Domingo 5º de Pascua. Ciclo B. «El amor: signo del creyente en Jesús resucitado» Hoy, V domingo de Pascua, a la luz de la Palabra de Dios escuchada se nos dice que el misterio de Cristo Resucitado no puede ser aceptado ni vivido sin la fe y el amor. Por eso hay que tener una fe fiel y un amor ardiente a Dios y a los hombres. Las palabras de Jesús son un desafío: «la señal por la que todos sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». Contemplamos cómo Jesús antes de ser llevado a la muerte por la salvación de todos, entregó a sus discípulos el mandamiento del amor, el “precepto del amor”. Estas palabras corresponden a la despedida de Jesús. Antes de morir, nos quiere dejar su testamento. Testamento que es el AMOR. Nos proclamó cómo teníamos que amarnos (hasta el fin) y a quién teníamos que amar (al prójimo). De esta manera, los discípulos somos llamados a construir una comunidad fraterna en intimidad con Jesús, donde el vínculo del amor sea una realidad patente en la que se vislumbre, en verdad, la presencia de Jesús resucitado (Evangelio). Nos recuerda el papa Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, que los cristianos iniciaron su expansión en una sociedad en la que había distintos términos para expresar lo que nosotros llamamos amor. La palabra más usada era “philia” que designaba el afecto hacia una persona cercana y se empleaba para hablar de la amistad, el cariño o el amor a los parientes y amigos. Se hablaba también de “eros” para designar la inclinación placentera, el amor apasionado o sencillamente el deseo orientado hacia quién produce en nosotros goce y satisfacción. Los primeros cristianos abandonaron prácticamente esta terminología y pusieron de moda otra palabra casi desconocida, “ágape”, a la que dieron un contenido nuevo y original. No querían que se confundiera con cualquier cosa el amor inspirado en Jesús. De ahí su interés en formular bien el mandamiento nuevo del amor: “Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”. El amor tiene que ser «signo del creyente en Jesús resucitado». El amor fraterno ha de ser signo del seguimiento a Jesús. No hay discípulo de Cristo si no hay amor. Hoy, cuando las relaciones humanas son muy complejas e intervienen muchos factores, cuando la insolidaridad y el odio se albergan en nuestro corazón, cuando asistimos desgraciadamente a situaciones donde se palpa precisamente el odio y el rencor exteriorizado en tantas formas de violencia ..., nos va bien recordar este signo fundamental de pertenencia al grupo de discípulos de Jesús. Nuestra vida de cristianos no será tal si no está sustentada en el amor profundo a Dios y a los hombres. Los cristianos no podemos dejarnos llevar por las directrices de una sociedad tremendamente individualista, donde solo importa uno mismo. Al igual que los discípulos, cada uno de nosotros estamos llamados a dar testimonio de Jesús con la fuerza del amor. Podemos transformar el mundo y nuestras relaciones desde el amor. Lo habitual entre nosotros es amar a quienes nos aprecian y quieren de verdad, ser cariñosos y atentos con nuestros familiares y amigos. Lo normal es vivir indiferentes hacia quienes sentimos como extraños y ajenos a nuestro pequeño mundo de intereses. Hasta parece correcto vivir rechazando y excluyendo a quienes nos rechazan o excluyen. Sin embargo, lo que distingue al seguidor de Jesús no es cualquier “amor”, sino precisamente ese estilo de amar que consiste en saber acercarse a quienes nos pueden necesitar. Es decir, no se pueden considerar ni llamar cristianos (discípulos de Jesús): - los que odian, tienen rencor, desean mal, hacen daño a los demás... - los que promueven luchas y rebeliones violentas e injustas ... - los egoístas, los autoritarios... Amar con todas las consecuencias no es fácil; pero también nosotros, al igual que los discípulos, estamos llamados a dar testimonio de nuestro seguimiento de Jesús con la fuerza del amor, viviendo de tal forma “que nuestra vida sea manifestación de esta verdad que conocemos” (oración sobre las ofrendas). Una verdad y un amor que nos invitan a trabajar por la transformación del mundo, a colaborar en la instauración de “un nuevo cielo y una nueva tierra” (2ª lectura). Necesitamos urgentemente acercarnos al cenáculo (la Eucaristía) donde el Señor nos sigue repitiendo el precepto del amor como signo inequívoco del ser cristiano, del ser discípulo suyo. Avelino José Belenguer Calvé. Delegado Episcopal de Liturgia.