Espacios rítmicos - Universidad de Castilla

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Espacios rítmicos
José A. Sánchez
La idea de visualizar la música, que está en el origen del ballet clásico, dio
lugar a principios del siglo XX a una serie de propuestas escénicas en que los
cuerpos
de
los
bailarines
fueron
sustituidos
por
formas
plásticas,
cuyo
desplazamiento en escena era acompañado por sucesivos efectos de iluminación
que los nuevos dispositivos eléctricos hacían posible. Ello permitió a Schönberg
imaginar la posibilidad de “hacer música con los recursos de la escena” en su breve
ópera La mano feliz o a Giaccomo Balla poner imágenes a la música de Stravinsky
sin recurrir a bailarines, sino sólo a elementos escenográficos y cambios de
iluminación, en la producción que Diaghilev hizo de Fuegos de artificio en 1917.
Desde entonces, la alianza de música e imagen en escena ha dado lugar a
numerosas tentativas, sea en la construcción de un teatro de imágenes rítmicas o
en la construcción de espacios resonantes.
A propósito de su espectáculo Sinfonic King Crimson (1981), el director y
escenógrafo Iago Pericot declaraba lo siguiente: “Queríamos hacer un espectáculo
audio-visual creado a partir de la música y del espacio, sin texto explícito alguno.”
Para lo cual redujo las nueve horas disponibles de música de King Crimson a una
hora y media y sobre ellas diseñó una acción con un contenido argumental
fantástico,
a
veces
delirante.
Sobre
una
escena
escalonada,
los
actores
evolucionaban con un tipo de movimientos y gestualidad que resultaba difícil
inscribir en lo que por entonces se entendía como “danza” o “mimo”, siempre en
función del espacio y los elementos plásticos que lo componían. En palabras de
Pericot, se trataba de “un espectáculo abstracto, algo así como una pintura de
Kandinsky en movimiento” y, al igual que los de Robert Wilson, abierto por tanto a
todo tipo de interpretaciones. i
Unos años después, Iago Pericot creó, con la colaboración de Andrejz
Leparski, un espectáculo de danza titulado Mozartnu (1986). Mireia Romera y Jordi
Cortés improvisaron sobre La Misa de la Coronación de Mozart, bajo la atenta
mirada de Pericot y Leparski, una serie de movimientos que sirvieron de base para
la construcción de un espectáculo de treinta minutos de duración, sencillo e íntimo
(el público estaba dispuesto en torno a los intérpretes), cuya efectividad residía
básicamente en la fuerza plástica de los movimientos de dos cuerpos desnudos.
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“Los cuerpos, a la vista de todos, con sencillez, con naturalidad. La luz marca
exclusivamente algunos de los segmentos que desarrollan el conocimiento mutuo.
El suelo blanco. Nada más. Los dos cuerpos y la música de Mozart son los signos
esenciales.” (Pericot, 1986, 49) 1
Carles Santos, que siempre se había interesado por la relación entre la
música, el cuepo y la escena, subrayó la fisicalidad de la producción misma del
sonido como punto de partida para una conversión del mismo en imágenes:
En un concierto hay miles de cosas que observar, los músicos tienen
muchos tics y pasan muchas cosas entre ellos, desde la manera fetichista
de tocar sus instrumentos, a la saliva, etc. y obviamente hay todo un
trasfondo muy sensual, bastante erótico.” (Santos, en Miró, 1999- 175)
Fue esta observación, además de su propia experiencia física con el piano, la que le
llevó a plantear la posibilidad de convertir el escenario en un pentagrama: “¿Se
puede sustituir el lenguaje literario por el lenguaje musical? ¿Se puede convertir el
músico en un personaje actor? (Santos, en Cureses, 1999: 77).
La respuesta a estas preguntas llegaría en 1983 con su primer espectáculo
de mayor formato, Beethoven, si tanco la tapa qué passa?, que contenía una
escena muy similar a la ya incluida en su vídeo Anem, Anem a volar: Santos,
sentado al piano, interpretaba su música impertérrito, mientras una mujer
evolucionaba sensualmente sobre el piano, se restregaba contra el instrumento y a
continuación contra el pianista, sin conseguir que éste detuviera su interpretación.
En sus siguientes producciones, Santos recurrió a la colaboración de los coreógrafos
que en ese momento comenzaba la transformación de la escena española: si la
colaboración con Ángels Margarit en Té Xina la fína petxína de Xína? (1983) fue
más puntual, la producción Santos-Gelabert (1985) resultó tan decisiva para el
músico como para el coreógrafo. Después de La boqueta amplíficada (1985) y
Arganchulla, Arganchulla, Gallac (1987), Carles Santos volvería a encontrarse con
Cesc Gelabert en uno de los espectáculos
más
singulares
de
la escena
contemporánea española: Belmonte.
Arquitecturas corporales
La colaboración de Santos con Gelabert resulta especialmente interesante
por el paralelismo de sus trayectorias creativas. Como Santos, Gelabert fue durante
muchos años un creador solitario: ya no es que la danza contemporánea o
postmoderna tuviera poco eco, es que no existía en absoluto en España algo que se
pudiera calificar como tal. Si bien es cierto que se produjeron importantes
aportaciones en el ámbito de la danza española y del ballet antes y después de la
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guerra civil, en ningún momento los artistas españoles habían sentido la necesidad
de explorar los caminos abiertos a principios de ese siglo por bailarinas como Loie
Fuller, Isadora Duncan o Mary Wigman, y continuados más tarde por Martha
Graham, Kurt Joos o Merce Cunningham. Fue a mediados de los setenta cuando,
coincidiendo con los primeros éxitos internacionales de Pina Bausch y la apropiación
de ciertos modelos norteamericanos por parte de la danza contemporánea francesa,
se abrieron en España algunas iniciativas de producción surgidas, en parte, de una
primera labor pedagógica y/o exploratoria de Anna Maleras en Barcelona, Carmen
Senra en Madrid y José y Concha Laínez (fundadoras en 1969 del Ballet
Contemporáneo Anexa) en San Sebastián. Pero antes de que bailarines como
Angels Margarit, Toni Mira, Francesc Bravo, Vicente Sáez o Margarida Guergué
comenzaran a componer sus primeras piezas y antes, por tanto, de que se
formaran colectivos como Mudances, Metros, Lanónima Imperial, Danat Danza,
Bocanada, Vianants o Ananda Dansa, el territorio de la danza entendido como arte
autónomo, es decir, como arte del cuerpo no supeditado a la música o la fábula, fue
explorado en solitario por Cesc Gelabert.
Durante un tiempo Gelabert fue un “raro” en el ámbito del arte escénico, y
esa rareza le obligó, al igual que le ocurrió a Santos en el territorio de la música, a
buscar cómplices fuera de lo que entonces estaba acotado como su disciplina. Si
Santos los encontró entre los artistas conceptuales, Gelabert, que había estudiado
arquitectura antes de iniciarse en la danza con Anna Maleras ii , los encontró en los
músicos y en los pintores. Su primera pieza Acció-0: la mente y el cuerpo fue
creada en colaboración con el pintor Frederic Amat y el músico Lewin Richter. iii En
el título cabría hallar resonancias a a uno de los emblemas de la danza
postmoderna, el Trio A: la mente es un músculo (1966) de Yvone Rainer, aunque
su justificación se encuentra en el interés de Gelabert por el tratamiento de las
sensaciones y las emociones con la distancia de un analista (o de un arquitecto): el
equilibrio
entre
expresión
(pasión,
movimiento)
y
construcción
(lenguaje,
arquitectura) se mantendría en toda la trayectoria creativa del coreógrafo catalán.
Acció 1: la vida y la muerte (1976) fue la segunda colaboración GelabertAmat. En este caso, la componente plástica se acentuó, hasta el punto de que
algún crítico describió la pieza como una “corporeización de los cuadros de Amat”:
los bailarines, envueltos en una crisálida, tenían fijados sus extremidades a largas
cañas que los convertían en superficies planas y les obligaban a “inventar su
movimiento”. 2
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Entre 1978 y 1980, Gelabert residió en Nueva York, donde trabajó sobre
todo en el Cunningham Studio. Allí se encontró con Carles Santos, con quien fundó
en 1980 la compañía Cesc Gelabert and Dancers, y con quien creó su siguiente
pieza. Acció 2: primavera, verano, otoño, invierno surgió del encuentro, una
colaboración que se prolongaría tras el regreso de ambos a Barcelona en Concert
per a piano, dansa y veu (Sitges, 1982), Bujaraloz (1982), Pasodoble (1983) o
Desfigurat (1985). Para entonces, Gelabert ya se había unido a Lydia Azzopardi,
una bailarina de sólida formación que aportó al coreógrafo autodidacta la disciplina
que le había faltado en España y con la que acabaría formando compañía en 1986.iv
Concierto per a piano, dansa y veu (1982) significó la continuación de las
tentativas de unión entre sonido y movimiento iniciadas en Nueva York en la estela
de la danza postmoderna y el arte de acción. Con Bujaraloz (1982), Gelabert
comenzó a definir su lenguaje propio: una coreografía sobria, construida a base de
rotaciones y movimientos sencillos, paralelos a los sonidos producidos en solitario
por el piano de Santos. Y para Pasodoble (1983), un solo en que se anunciaban
algunos de los elementos que años más tarde habrían de reaparecer en Belmonte
(1989), Gelabert compuso una partitura visual y coreográfica basada en las
ambigüedades, los contrastes y las transformaciones. Vestido con una malla negra
y una especie de tutú, ambos de encaje, Gelabert se presentaba en escena como la
simbiosis de la bailarina clásica y el torero. El acento femenino de la falda
contrastaba con el gesto masculino del rostro en tanto los movimientos propios de
la una y el otro se distribuían sucesivamente en distintas partes del cuerpo (brazos,
piernas, pelvis), provocando tensiones y extrañas combinaciones, que en algún
momento llegaban incluso a lo esperpéntico. En la segunda parte, Gelabert invadía
la zona de escena hasta entonces no utilizada, cubierta por una larga alfombra de
cartulina roja, para realizar un atípico paseíllo basado en pasos alternos en punta y
en planta. A continuación recogía la alfombra de cartulina, la arrugaba, se dejaba
caer sobre ella e iniciaba un forcejeo, tras el cual la cartulina se había convertido en
un enorme capote para la bailarina-torero, un capote que al mismo tiempo cumplía
la función de toro, con el que Gelabert componía diversas figuras y que hacía volar
en escena con la intención de dominar una materia inerte insospechadamente viva.
