11 La institucionalización del régimen. Secretaria General de la Falange. Fernández Cuesta. Muñoz Grandes. Arrese. El Consejo Nacional de la Falange. La Junta Política. Sánchez Mazas. Saña. Antes de pasar a Ocuparnos de la II Guerra Mundial y del papel jugado por usted en relación a ella, es necesario centrar la mirada en el interior de España y seguir de cerca los acontecimientos que tuvieron lugar en el país mientras usted se mantuvo en el poder. Terminada la guerra civil, Franco le necesita a usted para proceder al montaje de las instituciones políticas del régimen y para afianzar su jefatura personal. Aunque él dispone ahora de más tiempo para ocuparse de la res pública, no se siente todavía competente para moverse con autoridad en asuntos político-civiles que requieren unos conocimientos y una experiencia de que él carece. Usted volverá aquí a sacarle las castañas del fuego. El 9 de agosto de 1939 se procede a la formación de un segundo gobierno, en el que sólo figuran dos ministros del anterior: usted y Peña Boeuf. Aparte de este órgano ejecutivo tradicional, existe en el país la Falange unificada o partido único, instancia de la que saldrán las principales instituciones políticas del régimen: la Secretaría y vicesecretaría de FET y da las JONES, el Consejo Nacional de la Falange y la Junta Política. Franco es el jefe nacional de la Falange. El conflicto que se plantea ahora es en el fondo el mismo que se planteó a raíz de producirse el .decreto de unificación de 1937. Mientras Franco pretende convertir las instituciones orgánicas del régimen en un instrumento personal de poder, existen grupos de falangistas que quieren de verdad crear instituciones con vida propia, dotadas de un cuerpo de doctrina capaz de dar un contenido sustantivo al régimen. Usted, como siempre, está en medio, en busca de compromisos y soluciones viables para los diversos grupos ideológicos. Franco quiso nombrarle secretario general de la Falange. ¿Por qué no aceptó? Serrano. Pues por razones para mí muy claras. Primero, porque conocía muy bien la campaña tremenda de oposición que me hacían los grupos falangistas entonces más radicalizados y antifranquistas, aunque luego buena parte de ellos se convirtieran en franquistas incondicionales, y segundo, porque acababa de llegar a la zona nacional canjeado oficialmente, Raimundo Fernández Cuesta, que había sido secretario general de la Falange antes del Alzamiento. Por tanto, por razones positivas de falangistas que pudieran creer en él, como por razones negativas contra mí, le dije a Franco: «Eso sería darme la cabeza contra el muro, y de ninguna manera». Saña. Franco dio el cargo que usted no quiso aceptar a Fernández Cuesta, cuyo paso por la Secretaria General fue breve. ¿A qué se debió el fracaso de su gestión? Serrano. Es un tema para mí delicado de contar. Los falangistas quedaron pronto defraudados. Creyeron que iba a hacer milagros y se reveló como un hombre de carácter débil. No resolvió el problema de la Falange. Franco temió que podía ser manejado en sentido perturbador por las zonas insurgentes que había en la Falange, y llegó a la conclusión de que era mejor alejarlo. Personalmente no me entendí con él. Saña. Tras el fracaso de Fernández Cuesta, fue nombrado el general Muñoz Grandes, otra de las personas que usted no quería mucho. Serrano. No, no, su apreciación es errónea. Yo fui una de las personas de la Falange -no sólo yo- que precisamente pensamos en la necesidad de que un hombre enérgico tomara el mando de la Falange, porque el secretario general era en realidad el que tenía el mando del partido. Pensábamos que un militar decidido como él sería el hombre adecuado. Por otra parte, él adoptaba en el Ejército una postura falangista, sin serlo de origen. Tenía entonces prestigio, y creíamos que entendería mucho mejor que otros el sentido político-social de la Falange. Pero muy pronto se manifestó como un hombre muy personalista, en ocasiones con ideas un tanto rudimentarias. Se indispuso conmigo con Pedro Gamero especialmente, y fuera de un reducido grupo de personas que eran amigos suyos, se le consideró en seguida como un fracasado. Era un hombre destemplado que no encajó. Al fundarse la División Azul su gran afán fue mandarla porque era muy germanófilo; era de los que creía que estábamos perdiendo el tiempo con nuestra política. Creía que nuestro deber era el de tomar nuestro sitio en la cruzada contra el comunismo. Y yo fui uno de los que convencieron a Franco para que se le nombrara jefe de la División Azul, porque Franco no estaba muy decidido a ello. Saña. Vacante la Secretaria General por la marcha de Muñoz Grandes a Rusia, fue desempeñada de facto por el vicesecretario general Gamero del Castillo, que usted ha tratado siempre en términos elogiosos. Serrano. Procedía del campo católico, no era falangista originario. Era un hombre inteligente y con gran vocación política. Saña. Por último, el cargo pasó, por iniciativa de Franco, a manos de Arrese, un hombre del que usted ha hablado en los términos más peyorativos. Serrano. Con razón. Arrese no tenía ninguna