REPORTAJE DOS HONDA EN UN VIAJE HACIA LOS 3.700 METROS DE ALTURA Un debate habitual entre los amantes de los viajes largos en moto es el de cuál es el modelo ideal para largos periplos por el mundo. Como ya habréis adivinado, hay opiniones para todos los gustos, ya que, al final, si quieres llegas a donde sea con la moto que sea… ■■CHARLIE SINEWAN Yo actualmente tengo una F 800 GS por convencimiento, pienso que el equilibrio entre potencia y peso es óptimo viajando solo, la fiabilidad después de haber testado el modelo durante años es tranquilizadora y el precio no es desorbitado. Después de tres años viajando por el mundo, creo que esos son los parámetros más importantes a tener en cuenta. Pero eso no quiere decir que sea la única moto posible, ni siquiera la mejor, simplemente es la que en este momento yo considero más adecuada para mis circunstancias motoviajeras. En otro momento, en otra situación, elegí otra que me llevó por caminos diferentes, una Honda Varadero 1000. La ruta del Annapurna FOTOS: CHARLIE SINEWAN A finales de 2009 llegaba a Pokhara, un pequeño pueblo ubicado en un valle del Himalaya nepalí que crecía alrededor de un lago del mismo nombre. Llegaba muy cansado de la ruta por Oriente Medio y especialmente de las carreteras y el tráfico indio, así que sin apenas darme cuenta me vi una semana repanchingado en un acogedor hotel, a razón de tres euros la noche y recuperando el peso perdido a base de macarrones con tomate, pizzas y Nutella. Pasaba largas horas en el jardín sumergido en conversaciones con macuteros llegados de todos los confines del planeta en busca de intrépidas rutas a través del Himalaya. Hacia el Annapurna 126 SOLO MOTO impresionante. s e s ra u lt a s la El desierto dees el paisaje del Tibet... Éste SOLO MOTO 127 Reportaje Por las condiciones de la pista, era inevitable no sufrir algún pequeño percance. El transporte de suministros en esta zona se realiza con caballos y mulas. Durante el ascenso, la pista estaba muy embarrada en algunos tramos. Estar a los pies del Annapurna pone la piel de gallina. ¿Quién dijo que la Varadero no es una moto off-road? La gente del lugar nos miraba asombrados: un par de tipos con sendas motos, circulando por caminos llenos de barro, piedras y agujeros Antes de dirigirme a Katmandú y continuar mi camino a Australia, decidí darme un pequeño homenaje motero y subir una pista que llegaba a Muktinath, un pueblo a 3.700 metros situado en el epicentro de una de las rutas de trekking más conocidas, el mítico circuito de los Annapurnas, una senda circular alrededor de un parque natural que rodeaba varios siete miles, un ocho mil y que contaba con uno de los pasos a pie más altos del mundo. Pensaba hacerlo en solitario, pero el azar hizo que la última tarde antes de emprender camino apareciera en el pueblo Reinhold, un alemán de pelo canoso, fino bigote y bien entrado en los cincuenta. Pilotaba una Africa Twin de final de los noventa. Apenas hablaba inglés, pero el hecho de ser motero europeo y de haber recorrido ambos el 128 SOLO MOTO mismo y largo camino desde Europa, nos hizo ser colegas. Se alojó en mi mismo hotel y por la noche compartimos mesa junto con otros viajeros, entre ellos un alemán que había caminado la pista por la que al día siguiente me planteaba subir. Así que con un mapa desplegado sobre una mesa del jardín, el buen alemán me explicaba pacientemente el camino. Parecía complicado, pero no peligroso, sólo el posible barro después de las últimas lluvias podía hacer impracticable algún tramo. El resto parecía asequible a pesar del peso de mi moto y mi poca experiencia sobre pista. Reinhold permanecía allí sentado, en silencio, intentando entender lo que su compatriota me explicaba, pidiéndole que lo tradujese al alemán cuando se perdía completamente y quedándose pensativo a ratos. Se planteaba aceptar o no mi invitación de acompañarme en la ruta del Annapurna. Las dudas se despejaron en su germana mente cuando nuestro interlocutor pasaba el bolígrafo que usaba como puntero sobre Jomosom, un pueblo al parecer con algo de infraestructura y que rondaba los tres mil metros de altura. Allí, decía el alemán, la vegetación desaparecía y surgía la impresionante meseta desértica de las alturas… Los ojos de Reinhold se iluminaron, soltó su mano contra mi antebrazo, me apretó fuertemente y, sin soltarme, me miró con los ojos muy abiertos exclamando una autoritaria aprobación. Ya tenía compañero para la osada gesta de ascender por pista embarrada sobre una moto que pesaba trescientos kilos. Amanecimos a las seis de la mañana para ultimar los preparativos. Teníamos dos días de ruta si no había percances. Los trabajadores del hotel nos despidieron animosos con un