La escena adquiría tintes grotescos cuando Gelabert recorría la escena con el
capote, ya destrozado, en alto. La descomposición del capote-toro coincidía con una
animalización de la bailarina / torero, que acababa con los restos de la cartulina en
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la boca, agitándola, desgarrándola, fragmentándola en multitud de trozos que iban
cayendo desperdigados sobre el escenario.
Gelabert confesó que el proyecto de Belmonte databa de las mismas fechas
en que había presentado Pasodoble. En cierto modo, el espectáculo era una
expansión del solo, una expansión en todos los sentidos, porque Carles Santos
dirigía en el foso una banda de música, Lydia Azzopardi intervenía, junto a otros
cuatro bailarines, en la coreografía, y Frederic Amat diseñaba nuevamente el
vestuario y la escenografía. En el programa, se describía el espectáculo como “una
abstracción en términos coreográficos, musicales y plásticos del mundo de los toros
y que utiliza la extraordinara personalidad de Juan Belmonte como secreta fuerza
de inspiración.” v Se trataba de un espectáculo elegante, una fantasía y un análisis
de la fiesta taurina, en que se unía la referencia a lo popular en el movimiento, la
imagen y la música, con la estilización, la repetición y la abstracción. Referencia
popular, estilización / repetición y abstracción se combinaban a lo largo del
espectáculo, articulado en tres partes. En la primera, Gelabert, solo, vestido con un
pantalón azul hasta el tobillo, ceñido por una cuerda blanca, y una camisa abierta
con nudo a la cintura, ofrecía una especie de repertorio de estados de ánimo del
torero. En la segunda, Lydia Azzopardi, con una falda de rizos y una malla de
perlas, atrapada en una especie de miriñaque gigante salpicado de estrellas,
interpretaba una alegoría de la fiesta, con algunos ecos del baile flamenco. Y en la
tercera, con la colaboración de cuatro bailarines en el papel de toro, Gelabert,
vestido ahora con un peculiar traje de luces (adornado con pececitos, cangrejos,
estrellas y caballitos de mar), presentaba un desarrollo completo de la faena, con
una estructura más dramática y una teatralidad casi oriental. vi 3
A lo largo de todo el espectáculo, Gelabert, como ya era habitual en sus
solos, utilizaba su cuerpo convirtiendo cada movimiento en letra de un código que
el público debía adivinar. Los saltos, rotaciones, miradas, movimientos de distintas
partes del cuerpo se sucedían sin una lógica clara para el espectador, pero con una
lógica implacable creada dentro del propio espectáculo. Esto es muy evidente en la
primera parte del espectáculo. En la segunda secuencia, “la búsqueda”, la
combinación de referencias a ciertos pases taurinos y a técnicas de danza moderna
(Graham,
Cunningham)
daban
lugar
a
un
lenguaje
hipnótico,
fascinante:
movimientos exploratorios, clima intenso, la muerte siempre presente, agitación de
manos y brazos, búsqueda en el aire, presencia del capote al fondo, ampliación de
la música y la danza, pérdida de la serenidad, el cuerpo mismo transformado en
capote que vuela sobre sí mismo... Cada una de las secuencias de esta primera
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parte servía a Gelabert para explorar, con la serenidad del arquitecto, los
habitáculos de la emoción dispersos en el cuerpo. Así surgían danzas de pies y
brazos, danzas triangulares, danzas de omóplatos y brazos, giros, diversas
geometrizaciones del cuerpo... En “Cogido por el toro”, una música en pianísimo,
lóbrega, acompañaba el gesto que expresaba el temor y reflejaba el riesgo,
Gelabert se movía cuidadosamente, en un baile placentero con la muerte, se dejaba
llevar por la dulzura previa al desastre. En la cogida, el hombre y el imaginario
animal se
fundían en el cuerpo del bailarín:
un cuerpo
encorvado, que
desplazándose en curvas, como un animal herido huyendo de su propia muerte que
trataba de liberarse del castigo fatal. En la siguiente secuencia, en cambio, el
cuerpo de Gelabert parecía de aire: con el torso desnudo, jugaba entonces con la
camisa, convertida en reflejo del animal y el capote, al tiempo que el movimiento
se agitaba y el cuerpo parecía salir de sí: la boca se abría, la respiración se
aceleraba, las manos tenían que acudir en socorro de la cabeza... hasta que la
serenidad regresaba y el bailarín-torero se retiraba hacia el fondo como sorprendido
por el desarrollo de su acción.
La combinación de lo popular y lo vanguardista, que había marcado las
tentativas de renovación del drama y la escena españolas durante los años veinte y
treinta, encontraba un eco en esta experiencia de Santos-Gelabert-Amat en pleno
apogeo del posmodernismo. El recurso a la banda de música fue uno de los
hallazgos de este espectáculo, para el que Carles Santos compuso una partitura en
que, en paralelo a las fusiones practicadas por Gelabert y Amat, desplegó su
peculiar síntesis, o más bien yuxtaposición, del minimalismo, lo contrapuntístico y
lo folklórico. vii
En su fantasía taurina, Gelabert trataba de aproximarse a ese juego físico
que, en palabras de Belmonte, es también un “ejercicio espiritual”. La mística del
toreo pasa por la identificación del animal y el matador, por la coincidencia en la
emoción y por el desprendimiento del cuerpo que acontece durante el juego de
dominación previo al cruel procedimiento catártico de la estocada. Gelabert siempre
había contemplado la actuación del torero durante la lidia con la mirada del
coreógrafo, y esta concepción dancística del toreo se cruzaba con la analogía entre
la danza y la cuádriga:
Los ejes del carro constituyen la estructura de la obra. Entonces tienes los
caballos que son los deseos; los estribos significan la voluntad y el que
controla los estribos es el espíritu. O sea, los caballos son los deseos, el
anhelo. Ellos ponen en marcha la cosa. Pero el deseo no se deja controlar
directamente, es imposible.
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Gelabert continuaría la propuesta de Belmonte en espectáculos posteriores,
como El jardiner (1993), una obra en colaboración con Fréderic Amat y Carlos
Miranda, que exploraba el mundo pictórico de Miró y se resolvía en una “ceremonia
mágica de resonancias medievales”. Pero la componente analítica y reflexiva
presente desde el primer momento en el trabajo su trabajo le llevaría también y
sobre todo a un desarrollo de la idea del movimiento como escritura.
El cuerpo –sugiere Johannes Odenthal- escribe un texto y el bailarín usa un
lenguaje cuyo vocabulario son los miembros del cuerpo, su gramática es la
relación con el espacio y su ritmo constituye el desarrollo del movimiento.
Este texto se mantiene a distancia del bailarín. El bailarín escribe el texto a
través de su interpretación. Esta idea de coreografía se entiende también
como ruptura con un discurso contemporáneo, en el que el bailarín anhela
una autenticidad, o sea que se expresa a sí mismo. (Odenthal, 1996a)
De este modo Cesc Gelabert se distanciaría de la tradición de la danza como arte
autónomo inaugurada por Duncan y continuada por Wim Vandekeybus o Mark
Tomkins, y se aproximaría más a la tradición francesa representada por Dominique
Bagouet, pero también al trabajo de Gerhard Bohner.
Un momento clave en ese proceso sería el homenaje a Nijinsky, Vaslav
(1989), en que el coreógrafo catatlán se confrontaba cuerpo a cuerpo con las
posturas del mítico bailarín ruso. Su búsqueda se prolongó en un solo del año
siguiente, Joachim Lehman (1990), en que los movimientos caligráficos de los
brazos parecían retar el movimiento a veces punteado, a veces fluido de las
piernas, y era como si los distintas partes del cuerpo de Gelabert jugaran por el
dominio del movimiento, como el torero frente al toro o el auriga con sus caballos.
Sólo que ya no había individuo contra animal o animales, sino que era el cuerpo en
su pluralidad quien jugaba, forcejeaba consigo mismo. Vestido con una casaca
dieciochesca, Gelabert interpretaba una coreografía de brazos, que, partiendo de la
inmovilidad, desafíaban con su acción caligráfica al resto del cuerpo, obligando a las
piernas a seguirles para compensar aquel movimento autónomo. Las manos se
arqueaban, como en un intento de modular el espacio. Y al tiempo que los
movimientos se aceleraban y ampliaban, provocando el vuelo de la casaca, la
intervención de las piernas se hacía cada vez más urgente. De vez en cuando, las
manos volvían a la posición neutra y quedaban fijadas con energía, juntas, a la
altura de la pelvis, hasta alcanzar una pose social dieciochesca. Ya sin casaca, el
movimiento se hacía más punteado, los pies asumía la dirección tanto como las
manos; comenzaba entonces lo que parecía un desafío de unas extremidades a
otras, dando lugar a caídas constantes, dado el empeño de las piernas por realizar
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los mismos desplazamientos volanderos que los brazos, que dibujaban en el
espacio arcos en intersección constante.
En Augenlied (1993), en cambio, manos, brazos, cabeza y piernas escribían
en el aire dirigidos desde un punto aparentemente exterior al cuerpo: era como si
una cuerda invisible enlazara los extremos y articulaciones de su cuerpo y las
hiciera moverse al unísono en función de la posición de ese cuerpo imaginario que
Gelabert controlaba mediante una visión interna. A veces el movimiento se
aceleraba, sin justificación en la música, y Gelabert describía signos rápidos y
amplios jugando con distintas posiciones que iban desde la verticalidad o incluso el
salto hasta el suelo. De repente, detención, momento reflexivo, quietud, algo que lo
llevaba hacia otro punto de la escena, que recorría caminando lentamente, como si
el punto del movimiento hubiera salido de su cuerpo y estuviera ahora en el aire.
Retrocedía, como si lo hubiera hallado. Su movimiento se hacía entonces mecánico,
como el de un autómata, incluidos los labios y los ojos. Hasta perder por completo
la movilidad. Su danza había sido resultado de una visión corporal, una mirada
corporal que no coincidía con la de la vista, sino con la de una percepción diversa
situada en la totalidad del cuerpo.
De números y plantas
La complicidad del minimalismo y la danza contemporánea no es casual. Las
repetitivas y geométricas composiciones escultóricas de los minimalistas constituían
en cierto modo una provocación lúdica al espectador, que debía implicarse
corporalmente en la recepción de aquellas piezas, caminando sobre ellas,
atravesándolas, tomando sus medidas en proporción a su cuerpo. Contrariamente a
lo que su apariencia podría indicar, la escultura minimalista requería una recepción
eminentemente sensible. No es de extrañar, por tanto, que desde el primer
momento surgieran las colaboraciones y que las propuestas experimentales de
Simone Forti y Robert Morris fueran continuadas en los setenta por las
espectaculares de Lucinda Childs y Sol LeWitt.
