Crack. Matar y morir Hace tres años un crimen sacudió la ciudad. Juan Ignacio Novoa, de 28 años, descuartizó a Walter Farías, de 26. Víctima y victimario vivían un mundo de pastillas, cocaína y crack. El 25 de noviembre pasado, tras ser condenado a 15 años de prisión, el asesino apareció colgado en su celda. Una semana antes, habló. Por Federico Polleri – Fotos: Romina Elvira y Federica Gonzalez Hace una semana que no duerme. Está agotado y sin plata. Tiene la barba crecida, ojeras como huecos de sombra y los pies, repletos de ampollas, le arden a cada pisada como si caminara sobre brasas. Tiene hambre, tiene sueño, no tiene más cocaína. Hace unas horas habló por teléfono con su madre. Le dijo “hola señora, le habla Pablo”. Pero se llama Juan. —Hola señora, le habla Pablo —a veces también inventa “Mariano”—. Voy a pasar a cobrarle el alquiler. Si le parece, nos encontramos en el lugar desde el que usaba el fax cuando se le rompía el del negocio. Ese lugar es un quiosco en la avenida Independencia y Avellaneda. Ahora está parado en la esquina de Alvarado; es temprano y su madre aún no llega. Como no quiere –no puede– estarse quieto, comienza a caminar. A la altura de la calle Mitre, ve en la esquina un operativo policial de rutina. De inmediato se detiene, se pone la capucha del buzo verde y gira sobre sus pasos para irse en sentido contrario. Cuando empieza a acelerar su huida, escucha una voz a su espalda. Tarda en reaccionar. Frena. Cierra los ojos y se concentra sólo en la voz. Ahora sí escucha clarito: “Quieto. Al suelo”. Luego la insistencia con voz más fuerte: “¡Al suelo!”. Hace días que escapa, está vencido, más encorvado que nunca, sus manos llegan a las rodillas. Tiene los dedos manchados de pintura negra y un documento falso en el bolsillo que ha llegado ahí por error. En un flash de un segundo ve pasar cientos de imágenes cortadas en una edición rabiosa: las burbujas de la cocaína cocinándose en una cuchara, la fachada del aguantadero ardiendo en llamas, el revolver .22 por fin arriba de la mesa, los cuatro tiros, los mil pesos en su mano, la motosierra nueva saliendo de la caja, los pedazos de carne y la sangre, los llamados a Juan, a Marcos, a Adrián, las bolsas de consorcio, el fletero, el Bosque, la pintura apurada, su madre llorando. El hombre del arma insiste. —¡Policía! ¡Al suelo!. Juan Ignacio Novoa se sabe por fin atrapado luego de una fuga de cuatro días que parecieron cien. Antes de obedecer piensa una sola cosa: —Si me tiro al suelo, me duermo. * * * Es noviembre de 2014. Todos los medios informan que está por terminar el juicio al “descuartizador”. La abogada de Novoa confirma que su defendido no va a declarar y, llegada la última audiencia, uno de los jueces lee la sentencia. —Este Tribunal resuelve condenar a Juan Ignacio Novoa, apodado Juani, DNI 30.296.578, como autor del delito de “Homicidio agravado por el empleo de arma de fuego”, constatado en esta ciudad entre los días 13 y 14 de enero de 2012, en perjucio de Walter Farías, alias el Dibu, e imponerle la pena de 15 años de prisión, más costas procesales y accesorias legales… Novoa permanece inmutable, la vista fija al frente. Se pone de pie, firma el acta de su condena y deja que le coloquen las esposas. Once policías lo custodian. Los familiares de su víctima no le sacan la mirada de encima; algunos festejan, otros lloran. Novoa siente cómo gatillan a corta distancia las cámaras de fotos de los diarios, sabe que su madre lo verá en las noticias del día siguiente. Minutos más tarde, lo subirán a un colectivo del Servicio Penitenciario en el que viajará directo a Azul, a la cárcel donde lleva casi tres años detenido y donde tendrá que completar el resto de su condena. * * * Azul es una localidad rural ubicada justo en el centro de la Provincia de Buenos Aires. No tiene más de 55 mil habitantes, la mayoría peones, comerciantes y un puñado de estancieros. Derecho por la principal, al fondo del fondo, justo cuando termina la calle, brota de la tierra la Unidad Penal 7, una cárcel rodeada de campo que a primera vista parece una vieja estancia. A doscientos metros de la entrada hay un guardia cuya porción de poder penal tiene forma de barrera que sube y baja conforme ingresan y salen los vehículos. Cualquiera imagina que en una cárcel de sólo cuatro pabellones y escasos 167 detenidos, un descuartizador debe ser una celebridad. —No me suena. Pero tenemos a uno que le robó a Tinelli. Una puerta y dos rejas más adentro, hay un cuartito de dos metros por dos metros sin ventanas. En su centro tiene una pequeña mesa rectangular con una inscripción en fibra gastada que dice “Encuentro Familiar”. Dos sillas escolares a cada lado completan el mobiliario. No hay nada más. Las paredes, que alguna vez vistieron de acrílico amarillo, hoy se ven durazno gastado y reseco; nada las adorna. Del