significación, y era desconocido por Franco y por mí hasta que con motivo de la unificación de los partidos, llegaron los sucesos conocidos. Y según la policía, el Cuartel General y los servicios de información, este hombre desconocido estuvo implicado en los hechos. Cuando se produjo la sublevación, el servicio de información del Cuartel General le da a Franco la noticia de que han salido gentes mandadas por Hedilla para distintas provincias a levantar a la Falange. Franco, que era para eso muy rápido -yo estaba en su despacho-, coge el teléfono, llama al general Queipo a Sevilla y le dice, refiriéndose a Arrese: «Oye, Gonzalo, ten cuidado, toma tus medidas de seguridad, que ha salido de aquí uno que se llama... ». Franco, que era desordenado, no encontraba entre sus papeles la nota que le habían dado con el nombre del conspirador. Le dice a Queipo: «Un piernas»; por fin encuentra el papel: «Sí, sí, que se llama Arrese». Y añadió: «Va en el tren, detenedlo en la estación y si se resiste... ». Yo comprendí que el otro no le dejó terminar. Debió decirle: «Hombre, claro, eso es cosa mía». A causa de todo ello, Arrese fue detenido, juzgado por un Consejo de Guerra y condenado. Su mujer, que era prima de José Antonio, me visitaba diariamente muy angustiada, y yo, a pesar de que no conocía a la persona, me ocupé de él, con el mayor interés; no sin vencer la resistencia de Franco, que no quería tener ninguna debilidad con nadie que se hubiera resistido a la unificación. Conseguí que se le indultara, y entonces me vino a saludar y a darme las gracias, diciéndome que él «sólo quería vivir tranquilo». (Durante todo aquello yo no era todavía ministro.) Pero pocos meses después, constituido ya el gobierno, un día volvió Arrese a hacerse presente y me dijo que él quería servir en algún cargo, «quería hacer historia». Y para facilitarme el camino, me dijo concretamente que se le podía nombrar gobernador en alguna provincia. A mí la cosa me parecía un poco fuerte, aunque no tanto como le parecía a Franco, cuando un día me decidí a confiarle lo que ocurría y a proponerle. Franco, sin vacilar un momento, me dijo: «Pero eso es una locura. ¿Qué pensará la gente de que se nombre para un cargo de gobierno a quien hace poco más de unas semanas ha estado en la cárcel por rebelde?». Y yo le repliqué: «Hacia fuera, ese aspecto lo comprendo, pero considerando las cosas hacia dentro, creo yo que en la Falange tendrá cierto valor ese nombramiento, que se entenderá como la iniciación de una fase de generosidad, de superación de pasiones». Franco a pesar de todo se resistió, y de momento no quedó aceptada la propuesta. Algo más tarde yo volví sobre la carga y se obtuvo el nombramiento. Se le envió a Málaga como gobernador, y después de unos meses de actuación allá, un día, el teniente coronel de Infantería, Écija, ayudante de Franco, y casado con andaluza, fue en una pequeña vacación a aquella capital y volvió dándole a Franco la noticia de que el gobernador de Málaga estaba metido en una conspiración con elementos falangistas de allá y en contacto también con militares, incluso con el general Yagüe. Yo acababa de pasar al Ministerio de Asuntos Exteriores y me dio en privado la noticia el director general de Seguridad. Pero me alarmó mucho porque añadió que Franco iba a dar orden de detención del gobernador. A mí me pareció absolutamente irregular que un simple informe verbal de un ayudante bastara para detener a un gobernador. Entonces me apresuré a ir a El Pardo en defensa de un principio, no de una persona. Me parecía que las cosas no podían hacerse así, y, después de las consideraciones pertinentes, le dije: «¿Pero qué habríamos hecho tu y yo si don Niceto en tiempos de la República por sólo un informe o un chisme de un ayudante hubiera metido, sin más indagación, a un gobernador civil en la cárcel?». Entonces dijo: «Porque es intolerable, porque es conspiración». Yo le repuse: «Pues haz que te lo traigan aquí. Tú le haces los cargos, lo residencias, lo llevas a la cárcel o lo devuelves al gobierno civil». Y él, no con gran convicción, dijo: «Bueno, bueno, ya haré que lo traigan aquí». Yo estaba ya muy ocupado con los problemas de Asuntos Exteriores y por el momento no me preocupé más del asunto. Pero pasados unos más fui a El Pardo, y entre otras cosas de que le hablé, le pregunté: «¿Y qué pasó con Arrese?». Franco me dijo: «Pues mira, verdaderamente hice bien en seguir tu consejo, porque me ha hablado de unas casas baratas que ha hecho en Málaga y de unas ideas que tiene en materia alimentaria: aliviar el problema del hambre con bocadillos de carne de delfín. Total, que como pienso que lleva ya tantos meses vacante la Secretaria General de la Falange, le voy a nombrar a el ministro». Yo quedé sorprendido y le dije: «Hombre, ahora soy yo el que me asombro de que de la antesala de la cárcel lo pases a ministro de la Falange». Bueno, pues él se manifestó desde el primer momento como el falangista puro más franquista y germanófilo de la Falange, y como iba con la amargura de que el director de Arriba le había rechazado con anterioridad