Por medio de la repetición y la variación, los escultores minimalistas trataron
de superar la fijación de la plástica e introducir en la forma inerte el tiempo y el
movimiento. Por medio de la repetición y la acumulación de variaciones, los
músicos minimalistas trataron, en sentido inverso, de espacializar la música para
hacer de la composición un paisaje que invadiera el cuerpo del oyente y lo situara
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dentro del mismo. Y en la intersección de ambas tentativas, se encontraba
precisamente el cuerpo del bailarín.
Robert Wilson apreció con claridad aquella coincidencia y en 1976 propuso a
Lucinda Childs una colaboración en una ópera con música de Philip Glass, Einstein
on the Beach. El resultado fueron dos coreografías de un minimalismo riguroso, que
el director incluyó en su ópera como “paisajes” y dos pequeñas piezas (“knee
plays”) con un movimiento mínimo, único y ralentizado al máximo, que para Wilson
funcionaban como “retratos”. “Cuadros”, “paisajes” y “retratos” fueron los tres
formatos elegidos por Wilson para crear un espectáculo con el que pretendía fundir
los límites entre la plástica y la música, la quietud y el movimiento, el espacio y el
cuerpo.
Esta idea de fluidez, que subyacía a propuestas artísticas aparentemente
inspiradas por la rigidez matemática, no sólo estuvo presente en espectáculos
ligados al minimalismo, sino que se extendió a otro tipo de modelos, que abarcaron
desde las reinterpretaciones de músicas y técnicas corporales tradicionales, como el
butoh o la danza africana de Germaine Acogny, hasta las recuperaciones irónicas
del pop acompañadas del recurso a las nuevas tecnologías, como las practicadas
por Laurie Anderson. Lo que tenían en común todas estas formas espectaculares
era la negativa a la fijación de los medios y la voluntad de situar al cuerpo como
generador de formas plásticas, musicales o espaciales.
Como Gelabert, también Margarit sintió fascinación por la plástica y la
arquitectura. Si eligió la danza como medio creativo fue, según ella misma, por su
dimensión orgánica, por la implicación compleja y global que la danza exige, por la
participación de lo puramente físico tanto como lo intelectual y lo sensible en la
generación de la obra. Sin embargo, la inclinación arquitectónica y visual atraviesa
toda su producción: sus danzas son una constante horadación del espacio
construidas para la vista y los sentidos. La construcción y articulación del espacio se
convierten en perforación cuando el cuerpo asume el protagonismo y él mismo, sin
instrumentos de delineación, ha de enfrentarse al espacio, en principio opaco, que
poco a poco es preciso hacer habitable, transparente, significante. El efecto, para el
espectador que observa, es el de la escritura o el dibujo sobre un espacio virgen: el
escenario deja de ser entonces bloque constructivo para aparecer como “un cuadro
vacío, efímero, donde el movimiento dibuja el espacio, donde cada trazo borra al
anterior” (Adolphe, 2000: 47)
La
componente
arquitectónica
de
las
coreografías
de
Margarit
se
manifestaba a principios de los ochenta en un énfasis en lo matemático que afectó
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a las dos primeras producciones de Mudances: Mudances y Kolbebasar. No eran sus
primeros trabajos coreográficos, ya que después de unos años de formación en el
Ballet Contemporani de Barcelona, Margarit se había integrado en Heura Danza
Contemporania, compañía para la que coreografió varias piezas, entre ellas Temps
al Baix (1982), que funcionaba como un espectáculo autónomo. viii Mudances(1985)
fue la que dio nombre a la compañía con la que Margarit ha trabajado durante
dieciocho años. Compuesta a su regreso de Nueva York ix , en ella se combinaron las
propias intuiciones e ideas de la coreógrafa con los ecos de las vanguardias
minimalistas y performativas: la música de Laurie Anderson y las imágenes
proyectadas de Carme Masiá ofrecían el contexto para una danza motivada, según
Margarit, por “estados de ánimo determinados que al traducirse en movimiento
provocan inercias y dinámicas distintas que van ordenándose sin transición, en
mutua contraposición” (Margarit, 2000: 2). 4
Su siguiente espectáculo, Kolbebasar (1988) profundizó en la dimensión
constructiva y arquitectónica de lo coreográfico: se trataba nuevamente de una
“acumulación”
de
piezas
coreográficas
autónomas
ordenadas
a
modo
de
“exposición móvil”: “Cada composición acerca la danza a una especie de
construcción arquitectónica. Imágenes y movimientos viajando en el espacio,
creando efectos simétricos, caleidoscópicos.” La referencia plástica (la escultura de
una mujer de George Kolbe) estaba ahora presente en el título x , que en cierto
modo compensaba la referencia dinámica del asignado a su primera composición.
Pero el dinamismo seguía siendo esencial en la construcción coreográfica y Margarit
concebía la estructura del espectáculo como “un flujo de movimientos que se
intercambian y se superponen, una especie de puzzle dinámico”. Daba la impresión
de que se imaginara a sí misma como la diseñadora de un plano de flujos: de todos
los planos que un arquitecto debe elaborar para el diseño de su obra (planta,
instalaciones...), éste (la previsión en términos cuantitavos de las personas que van
a usar el edificio) es el que más se acerca a la dimensión del espacio como espacio
vivido y, por tanto, el que permite una aproximación más clara entre la arquitectura
y la coreografía.
La crítica del momento se sintió fascinada por la precisión de aquella
coreografía que funcionaba como un mecanismo de relojería, construida mediante
movimientos precisos que eran retomados, repetidos y variados por distintas
bailarinas para componer un fluido circular y continuo, recibido como la traducción
física de una fuga musical. No hay que olvidar que en esos años, la danza
contemporánea europea vivía aún los efectos del minimalismo. Mudances recibió
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con este espectáculo el gran premio del concurso coreográfico de Bagnolet,
otorgado por un jurado del que formaba parte Lucinda Childs. Si bien el
minimalismo de Margarit no procedía de forma directa del minimalismo americano,
ni tampoco de las más recientes versiones del minimalismo europeo (con quien no
obstante tenía más conexiones) desarrollado por Jan Fabre o Anne-Teresa de
Keersmaeker (quien en 1985 había presentado en Barcelona su memorable Rosas
danst Rosas). Obviamente, el minimalismo estaba en el ambiente cultural del que
Margarit bebía, pero los modelos no eran inmunes a las diferentes implantaciones
geográficas.
El equilibrio llegaría en un solo de quince minutos que Margarit ideó para ser
interpretado ante un reducidísimo número de espectadores en una habitación de
hotel. La limitación del espacio forzaba a la precisión de los movimientos, a la
elaboración de una especie de arquitectura interior que quedaba establecida antes
de la llegada del público. A pesar de la proximidad, éste no afectaba a la pieza, que
se desarrollaba autónomamente como si los dieciséis ojos no determinaran más
que el habitual objetivo de la cámara de vídeo, siempre presente durante los
ensayos y las presentaciones. Pero las connotaciones del espacio, las inevitables
referencias cinematográficas xi , los elementos reales (el aire, la luz, las imágenes a
través de la ventana...), el proceso físico provocado por la repetición durante tres
horas de la secuencia y la ineludible presencia física de los espectadores cargaban
de emoción y de organicidad una pieza construida en principio atendiendo a
parámetros formales.
En los trabajos siguientes, la tensión entre lo matemático-arquitectónico y lo
sensual-orgánico se acentuarían, hasta el punto de que la propia Margarit
denominó su segunda etapa productiva “fase vegetal”. La fase vegetal remite sobre
todo a la trilogía compuesta por Atzavara (1992), Corol.la y Suite d’estiu (1993). La
presencia de elementos orgánicos en la escenografía era constante: el ágave y los
pétalos de flor en Atzavara xii , la madera, el heno, la flor roja y la fruta en Corol.la y
Suite d’estiu... Y la calidez que estos elementos aportaban, reforzada por la
atmósfera lumínica y sonora, derivaba de una elaboración menos repetitiva y
geométrica del movimiento. Los cuerpos ocupaban la escena en un juego de
inclinaciones, rotaciones y amplios paseos, o bien se relacionaban entre sí en una
búsqueda constante marcada por el amago y el retroceso, rodaban unos sobre
otros en recurrentes danzas de suelo, exploraban el espacio delimitado por su
propio cuerpo o recurrían a lo lúdico como método de conciliar placenteramente la
ociosidad y el conocimiento. Si esto era posible, se debía a que, a diferencia de lo
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que aún ocurría en Mudances y
Kolbebasar, los
intérpretes ya no eran
intercambiables, y Margarit había comenzado a explotar la singularidad de cada
cuerpo y a trabajar igualmente con la emoción de sus bailarines. Si bien la potencia
emocional y sensible de su solo en Atzavara y ese solo expandido llamado Corol.la
mostraban claramente la dificultad de la coreógrafa (tal vez la imposibilidad de
cualquier coreógrafo) para transmitir a otro cuerpo-persona la complejidad de
experiencias y matices sensibles que cada movimiento encierra. 5
En Corol.la, Margarit daba vueltas sobre sí misma, y en los círculos y
espirales que trazaba en torno a su eje iba dejando un rastro de presencias, que
eran imágenes parciales de su propio cuerpo, imágenes que se alejaban y se
perdían, pero que casi siempre eran reencontradas, recuperadas y nuevamente
incorporadas en un trabajo donde el impulso no se contraponía a la memoria, sino
que una y otra vez la alimentaba. Una escenografía luminosa, madera de haya;
sobre el fondo, pintadas, tres corolas rojas; en un lateral, un montón de heno.
Margarit en el suelo giraba, trataba de levantarse, giraba, se deja caer, conseguía
alzarse, giraba, volvía al suelo. Sus brazos la sostenían en el aire tanto como las
piernas sobre el suelo, que sucesivamente se convertía en agua, nube, otra vez
madera, arena, cemento... Mientras su corta falda roja volaba en los giros
componiendo insistentemente la imagen invertida de la corola, mucho más efímera
que a la que el dibujo refería, pues depende del aire, del movimiento y de la
memoria de quien la creaba y quien la observaba.