techo, altísimo, parpadea sin ganas un tubo fluorescente blanco. Con la puerta cerrada, la sensación de encierro es insoportable y las voces retumban como en una cueva. Sentado en una de las sillas está un joven de 31 años al que todos llaman “el descuartizador”. * * * Cuando Victorio Gorosito colgó el teléfono, apenas reparó en la tensión de la voz que acababa de pedir su servicio de flete. Repasó lo que acababa de anotar: Alvarado 2567/traslado de lote de maderas/Bosque Peralta Ramos/8:30. Eran las 8:17. Al llegar al lugar, comprobó que la numeración era inexistente. Se estaba por ir, cuando un pibe de 30 años salió de un negocio de venta de pisos y revestimientos que quedaba en la misma cuadra y se hizo cargo del llamado. Junto a otro muchacho cargaron la caja mudancera con unas pocas maderas, unas latas de pintura y una mesa de televisor tapada con guata. No quisieron ayuda y pidieron expresamente ir en la parte posterior “para poder fumar”. El olor de las cosas era desagradable: “alfombras podridas”, explicaron. Gorosito es un policía retirado que en aquel enero de 2012 se ganaba la vida llevando cargas en su camioneta por 70 pesos la hora. Antes de su retiro, brindó servicios en una comisaría de Otamendi, siempre afectado a zonas rurales en donde nunca pasaba nada, hasta que algo pasaba. En cierta oportunidad, había tenido que descolgar a un hombre que días antes se había suicidado con el infalible método de la horca. En otra, había tenido que retirar un cadáver ahogado en un arroyo. Gorosito conocía el olor de la muerte. Ni bien arrancó su marcha, y aprovechando que la caja estaba aislada de la cabina, llamó a su mujer para pedirle que dé aviso al 911: “algo raro estoy llevando”. Ella le respondió como siempre: “llamá vos”. Así lo intentó tres veces. En el primer llamado, sacó a relucir su chapa de “expolicía” y pidió que por favor intercepten el flete. Luego insistió, hasta llegar incluso a hablar con un conocido suyo de Infantería, pero jamás consiguió que sus antiguos camaradas tomaran en serio su denuncia y detuvieran el traslado. Antes de llegar a destino, hicieron dos paradas en las que repitieron una secuencia coreográfica que parecía ensayada: los pibes golpeaban la caja de la camioneta para que detuviera la marcha, Gorosito frenaba, agarraba un cuchillo que siempre guardaba en la guantera, bajaba temeroso apretando fuerte el filo oculto en su espalda y esperaba que ellos dieran el primer paso. —¿Cuánto nos vas a cobrar? –y Gorosito respiraba. —90 pesos. Les pareció caro. La segunda de las veces ya estaban adentro del Bosque Peralta Ramos. Se repitió la secuencia –golpe en la caja, frenada, cuchillo en mano–, le pidieron cambiar el rumbo. —No vamos a pasar por lo de mi vieja. Seguí por Mafalda y te avisamos dónde paramos. Al llegar, bajaron la pesada carga junto a un arroyo. Dijeron que desde ahí seguían ellos, porque tenían un auto en el lugar. Le pagaron los 90 pesos y, por reflejo, Gorosito les entregó su tarjeta. Luego se fue para seguir con su jornada de trabajo. Ese 17 de enero de 2012, a las 8:30 de la mañana, la Dodge 200 color naranja de Gorosito recorrió 11 km de la ciudad de Mar del Plata, llevando el cuerpo de un hombre cortado en seis pedazos, en estado avanzado de putrefacción, guardado en bolsas de consorcio y oculto en una mesa de televisor. * * * Los dos estaban unidos por una relación conflictiva con eje en el consumo de drogas. Walter “el Dibu” Farías se había incorporado hacía poco tiempo al staff de proveedores de cocaína de la zona. Juani Novoa era un adicto al crack: la delicia del transa. La casa de Novoa —un chalet en General Lavalle al 2900— era el lugar ideal para su grupo de amigos. El espacio era grande, la madre solía estar de viaje y siempre había buena cocaína para cocinar crack. Para prepararlo, hay que usar también bicarbonato de sodio. En la casa de Novoa, el bicarbonato no estaba en las bolsitas que venden en las farmacias, se servían directamente de una montaña sobre la alfombra. El 12 de enero de 2012 fue el último día en la vida de Farías. Hacía dos meses que estaba saliendo con María Monzón, una chica también adicta al crack. Esa noche –todas las noches– tomaron cocaína y Walter lo mezcló con sus infaltables pastillas de Artán. “Estaba muy violento, en un momento me agarró del brazo fuerte. Me defendí, pero también se tuvo que meter Juani. Se empujaron y se insultaron”, recordó su novia días después en su declaración ante la Dirección Departamental de Investigaciones. La noche siguió con más consumo, pasaron por el Bar La Princesa, más tarde por la casa de Juani, finalmente llegaron al negocio Unión Carpet, propiedad de Novoa. “Cuando ví que se ponía más violento, decidí irme”, dijo María. Cuando Novoa quedó a solas con Farías en ese estado, llamó a Marcos Aguirre. —Marcos, el Dibu está