por Ariel Conceiro

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LOS POEMAS DE LA CALLE VISITACIÓN:
¿una demostración de amor inhumano o una venganza?
LAS MUJERES DE BÉCQUER
E
ntonces,
¿dónde
está la intimidad, la
flor del secreto, el
jardín privado y
perfumado?
No
resulta
comprensible
el
cotilleo
cuasiexistencial que justifica la edición de
cientos de libros con la excusa de investigar
la identidad de la destinataria del
poesíaerestú si el propio poeta dejó claro a
todos sus amigos que el nombre de ELLA
debía permanecer oculto, mientras flotaba
altivo en el silencio de su corazón y en el
viscoso aguardiente de su dolorida alma.
Sin embargo, el amor es un oscuro animal
de mente retorcida y la curiosidad una jaula
con barrotes de incienso.
Bécquer fue, casi toda su vida, un
perro atropellado por un carruaje de miseria
y dolor, un enclenque bohemio de mirada
gastada, un dolorido Romeo en busca
constante de su balcón de Verona. Y,
aunque para la literatura el encontrar el
balcón de su Julieta fue tan importante
como la cárcel cervantina o el callejón del
por Ariel Conceiro
Gato valleinclanesco, en el terreno personal
ésa fue precisamente la mayor desgracia del
alucinado y sifilítico poeta. A partir de ese
momento, recluido en las cuatro tristes
paredes de su pensión de la calle Visitación,
y en el período relampagueante de dos años
escasos, Bécquer no atiende a razones
humanas. Con sus poesías se propone
demostrar a su amada todo aquello que no
fue capaz de hacer con su cuerpo. En el
fondo, se limita a morir solo y abandonado
mientras no deja de arrancarse jirones de su
maldito corazón. Para los mortales, Bécquer
morirá diez años más tarde. ¡Qué poco
saben ellos de un hombre herido! Sin
embargo, su peripecia sentimental tiene un
antes y un después de su balcón de Verona,
aunque el antes esté rodeado de putas y
entusiasmos juveniles y el después de
oscuros deberes y replicantes de sueños. Es
una historia que nunca comprenderemos,
aunque muchos osados se hayan atrevido a
husmear dentro del corazón de Bécquer,
hayan osado, incluso, a realizar una
disección fantasmal de un puñado de
poesías. La osadía de la admiración es tan
grande como el amor sin recompensa de un
hombre oscuro y melancólico que se
escondió tras su naufragio en unos suspiros
con forma de poesía: desempolvando arpas
y dejándose arrastrar por olas gigantes,
sabía que el rostro de la derrota era el más
amargo; en cambio, consciente de su
debilidad y fracaso, se dejó hacer, se dejó
llevar, se dejó seducir. El hombre siguió
caminando pero el misterio insondable que
se escondía dentro de su corazón había
determinado emprender un largo camino. El
lo sabía pero los que estaban a su alrededor
no. Y los que vinieron después mucho
menos. Bécquer, ésa es la realidad, se
conformó con rayos de luna en su vida,
porque él, en el fondo, no era más que un
doliente espectro. Tal vez (sin ellas saberlo)
unas cuantas mujeres penetraron en ese
misterio. Y en los ojos negros del poeta
encontraron la respuesta verdadera a esa
cosita tan destructora y terrible llamada
amor.
LA NIÑA DE LA CALLE DE
SANTA CLARA
Bécquer, con diecisiete años, escribe una
especie de relato en forma de diario juvenil,
de inadaptado y rebelde catecismo con
acné. Es el primer amor, ese amor con
minúsculas generalmente asociado al
despertar de los cuerpos. Pronto va a pasar
el joven aprendiz de poeta, como era
costumbre en la época, de los amores
virginales a las casas de mala nota, de
suspenso sudado y prohibido.