curioso ritual religioso que sólo ellos entendían. En ruta Partimos cerca de las ocho de la mañana. Los primeros setenta y cinco kilómetros discurrieron sobre una estrecha calzada de asfalto decente que subía y bajaba jugueteando con verdes laderas que rondaban los dos mil metros. Pequeños pueblos, gentes trabajando la tierra, especialmente mujeres, aire cada vez más limpio, olor a campo húmedo y ríos hundidos en profundos cañones que en ocasiones daban vértigo. En dos horas llegamos a un pueblo de cierto tamaño llamado Tatopani, final del asfalto y bienvenida a las primeras piedras y la tierra dura. Por primera vez cruzamos el río Gandaki por un gran puente de piedra. La ruta comenzaba a endurecerse, cortando la ladera y ganando metros a la montaña, el río a la derecha, al final de un precipicio cada vez mayor, y una pared vertical a la izquierda que emparedaba el Contentos pero exhaustos, Reinhold y yo, y las motos, posamos para inmortalizar la llegada a Muktinath. camino y por la que surcos de agua caían libres hasta cruzar la pista, formando pequeños riachuelos que vadeábamos sin mayor problema. De nuevo tierra dura y piedras con intermitentes bancos de arena blanda, nos levantábamos de la moto y seguíamos ascendiendo, cada vez más deprisa. El sabio alemán, aficionado a la moto de campo, me dejaba ir primero en previsión de lo que tarde o temprano parecía posible que pasara. Apareció el temido barro y con él comenzó el baile. Llevaba dos ruedas compradas por treinta euros en Delhi, la trasera daba un servicio más que digno por la poca inversión, pero la delantera era un híbrido de mala calidad que empezaba a patinar sobre el resbaladizo firme. El desnivel aumentaba, el barro ocupaba en ocasiones todo el ancho de la calzada y nuestra única alternativa era seguir el curso de alguna huella de jeep. En esos casos solía sentarme con el peso atrás, soltar los pies de las estriberas, aguantar con fuerza el manillar y rezar en ateo esperando que el continuo baile no fuese a mayores. Paramos a descansar junto a unas termas naturales mientras curiosos personajes nos visitaban sorprendidos de los artefactos allí detenidos y de las extrañas ropas que vestían dos blancos locos que parecían entusiasmados subiendo por un camino de barro lleno de agujeros y piedras. La pista continuaba alternando tierra, piedras, bancos de fina arena y barro. La confianza se apoderaba poco a poco El GPS no miente: estamos a 3.710 metros de altura en Muktinath, nuestro objetivo. Cantos rodados, piedra suelta, vadeo de ríos… Todo fue muy duro. Nuestra empresa era más que osada, ya que ascenderíamos por pistas embarradas hasta los 3.700 metros, con motos que pesaban trescientos kilos de mi razón y, viendo que el alemán parecía cómodo siguiendo mi ritmo, aceleré paulatinamente. Las curvas se cerraban y los surcos de barro se hacían más profundos, incrementando el vaivén de la moto. En un momento, viendo que en uno de los laterales se acababa el barro y sobraba un poco de pista seca, decidí intentar salir del surco embarrado que hacía de carril. La rueda trasera se fue bruscamente, agarré el manillar con todas mis fuerzas, conseguí enderezar la moto, que dio un latigazo… demasiado brusco para la débil rueda delantera, que patinó y me mandó directamente contra el suelo. Caí sobre barro, el casco llegó a golpearse contra el firme, pero el impacto fue leve. Las defensas de la moto protegieron los plásticos y tan solo el retrovisor y una de las estriberas se vieron afectados. Quité primera, enderecé sin mucho éxito la segunda, Reinhold me ayudó a levantar la moto, le quitó toda importancia al primer susto del día y seguimos ruta a menor ritmo. A partir de ese momento el inmaculado traje negro quedó estampado con manchas de color barro, a la vez que yo pasaba a sentirme plenamente feliz. Así somos los niños. Un rato después, inmerso en un pedregal de afilados cantos, botando al son de una suspensión no preparada para este tipo de pistas, el cubrecárter quedó enganchado con una roca que sobresalía notablemente. A pesar de haber subido la suspensión al máximo, la Honda Varadero es muy baja y no pasó. Unos segundos haciendo ridículos equilibrios, la moto comenzó a ladearse sin remedio y mi pie abandonó la estribera para apoyarse contra el suelo. Mi astuto cerebro mandó una orden rápida a mis músculos para que dejaran de intentar evitar lo inevitable, salvando así la espalda, que habría crujido de seguir insistiendo. La moto cayó, Reinhold y su Africa Twin me sobrepasaron fugaces por un lateral casi de un salto, pararon unos metros después, el alemán bajó rápido y alarmado de la moto, para esta vez sí, fotografiar al torpe español en apuros. Unas risas y seguimos camino, que