sacado. Hoy la cagó a trompadas a la novia, me pegó a mi, me está volviendo loco; ahora me dice que va a prender fuego el negocio. Sacamelo de acá. A pesar de su amistad con el Dibu, Marcos no acudió al llamado. Según explicó después, pensó que ambos estaban sacados y paranoicos por las pastillas y la merca. Así, los dos quedaron solos dentro de Unión Carpet. Luego de esa noche, nadie volvió a ver a Walter Farías con vida. * * * Patricia Escott está sola en una esquina. A media cuadra están velando a su hijo. El resto de la familia y algunos amigos se despiden de él. Pero ella no entrará al velorio, tampoco acompañará al cortejo hasta el nicho. Patricia no fue a ninguna audiencia del juicio por el crimen. Su último aporte fue contratar a la abogada particular. Ocurrió en un taxi. Era un trayecto largo y Patricia comentó al taxista lo que le había ocurrido. De inmediato el conductor sacó una tarjeta de su bolsillo y, sin dejar de mirarla por el espejo retrovisor, se la alcanzó: —Mi mamá es abogada. Si llega a necesitar… Patricia la llamó y le firmó un poder, luego vendió el almacén que tenía y desapareció. Su hijo, Walter Farías, podía ser un nene indefenso o una pesadilla. Todo dependía de las circunstancias. Era adicto al Artán, unas pastillas para el Mal de Parkinson que provocan efectos alucinógenos. Según sus amigos, el consumo le pegaba de dos maneras: agresivo o melancólico. Su melancolía siempre tenía que ver con su madre. “Mi vieja nunca me levantó de la cuna”, repetía. Frente a esta ausencia, terminó viviendo con su abuela y su tío Néstor, en el barrio Belgrano. Después de cumplir una condena de tres años de prisión por un robo, Walter intentó rescatarse. Había salido en el 2010 y su mamá le propuso trabajar con ella en el almacén que tenía en Misiones e Ituzaingó. Todo iba bastante bien, hasta que unos amigos suyos que movían cocaína, comenzaron a visitarlo. Se le aparecían con autos cero kilómetro y lo invitaban a cambiar de rubro laboral. Walter no aguantó la tentación. —De repente hizo uno o dos revoleos para ellos y se compró un Suzuki Fun —recuerda hoy su tío Néstor—. La madre lo echó a la calle. Y ahí se vino a vivir con la abuela. Después consiguió una changa para cuidar un campo en Monte Terrabusi, por el viejo camino a Miramar. Con frecuencia, su tío se trasladaba hasta allá en su moto para llevarle comida y tratar de convencerlo de que vuelva para lo de su abuela, deje de vender cocaína y abandone el Artán. Walter no comía, estaba flaco y con terribles ataques de paranoia y psicosis. Un día lo encontró en unos pastizales, oculto cual guerrillero de monte, diciendo que lo buscaba la policía. El tío insistía y él contestaba: “Si mi vieja me perdona, yo dejo todo y vuelvo al negocio”. Pero la madre nunca lo perdonó. Días antes de ser asesinado, Walter estaba afectado por un brote, desbordado por los efectos del Artán. Saltaba sobre su propio auto y gritaba que su hermana había tenido un accidente. Cuando llegó la policía lo llevaron hasta la Comisaría 5ta. No lo podían contener, parecía un león lastimado. Hizo estallar los vidrios de una ventana y le dio un cabezazo al subcomisario. El superior a cargo quería sacárselo de encima y resolvió la situación con sencillez policial: lo hizo echar a patadas y se quedó con el auto. Cuando, una semana después, su tío y Marcos Aguirre fueron a la 5ta a denunciar la desaparición de Walter, los policías recordaron el incidente. —Ese pibe se portó muy mal acá. En cualquier momento aparece tirado en una zanja. * * * El ciruja José Merelas estaba por la zona del Bosque Peralta Ramos buscando hierro para vender. Eran las dos de la tarde del 21 de enero de 2012 y a la vera de un camino sintió un olor extraño. Cuando se acercó, vio un cráneo humano calcinándose. Levantó la vista y descubrió otras partes de un cuerpo en estado de descomposición. Completó el cuadro cuando descubrió, a cuatro metros de distancia, lo que parecía ser el torso amputado de una persona. Corrió a un locutorio para dar aviso a la policía. Luego se supo que fue Joaquín Arcidiano, un vecino del Bosque, quien el día anterior encontró las bolsas en el arroyo. Pensando que se trataba de animales muertos, las sacó del agua y las llevó hasta un baldío para prenderlas fuego. Una mano de Farías se salvó de las llamas. Cuatro de sus dedos y algunos antecedentes penales bastaron para que el estudio de huellas dactilares indicara su identidad. * * * —Perdoname pero los periodistas son unos hijos de puta. Dijeron cualquier cosa. Me re embarraron. Novoa quiere saber si ya está siendo grabado. Luego completa sus consideraciones sobre el periodismo. —Los medios quieren saber cómo lo corté, cómo sangró, ellos quieren el morbo. Porque lo que vende es el morbo. Pero haciendo eso yo le falto el respeto a la familia, y yo lo último que quiero es