“No debo despertarte demasiado bruscamente -escribía Margarit en un
momento del espectáculo- porque tu alma está de viaje mientras duermes. Debo
darle tiempo para que regrese al cuerpo”. Una luz verde atravesaba el metacrilato
donde las letras eran escritas y se proyectaban ampliadas sobre el fondo, legibles
entonces para el espectador. Margarit nunca lo olvidaba a pesar de la aparente
dirección centrípeta de su movimiento. xiii Era para el espectador para quien
componía ese dibujo que sólo su mirada podía fijar, y el solo en su conjunto era
también la invitación a un solitario que cada persona del público podía resolver o
dejar abierto. El juego consistía en trazar imaginariamente las líneas que unían los
elementos y objetos que Margarit iba introduciendo en escena y dispersando en su
constante girar, que ahora se descubría centrífugo. Los objetos configuraban
fragmentariamente un universo poético, íntimamente ligado a la memoria del
cuerpo, que sólo asociativamente le era dado descubrir al espectador. xiv
Pero la experiencia de éste durante el espectáculo no se reducía a la
reconstrucción de ese universo objetual (inversión del desorden que en la escena
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final Margarit provocaba separando y dispersando las piezas de un juego de
muñecas rusas), ya que sobre todo le estaba reservado compartir el placer que la
coreógrafa-intérprete desbordaba más allá de la disciplina circular y la precisión de
su gesto. Vestida de rojo y animada por sonoridades mediterráenas, Margarit
danzaba en giros abiertos, se elevaba sobre las puntas, saltaba caprichosamente,
sin renunciar a momentos de recogimiento en medio de la brisa que ella misma
creaba con el desplazamiento y el giro incesante; huidas a tierra, rebeliones,
afirmación en la verticalidad que a veces flaqueaba y que requería la aparición de la
espiral proyectada sobre el suelo, paralela a la que trazaban sus pies, su tronco,
sus brazos en un prolongado salir de escena.
En un momento dado, Margarit aparecía sentada en medio de un montón de
heno y con sus brazos intentaba ahuecarlo. Se trataba de una traducción matérica
de los ejercicios espaciales realizados con anterioridad. Se diría que gran parte de
las idas y venidas, oscilaciones, quiebros, avances y retrocesos, desvanecimientos y
elevaciones, giros y desplazamientos en círculo no eran sino procedimientos para
ahuecar el espacio y al mismo tiempo cuestionar la irreversibilidad del tiempo. Es
como si el cuerpo orgánico llevado al límite de la disciplina matemática fuera capaz
de traspasarla, o al menos de conseguir esa curvatura que produce el hueco en el
que se cobija la memoria, el sueño, la emoción que no es dado expresar de forma
directa.
Las muñecas rusas carecen de hueco. Para ahuecarlas, es preciso abrirlas,
descomponerlas, dispersarlas, privarlas de su definición. El cuerpo no se puede
descomponer, pero sí se puede agitar hasta su conversión en sombra, en linea, en
instante, y también se puede proyectar: las naranjas y manzanas, con toda la
carga de sensualidad que su olor refuerza, son proyecciones de una dimensión del
cuerpo, que busca su forma en el heno con una indolencia que no le es dado
practicar en el espacio vacío o en relación con las formas rígidas del diseño o la
arquitectura. En las proyecciones y en las huellas, en los objetos escénicos, el
cuerpo se busca a sí mismo, busca su imagen con la misma obsesión que mediante
el movimiento ahueca el espacio para abolirla y crear el lugar de la interioridad
prohibida.
Corol.la es el centro de la trayectoria creativa de Àngels Margarit y en él
estaban implícitas buena parte de sus posteriores búsquedas sobre una geometría
orgánica del espacio y esa indagación de la multidimensionalidad y la complejidad
que afectaría a sus últimos espectáculos, dominados por la reflexión sobre la
inteligencia y los cuerpos del cuerpo.
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Las dramaturgias del mar
El paradigma de la complejidad se había consolidado a mediados de los años
ochenta a partir de una serie de modelos y teorías surgidos en diversas disciplinas
científicas en la década anterior: la teoría del caos, la geometría fractal o la teoría
de las catástrofes. Ilya Prigogine fue uno de los primeros en interesarse por la
investigación del caos y el descubridor de las llamadas “estructuras disipativas”,
que deben ser entendidas como islas de orden en un mar regido por el principio de
creciente entropía formulado por la segunda ley de la termodinámica. xv En paralelo,
Edward Lorenz, meteorólogo y colaborador de la NASA, descubrió que, a pesar del
comportamiento
caótico
es
posible
encontrar
un
patrón
matemáticamente
formulable y plásticamente reproducible: el famoso atractor de Lorenz, uno de los
más conocidos atractores extraños, imagen matemática de lo que popularmente se
conoce como “efecto mariposa”. El efecto mariposa no era sino consecuencia de la
aceptación científica de la no-linealidad de la naturaleza. Frente a la imagen de la
naturaleza como máquina propia del siglo XVIII o como mundo lineal y determinado
(siglos XIX y XX), a partir de los sesenta se abrió pasó la imagen de la naturaleza
como sistema no-lineal. En los sistemas lineales, pequeños cambios producen
pequeños efectos, mientras que los grandes cambios son resultado de grandes
cambios o bien de la suma de muchos pequeños cambios. Por el contrario, en los
sistemas no-lineales los pequeños cambios pueden tener efectos espectaculares, ya
que
pueden
ser
repetidamente
amplificados
por
la
retroalimentación
autorreforzadora.
El
atractor
extraño
de
Lorenz
representaba
gráficamente
ese
comportamiento no-lineal. Es la imagen más conocida de la denominada teoría
matemática del caos. A ésta corresponde una nueva geometría, inventada por
Benoît Mandelbrot, y que insistía en las consecuencias de la no-linealidad: se trata
de la geometría fractal. En su libro Los objetos fractales Mandelbrot escribió: “La
mayor parte de la naturaleza es muy, muy complicada. ¿Cómo describir una nube?
No es una esfera... es como una pelota pero muy irregular. ¿Y una montaña? No es
un cono... Si quieres hablar de nubes, montañas, ríos o relámpagos, el lenguaje
geométrico de la escuela resulta inadecuado.” La geometría fractal, en cambio, se
presentaba como “un lenguaje para hablar de las nubes”, para describir y analizar
la complejidad del mundo natural que nos rodea. El medio utilizado por Mandelbrot
fue la iteración, es decir, la repetición de cierta operación geométrica una y otra
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vez. Y es precisamente la iteración la característica matemática central que
vinculaba la teoría del caos y la geometría fractal.
Desde el punto de vista de la práctica artística, la principal aportación de la
teoría del caos y la geomemtría fractal era la disolución de los límites entre lo
ordenado y lo caótico y entre lo matemático y lo orgánico, una disolución en la que
se había situado el trabajo de Ángels Margarit a partir de su fase vegetal y en la
que insistieron numerosos creadores contemporáneos, entre ellos algunos que
funcionaron como referentes próximos de Margarit: los belgas Jan Fabre y Anne
Theresa de Keersmaeker.
Das Glas im Kopf wird von Glass (1988), de Jan Fabre, es probablemente
uno de los espectáculos escénicos más claramente relacionado con las teorías
científicas sobre el caos. En las “secciones de danza”, un conjunto de bailarinas de
formación clásica ejecutaban movimientos muy simples, dispuestas simétricamente
respecto a un centro, el personaje de Freissa, que aparecía elevada contra un telón
azul de fondo. Las bailarinas llevaban atadas a las manos sus zapatillas de ballet.
En ropa interior negra, eran condenadas a no bailar: permanecían largo tiempo
inmóviles y cuando se movían era en grupo, realizando desplazamientos y
secuencias de movimiento muy simples. Fabre imponía una disciplina férrea a sus
actores, incluía cuerpos orgánicos en una estructura geométrica y ponía en escena
lo que él denominaba las dimensiones negativas: el silencio, la inmovilidad, la
monocromía, el espacio puro.
A Esteve Graset le fascinó este espectáculo tanto como las geometrías
orgánicas de Margarit. La propuesta de una “dramaturgia del mar”, en la que
Graset recogía sus ideas sobre el montaje asociativo y la composición rítmica, no
era lejana de ese “lenguaje para hablar de las nubes” al que aspiraba Mandelbrot. Y
de hecho, los fractales fueron utilizados de forma directa por Pepe Manzanares para
componer las partituras sonoras de algunos espectáculos, aunque la idea de
comportamientos caóticos que producen patrones que repetidos y generan figuras
de apariencia natural estuvo presente en el trabajo físico y visual de Arena, de
forma más o menos consciente, desde el principio.
Estas ideas comenzaron a visualizarse de forma escénica de un modo mucho
más claro a partir de la segunda versión de Callejero. La incorporación de tres
actrices propició una orientación más sensual del trabajo de Arena y la posibilidad
de una tímida aproximación a los registros de la danza, por más que la oscuridad
no se alejara de los impulsos creativos de Graset. Callejero 2 sirvió de preámbulo
para el trabajo más equilibrado de la compañía: Extrarradios
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(1989). El espacio
escénico consistía en una tarima elevada unos cincuenta centímetros sobre el suelo
del escenario (que servía como caja de resonancia para los golpes de actores y
objetos sobre ella, amplificados mediante micrófonos), cuatro planchas metálicas y
reflectantes al fondo y un conjunto de muebles: sillas, mesas y taburetes
distribuidos sobre la tarima. A la izquierda, un músico (Pepe Manzanares) provisto
de un violín conectado a un sampler y un procesador de efectos, que acompañaba
la acción, interviniendo a veces sobre ella en momentos no definidos con absoluta
exactitud.
Como en espectáculos anteriores, se partía de una serie de improvisaciones
mediante las que se desarrollaban ideas escuetamente formuladas. Así, la primera
secuencia del espectáculo resultó de una improvisación basada en el lema "posturas
de insomnio". Los actores, tendidos sobre el suelo, ejecutaban una coreografía que
introducía al espectador, ayudado por lo tenue de la iluminación, en un mundo
ambiguo, un espacio a medio camino entre la vigilia y el sueño, lo externo y lo
mental. xvi
El espectáculo, montado brillantemente con la precisión de una partitura
musical, se componía de diversas secuencias que a menudo se interpenetraban. Los
actores se aplicaban al traslado obsesivo de muebles, a veces con la intención de
construir cuadros o espacios para el desarrollo de posteriores acciones, a veces con
una finalidad meramente rítmica o plástica. Palabras emitidas con voces tan
artificiales como los movimientos funcionaban como texto-pensamiento, como
texto-instrucción para el propio intérprete, como texto-objeto con cualidades
rítmicas o plásticas. En ningún caso hablaba un personaje: el material verbal, como
el resto de los elementos escénicos, contribuía a reconstruir un espacio mental,
tratárase de la memoria individual o colectiva o del sueño de un habitante del
extrarradio urbano.
