HOMILÍAS JOSÉ ANTONIO PAGOLA DOMINGO DE RESURRECCIÓN Ha resucitado. Jn 20, 1-9 Sí a la vida El reto de la Resurrección No cualquier alegría SI A LA VIDA Cuando uno es cogido por la fuerza de la resurrección de Jesús, comienza a entender a Dios de una manera nueva, como un Padre «apasionado por la vida» de los hombres, y comienza a amar la vida de una manera diferente. La razón es sencilla. La resurrección de Jesús nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que pone vida donde los hombres ponemos muerte. Alguien que genera vida donde los hombres la destruimos. Tal vez nunca la humanidad, amenazada de muerte desde tantos frentes y por tantos peligros que ella misma ha desencadenado, ha necesitado tanto como hoy hombres y mujeres comprometidos incondicionalmente y de manera radical en la defensa de la vida. Esta lucha por la vida debemos iniciarla en nuestro propio corazón, «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte». Desde el interior mismo de nuestro corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia. O nos orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida... O nos adentramos por caminos de muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una utilización parasitaria de los otros, una apatía e indiferencia total ante el sufrimiento ajeno. Es en su propio corazón donde el creyente, animado por su fe en el resucitado, debe vivificar su existencia, resucitar todo lo que se le ha muerto y orientar decididamente sus energías hacia la vida, superando cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos podrían encerrar en una muerte anticipada. Pero no se trata solamente de revivir personalmente sino de poner vida donde tantos ponen muerte. La «pasión por la vida» propia del que cree en la resurrección, debe impulsarnos a hacernos presentes allí donde «se produce muerte», para luchar con todas nuestras fuerzas frente a cualquier ataque a la vida. 1 Esta actitud de defensa de la vida nace de la fe en un Dios resucitador y «amigo de la vida» y debe ser firme y coherente en todos los frentes. Quizás sea ésta la pregunta que debamos hacernos esta mañana de Pascua: ¿Sabemos defender la vida con firmeza en todos los frentes? ¿Cuál es nuestra postura personal ante las muertes violentas, el aborto, la destrucción lenta de los marginados, el genocidio de tantos pueblos, la instalación de armas mortíferas sobre las naciones, el deterioro creciente de la naturaleza? NO CUALQUIER ALEGRÍA Que él había de resucitar de entre los muertos ¿Se puede celebrar la Pascua cuando en buena parte del mundo es Viernes Santo? ¿Es posible la alegría cuando tanta gente sigue crucificada? ¿No hay algo de falsedad y cinismo en nuestros cantos de gozo pascual? No son preguntas retóricas, sino interrogantes que le nacen al creyente desde el fondo de su corazón cristiano. Parece que sólo podríamos vivir alegres en un mundo sin llantos ni dolor, aplazando nuestros cantos y fiestas hasta que llegue un mundo feliz para todos, y reprimiendo nuestro gozo para no ofender el dolor de tantas víctimas. La pregunta es inevitable: si no hay alegría para todos, ¿qué alegría podemos alimentar en nosotros? Ciertamente, no se puede celebrar la Pascua de cualquier manera. La alegría pascual no tiene nada que ver con la satisfacción de unos hombres y mujeres que celebran complacidos su propio bienestar, ajenos al dolor de los demás. No es una alegría que se vive y se mantiene a base de olvidar a quienes sólo conocen una vida desgraciada. La alegría pascual es otra cosa. Estamos alegres, no porque han desaparecido el hambre y las guerras, ni porque han cesado las lágrimas, sino porque sabemos que Dios quiere la vida, la justicia y la felicidad de los desdichados. Y lo va a lograr. Un día, «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor» (Ap 21, 4). Un día, todo eso habrá pasado. Nuestra alegría pascual se alimenta de esta esperanza. Por eso, no olvidamos a quienes sufren. Al contrario, nos dejamos conmover y afectar por su dolor, dejamos que nos incomoden y molesten. Saber que Dios hará justicia a los crucificados no nos vuelve insensibles. Nos anima a luchar contra la insensatez y la maldad hasta el fin de los tiempos. No lo hemos de olvidar nunca: cuando huimos del sufrimiento de los crucificados no estamos celebrando la Pascua del Señor, sino nuestro propio egoísmo. EL RETO DE LA RESURRECCIÓN En una cultura decididamente orientada hacia el dominio de la naturaleza, el progreso técnico y el bienestar, la muerte viene a ser «el pequeño fallo del sistema». Algo desagradable y molesto que conviene socialmente ignorar. 2 Todo sucede como si la muerte se estuviera convirtiendo para el hombre contemporáneo en un moderno «tabú» que, en cierto sentido, sustituye a otros que van cayendo. Es significativo observar cómo nuestra sociedad se preocupa cada vez más de iniciar al niño en todo lo referente al sexo y al origen de la vida, y cómo se le oculta con cuidado la realidad última de la muerte. Quizás esa vida que nace de manera tan maravillosa, ¿no terminará trágicamente en la muerte? Lo cierto es que la muerte rompe todos nuestros proyectos individuales y pone en cuestión el sentido último de todos nuestros esfuerzos colectivos. Y el hombre contemporáneo lo sabe, por mucho que intente olvidarlo. Todos sabemos que, incluso en lo más íntimo de cualquier felicidad, podemos saborear siempre la amargura de su limitación, pues no logramos desterrar la amenaza de fugacidad, ruptura y destrucción que crea en nosotros la muerte. El problema de la muerte no se resuelve escamoteándolo ligeramente. La muerte es el acontecimiento cierto, inevitable e irreversible que nos espera a todos. Por eso, sólo en la muerte se puede descubrir si hay verdaderamente alguna esperanza definitiva para este anhelo de felicidad, de vida y liberación gozosa que habita nuestro ser. Es aquí donde el mensaje pascual de la resurrección de Jesús se convierte en un reto para todo hombre que se plantea en toda su profundidad el sentido último de su existencia. Sentimos que algo radical, total e incondicional se nos pide y se nos promete. La vida es mucho más que esta vida. La última palabra no es para la brutalidad de los hechos que ahora nos oprimen y reprimen. La realidad es más compleja, rica y profunda de lo que nos quiere hacer creer el realismo. Las fronteras de lo posible no están determinadas por los límites del presente. Ahora se está gestando la vida definitiva que nos espera. En medio de esta historia dolorosa y apasionante de los hombres se abre un camino hacia la liberación y la resurrección. Nos espera un Padre capaz de resucitar lo muerto. Nuestro futuro es una fraternidad feliz y liberada. Por qué no detenerse hoy ante las palabras del Resucitado en el Apocalipsis «He abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar»? 3