sus teólogos tienen el crédito, por tanto, de haber detenido durante un tiempo el influjo de la superstición en el oeste, mientras que al mismo tiempo afirmaban los derechos del arte cristiano a valorar la decoración eclesiástica. Cuando en el siglo XVI el catolicismo de Trento reafirmó la proposición atacada por los Libros Carolingios, esa veneración fue dada no a las pinturas sino a sus sujetos ("honos refertur ad prototypa") y por otro lado el protestantismo suizo, en su aborrecimiento a la idolatría, renovó los tumultos de la iconoclastia, "volviendo a la moderación de Carlomagno" los controversistas luteranos, especialmente Flacius y Chemnitz.