cada vez se complicaba más. SOLO MOTO 129 Reportaje Nos cruzamos con bastantes rebaños de cabras, uno de los sustentos de la zona. Observa el cartel de agua potable. Nuestras motos avivan la curiosidad de los habitantes de Muktinath. Para ellos era como ver un ovni. Pasar por este puente metálico colgante fue toda una experiencia… Pequeñas aldeas salpicaban las verdes laderas que nos rodeaban, casas de una planta con estructura de madera y ladrillo y tejado casi plano, por el que despuntaban pequeñas chimeneas que a esas horas ya humeaban olor a leña. Los tranquilos lugareños salían a nuestro paso, nos saludaban, seguían con su mirada la estela de nuestras motos y volvían al calor de sus chimeneas. Un puente de piedra derruido cruzaba una vez más el cauce del omnipresente río, que contra lo que cabría esperar, cada vez era más ancho. Paisaje lunar Las pendientes se iban moderando, el valle se ensanchaba, la vegetación cada vez era menos espesa y la luz se hacía cada vez más tenue. Dudamos si cruzar a través del cauce de un río enrabietado y sobre cantos rodados, pero un grupo de montañeros nos informó de que unos metros más adelante existía un puente metálico, estrecho y moderno, suspendido en el aire y agarrado por fuertes cables de acero, que nos permitió cruzar sin mojarnos los pinreles en las gélidas aguas del Himalaya. Los bosques frondosos se despejaban, las pendientes se moderaban y poco a poco nos adentrábamos en la meseta desértica, un altiplano que surgía sobre los tres mil metros, rodeado de montañas que ascendían hasta más de siete mil metros. Un rato después llegábamos a Jomosom, un pequeño gran pueblo con capacidad para albergar a unos cientos de montañeros. Atravesamos al ralentí por la empedrada calzada, a ritmo de pequeños y cómicos 130 SOLO MOTO El objetivo era llegar hasta el pueblo de Muktinath, en el epicentro de una de las rutas de trekking más conocidas, el mítico circuito de los Annapurnas botes, observando a uno y otro lado las ofertas en modestos hospedajes, pequeños restaurantes y tiendas básicas de comida y agua embotellada. Si la pista hasta aquí era algo transitable, era única y exclusivamente para que el suministro a turistas pudiese llegar. Decidimos hacer noche en una básica posada. Dos camastros, varias capas de mantas repletas de despiadados ácaros, una ducha a base de gélidos cubos de agua y bajamos satisfechos al comedor en busca de algo que calmara nuestra hambre. En el hotel se hospedaba un grupo de montañeros alemanes que habían contratado un viaje todo incluido. Cenamos con ellos. Reinhold ocupó toda la atención de la mesa narrando miles de batallitas, en perfecto alemán, mientras yo, que de alemán sé lo que de arameo, hablaba con el guía del grupo, un muchacho de mi edad que decía envidiarme por la libertad con la que yo podía viajar por el mundo. Él tenía mujer y tres hijos a los que a duras penas conseguía mantener, me decía angustiado mientras saboreaba un delicioso Dal Bhat, típico plato de la zona compuesto por arroz, lentejas y vegetales. Algo más de charla y a la cama. Amaneció despejado El sol tardó en conseguir sobrepasar los siete miles que nos rodeaban. Antes de abandonar el pueblo encontramos un lugar en el que el café era digno y los croissants llegaban para dar felicidad a los muchos turistas del trekking. Cargamos de nuevo nuestras motos y con el primer calor de la mañana partimos. Instantes después la vegetación desapareció. Cruzamos un último pueblo y el trazado se incorporó a la ancha cuenca del río, que bajaba sosegado por un enorme valle sin pendiente alguna, y con la impresionante meseta desértica envolviéndonos a ambos lados. El desierto de las alturas es impresionante, la intensa luz que rebota en las secas lomas, la limpieza del aire... y la plena sensación de libertad absoluta, de estar a más de tres mil metros de altura, a más de diez mil kilómetros de casa, con mi propia moto, sin móvil, y sin obligación alguna de seguir o de parar. Los mofletes se apretujaron contra los laterales del casco, la sonrisa inundó el resto, cruzamos una última aldea y una hora escasa después, sobre las once de la mañana, entrábamos triunfantes en Muktinath, a 3.700 metros de altura. El sendero que ascendía hasta 5.600 metros, uno de los pasos a píe más altos del mundo, llevaba días cerrado por exceso de nieve. Unos refrescos, unas galletas, varias fotos, conversaciones con montañeros sorprendidos de nuestras matrículas y una prueba más superada. Un señor bien entrado en los cincuenta, y un inexperto conductor en pista a priori no era la ideal. El camino habría sido diferente, las anécdotas también, pero al final, lo más importante no es la moto. Lo esencial es querer llegar. £