Algunas secuencias protodramáticas de carácter cómico servían como
descansos para el espectador: utilizando retazos de diálogos cotidianos, los actores
construían conflictos abstractos sin desarrollo dramático, pero sí emocional y
rítmico. xvii Completaban el espectáculo otras secuencias pseudo-coreográficas y la
composición
de
imágenes
evocativas,
cuya
naturaleza
poética
contrastaba
fuertemente con las referencias cotidianas o los ambientes extrañados de otros
momentos del espectáculo.
Manteniendo el mismo esquema compositivo de trabajos anteriores, la
última parte del espectáculo se desarrollaba como un largo proceso descompositivo
en lo que respecta a la acción y el ritmo de los actores, que coincidía con una
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agrupación de los elementos escénicos, finalmente enlazados con cuerdas y
elevados mediante una polea hacia lo alto de la escena. La última imagen era la de
la escenografía colgada de lo alto, girando sobre sí misma al ritmo de la música,
mientras los actores, al fondo, miran al vacío.
En algunas secuencias de Extrarradios, la intensidad de la imagen era
compatible con la búsqueda de estados físicos próximos la trance. Probablemente el
momento más claro del espectáculo en que tal coincidencia se producía era cuando
las actrices, apoyadas sobre las planchas metálicas del fondo, tenuemente
iluminadas, se golpeaban de espaldas contra ellas produciendo una especie de
oleaje metálico. xviii Lo hipnótico de la imagen se combinaba con el efecto mántrico
de un movimiento aparentemente mecánico (doloroso para las actrices), que podía
provocarles un estado físico que favoreciera la semiconsciencia, un estado propio
de los procesos de insomnio, emparentado con la embriaguez, la alucinación o la
enajenación mística.
Un estado similar quería inducir Esteve Graset en el espectador de sus
obras,
del
que
esperaba
que
se
acercara
a
ellas
sin
ninguna
intención
interpretativa. La reducción del texto a música y la búsqueda del trance iba
acompañada de un deseo de abolir por todos los medios la aproximación intelectual
y reivindicar en cambio una nueva “erótica del arte”. La alergia a la interpretación
heredada de los vanguardistas de los sesenta, era patente en los textos escritos en
esta época por Antonio Fernández Lera sobre los espectáculos de Arena y
compartida por la mayoría de quienes en estos años conformaron en España lo que
se denominó “teatro contemporáneo”. xix
En un texto escrito por Graset en 1992, “Por un espacio inspirador”, se podía
leer lo siguiente:
Los hechos no tienen por qué presentarse uno detrás de otro, como nos
han acostumbrado el cine y el vídeo, sino que pueden viajar en el espacio
diferentes hechos simultáneamente, lo cual es más útil para establecer
relaciones entre los diferentes hechos dramáticos expuestos. Conexiones,
sueños, realidades, deseos, pensamientos, no pensamientos... encuentran
un cauce de posibilidades infinitas a través del montaje hecho por el
director y del montaje completado por la individualidad creadora de cada
espectador. Un montaje escénico de hoy, en sociedades pretendidamente
democráticas, nunca debería decir “esto es”, “así es”, sino propiciar
aperturas en diferentes direcciones. Todo ello requiere un espacio flexible e
inspirador. (Graset, 1992: 18)
Estas ideas no eran muy distintas a las que dos años antes había formulado
en torno al concepto “dramaturgia del mar”. Pero en el mar, Graset no sólo
escuchaba los ritmos naturales y cambiantes que trataba de convertir en
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arquitectura espectacular, veía también la oscuridad y el abismo, y adivinaba la
convivencia de lo inconmensurable, lo caótico, y lo ordenado. El mar se mostraba
como una metáfora del cuerpo humano, como una metáfora del cuerpo-mente,
pero también como lugar privilegiado para la observación de la dinámica que
resulta de la convivencia de caos y orden. Su imagen funcionaba en la concepción
de Graset del mismo modo que “la hora azul” en la de Fabre.
En los primeros espectáculos de Graset, la alternancia caos / orden se
producía en términos aún dramáticos: partiendo de una situación inicial, ordenada,
se producía una alteración que conducía al máximo caos, para volver a una
disposición final estática (el embalaje de la escenografía o la composición de una
instalación con o sin movimiento). A partir de Fenómenos atmosféricos, a Graset le
interesó indagar el modo en que caos y orden se interpenetran de un modo más
sutil.
Durante el proceso de ensayos de Fenómenos atmosféricos (1990), Graset
propuso a sus intérpretes que se dejaran impregnar por las imágenes de otro
artista belga, Paul Delvaux. El hieratismo y el sonambulismo de aquellos cuerpos
femeninos desnudos debía trasladarse al espectáculo. Por ello les pidió que se
ejercitaran en la contención del movimiento, en las acciones ralentizadas, en la
afirmación de la pura presencia... La inmovilidad era rota por la palabra, el
movimiento retenido, por bruscas explosiones de acción... Graset cedió a una
actitud más contemplativa y su anterior interés por el submundo, por la catástrofe
humana, se vio desplazado por una nueva idea de la catástrofe más próxima a la
concebida por las matemáticas. En paralelo a la definición que René Thom dio de
catástrofe, Graset buscó en el movimiento de las actrices, en la alternancia de
textos y movimientos, en el contraste de lo orgánico y lo geométrico comprender el
patrón que subyace a los comportamientos caóticos de la naturaleza tanto como de
la mente.
Pero el protagonista de Fenómenos atmosféricos fue un péndulo mecánico
del que colgaba un monitor de televisión. En él se veía durante el espectáculo
imágenes del mar, nieve electrónica o los ojos en primer plano de Enrique Martínez.
El péndulo oscilaba sobre la escena a distintas alturas sirviendo de contrapunto a la
inmovilidad muda de los objetos (bancos y mesas metálicas) y al movimiento
orgánico (aunque contenido) de los actores (opacos). El péndulo era como una
ventana inasible que introducía en escena el mundo exterior y mostraba
constreñido el paisaje del mar y la mirada. Sobre la escena, un mundo que tendía a
la oscuridad, al misterio. 6
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La estética simbolista se acentuó en Expropiados (1992), un espectáculo
para el que ya no se utilizó música en directo, sino grabaciones de Rachmaninov.
En él se hizo evidente la opción de Esteve por un teatro contemplativo, y la
concepción del mismo como una instalación dinámica, en el que cada vez quedaba
menos lugar para los lenguajes del cuerpo, propiamente dichos. El interés de
Graset por la instalación se había traducido ya en la producción de Ventana trasera
(1990), una obra autónoma en la que se reutilizaban elementos escenográficos de
sus anteriores espectáculos sometidos a nuevas iluminaciones y movimientos
mecánicos. Y continuaría en 1992 con Palos de lluvia (1992), una instalación
montada con los principales elementos escenográficos de Expropiados, los palos de
lluvia, montados sobre mecanismos que los hacían girar de un modo similar a las
aspas de molino. Los sonidos de las semillas en su constante desplazamiento en el
interior de los palos (que provocaban inevitablemente la asociación de las olas
marinas) contrastaban con la voz intermitente de un actor estático situado entre
otros elementos escenográficos (espejos traslúcidos y bancos metálicos) en el
centro de un espacio cubierto de semillas.
Finalmente la fascinación por el espacio se había impuesto a la fascinación
por la voz, el interés por la geometría natural al interés por el caos artificial y la
curiosidad por las profundidades de la imagen a la curiosidad por las profundidades
del cuerpo.
De fábulas y pájaros
El acercamiento de Esteve Graset al lenguaje de la danza fue paralelo al que
numerosos creadores coreográficos sintieron por el teatro. El término “teatrodanza”, inevitablemente asociado a la obra de Pina Bausch y una generación de
coreógrafos alemanes, entre los que se encuentran Gerhard Bohner, Reinhild
Hoffmann, Hans Kresnik o Susanne Linke. xx El sentido alemán del término es
mucho más ambiguo que el que ha derivado de su traducción latina y, de hecho,
poco tiene que ver la depurada danza de Bohner (al que Cesc Gelabert
homenajearía en la recuperación de su solo Im goldenen Schnitt) con las
propuestas más gestuales, casi pantomímicas, de Kresnik. Si mantuviéramos el
sentido original de la palabra alemana, habría que inscribir en este campo tanto las
coreografías más abstractas de Gelabert y Margarit como las más literarias de Mal
Pelo. Sin embargo, algunos creadores insistieron más decididamente en la idea de
hibridación y buscaron el desarrollo de una danza dramática.
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La tentativa más importante fue la llevada a cabo por Danat Danza, una
compañía fundada en 1985 por los coreógrafos Alfonso Ordóñez y Sabine
Dahrendorf, y que produjo espectáculos como Bajo los cantos rodados hay una
salamandra (1988), a partir de una investigación histórico antropológica sobre las
costumbres ancestrales del antiguo reino de León, El cielo está enladrillado (1991),
inspirado en los Caprichos de Goya, o A Kaspar (1992), basado en la tantas veces
teatralizada leyenda de Kaspar Hauser. El peso del trabajo dramatúrgico en estos
espectáculos singulariza el trabajo de Danat en relación con otros colectivos como
Metros, dirigido por Ramón Oller, o Lanónima Imperial, fundado por Juan Carlos
García, que aun contextualizando dramáticamente (o escenogróficamente) sus
propuestas, centraron su producción en la elaboración del movimiento, la música y
la imagen. xxi
Mal Pelo fue el último nombre en engrosar la nómina de compañías de danza
contemporánea catalana y la que con más efectividad se acercó, sin caer en la
ilustración, a los lenguajes del teatro. Desde su fundación en 1998, María Muñoz y
Pep Ramis hicieron explícita su intención de producir espectáculos que fueran más
allá de la combinación de elementos habituales en la danza para trabajar con otros
que les permitieran la generación de un mundo autónomo. Un mundo autónomo
como el que se manifestaba al espectador en los espectáculos de Tadeusz Kantor,
dotados de una fuerza o contundencia que no estaba meramente basada en la
efectividad de las imágenes, la extrañeza de los objetos, la ambigüedad de los
personajes o la reiteración de las melodías, sino en esa energía invisible de la que
todos surgían y que podría asociarse a la memoria. Desprovistos, por su juventud,
de ese potencial, Pep Ramis y María Muñoz decidieron sustituir la memoria por la
fabulación y tratar de encontrar en escena un descendiente indirecto del realismo
mágico. La fabulación obligaba a la construcción de espacios imaginarios, y también
de personajes que poco a poco (casi en un proceso inverso al seguido por Kantor)
se irían confundiendo con las personas.