LENONA
El 17 de septiembre de 1852, Bécquer
compone “Oda a la señorita Lenona en su
partida” donde, en tono doliente, lamenta la
marcha al País Vasco de una amiga que
había pasado una temporada en Sevilla. La
composición, bastante refinada y oficialista,
tiene más el aire de ser la despedida de
todos los amigos, los mismos que soñaban
con viajar hasta Madrid. En todo caso, las
posibilidades de que Lenona y la niña de la
calle Santa Clara fuesen las mismas no
pueden ser despreciadas, ni mucho menos.
JULIA CABRERA
Otro más de los nombres que suenan como
amigas, compañeras, confidentes, sueños de
juventud, aperitivo entre puta y puta,
preludio de la locura, exordio cursi de
futuros hundimientos. No se sabe mucho
más de Julia Cabrera aunque es
significativo que el corazón de Bécquer se
vaya acostumbrando a la sonoridad del
nombre de Julia. ¿Qué otro nombre podía
buscar para su musa eterna el quejumbroso
y delicado romeo?
ELISA RODRÍGUEZ PALACIOS
Era la hija de un violinista del Teatro Real
(otra constante en los amores de Bécquer,
quien parece siempre arrimarse a la llama
de la música como un perrito faldero) con
la que mantuvo un corto romance que muy
bien pudo acabar en boda si no llega a ser
por la cazurra negativa de su familia, quien
veía en Bécquer a un desgraciado poeta,
pobre y enfermo, alguien que no podía
ofrecer otra cosa que penurias, hambre y
sufrimiento a su delicada y monísima niña.
Con esas perspectivas y la cruel negativa de
los preocupados padres a permitir el
noviazgo entre los dos jóvenes, no resulta
extraño que mandasen a Elisa (nombre muy
becqueriano, por otra parte) a vivir a casa
de unos parientes murcianos. Los chicos se
escribieron cartas pero la distancia y la
próspera y decente boda de la hija del
violinista con un rico propietario de Hellín,
se encargaron de dinamitar la relación.
Años más tarde una de las hijas de Elisa
Rodríguez Palacios todavía conservaba
entre sus posesiones las cartas de los dos
jóvenes. Por desgracia, las cartas se
perdieron entre el estruendo y la miseria de
la guerra civil. El fin de una pasión frígida
o el olor de la pólvora: los obuses, al fin y
al cabo, lo primero que destruyen son los
sentimientos.
JOSEFINA ESPÍN
La segunda protagonista del balcón de
Verona. Hermana mayor de Julia, y como
todas las hermanas Espín, de reconocida
belleza. Josefina tenía una caballera rubia
abundante y unos preciosos ojos azules. La
relación del poeta con las hermanas es
extraña y con Josefina no está nada claro
hasta dónde pudo llegar Bécquer. Muchos
se han atrevido, incluso, a insinuar que no
sólo se trató de una amistad cómplice, que
2
entre los dos hubo algo más. Jamás lo
sabremos, ni falta que hace. Lo principal es
que Josefina, que en muchos aspectos se
acerca más al ideal becqueriano de las
leyendas que su propia hermana, fue una de
las protagonistas (testigo inmemorial del
más famoso amor a primera vista, flechazo
de imprevistas consecuencias) del ya mítico
balcón de Verona reubicado en el muy
castizo callejón del Perro.
LA DAMA DE
VALLADOLID
RUMBO
DE
El cenagoso terreno de la mitología se
muestra como propicio caldo de cultivo de
misterios y romanticismos a ritmo de
bolero. Tras el brutal desengaño que va a
sufrir Bécquer, según varias opiniones
contrastadas, el Bécquer roto se enreda,
pierde y torea precipicios lejanos junto a
una
mujer
de
campanillas
que,
probablemente chupando el poco dinero de
su bolsillo y la escasa salud mental que le
queda tras su caída desde el balcón de
Verona, haya pasado más a la historia por
una frase que por un beso. Las malas
lenguas hablan de una mujer de clase alta,
lujosa y predispuesta a la sensualidad (¿?)