hacer eso. Mira con ojos claros que se oscurecen cuando no les da la luz. Los párpados siempre a media asta, como si padeciera un cansancio crónico. Es flaco, tiene manos grandes y pies enormes. Usa el pelo corto y tiene barba de tres días. Hay algo primitivo en su mirada y en esa mandíbula desplazada levemente hacia adelante. Pero aunque el informe presentado en el juicio por el perito psiquiátrico, Francisco Bordón, diagnosticaba rasgos bestiales en su personalidad, Novoa no parece una bestia. Parece un pibe de 31 años. —La declaración del fletero en el juicio fue terrible. ¿Vos viste cómo hablaba el chabón? Ningún respeto por la familia. “Un cuerpo en descomposición, podrido, que pum que pam”. Respetá un poco a la familia… Está bien, yo no soy quién para decirlo porque soy el autor, pero no tuvo ni un poco de respeto. Novoa habla y habla. Dice que quiere decir todo lo que no pudo decir en el juicio. Que no declaró por sugerencia de su defensora. Que no aceptó hablar con la prensa antes por miedo a decir algo que lo perjudique. Que no consiguió que ningún testigo declarara “lo que realmente pasó”. —¿Cómo conociste a Walter Farías? —El Dibu me vendía cocaína. La primera vez que lo vi me lo presentó Marcos. Yo memoricé su número y cuando necesitaba consumir lo llamaba para que me traiga. Venía volando. Tenía más ganas de vender que de vivir. Recuerda todos los teléfonos, Novoa tiene una memoria privilegiada. Cuando le dicen un número, no lo olvida jamás. Ahora hace una pausa, se acaricia la cabeza, y dice: “Todo esto empezó así”. Suena como cuando en una película anticipan un flashback: la voz sigue en off, las imágenes se suceden en tiempo real. Corría diciembre de 2011. —Un día andaba con plata y lo llamé a Juan Marshall y a Cópola, dos amigos. Estábamos en mi casa y teníamos que comprar merca. Marshall propone llamar al Dibu. Yo me negué a que venga porque el pibe estaba re quemado, entonces le dije que dejara el auto a dos cuadras. La mala suerte quiso que, cuando Walter bajaba para llevarles la cocaína, un policía lo detuviese pensando que se trataba de un ladrón que acababa de robar una casa de la zona. Marshall, que había ido a su encuentro, vio como se lo llevaban y volvió con la noticia. —Ellos no le prestaron importancia pero yo sí, porque pensé que el Dibu iba a pensar que yo lo mandé en cana. Marshall y Cópola se fueron. Novoa llamó a otro transa que le trajo finalmente cocaína: la cocinó y se puso a fumarla. Mientras tanto, a unas pocas cuadras de ahí, una señora le dijo al policía que su ladrón no se parecía en nada a Walter Farías, por lo que -luego de algunos golpes- lo dejaron ir. Cuando Farías volvió a su auto, descubrió que alguien había entrado en él: faltaba la pantalla del estéreo, cocaína y plata. —Yo no tuve nada que ver con ese robo. Pero al Dibu se le metió en la cabeza que fui yo. Cuando vino para mi casa estaba sacado y a partir de ahí me empezó a volver loco. Ahí empezó todo. Mientras habla se come las uñas, cada tanto mira hacia el pasillo a través del pequeño vidrio que tiene la puerta que está detrás suyo. Actúa como si temiera un improbable ataque por la espalda. Su versión de los hechos continúa. —El Dibu vino para mi casa y empezó a gritar que le habíamos robado. Llamó a los pibes para los que vendía y ellos le trajeron armas: un .32 y el famoso .22. Me dio un culatazo y me hizo subir al auto, a la parte de atrás. Yo subí, me sangraba la cabeza. El Dibu buscaba a Marshall y a Cópola y prometía muerte para todos. Quería que le devolvamos la pantalla, la merca y la plata. El relato se interrumpe por aplausos que llegan del pabellón evangelista. Le siguen cantos –suenan como gritos– que empiezan a intervenir el relato de Novoa como si se tratara de su música de fondo. —Paró en una YPF a comprar un bidón de gasoil, fuimos a un aguantadero en Saavedra y Salta, donde supuestamente paraba Marshall. Se bajó y prendió fuego el frente. Después me llevó a un rancho que tenía en un campo y me tuvo secuestrado todo un día. Yo todo el tiempo le decía que yo no había sido, que yo hago la mía, que no me meto en esos problemas. Que yo en chanchadas, no. Sigue hablando sin pausa. Ahora cuenta que Walter le dio un sermón con el arma en la mano. Que le apuntaba a la cara y le decía: “Yo si me robás no me quedo en el molde. Me tenés que pagar. Si no me pagás, te doy un tiro en una pierna. Seguís sin pagarme, te doy otro. Seguís, otro”. Novoa asegura que lo amenazaba, que le puso un cuchillo tramontina en el cuello, que le gritaba, que le pegaba. Que a partir de ahí se le instaló en su casa y le dijo que estaba en deuda con él. Que tenía que agradecerle a Dios el hecho de estar vivo. A excepción de su amigo Adrián Galluzo, imputado en el crimen por encubrimiento, no hubo testigos que acompañaran esta versión de los hechos ofrecida por