SI DESCRUBRES A TU HIJO DURMIENDO EN LA CALLE Mediados los 80. Tras un concierto salvaje en el que uno de los cadetes alcanza un cebollón de campeonato, el sujeto tiene que volverse a Valencia con sus amigos en tren. Hay que trasladarlo desde el concierto a la estación, luego en el ferrocarril y, por último, hasta su misma casa. La primera parte es complicada. La explanada donde se ha celebrado el concierto está en la parte baja del pueblo. Para llegar a la estación, hay que subir una rampa enorme a pie; los tres cadetes que acompañan al delirante ser no se amilanan y realizan la proeza con cierto esfuerzo. Cuando lo logran, se quedan en la estación esperando a que pase el primer cercanías de la mañana. El pobre encebollado sólo pregunta cada tres minutos dónde se encuentra. “En la estación de tren, pesao”, es la respuesta. Cuando llega el convoy, se suben los cuatro, o sea, tres tíos y el bulto sospechoso. Son 40 kilómetros, pero a esas horas y en esas condiciones suponen más esfuerzo. El encebollado no articula palabra, está prácticamente inconsciente, aunque su vida no corre peligro alguno. Al llegar a Valencia, van a casa del infortunado, que por suerte no queda muy lejos de la estación. El encebollado camina casi por inercia, entre dos de sus compañeros, que se turnan para llevarlo cogido a los hombros, casi arrastrado. Después de un rato, consiguen alcanzar el patio. Aquí es cuando deciden que su tarea ha terminado. Faltaría más llegar pasadas las 6 horas, llamar a la puerta de su amigo y decirles a sus padres que aquí tienen lo que queda de su hijo. Su responsabilidad ha terminado en el portal. Así es que le dan un par de palmadas, lo dejan sentado en el escaloncito exterior del portón y se despiden de él. Este sólo atina a decir: “¿a qué hora llega el tren?”, convencido de que está todavía en la estación del pueblo. El plan de sus amigos consiste en que cuando el encebollado se despierte con los primeros rayos de sol, se dará cuenta de dónde está y subirá por su pie a su casa. Pero los primeros rayos de sol no lo despiertan, ni los primeros vecinos que intentan entrar o salir del patio saltando por encima del sujeto, todavía con el mismo vestuario del concierto y adornadito de confeti y champagne. Hasta que su padre se despierta, alarmado por su instinto paterno de que su hijo aún no ha llegado a casa; a saber qué le habrá pasado a este jamelgo. Se levanta y decide salir al balcón a tomar un poco el aire, porque es verano y la casa es calurosa. Al asomarse, descubre un bulto sospechoso tirado en el patio en el que reconoce a su hijo, su pequeñín al que acunó, dio biberones, pagó sus estudios y ahora se ha hecho inhumano. Baja a por él y la bronca que le echa lo despierta al instante. Aunque reacciona rápidamente por la presencia de su padre, lo primero que le pregunta es “papá, ¿qué haces tú en la estación de tren?”