La construcción del personaje buscaba, paradójicamente, la desnudez del
intérprete.
Es decir,
se
trataba
de desenmascarar
el
personaje
tipo
que
espontáneamente interpretan todos los bailarines con un determinado nivel de
formación técnica y rigor creativo por medio de la incorporación de un personaje
construido que no contaran entre sus atributos la perfección física en el movimiento
y en la figura o la capacidad para mostrar serenidad o placer en la tensión o el
esfuerzo. Los nuevos personajes inventados permitían descubrir la fragilidad, la
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vacilación o el deseo escondidos tras el virtuosismo del intérprete, y mostrar por
tanto a la persona misma por medio del personaje.
Los personajes llevados a escena por Mal Pelo tienen como rasgo común su
pertenencia a un contexto rural. Comparten con los de Chagall ese habitar un
mundo intermedio ente la ensoñación infantil, lúdica y mágica, y la pesadilla que
nos adelanta la amenaza de la violencia y la ineludible soledad. Y con los descritos
por Berger en sus relatos la proximidad a la tierra y a los animales, en absoluto
incompatible con la sensibilidad y la imaginación, y una mirada infantil, que puede
brillar una y otra vez en los ojos más castigados por el desconsuelo. Lo rural está
inscrito en las biografías de Ramis y Muñoz, y acentuado por su decisión de vivir y
trabajar en un lugar alejado de la ciudad. No es casualidad que su primer
espectáculo, Quarere (1989) se construyera como un encuentro de dos personajes
en un páramo. 7
Quarere era una historia de amor que abría el mundo creativo y biográfico
en el que Mal Pelo habitaría los siguientes años. María Muñoz había recorrido un
breve camino en el ámbito de la danza contemporánea, que incluía estudios en el
Institut del Teatre y con otros coreógrafos, como Angels Margarit, Shusaku
Takeuchi, Lina Kraus y Julyen Hamilton, y una experiencia de compañía junto a
María Antonia Oliver en La Dux, compañía con la que habían presentado Corre que
fem tard (1986). Pep Ramis, en cambio, carecía de formación como bailarín, y sus
intereses estaban más orientados hacia la música y la plástica. Colaboró por
primera vez con María Muñoz en un solo presentado por ésta en 1988 titulado
Cuarto trastero, una pieza de registro íntimo que subrayaba “la grandeza de las
pequeñas cosas” y que anunciaba la línea a seguir por Mal Pelo.
El espacio de Quarere sólo estaba ocupado por un poste y un recipiente con
agua que en un momento dado María Muñoz utilizaba para peinarse y después
ambos para mojarse repetidamente toda la cabeza en una secuencia lúdico-agónica
que en gran parte resumía tanto el tema de la pieza (la búsqueda de un encuentro
en que se recurría al público para hacer rebotar la miradas que no llegan a
cruzarse) como la relación de los personajes a los elementos. El crítico de The
Village Voice de Nueva York mostraba su asombro por la “proximidad a la tierra”, el
carácter “casi salvaje” de esos personajes que en algún momento se comportaban
como “animales en coexistencia” (Supree, 1991). Y, en efecto, a pesar de la
sobriedad del vestuario y la escenografía (de resonancias becketianas), los saltos,
los movimientos de cuello y hombros y ciertos modos de contacto entre ellos
permitían al espectador agregar a las personas de los intérpretes, que servían de
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núcleo a los personajes, rasgos propios de animales, pero también de niños, de
muñecos o de personajes cinematográficos. Se trataba de meras pinceladas, ya que
lo que prevalecía era en todo momento la persona en busca, la persona en
persecución, la persona apasionada, la persona expectante... Pero la acumulación
de esos rasgos imperceptibles aportaba a la definición de los intérpretes una mezcla
de precariedad y fortaleza que se manifestaba en el tratamiento del cuerpo,
mediante una acentuación de los desequilibrios, los movimientos angulosos, la
descomposición de los miembros... Elementos de deformación que no afectaban,
sino que potenciaban el desarrollo de una historia concebida como una sucesión de
situaciones “desde la observación al juego, al combate, a la ternura, a la pasión, la
noche [...], el silencio que lleva cada uno, un silencio lleno de cosas...”
En los siguientes espectáculos, el trabajo con los personajes se hizo más
intenso, al igual que la opción por la fabulación y el recurso a lo animal, mucho más
explícito. Aunque el motivo central siguió siendo “el encuentro”, de tres en Sur,
perros del sur, de siete en La calle del Imaginero, de ocho en Orache... La primera
de estas piezas comenzaba precisamente con un texto de Jordi Teixidó pronunciado
por María Muñoz, que decía: “Teniendo en cuenta que las posibilidades de que dos
personas cualesquiera se miren o se encuentren son infinitamente menores que las
posibilidades de que dos personas cualesquiera ni se miren ni se encuentren, un
cruce de miradas o un encuentro cualquiera es un hecho absolutamente
excepcional, fantástico.”
La exploración de los encuentros conducía inevitablemente a lo dramático. Si
en Quarere las situaciones dramáticas eran todas ellas bailadas, en Sur, perros del
sur daban lugar en algún caso a la introducción de la palabra. Ésta no era el único
factor de teatralización: también la caracterización de los personajes era más
explícita (en el vestuario, la voz o el gesto), la escenografía más determinante y la
música más incisiva. Si Quarere tenía ya una cierta textura de “cuento”, en una
secuencia de Sur, perros del sur Pep Ramis interpretaba el papel de un viejo que
contaba un cuento. Al año siguiente, María Muñoz interpretaría una pieza, La
mirada de Bubal, construida sobre la estructura de un relato infantil que ella misma
narraba. Y tanto La calle del Imaginero como Orache incluían secuencias narrativas
o fuertemente marcadas por la idea del “cuenta cuentos”.
Sin embargo, las estructuras dramatúrgicas de Mal Pelo no son en absoluto
lineales. Todo lo contrario, la fragmentación que afecta al cuerpo afecta igualmente
a la estructura. Ésta se compone desde la experiencia de lo corporal, es decir,
desde la asociación, desde la intuición. Y se agita con el mismo tipo de movimientos
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que el cuerpo de los intérpretes: disociación de los miembros, saltos con tensiones
contrapuestas, miradas contrarias a la dirección del desplazamiento, vuelos limpios
seguidos de encogimientos, casi agarrotamientos, inmovilidades, silencios, juegos
mínimos, de manos, de cuello, miradas... En paralelo, la composición del
espectáculo puede contener solos a modo de meditacion, imágenes asociativas,
secuencias oníricas, ocurrencias visuales o dramáticas, narraciones verbales,
diálogos coreográficos, escuchas del eco...
El
solo
de
Pep
Ramis,
Dol,
ejemplifica
claramente
todos
estos
procedimientos. Se trataba de una pieza de gran intensidad, que mostraba el
proceso de asimilación de la experiencia de la muerte (del padre del propio autor).
Lejos de aferrarse a un registro melancólico, Ramis transitaba de la serenidad al
anhelo, de la desolación al humor, de la ironía a la ternura, del mismo modo que
sus medios expresivos incluían la palabra, el canto, la acción, la danza, el gesto, el
silencio y la imagen. El espacio escénico estaba dominado por tres elementos: una
especie de carrito o triciclo con alas, una jaula vacía y una cuerda cayendo sobre un
montón de paja, que el intérprete utilizaba en diversos momentos de la pieza. Los
tres elementos remitían a la muerte (el carro, la soga, la ausencia) tanto como al
vuelo (las alas, el ascenso, el pájaro evadido) y estos motivos guiaban también la
composición del movimiento, un movimiento (en el suelo, en el aire, en el propio
cuerpo) que, según Deborah Jowitt, parecía exigir constantemente un esfuerzo de
reflexión, de pensamiento por parte del intérprete (Jowitt, 1994). Todo el
espectáculo estaba construido a partir de una idea que en algún momento se
formulaba: “Hay gente que cree que al morir el alma del hombre se convierte en
pájaro. Y así, cuando miro a los pájaros pienso que quizá, uno de ellos podrías ser
tú”. 8
En La calle del Imaginero (1996) aparecía un personaje con una paloma en
la cabeza: la había adiestrado para que volviera constantemente a ella. Ese mismo
personaje aparecería más tarde con una jaula a la espalda. Progresivamente, se iría
identificando con los pájaros, trepaba por la escenografía para acechar en el tejado
o descansar acurrucado sobre las barras que salían de las paredes de madera,
aferrándose con sus pies como si fueran patas flexibles. El mimetismo con los
pájaros había funcionado desde el principio en el trabajo de Mal Pelo, no tanto a
nivel anatómico (como en este caso) cuanto a nivel de movimiento: en cierto
modo, el deseo de volar está a la base de la fascinación de Muñoz y Ramis por la
danza y aparece en todos sus espectáculos (a veces al desnudo, por medio de
vuelos y saltos, a veces mediante rústicos aparatos alados).
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Pero La calle del imaginero no era una pieza sobre pájaros, ni sobre
animales (aunque aparezcan pollos y sardinas), sino “una reflexión sobre el gesto
íntimo”, “una recopilación de imágenes en la que hechos aparentemente nimios
aparecen como símbolos de una imaginería que nos pertenece a todos, hecha de
realidad y fantasía". Se partía de la idea de la esquina, un espacio exterior que
servía para que cinco personajes se encontraran, o al menos se cruzaran. Ese
espacio adquiría forma escénica mediante dos módulos articulados de madera,
plagados de puertas, trampillas, salientes y huecos, que se desplazaban sobre el
escenario a lo largo de la representación. Y ahí, en un espacio público, ocurría la
manifestación de lo privado, la revelación de lo íntimo, algo que Mal Pelo ya había
practicado en otros espectáculos, y especialmente en Sur, perros del sur. “La
privacidad -dice Ramis- es lo que todo el mundo reconoce más fácilmente, es de
todos. Los discursos que suceden en la privacidad son de todo el mundo, esa es su
fuerza.” Y es que la privacidad está en el gesto, en la mirada, en la exhibición de la
fragilidad, en la ironía sobre la propia insignificancia, que es un modo de afirmar la
fortaleza, pero no en el discurso, que sigue otro camino.