Novoa. En su alegato, la defensora oficial Carla Auad sostuvo que su defendido vivió días de sometimiento que condicionaron su conducta criminal. Se apoyó en que dos testigos más -Marcos Aguirre y el propio Juan Marshall- ubicaron también al robo del auto como “el principio del fin”. Según Auad, la situación de hostigamiento que vivió Novoa desde el día del robo del auto hasta el día del homicidio—sumado al cuadro de toxicomanía crónica que presentaba—, debía considerarse como un atenuante de la pena. —No se pudo probar lo que yo estaba viviendo porque no conseguí que nadie fuera a declarar. Todos tenían miedo. El relato de Novoa sigue, asegura que esta situación duró alrededor de un mes y que, durante ese tiempo, no tuvo manera de convencer al Dibu Farías de que él no tenía nada que ver con el robo de su auto. —Me cansé de decírselo. Mirá: yo a los 18 años falté al colegio y le robé un teléfono a un chabón. Me llevaron detenido. Mi viejo habló conmigo, me cagó a pedos; él era un tipo muy estricto, de códigos muy estructurados. Yo nunca, pero nunca más, toqué cosas ajenas. * * * Juan Ignacio Novoa era un chico de clase media alta, vivía en el barrio residencial Los Troncos y fue a los exclusivos colegios Day School, San Alberto e IDRA, del que lo echaron por mala conducta. A pesar de que nunca le faltó nada material, el pequeño Juan Ignacio no dejaba de meterse en problemas. A los 15 años empezó a drogarse y la carrera ascendente no tuvo límites. Máximo Rubén Novoa, su padre, fundó en 1981 Unión Carpet, negocio de venta de pisos y revestimientos, en su ubicación original: Alvarado e Hipólito Yrigoyen. —Mi viejo era una persona muy estricta, muy rígida, pero con valores gigantes, con códigos gigantes. ¿Si me llevaba bien con él? Era de poco hablar, pero lo que te decía te quedaba grabado. Cuando Máximo murió, Juan Ignacio tenía 24 años. A partir de esa ausencia, su adicción a la cocaína fue creciendo hasta hacerse crónica. “Él era mi controlador. No me podía ver drogado y yo, en ese estado, tampoco a él. Eso me rescataba. Cuando murió me fui a pique”. Su madre estaba en España, visitando a dos de sus hijos que habían emigrado hacia el Viejo Continente. Juan Ignacio tuvo que hacerse cargo del negocio familiar. —Yo miré todo lo que había y veía un montón de cajas de pisos flotantes, de rollos de alfombras y pensaba: ¿Y esto de quién es? ¿Está comprado o no? ¿Lo vendo o no? ¿Lo entrego? ¿A quién? La muerte de Máximo Novoa fue sorpresiva: un infarto adentro de Unión Carpet, el 24 noviembre de 2007. * * * Estaba a punto de abrir la botella de champaña recién comprada, disfrutando a sus anchas de la soledad del patio, cuando sonó el timbre. Era 18 de enero de 2012 y Néstor Escott se disponía a un solitario festejo de su cumpleaños numero 45. Vivía con su madre y con su sobrino, Walter Farías, quien —como era habitual— no estaba en casa. Hacía 15 días que no sabían nada de él. El del timbre era Marcos Aguirre, un amigo de Walter, los ojos abiertos: —Néstor, le pasó algo al Dibu. —¿Está preso? —No. —¡Mató a alguien! —No… Lo mataron a él. Néstor no llegó a reaccionar, Marcos completó. —Lo mataron, lo descuartizaron y lo tienen escondido en un lugar. No sabemos dónde. Marcos y Walter se habían conocido en la cárcel de Batán hacía unos cuantos años y, un tiempo después de salir en libertad, comenzaron a trabajar juntos. Casi tres años después, en su testimonio en el juicio oral, Marcos definirá al Dibu como un flaco gritón que “a veces te podía dar un bife” pero que en el fondo “era como un nene”. Se fueron directo a la Comisaría 5ta a radicar la denuncia por desaparición de persona. Marcos explicó que fue su amigo Joel quien le contó lo ocurrido. Que le tocó el portero de su casa y desde ahí mismo le relató que Juan Marshall le había contado que Juani Novoa había matado y descuartizado al Dibu. —Te lo dije. Al final, al más vivo lo mató un gil. * * * Cuando Novoa estaba comprando el sándwich de milanesa, el jugo Baggio y el atado de Philip Morris, no sospechaba que diez minutos después mataría a una persona a balazos. Estaba a la vuelta de su negocio y la almacenera le preguntó por el ojo morado y el labio hinchado. “No es nada”, dijo, y pagó la compra. Al volver caminando, la cabeza le explotaba. Sabía que Farías lo estaba esperando, sabía que se habían quedado solos, sentía que la tensión seguiría infinitamente. Entró al negocio y escuchó las últimas palabas del Dibu. —Ahí viene mi gatita. Lo había mandado a comprarle comida. Novoa le dejó el pedido sin hablar. Walter estaba de pie con el teléfono en la oreja. Había dejado el .22 largo apoyado en el escritorio. Novoa miró el revolver, apenas pensó. Cuando el Dibu levantó la vista, el .22 estaba en el brazo extendido de su “gatita” apuntando justo a su cara. Sonaron cuatro tiros. —¿Qué sentí? Alivio. Así nomás. Si