Los Cuatro Movimientos De La Lectio Divina P. Fidel Oñoro, cjm 1. “Buscad Leyendo” (Primer Movimiento) La lectura y el estudio de un pasaje escogido es la base de toda la Lectio Divina. Abrimos el texto con mucho respeto. En este momento cada letra, cada signo de la Escritura vale mucho. Los antiguos veneraban las Escrituras casi como la misma Sagrada Eucaristía, no se puede dejar perder ni una migaja. El respeto al texto se expresa en la renuncia a la imposición de cualquier idea previa, a quitarle o acomodarle nada. Queremos que éste brille solo; que él hable primero. Buscamos una lectura objetiva, cuidadosa, humilde, siendo conscientes de nuestra ignorancia y de nuestra necesidad de ella. Sucede, a veces, que se trata de un pasaje ya conocido. Entonces habrá que decir como santa Teresita: “Más me vale leer mil veces los mismos versículos (del Evangelio) porque cada vez les encuentro un sentido nuevo”. Lo que hay que hacer es leer lentamente desde el comienzo hasta el final, releerlo y volver a hacerlo una vez más. Poco a poco los detalles van apareciendo y cada palabra va haciendo sentir su peso. Las letras se vuelven imagen, comienzan a hablar y nosotros nos vamos apropiando de ellas. Buscamos hacer nuestro propio estudio del texto. Hay muchos estudios ya hechos que pueden ser útiles. Sin embargo, lo importante es que este es nuestro turno y que vale mucho el ser curiosos, inquietos, insatisfechos. Entramos en la Escritura como buscadores, como 2 decía san Juan de la Cruz: “sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía” (Subida, 3). Nuestra obsesión en este primer movimiento es preguntarnos: ¿QUÉ DICE EL TEXTO? Cuatro indicaciones sencillas nos pueden ayudar: a) b) Captar las ideas principales: Retener las voces fuertes del texto: con lápiz en mano, subraya la(s) frase(s) que más te impactan. Subdividir el texto: mientras más subdividido, mejor. Es como un pez que se come en pequeños trozos. Distinguir quién habla y de qué cosa habla: si es un narrador o es un actor; quién es este personaje, cuáles son sus características. No será nunca lo mismo cuando habla Jesús que cuando habla otro. Ayudarnos de nuestra propia práctica de lectura: para tratar de intuir qué es lo fundamental y qué es lo secundario. Se aplica todo lo que se sabe. Profundizar: Hacer preguntas pertinentes sobre el texto. Leer las notas de pie de página de la versión que tenemos. Consultar los posibles textos paralelos u otras referencias que se indican en la versión. Tal vez conozcas otras. Remitir a algún comentario, cuando lo tenemos a la mano. c) Sentir el texto: Dar espacio a nuestra propia emoción. Quizás haya una frase, que, aunque sea secundaria, nos ha impactado. Pues bien, hay que apropiársela. Dios me habla en ella. Lo importante es respetar siempre su sentido dentro del contexto: que sea lo que ella dice y no lo que yo quiero que me diga. Respetar el contexto es la regla primera de la lectura de la Biblia. 3 c) Apropiárselo: Leer en voz alta el pasaje. Así podremos sentir mejor la emoción de las palabras, su ritmo, su respiración, su énfasis, sus silencios. Cada página de la Biblia tiene su originalidad. Nunca nos cansará este ejercicio. Repetir una frase o una idea que sintetiza nuestra lectura. Repetirla hasta memorizarla. Tratar de representar el texto en nuestra imaginación (cuando el pasaje es narrativo): Con una reconstrucción de la escena, colocándonos en la piel de los personajes. Un poco de fantasía nos da la sensibilidad del texto, ¿qué habríamos dicho nosotros? ¿Cómo nos habríamos comportado? Escribir de nuevo el pasaje: es una antigua práctica que ayuda a la identificación con el texto. Decía Casiano: “penetrados de los mismos sentimientos con que fue escrito el texto, nos volvemos, por así decir, sus autores”. Y existen todavía muchos otros recursos que podemos utilizar para nuestro estudio del texto. No hay que hacerlo todo. Basta con lo que sea útil para, “comerse el texto”. Este momento de estudio es tan rico que corre el riesgo de extenderse indefinidamente sin llegar a sacar el fruto espiritual de la lectura. Por eso hay un momento que hay que detenerse. ¿Cuándo parar? Démonos el tiempo suficiente para el estudio personal del texto. Pero una vez que este comienza a ser nuestro, cuando una idea queda repicando y comienza a resonar en el corazón, es el momento de parar. Esta es la idea que será el centro de nuestra Lectio, la que será la manifestación del amor del Señor en nosotros. 