un artículo suyo sobre José Antonio, uno de sus primeros actos de autoridad fue obligar al director de ese periódico a que le publicara el artículo rechazado cuando era solamente gobernador civil de Málaga. Saña. El órgano de control de los mandos superiores de la Falange tenía que ser teóricamente el Consejo Nacional, pero sus funciones fueron desde el principio muy discontinuas y más aclamatorias que normativas. Usted pertenecía al Consejo. ¿Cuándo se dio cuenta de que no era más que una correa de transmisión del poder caudillista de Franco? Serrano. Lo comprendí en seguida, después de la primera reunión que celebró el Consejo. La selección o nombramiento de consejeros se hizo con arreglo a un criterio muy de circunstancias, buscando cierto equilibrio entre las diversas fuerzas concurrentes al Movimiento y teniendo en cuenta que no faltara ninguna representación. Numéricamente, se procuraba que las representaciones guardaran relación con lo que eran en la base. Como la Falange había experimentado en el transcurso de la guerra esa gran dilatación de la que ya le hablé en otra ocasión, el mayor número de consejeros era de la Falange, predominando dentro de ellos los falangistas antiguos. Yo -principalmente- tuve la idea de atraer en lo posible al Ejército a nuestro proyecto político; primero, porque era interesante que hubiera militares distinguidos, importantes, que comulgaran con nuestras ideas, pero sobre todo, porque en la realidad de entonces, el Ejército era fuerte, y en definitiva, sin el Ejército, o, por lo menos, sin su tolerancia, no se hubiera podido hacer nada. Por consiguiente, nombramos consejeros -y hablo en plural porque las designaciones las hicimos esencialmente Franco y yo- a varios generales. Una de las primeras personas del Ejército a quien se nombró fue Queipo de Llano. Franco pensó punto menos que el Consejo Nacional fuera un adorno del régimen y que se celebrara de vez en cuando alguna sesión un poco convenida para cumplir una misión aparencial. Con este propósito se celebró la sesión inaugural. Después de haber sido leído por Franco un breve discurso, se levantó Queipo y pidió la palabra, empezando a plantear una serie de cuestiones críticas relacionadas con el procedimiento que se había seguido en las designaciones. En sustancia dijo que los nombramientos no podían ser obra de un solo señor, y que debían basarse en un principio más democrático del que se había adoptado. Franco, en cuanto oyó los reparos de Queipo, se levantó y dijo: «Esto no es un Parlamento, y aquí no venimos a hacer política ni a plantear pequeñas cuestiones», y le quitó simplemente la palabra. Después de alguna breve y ya cohibida intervención más, se levantó la sesión: El Consejo no se reunía más que de tarde en tarde, como el 18 de julio o cuando había que dar resonancia por algún motivo a un acto del régimen. En aquellos años, creo que el Consejo Nacional no debió reunirse más allá de seis o siete veces. Saña. Usted era también miembro de la Junta Política, de la que usted mismo diría, años después: «Yo fui nombrado presidente de la Junta Política, cargo que, al no tener ninguna función ejecutiva –ésta correspondía a la Secretaría General del Partidoquedaba flotando en la vaguedad de las misiones puramente teóricas». ¿Por qué aceptó ese cargo si no creía en su virtualidad o eficacia? Serrano. Pues primero, porque pensaba que alguna función orientadora podía tener, y en cierta medida la tuvo, como por ejemplo el proyecto de Constitución política que en 1940 lleve a la Junta. Juzgándola con el criterio de hoy, esta Constitución parecería obra de párvulos -como en otra ocasión he dicho- porque era muy sencillita, pero no se le puede negar el valor indudable de síntoma que tuvo con respecto a los propósitos de que el régimen viviera dentro de unos límites jurídicos determinados. Y lo que se hizo en este y otros aspectos, se hizo en definitiva en la Junta Política, de donde surgió el Fuero del Trabajo. La Junta Política tenía una función normativa, la de dirigir ideológicamente el Movimiento, mientras que la función ejecutiva recaía en la Secretaria General de la Falange. Lo natural era que se hubiera vivido en una relación de armonía entre la presidencia de la Junta Política y la Secretaría General; más aún, de cierta subordinación de la Secretaría a la Presidencia, y en el orden personal, del secretario general al presidente; pero en seguida ocurrió lo contrario, porque el ministro secretario, debido precisamente a sus complejos, no tuvo otra preocupación que la de ponerse en una actitud de hostilidad hacia mí. Saña. El vicepresidente en la Junta Política era el escritor falangista Sánchez Mazas. ¿Cómo se desarrolló su trabajo con él? Serrano. No se desarrolló. Sánchez Mazas era un notable escritor dentro de la Falange, pero políticamente, un hombre nulo. No tuvo nunca el menor prurito de participar en las tareas de la Junta Política, manteniéndose completamente ajeno a ella. Es curioso que él, a pesar de ser ministro sin cartera, no hablaba ni actuaba nunca. De manera que no hubo ni un minuto de Vicepresidencia.