querés publicalo o no lo publiques. No se si me conviene o no. Pero sentí alivio. Dije basta, no está más. Por diez segundos sentí eso. Después pánico, miedo, no sabía qué hacer. No lo podía creer. Me iba del negocio, caminaba, y volvía con la esperanza de que el cuerpo no esté. Era como estar en una película. Cuando por fin se dio cuenta de que no protagonizaba una película, que Walter estaba realmente muerto, que los disparos que le dio —tres en la cara, uno en el tórax— habían sido certeros, que de un momento a otro se había convertido de cocainómano en asesino, no supo qué hacer. Comenzó a hablarle al cadáver. —¿Por qué tuvimos que terminar así? ¡Mirá lo que me hiciste hacer! Fue en ese momento que se le ocurrieron las primeras tres ideas sin brillo que marcarían sus acciones desde el día del asesinato hasta su detención. Primero: corrió el cuerpo de la zona del escritorio. Segundo: cerró el negocio. Tercero: se sentó en la computadora y abrió el buscador de Google. Escribió: “¿se puede desaparecer un cuerpo sin dejar huellas?”. El asesino 2.0 no imaginó en aquel momento que esas búsquedas serían tiempo después detalladas por peritos informáticos, en el tercer cuerpo del expediente 1293/12 de la Investigación Penal Preparatoria abierta por el crimen. El listado completo de consultas en Internet no sólo revelaría su intención consciente de esconder el cuerpo de delito, sino que demostraría en qué estado se encontraba. Los datos resultaron reveladores, durante los días que tuvo el cadáver en el negocio, del 12 al 17 de enero, Novoa recurrió muchas veces a la web. La alternancia de las búsquedas fue una sorpresa: “¿Cómo hacer desaparecer un cadáver?” “¿Cómo desaparecer un cuerpo en plena luz del día?” “Sexo” “Mam porn” “¿Cómo puedo ocultar el olor de un cadáver adulto durante una semana?” “¿Cuánto tiempo tarda en descomponerse los tejidos de un cuerpo humano?” “Bukkake” “Mamadas” “¿Cómo tapar el olor de un cadáver en descomposición?” “Química Kubo” “‘Manual de criminalística: manejo del lugar de los hechos’, por Carlos Bustamante Salvador”. “Alquiler de motosierras” Pero acaso la sorpresa mayor de los peritos fue cuando descubrieron otra búsqueda recurrente que aparecía entre los consejos de asesinos y las páginas porno. Se trataba de una búsqueda en Youtube. Fue lo que Juan Ignacio Novoa eligió como música de fondo para su debut como homicida: el historial arroja que, mientras resolvía qué hacer con el cuerpo, puso a sonar una y otra vez el videoclip “Mariposa Traicionera” de Maná. * * * Novoa se valió de los resultados de las búsquedas para continuar sus acciones. Primero quiso mover el cadáver de lugar. Intentó doblarlo y el rigor mortis se lo impidió. Vomitó. Lo arrastró hasta el depósito, en la parte de atrás del negocio. Luego de una limpieza superficial, fue hasta “Química Kubo” y compró peróxido de hidrógeno que, según los foros de Internet, era infalible para quitar manchas de sangre. Unos días después, pasó por un almacén del barrio a comprar lavandina y desodorante de ambiente, porque el olor del cadáver comenzaba a hacerse sentir. Más tarde, caminó hasta la ferretería industrial Seyko y compró una motosierra marca Stihl. Mientras hablaba con el empleado cabeceaba del sueño. —Parecía alguien normal, compró la motosierra, aceite para cadena y mezcla. Obviamente nunca nos dijo para qué era, sino no se hubiese llevado una motosierra. —¿Por qué no? —¿Nunca cortaste con una motosierra, no? Las motosierras no cortan, desgarran. Hasta donde yo sé, así matan los sicarios. Pagó cerca de mil pesos y se la llevó. Llegó al negocio, cocinó más cocaína y fumó unas secas más. Mezclaba los modos de consumo. Aspiraba y fumaba alternativamente. Luego trasladó a su víctima al baño, el olor era sofocante. Además de la motosierra, arrimó un hacha y una amoladora. Luego puso en marcha el motor y la cadena empezó a girar. Comenzó la macabra faena. —Me quedaron imágenes. Imágenes que cualquier persona normal le quedarían por lógica. No es que hubo una nube. Hubo una nube, pero esas imágenes fueron más fuertes. Fueron como agujeritos que quedaron ahí. No agujeritos, sino manchas. Como flashes que tengo. No podía creer lo que había hecho. Y seguí consumiendo. Tenía el corazón que me reventaba. El informe de la autopsia echó luz sobre los manchones difusos: “La forma de haber realizado el descuartizamiento del cuerpo nos indica que no tuvo en consideración cuestiones anatómicas, cortando los miembros en forma simétrica pero lejos de las articulaciones, lo que obliga a cortar con un elemento idóneo para cortar huesos. Estos elementos de corte, de buen rendimiento para cortar huesos, son muy poco prácticos para la sección de partes blandas, realizando una gran dispersión de material como sangre y restos. Una consideración especial merece la sección del tronco