Tal vez porque lo privado continuamente aflora, el clima de relaciones entre
los personajes (¿intérpretes?) era de una complicidad extrema. La ternura marcaba
las relaciones entre los distintos intérpretes desde ese primer momento en que
María Muñoz viste a Jordi Casanovas, desnudo ante ella, mientras Idoia Zabaleta,
en primer término, conviertía sus manos en una hélice alterando físicamente el
color de la escena. La escena tenía su correspondencia simétrica al final del
espectáculo, cuando Casanovas, nuevamente desnudo en el centro de la escena, se
dejaba enfriar por la luz y el sonido del viento ante la cuidadosa mirada de Ramis
que, en un momento dado, se adelantaba, le ponía y abrochaba su chaqueta. Esa
complicidad de la mirada o ese cuidado en los actos se trasladaba a las relaciones
que los personajes mantenían entre sí a lo largo de los espectáculos, en sus
interacciones o coreografías, incluso cuando en algunos momentos mostraban su
dimensión más primitiva y su lenguaje se reducía al gruñido, al grito o al gesto
físico.
Probablemente, de los espectáculos de Mal Pelo La calle del Imaginero fue,
junto a L’animal a l’esquena, el que más se parecía a un libro, un libro ilustrado con
imágenes que se instalaban en la memoria del espectador, y salpicado de palabras
fácilmente legibles, pero difícilmente fijables en el interior de una estructura lineal.
Lo importante es la sensación, la percepción de un mundo. Si La calle del Imaginero
podía parecer un cuento (sólo en apariencia infantil), L’animal a l’esquena era como
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un libro de viaje, en que se habían ido anotando pequeños momentos y deseos
(incluido ese otro viaje imaginariamente aún no realizado a París que funcionaba
como motivo recurrente en el espectáculo). Contituía una réplica, diez años más
tarde, a Quarere, y al elementarismo fabulador de éste se superponía ahora un
discurso más reflexivo, por ello melancólico, voluntariamente ingenuo y por tanto
inevitablemente irónico. Al margen de la mayor o menor efectividad del aparato
escenográfico xxii , la eficacia comunicativa del espectáculo residía en los cuerpos de
los intérpretes, capaces de transmitir en solitario o interacción esa constante
tensión entre la fortaleza y la duda, entre la ilusión y la fragilidad, entre la
capacidad voladora y el encogimiento huidizo y tímido, entre la animalidad y la
ternura, la composición y la espontaneidad...
Diez años habían sido necesarios para convencer a María Muñoz y Pep Ramis
de que el hombre físicamente y por sí mismo no puede volar (tal vez por ello
recurrieran a ese primitivo ingenio con alas sobre el que ascendían no gracias a su
pedaleo entusiasta, sino a la ayuda de un mecanismo hidráulico que elevaba el
suelo del escenario), y que, por tanto, su deseo de ser pájaros no conducía
inmediatamente a la victoria sobre la gravedad. En su lucha contra la gravedad,
Muñoz y Ramis compartieron el mismo deseo que los inventores del ballet clásico.
Pero lo que les alejaba de éstos era la consciencia de que en esa lucha el hombre
no se aproximaba a las ninfas ni a los seres espirituales, sino sobre todo a los
animales. Y no tanto a los animales que vuelan como a los animales que saltan. xxiii
Lo que diferencia en definitiva la danza de Mal Pelo de la danza clásica es la
consciencia de la animalidad del cuerpo del bailarín, que no puede convertirse en
ángel más que con ayuda de cuerdas o mecanismos que lo eleven, y que cuando
intenta ser pájaro lo es sólo en la forma y no en la acción.
La consciencia de la precariedad se hace explícita en la última escena de
L’animal, cuando los dos intérpretes consiguen incorporarse apoyándose uno en el
otro, con unos gestos tomados de los pájaros que, trasladados al cuerpo humano,
adquieren la apariencia de movimientos propios de paralíticos cerebrales. A partir
de la consciencia de la animalidad (el animal que se carga a la espalda) xxiv y la
limitación, es nuevamente posible el vuelo, siempre en forma de salto y siempre,
por tanto, con regreso a la tierra. Ese salto, por otra parte, no es una huida más
allá de la carne, sino un viaje cargado de memoria. xxv Y la memoria se inscribe en
la carne, en la piel y en las entrañas.
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José A. Sánchez
Universidad de Castilla-La Mancha
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i
“Un hermosísimo espectáculo que nos llegaba demasiado tarde, cuando la época de los
hippies había caído en el olvido y los musicales de rock sinfónico no estaban ya de moda
aunque nunca los hubiéramos tenido.” (Ragué, 1996: 152)
ii
Anna Maleras (Barcelona, 1940) emprendió su labor pedagógica en Barcelona a los 17
años. Diez años después, en 1967, creó el Estudi de Dansa Anna Maleras, del que surgiría el
Grup Estudi Anna Maleras (1972-1989). “En el inicio del curso 68-69 -recuerda Anna
Maleras-, estaba en la secretaria de mi escuela de danza cuando apareció un chico muy
joven que se escapaba de los esquemas tradicionales. Llevaba unos pantalones de pana que
le venían cortos, unas alpargatas de payés, unos tirantes anchos y una bola de pelo rizado
negro. Tenia la estética que andaba buscando y le pregunté si quería bailar jazz. ¿Qué es
esto de danza jazz? Me dijo. Le respondí que entrara en clase y lo sabría. Poco después no
paraba de moverse y de levantaré de la silla, siguiendo el ritmo, hasta que se puso tras los
otros. Desde entonces no se ha separado de la danza.”
iii
Frederic Amat (Barcelona, 1952), estudió escenografía y arquitectura en Barcelona entre
1970 y 1974. Desde 1976 alternó su dedicación a la escenografía con su dedicación a la
pintura. Ha colaborado en numerosos espectáculos con Cesc Gelabert y con Lluís Pasqual.
iv
Lydia Azzopardi fue alumna oficial del London Contemporary Dance School entre 1971 y
1975, donde recibió una sólida formación en danza clásica y contemporánea. Trabajó con los
coreógrafos Anna Sokolow, Robert Cohan, Robert North y Jane Dudley. Después impartió
clases en la Ópera de Zurich y en la escuela Mudra, de Maurice Béjart. En paralelo, colaboró
con Jerôme Savary en el Théâtre Panique y, en 1979, con Lindsay Kemp en A
Midsummernight Dream. “Lydia -dice Gelabert- ha tenido todo lo que a mí me ha faltado en
lo que respecta a nuestro oficio; en este sentido su colaboración es fundamental y ha
contribuido a desarrollar con coherencia nuestra compañía a pesar de las dificultades. Ella ha
introducido un espíritu de trabajo y ha impuesto unas exigencias de profesionalidad
imprescindibles. Sin embargo, para ella ha sido durísimo continuar hacia adelante en el
contexto del país, porque Cataluña, en general, no la ha sabido entender. Hay países más
oportunistas que aprovechan las cualidades forasteras; desgraciadamente, aquí, vivimos la
típica reacción de las culturas pequeñas que necesitan defenderse, pero creo que llegará su
momento y que se reconocerá su trabajo”.
v
Juan Belmonte, uno de los más célebres toreros del siglo XX, nació en Sevilla en 1882. En
1913 tomó la alternativa en Madrid, actuando como padrino a Rafael González “Machaquito”,
quien el mismo día se retiró de la profesión y como testigo a Rafael Gómez “el gallo”. El toro
de la alternativa se llamaba “Larguito” y era de Olea. En 1961 se suicidó en su cortijo de
Gómez Cardeña.
vi
En los enfrentamientos de Gelabert (torero) con los cuatro bailarines (toros) resuenan los
procedimientos del teatro Kabuki y de la ópera china para la escenificación de las peleas
entre el héroe y los ejércitos enemigos: la ausencia de contacto, la estilización de los golpes,
el recurso a la acrobacia o a la pirueta, etc.
vii
Esto es algo habitual en la obra de Santos. Josep Ruvira comenta así una de sus más
conocidas obras de piano, Codi o estigma: “Formalmente se trata de una obra extensa en la
que se yuxtaponen muchas secuencias de diferentes naturaleza; dilatadas melodías
minimalistas, desarrollos contrapuntísticos, fragmentos de pasodobles anteriormente
compuestos por él mismo, se suceden sin solución de continuidad pero con transiciones
bruscas, que no intentan difuminar la naturaleza de cada una de las secuencias sino, al
contrario, poner de manifiesto sus constantes hasta el punto de parecer que cualquiera de
ellas quiera ser exprimida hasta su agotamiento y llegándose a ejecutar algunos ostinatos
que exceden los parámetros de lo musicalmente previsible. Tal variedad exige otra tanta de
materiales musicales, de manera que la obra viaja de igual manera por la técnica
contrapuntistíca barroca, por el tonalismo, la armonía atonal o los esquemas rítmicos y
armónicos del folklore español.” (Ruvira 1999: 53)
viii
La primera coreografía de Margarit fue Laia (1979). Con Heura compuso Potes (1980),
Temps al Baix (1982), Duna (1983), que recibió el premio Tórtola Valencia, y Friso (1984).
Según Margarit, Temps al Baix “va ser el primer espectacle sencer que es feia a Espanya i jo
desconeixia si es feia fora. Vaig treure aquest concepte de la música. Sentia els Pink Floid o
els Who que feien aquest discos sencers que eren tot un món i jo em deia que aixè és el que
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havíem de fer en dansa. Sempre portava al cap la idea de fer un espetacle sencer.” (Margarit
en Pasamón, 1999: 47).
ix
En Nueva York, Margarit estudió en las escuelas de Merce Cunningham y Martha Graham y
pudo conocer directamente el trabajo de Simone Forti, Steve Paxton, Lisa Nelson y Laurie
Anderson, entre otros.
x
“Kolbebasar” está formado por dos palabras: Kolbe y Basar (bazar). La primera remite al
escultor alemán George Kolbe, escultor alemán, una de cuyas obras puede verse en el
Pabellón Mies Van der Rohe de Barcelona. “La coreografía es la unión de distintas piezas, en
una especie de exposición móvil donde cada una se convierte en un objeto singular. Un solo,
un dúo, un cuarteto y un sexteto que a partir de un mismo motivo desenvuelven distintas
construcciones, son la estructura sobre la cual se articula el espectáculo. Tejidos de
movimientos que viajan o se instalan en el espacio, reflejos y simetrías, una imagen, una
forma (quieta) que se mueve, la continuidad de la interrupción.” (Margarit, 2000: 4).