4 2. “Hallareis Meditando” (Segundo Movimiento) Es el momento de cerrar la Biblia e inclinar la cabeza ante el Señor. La meditación es el efecto natural de la lectura: viene dentro de la lectura desde el momento en que esta ha comenzado a impactarnos haciendo que ya no solo hablemos del texto sino también de nosotros. La Palabra de Dios se vuelve nuestro espejo. La meditación se hace con la Palabra todavía caliente, resonando en el corazón. Todo este movimiento se realiza en la interioridad. Hay quien lo compara con el comienzo de la gestación. A San Clemente de Alejandría le parecía ver al lector que entraba en la meditación como al picaflor que después de picar las flores se recoge para dejar que el néctar se transforme en alimento. En la Lectio Divina la meditación tiene características propias que la distinguen de aquella otra que es especulación mental. Aquí se acerca más al estilo del pueblo de la Biblia. Israel y los primeros cristianos no eran propiamente un pueblo de filósofos ni de eruditos. Su preocupación era tratar de captar la actualidad de Dios en su caminar., en los sucesos de todos los días, para vivir en sintonía con Él para dar nuevos pasos según su voluntad. Es una actividad lenta y fatigosa. Por eso, Casiano prefería hablar de “rumiar” la Palabra, es decir, de saborearla lentamente. El Pueblo de la Biblia sabía meditar “atando cabos”, tratando de descubrir cómo se empata una cosa con otra, escrutando el sentido de los acontecimientos, la lógica del actuar de Dios en medio de todo, “la verdad oculta “ como dice Guigo. También nosotros “atando cabos” podemos ver cómo “esta escritura acabada de oír se ha cumplido hoy” (Lc. 4,21). La Palabra descubre así su actualidad permanente, comienzan a caer los velos. Por la meditación entramos en comunión con la misma experiencia espiritual del pueblo de Dios de la Biblia y del que aún peregrina en la historia de la Iglesia. También lo hacemos con tantos hermanos que cada día tratan de interpretar su realidad e impulsar su caminar en el Señor a partir de la Palabra de Dios. Ver: Act. 17,11. 5 Para hacer nuestra meditación nos dejamos orientar por la pregunta clave: ¿QUÉ ME (NOS) DICE EL TEXTO? Para responder “atamos cabos” a dos niveles: 1. La asociamos con la vida Así lo hacía María, quien confrontaba el anuncio del ángel con su propia vida (Cfr. Lc. 1,34). El primer resultado es un mejor conocimiento de nosotros mismos. Nos vemos a la luz de Dios, con la mirada de Dios. Emerge la historia de nuestras andanzas, de nuestro caminar en dirección de Dios o, tal vez, un poco a contra vía. Cuando la palabra dulce se vuelve ácida (Cfr. Ez 3,3) es signo de que se ha aprehendido la Palabra. Es propio de ella ponernos al borde de la crisis porque es espada de doble filo que “escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” y nos deja “desnudos y descubiertos” ante Dios (Heb 4,12-13). En este estar desnudos ante Dios la Palabra nos revela que Dios es mayor que nuestro pobre corazón (Ver 1 Jn. 3,20). 2. La asociamos con otros textos ya conocidos Se hace como una “colecta” de otros textos bíblicos ya conocidos que agrupamos alrededor de la confesión de fe de la Iglesia. Esto permite que la Palabra se haga aún más viva y más clara. Realizamos este ejercicio recordando dos principios: “la unidad de la Sagrada Escritura” y que “la Biblia explica la Biblia”. Estos dos principios son uno consecuencia del otro. Hay que tener en cuenta que no se busca la cantidad sino la calidad del alimento. 6 Así el movimiento de meditación hace que se acorten las distancias: entre la experiencia del Pueblo de Dios y la mía, entre el ayer del texto y el hoy de su mensaje, entre la Palabra y la Vida. Y, por supuesto con el mismo Dios, su Autor, de quien ahora oímos su voz viva y actual por la que se nos da a conocer lo que quiere de nosotros. Hacemos la experiencia de que “cerca de Ti está la Palabra: en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica” (Dt. 30,40) y de quien “se complace en el Señor, medita su Ley (susurra) día y noche” (Sal. 1,2). La meditación se puede prolongar a lo largo de toda la jornada dejando así reposar la Palabra en nosotros, oyendo continuamente su “susurro”, experimentando el efecto del contacto prolongado. Lo importante es que procuremos dejar todo el tiempo necesario para que la Palabra haga su efecto, para que la semilla crezca “aún cuando no sepamos cómo” (Mc. 4,27). 