separando la pelvis del resto. Cortar el abdomen con su contenido viceral resulta dificultoso y genera una importante diseminación de líquidos biológicos en el lugar donde se realice”. Mientras amputaba a su víctima debió parar varias veces a quitarse la sangre de los ojos y a vomitar. El lugar parecía un matadero. Realizó la mitad del trabajo y no pudo seguir. Se limpió apenas las manos y se fue del negocio. Caminó durante horas y horas sin rumbo, parando a tomar cocaína donde el viento se lo permitía. Luego fue a su casa a fumar crack y a pensar cómo terminar lo que había empezado. Se dio cuenta en ese momento de que necesitaría ayuda para descartar el cuerpo. Su primera opción fue su amigo Juan Marshall. * * * El Hotel Queen está ubicado en Falucho entre Sarmiento y Alsina. Juan Marshall, quien en ese momento se dedicaba a la venta de drogas estaba ahí cuando recibió el llamado de su amigo. Hacía ocho años que se conocían, por lo que cuando aquel le dijo que debía contarle algo urgente, no dudó en citarlo de inmediato. La charla transcurrió en el hall del Hotel. —Maté al Dibu. —¿Qué? —Me quería prender fuego el negocio. No aguanté más. Lo maté. —Me estás jodiendo. —No, está allá, lo tengo en el baño. Vení, te lo muestro. Marshall, que al igual que Novoa tenía mucha cocaína encima, no le creyó. Pero siguió escuchando los detalles del relato de su amigo. Que Walter se le instaló en la casa, que le comía y le tomaba todo, que lo fajó por la picadura de una pulga, que lo amenazó con atentar contra el negocio y contra su madre, que le pegó dos tiros a Cópola. Juani insistía en mostrarle el cuerpo, pero Marshall se negó. Al día siguiente, la intriga pudo más y decidió pasar por el negocio. Llegó en un taxi y, a pocos metros de la puerta, uno de sus sentidos le permitió comprobar la veracidad del relato: un olor fétido lo abrazó por completo. Caminó hasta un container de basura, para ver si el olor no salía de ahí, pero no. Venía desde adentro de Unión Carpet. No quiso entrar. Miró a Juani y le dijo: “Vos estás re loco”, y se fue. Al otro día volvió a hablar con él por última vez, fue por teléfono. Novoa le contó que ya lo había descuartizado y metido en bolsas de consorcio. —Conseguime un camión del negocio de tu vieja y lo descartamos, no puedo cargarlo sólo. Necesito que me ayudes. Marshall pensó un segundo: recordó los años de amistad, las caravanas, los favores, las complicidades, todo lo que los unía, y entonces contestó. —No. * * * Sabían que el único que había hablado con Novoa era Marshall. Él podía confirmarles si lo dicho por Joel era cierto y, sobre todo, podía decirles dónde estaba –vivo o muerto, entero o a pedazos– Walter “el Dibu” Farías. Marcos y Néstor fueron a buscarlo. —Hablá pelotudo. —Yo no sé nada. —Vos sabés, vos sabés, no podés dejarlo así tirado, sabés lo que le hicieron, sabés dónde fue. No podés taparlo. No podés tapar a un enfermo, vas a ir en cana por encubrimiento, no te metas en el bondi, chabón. —Loco, volví a fumar pipa amigo, me entendés que volví a fumar pipa loco, no estaba fumando pipa yo, boludo. —Vamos para allá porque te rompo la cabeza acá nomás. Juan Marshall está arriba de una camioneta Citroen Berlingo, estacionada en la esquina de 11 de Septiembre y Funes. Ocho pares de ojos y orejas lo escuchan y miran desafiantes. Llora como un bebé, está muy drogado. Marcos y Néstor le miden los gestos, quieren saber si miente, si tuvo algo que ver. Jonatan y María Luisa lo graban con un celular. —Está bien, yo voy a hablar, voy a decir la verdad. —Te conviene. Esto va a salir en la tele, por todos lados. —Vino al Hotel donde estoy parando, me dijo que lo había matado, que lo cortó en pedazos. No se nada más, amigo. —¿Dónde lo tiene? —Les juro que no sé. Ya les dije todo. Yo no tuve nada que ver —solloza y recibe resignado los golpes con el caño del arma tumbera—. Luego de asegurarse de que el celular grabó la confesión, lo dejan ir con el compromiso de que Marshall repetiría, luego de hablar con su abogado, su declaración ante la DDI. Ahora tienen que seguir la búsqueda. Y van por Novoa. * * * El crack es la forma de la cocaína en cristales. Se cocina y se fuma en pipa. Se le llama así por el sonido crujiente que hace cuando se calienta. Crack. Es la manera más potente en que se puede consumir, y es también la más peligrosa. La adicción es inmediata. Con el humo del crack, los efectos de la cocaína llegan más rápido al cerebro y generan un viaje muy intenso. La contrapartida es el tiempo, el efecto es de muy corta duración: omnipotencia total por apenas 15 minutos. La abstinencia también es instantánea, se necesita volver a pitar cuanto antes. Para prepararlo, hay que cocinar cocaína con dos partes de bicarbonato en una cuchara. Tras la evaporación del solvente usado para la homogeneización en la mezcla, queda una costra