xi
“El proceso fue muy curioso. Ahí empezaron a unirse muchas cosas: un hotel, que formaba
parte de mis imágenes preferidas. Me dejaron ese hotel, que estaba cerrado, y yo iba los
sábados, me ponía una cámara para grabar y ahí surgió todo, que podía ser una secuencia
finita, circular, la idea del rodaje de una película... Ahí salía El estado de las cosas de Wim
Wenders... y no salía porque yo pensara en ellos, pero yo recuerdo que esta cámara, cuando
yo llegaba ahí, había visto cosas que yo no había visto, las ventanas, el mar, los ruidos.... y
ahí me empezó esta idea, como una secuencia de película, la gente allí dentro, la ficción y la
realidad, un solo para ver a solas, entras en la intimidad de una persona, tú ves al
espectador pero el espectador te ve a ti, vamos a jugar a la convención, como en el rodaje
de una película, la danza ya no es el movimiento lejano, son los objetos, de algún modo
podía volverme realizadora cinematográfica. Luego ha evolucionado, porque he introducido el
vídeo, lo que yo veo: en cada lugar grabo imágenes de los exteriores, de lo que veo por las
ventanas, lo que veo mientras me muevo en la habitación. Y hay un juego entre ficción y
realidad que ha ido evolucionando, cada vez es menos formal.” (Margarit en conversación
con el autor)
xii
“Esta planta áspera, de hojas hirientes y agresivas, enraizada en barrancos y márgenes
secos, me atrae. Sus formas retorcidas son para mí la expresión de una queja. Lo que me
apasiona del ágave es que se puede tardar hasta diez años en florecer y muere en este
tránsito / El ágave, pues, es el pretexto poético y visual del espectáculo.” (Margarit, 2000: 7)
xiii
“Corol.la es un solo, un solo es un círculo, un círculo es una espiral, una espiral es un
espejo de imágenes que se alejan y se acercan, una repetición infinita de uno mismo, de sus
fragmentos. Revolcarse, romperse, centrifugarse. Corol-la es un trabajo de materia, de
instrumento que se revuelve y se accidenta a sí mismo. Corol-la es un espacio poético donde
cada objeto guarda una relación secreta y al mismo tiempo evidente con la danza. Corol-la
es un impulso que ordena y desordena la memoria de mi cuerpo.” (Margarit, 2000: 10)
xiv
“Corol.la [...] macht sehr deutlich, wie ihr Tanz eine sehr formale un zugleich eine sehr
unkontrollierte expressive Form erreichen kann. Dabei wird ein anfánglich leerer, geordneter
Raum, de allein durch die krafvollen Blumen bestimmt wird, su einem chatosichen Ort voller
Gegenstände. Immer in Auseinandersetzunng mit den Objekten entwickelt sich eine Dynamik
der Selbstentschlüsselung, die zwischen Sehnsucht, Aggression und Transformation einen
subtilen Weg der Selbstinzenierung findet.” (Odenthal, 1996b: 61)
xv
La segunda ley de la termodinámica establece que todo sistema físico tiene una tendencia
al desorden, hacia una creciente entropía. Este principio contradice el proceso de evolución
de los seres vivos, que contemplamos como una creación de orden, como un
perfeccionamiento del orden. Prigogine se preguntaba qué significado tenía la evolución de
los seres vivos en un mundo descrito por la termodinámica, un mundo en desorden
creciente. Y después de numerosos experimentos y reflexiones concluyó que “la producción
de entropía contiene siempre dos elementos ‘dialécticos’: un elemento creador de desorden,
pero también un elemento creador de orden. Y los dos están siempre ligados”. Ilya
Prigogine, El nacimiento del tiempo (1988), Tusquets, Barcelona, 1991, p. 48
xvi
“Tres mujeres y un hombre, sombras de un sueño: una profunda selva de sueños.
Despiertos, naturalmente. Si alguien dijo que la selva no tiene forma, que se abra los ojos
otra vez o no tiene corazón y carece de cabeza parra pensar y de ojos para ver. La forma de
la noche: la forma de los hermosos objetos metálicos de la noche. La forma de las voces de
un hombre y unas mujeres: un sonido, suspiro, grito, latigazo de puro placer sobre un
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escenario. Sobre unos ojos. O dormir. O no dormir. El impacto de los hermosos cuerpos de la
noche: que chocan unos con otros: que pueden ser golpeados, acariciados, deformados. Y la
forma de la risa nocturna. “Por qué tanto mirar al mar. Bla, bla, dijiste”. La emoción del
teatro: sin las palabras dichas y requetedichas. Con las palabras justas. Esas: las palabras
de la noche: dominadas en el tiempo justo: las palabras de los cuerpos: imparables:
intactos: puros. Como en Extrarradios.” (Fernández Lera, 1991: 41)
xvii
Una de las escenas más recordadas de todo el trabajo de Arena es sin duda aquella en la
que Enrique Martínez, Pepa Robles y Elena Octavia, sentados en tres taburetes altos, de
frente al público, escenifican una discusión a partir de la frase: “¿Cómo lo voy a llevar a su
casa si no se dónde vive?”, contestada por las actrices con “¿No sabes dónde vive?”, “Si no
sabes dónde vive, ¿cómo lo vas a llevar a su casa?”, “Pues llévalo”, “Oye, llévalo”, etc. En
realidad, esta secuencia había surgido de una improvisación verbal de Enrique Martínez, con
un contenido en parte autobiográfico, del que Graset prescindió.
xviii
La imagen del mar fue una de las obsesiones de Esteve Graset. Aunque sólo apareció
explícitamente en Fenómenos atmosféricos, la repetición natural del oleaje fue uno de los
modelos que funcionaron constructivamente en sus espectáculos, dando origen a la fórmula
“dramaturgia del mar”, con la que Fernández Lera tituló sus breves ensayos sobre el trabajo
de Arena Teatro.
xix
“El esfuerzo como resistencia a reducir la presencia real de una obra de arte (de cualquier
obra de arte) a un puñado de palabras. Resistencia basada en la conciencia de que, en el
mejor de los casos, ese puñado de palabras acaba siendo el pálido reflejo de la experiencia
física, emocional e intelectual sentida tiempo atrás, en la butaca, frente a la obra real
desarrollada en el tiempo real del teatro; y que en el peor de los casos acaba siendo filtro,
justificación, censura, coartada y otras cosas peores, un puñado de palabras bajo el que
hasta el comentarista mejor intencionado (no digamos ya los mal intencionados, que los hay)
corre el riesgo de sepultar lo verdaderamente importante de todo ese asunto: la presencia
real de la obra y nuestra relación con ella. Esa relación es fuente de placer, conocimiento y
desarrollo de todos nuestros sentidos. Y su dimensión política no reside en el eructo ni en el
oportunismo.” (Fernández Lera, 1992: 81)
xx
El libro de Susanne Schlicher, Tanz Theater. Traditionen und Freiheiten (1987) está
dedicado al estudio exhaustivo de la obra de estos cinco coreógrafos, al que se añade una
mirada a la herencia de Kurt Joos y un intento de sistematización estética de las propuestas
de todos ellos.
xxi
Una información mínima sobre los diversos colectivos de danza contemporánea surgidos a
mediados de los ochenta y activos en 1990 se puede obtener en el monográfico dedicado por
El público al “Teatro danza”, que incluye una sección, titulada “Catálogo de existencias”, en
la que diversos autores repasan la trayectoria de compañías y creadores como Ananda
Dansa, Avelina Argüelles, Bocanada, Carmen Senra, Cesc Gelabert, Danat Dansa, Lanónima
Imperial, María Antonia Oliver, Metros, Mudances, Tránsit, Vianants, Vicente Sáez y
Yauzkari. (Diago, Nel y otros, 1990).
xxii
La acción se centra alrededor de una sencilla e ingeniosa estructura escenográfica. Se
trata de una plataforma de madera que sube y baja y que funciona en algunos momentos
como pared, limitando el espacio, y, en otros, como la pista central en donde las dos partes
enfrentadas ejecutan sus movimientos. Es entonces cuando, como si se tratara de dos
luchadores en un ring, dos ayudantes sentados a ambos lados les van ofreciendo agua,
toallas para secarse el sudor y los distintos cambios de vestuario. (Meer, 2001)
xxiii
“El salto, del mismo modo que el mito de Icaro, la conquista del aire, y en los últimos
decenios la conquista del espacio, expresa la aspiración del hombre a triunfar sobre la
atracción terrestre” (Jouffroy, 1993, 39). Pero en el salto, el hombre imita necesariamente al
animal, cargando de dimensión simbólica lo que en el animal no tiene más que una función
locomotriz: “Entre los animales, el salto permanece asociado esencialmente a la función
locomotora, sirve bien a acelerar la velocidad, bien a franquear los obstáculos. Y aunque la
fase aérea comprende rotaciones, como se verá en los társidos, la finalidad del movimiento
es alcanzar un objetivo espacialmente determinado (topocinesis).” (ídem, 41) “En relación
con los animales, que franquean de un impulso varias decenas de veces la longitud de su
cuerpo, el hombre parece ciertamente como un saltador mediocre. Su sistema locomotor ha
escapado a las especializaciones saltatorias que en el curso de la evolución han afectado a
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numerosas líneas de animales. En cambio, ha conservado un amplio abanico de
potencialidades de movimientos...” (ídem, 49)
xxiv
“Imagino el animal / que cargamos sobre nuestras espaldas. / Es un animal desarraigado,
/ un compañero de viaje invisible y poderoso / que guarda todo aquello que hemos amado...
/ Ante nuestra mirada se presenta / un mundo lleno de elementos desordenados. /
Acompañados por el animal. / elegimos nuestro propio orden, / ejecutamos una
fragmentación arbitraria del mundo, / y la llenamos de un valor propio. / ¿Qué cosas
elegimos? / Corremos, y al correr, notamos / el peso del animal. / ¿Corremos hacia la vida
para recuperar / una ilusión de lo que ya no existe? / ¿Para perseguir la realización / de lo
que todavía es posible? / Corremos, y al correr, notamos el peso del animal, el peso de la
humanidad, y nos abruma. / Un solo hombre no puede cargar con todo.” (María Muñoz en
Muñoz y Ramis, 2000: 19).
xxv
“Si lo sabes leer, en un cuerpo descifrarás más o menos una historia humana. Es una
tarea, entre comillas, casi antropológica. Porque, de hecho, esto es lo que hacen los
antropólogos: leen un cráneo y puede decir “este señor comía hierbas o comía tal cosa y tal
otra”. El cuerpo es una hoja en blando donde se escribe tu vida. Estás marcado
muscularmente, en cómo son los huesos, en las maneras de hacer y actuar, en los gestos
que has recogido durante toda tu vida, y tienes información genética muy contundente”
(Ramis, 2000: 99).
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