3. “Llamad Orando” (Tercer Movimiento) La oración brota espontáneamente de la meditación. La Escritura ha sido la nodriza que nos ha llevado de la mano hasta la inmediatez de la Voz de Dios. (Cfr. Jn. 10,4). Sin duda que ya estamos orando desde el comienzo. En ese espíritu hemos hecho la lectura y la meditación, en esa actitud hemos acogido la acción del Espíritu Santo, inspirador de nuestra Lectio. Si la meditación se puede comparar a la concepción, la oración se puede comparar al parto. La oración es llevar hacia fuera por medio de los labios el grito de nuestro corazón quemado por la Palabra. Allí explicitamos todo lo que ha surgido en nuestra interioridad. Y “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos cómo pedir para hablar como conviene” (Rom. 8,26). Él hace palabra lo que permanecía como gemido interior. (Rom. 8,23) y orienta nuestro grito hacia el Dios que se reveló en Jesús de Nazaret con Rostro de “Abbá, Padre” (Rom. 8, 15). 7 Nuestra oración no se encierra en los límites de una relación personal y exclusiva con Dios. Es también la Voz de la creación entera que clama por su liberación para “participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom. 8,21). La oración que brota de la Lectio es oración abierta a la realidad eclesial, a la vida del pueblo. Sus gemidos son también los nuestros. Es como en los Salmos. Ellos siempre tienen a la vista una realidad concreta, oran la Palabra y la Vida. En la Lectio nuestra oración es siempre sálmica porque es la respuesta creativa a la pregunta: ¿QUÉ ME (NOS) HACE DECIR EL TEXTO? Como es espontánea y creativa no podemos dar muchas indicaciones, solo destacar que hay cuatro niveles típicos en que se puede vivir esta experiencia: 1. La compunción del corazón. La verificación de nuestra debilidad física, moral e intelectual, puede llevarnos incluso hasta el “bautismo de las lágrimas”, porque nos sentimos desproporcionados ante el inmenso amor de Dios. No somos Dios, somos Adán, y como él, sentimos vergüenza pero no nos escondemos. Orígenes decía: “El Señor te aflige con una flecha de amor” (Comentario del Cantar). 2. La Súplica. Como el ciego Bartimeo clamamos: “Ten compasión de mí” (Mc. 10,47).Cada uno puede recrear y repetir esta oración y comprender cómo Dios lo ama. Tenemos la certeza de que siempre que se nos ha dado el Pan de la Palabra hemos recibido también todo lo que necesitamos para vivir. El Padre no se olvida de nosotros. Pero, una vez más, ante todo hay que pedir el Espíritu Santo. Eso es lo esencial (Lc. 11,13). 8 3. El Agradecimiento. Es la afirmación de que Dios se ha hecho mi prójimo. Él es mi amigo. El Señor ha hecho, está haciendo y continuará haciendo maravillas en mí (Lc. 1,49). Nuestra oración se hace eucarística y será aún más bella cuando la podamos unir a la celebración del Sacramento, haciendo la unidad entre el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. 4. La Entrega. Es nuestro “amén” a la Palabra de Dios, la aceptación total de su querer sobre nosotros. Como María: “hágase en mí según tu Palabra” (Lc.1, 38). Así, entonces, inspirados por el Espíritu, empezamos a recitar nuestro propio Salmo. Nuestro corazón se ha convertido en Liturgia viviente. 4. “Os Abrirán Contemplando” (Cuarto Movimiento) Es la oración en su más alta calidad, en toda su pureza. No es experiencia estática ni situación paradisíaca, sino el reconocimiento pacífico, manso, de la venida del Señor a nuestra incapacidad, a nuestra pobre humanidad. Es una venida que sana y que restaura. La hemos vivido poco a poco en el proceso cuando nos deleitábamos en el comprender. Ahora hay un nuevo impulso en el camino oracional. Los místicos han visto aquí el premio de todos sus esfuerzos; gustar los destellos de la gracia, así sea que esta venga apenas como gotas de rocío. Es ese sumergirse en la tremenda simplicidad y dulzura del grandioso Amor de Dios o, como dice san Juan de la Cruz: “estar amando al amado”. El movimiento contemplativo, prolongado en el tiempo, es lo que permanece de la Lectio. Buscábamos a Dios y Él ha venido con el Don de Su Palabra. Ahora no hay preguntas, solo el gozo del recibir. Hay un poco de luz y nos recreamos