sólida que puesta en una pipa se puede fumar. La pipa de Juani Novoa y Adrián Galluzo es el tubo de una bombilla de mate. Para poder colocar la piedrita en un extremo y fumarla, se debe usar un filtro de virulana. Y ellos no tenían. Venían de caravana larga y Galluzo necesitaba con urgencia dar una seca. Esperó a que abra el supermercado chino de a la vuelta del negocio de su amigo y fue corriendo a comprar su preciado filtro. Cuando volvió, colocó la virulana en su lugar, la piedra en la punta y pitó profundo. Sintió el zumbido unos segundos, y los minutos posteriores estuvo en un viaje hondo. Detrás de la nube veía a Juani moverse apurado, nervioso. De manera burda, acababa de tapar con pintura negra las partes del negocio donde asomaban restos de sangre. Esa misma tarde llegaba su madre del viaje. —Ya está viniendo el flete. Fijate si llega y decile que es acá, yo voy trayendo las cosas. Galluzo era amigo íntimo de Novoa. Su amistad comenzó muchos años antes con el hermano mayor de Juani, que cuando se fue a vivir a España, le dijo: “Cuidamelo, ¿si?”. Galluzo asumió el compromiso y ese día lo estaba demostrando. Salió a la puerta y vio que el flete estaba parado más adelante. Le gritó que era ahí y el fletero dio marcha atrás hasta el negocio. Junto a Novoa subieron las cosas atrás y no dejaron que el dueño del flete los ayude. Acordaron ir en la caja para poder seguir fumando y así lo hicieron. El olor ya no molestaba y el crack golpeaba duro, directo a la cabeza. Vamos al Bosque Peralta Ramos, dijeron. Y Victorio Gorosito al volante, arrancó. * * * Para los que corrían tras el rastro del crimen, la búsqueda parecía interminable. Néstor Escott estuvo los cuatro días sin dormir. Tenía sólo tres datos aportados por Marshall: que a su sobrino lo había matado Novoa, que estaba descuartizado, que emanaba del lugar un olor nauseabundo. Se puso a recorrer casas de Los Troncos, aguantaderos y kioscos de droga de la zona. Entraba y les hacía el inusual pedido: oler. —No le voy a hacer nada a nadie. Estoy buscando a mi sobrino. Yo entro, huelo el lugar, y si no hay olor raro, me voy y sigo buscando. Néstor llegó a meterse por una ventana en la casa de los Novoa de Castelli y Lavalle. No encontró a nadie, tampoco el olor. Mientras, presionaban a la policía en la DDI para que no interrumpan la búsqueda. Iban y venían. Cuando lograron el allanamiento de Unión Carpet, encontraron lo que buscaban: el olor fétido narrado por Marshall. Pero llegaron tarde, el cadáver ya no estaba. El cuerpo de Walter Farías fue encontrado el 21 de enero de 2012. Justo ese día, el Dibu hubiese cumplido 27 años. Había dicho que quería festejarlo con un asado y amigos. —Walter estaba muy solo —dice Néstor Escott, los ojos de tío vidriosos—. Le dabas cariño, un poco de atención y se te pegaba. Por eso algunos decían que era molesto. Él necesitaba un poco de afecto. Néstor no puede dejar de pensar en el incidente de Walter con los policías de la 5ta. —Si encuentran a una persona que está pasada de droga en la calle, la tienen que retener, llevar a un hospital y avisar a la familia. Si la policía hubiera actuado como corresponde no sucedía nada de todo esto. Walter zafa, Novoa estaría vivo y no habría causa. No habría dos familias destruidas. Pero la policía prefirió quedarse con el auto de Walter, y lo dejó irse sacado como estaba. Durante los años posteriores a la muerte de su sobrino, Néstor intentó recuperar el auto secuestrado ilegalmente por la policía. A pesar de contar con todos los papeles, nunca se lo devolvieron. La mirada de Néstor transmite un convencimiento doloroso. Para él, el accionar policial en ese incidente pudo cambiar la historia. * * * La Unidad Penal 7 de Azul empieza a recibir el sol de la mañana. Son las 8:40 del 25 de noviembre de 2014. Uno de los barrotes de la ventana de la celda 94 está abrazado por el extremo de un cinturón, el otro extremo abraza un cuello. El sol no alumbra lo que cuelga: un cuerpo inmóvil sin lamentos. Muerto de tanta muerte. —¿Sabés de qué me arrepiento yo? De no haber llamado a la policía ni bien lo maté. De eso sólo me arrepiento. De haber llegado a hacer lo que hice después. Que fue morboso, fue una mierda. Eso sí me perturba. Haber sido yo la persona que hizo eso, la persona que salió en todos los diarios como el descuartizador. Eso sí. Afuera de la celda se escuchan gritos, llamados, corridas. Entra el doctor Hernán Combessies y lo examina; confirma lo que los guardias ya saben: el interno Juan Ignacio Novoa está muerto. Cuando la noticia empiece a circular, muchos pensarán que no se trató de un suicidio, que a Novoa lo mataron vengadores anónimos de Farías. Novoa cuelga y ya no habla. No va a hablar más. Su último mensaje es apenas descifrable. La fecha de su muerte coincide con el séptimo aniversario de la muerte de su padre.