en ella. El don de la contemplación es el don de la visión como la que tuvieron los 9 peregrinos de Emaús (Lc. 24, 31). Es una visión en la que nos atrevemos a indicar tres momentos: a) La contemplación del Señor Crucificado – Resucitado. La cima de la escala de la Lectio Divina es también la cima del Gólgota. Allí encontramos al Señor tal como se ha querido revelar en la historia. Como en Lucas 23, 48: lo que se aprecia no es un espectáculo teatral sino la tragedia de Dios, una tragedia de amor por la humanidad. Vemos con los ojos de este gran misterio. El contemplativo es aquel que, por inspiración del Espíritu, ve en la Cruz la potencia de la vida, la salvación de Dios. b) La comprensión de la historia a la luz de su Palabra. Desde lo alto se ve el conjunto, se aprecia cómo se relaciona lo que a diario vemos sólo fraccionado. Desde la profundidad del misterio se ve la amplitud del plan de Dios. Es como si el Señor nos interpelara con las palabras del Apocalipsis: “sube acá, que te voy a enseña.” (4,1). Desde allí podemos ver vida en el proyecto de Dios: la vida de cada hermano, la vida de nuestro pueblo, lo que estamos llamados a ser como obra de sus manos. Descubrimos también nuestra misión dentro de ese proyecto. Podemos ver, como en una transparencia, la lógica de los acontecimientos, aún de los más desgraciados y confusos, la verdadera dimensión de los problemas y sus posibles soluciones. La contemplación es el don de los ojos nuevos para mirar la realidad y escuela de los profetas. c) La degustación del sabor de la Resurrección que envuelve la vida. En el gozo del Espíritu (Gal. 5,22) nos descubrimos como hombres nuevos, como nuevas criaturas. Es el despertar de la conciencia bautismal: nuestra vida es Jesús Crucificado–Resucitado, viviendo dentro de nosotros (Gal. 2,20). Nuestra unión a Él nos dispone a una vida de Amor, a emprender acciones valientes, a asumir la muerte por amor en la espera de la vida. En este Espíritu entrevemos los signos de resurrección que hay en nosotros y en nuestro pueblo. Y los disfru- 10 tamos. Creemos en la victoria, conocemos la solidez de nuestra esperanza, saboreamos un poco “del cielo en la tierra”, como diría sor Isabel de la Trinidad, o como le oímos decir una vez a una mujer sencilla: “el cielo comienza aquí en la tierra cuando nos damos cuenta que los signos de Dios acompañan nuestra vida”. La contemplación se puede prolongar así sostenida por la más bella de todas las formas de oración: la adoración y la alabanza. Pero siempre con los pies en la tierra, con un profundo realismo, es como dice Frei Carlos Mesters: “En sueños yo logré contemplar un poco de resurrección. Cuando uno está despierto, no se puede ver ese derroche de resurrección porque siempre se tienen las sombras del sufrimiento y de la lucha. Va a demorar.....”. Concluyendo La Lectio Comenzamos con lectura y terminamos en ejercicio espiritual. Esto era exactamente lo que buscábamos en la Lectio Divina: aprehender la institución espiritual, el poder de la Palabra, que está en la Biblia. Esto es lo que la ha distinguido de todas las otras lecturas posibles de la Biblia. Precisamente por ser espiritual uno no se da ni cuenta cuándo termina. La Lectio es una dinámica vital a la que es difícil fijarle con precisión cada uno de sus tiempos. Lo que es claro es que metodológicamente vuelve siempre al mismo punto de partida para repetir el camino de manera tal, que experimentemos lo que dice el profeta Isaías: “mañana tras mañana me despierta al oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Yahveh me ha abierto el oído” (Is. 50, 4-5). Como una ayuda para nuestro propio ejercicio sugerimos terminar con una breve oración vocal para agradecerlo al Señor lo que hemos vivido a lo largo de la Lectio. Una vez más le damos la palabra a Guigo II, el Cartujo, para que nos enseñe su hermosa manera de orar: 11 “Señor, cuando tú rompes el Pan de la Santa Escritura, Tú me haces conocido por esta Fracción del Pan. Entre más te conozco, más deseo conocerte, no sólo en la corteza de la letra, sino en el conocimiento del sabor de la experiencia. No te pido este don a causa de mis méritos sino en razón de tu misericordia... Dame, Señor las arras de la herencia futura, un gusto al menos de la lluvia celeste para refrescar mi sed, porque yo ardo de amor”. (Guigo II, el Cartujo, Scala, VI)