que se encargó de lamer durante unas
semanas las heridas del poeta. Voces
prestigiosas con un regusto cotilla
propagaron convenientemente esta leyenda:
“Gustavo, antes de casarse, había sostenido
relaciones amorosas con una dama de
Valladolid, a cuyos brazos volvió cuando
sintió la herida de los primeros desvíos de
Casta. Uno de los objetos de Bécquer que
se conservan en Noviercas es una tabaquera
que le había regalado una dama de
Valladolid que, al decir de los naturales de
Noviercas, era marquesa”. Según estas
noticias recabadas por el mismísimo
Gerardo Diego entre los parientes de Casta
Esteban, la dama de Valladolid ejerció
paciente e interesadamente (es de imaginar)
como agua milagrosa para las heridas de
Bécquer en sus varios incidentes amorosos.
Resulta gratificante aspirar el aroma de un
perfume verdadero entre la fetidez del
desamor. La dama de Valladolid es un mito
de noche, que viste medias de seda negra y
baila al ritmo de arpas de fuego. Es, en el
fondo, la geisha particular de Bécquer que
se esconde en las noches de derrota y de
vino barato.
LA MARQUESA DEL SAUCE
Emparentada con la samaritana de Pucela
se encuentra esta marquesa que, según
hipótesis de algún reputado becqueriano,
muy bien pudiera ser la fascinante mujer de
pupilas húmedas y azules a la que menciona
el poeta en sus significativas Cartas
Literarias. La marquesa del Sauce era en
realidad una mexicana con olor a
guacamole y a ranchera que pasaba por
Madrid como un zepelín fastuoso,
enredándose en el Prado con Velázquez y
Goya, silbando mariachis entre los
fusilamientos y enredándose, festiva y
alegremente, con la bohemia y los salones
de Madrid. Tal vez por eso aparece, en más
de una ocasión, como protagonista de
algunas de las gacetillas de El
Contemporáneo de esos años que se
suponen escritas por el mismísimo Gustavo
Adolfo Bécquer.
ALEJANDRA
Para muchos estudiosos de la obra de
Bécquer, Alejandra es el escondido amor de
1869, una mujer muy humilde que acogió al
último Bécquer mientras recomponía el
libro perdido y recordaba a su amor eterno
(y también mientras, muy probablemente,
pintaba junto a su hermano y bajo el
nombre de SEM las acuarelas eróticas
encargadas por el Gil Blas). En su destierro
toledano, tras la septembrina, los hermanos
Bécquer se instalaron en la calle san
Ildefonso en una casa con jardín que
cuidaba el propio poeta. Bajo la luna y
junto al precioso pozo con brocal de la
época árabe que adornaba el jardín,
Bécquer prestó alas fronterizas a su
desocupado cuerpo. Posiblemente fue una
de las pocas épocas felices de su vida y en
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ello algo tendría que ver la humilde y
hermosa Alejandra, que siempre supo que
lo único que hacía, en realidad, era sustituir
un recuerdo. Ella nunca se quejó y, desde
entonces, nadie se lo ha agradecido.
matar a un mito! Los que amamos a
Bécquer amamos a Elisa Guillén. Intentar
matar a la musa es como destruir una
catedral gótica: un extravío deshonesto e
imposible.
ELISA GUILLÉN
CASTA ESTEBAN
Estamos, dicen los maledicentes cuervos,
ante uno de los mayores fiascos de la
historia de la literatura. ¿O no? La Dulcinea
de Bécquer que surgió de la chistera
peculiar y juguetona de un prestidigitador
de lujo: Fernando Iglesias Figueroa.
Corría el año 1923 cuando el mago
sorprendió al mundo con una rima inédita
del mítico poeta romántico titulada A Elisa,
que comenzaba con unos versos que, a
partir de ese momento, se hicieron famosos:
La mala de la película. La mujer que llenó
el alma sensible de Bécquer de garbanzos y
lentejas, la que llenó de niños berreones su
exquisito mundo, la que con sus ambiciones
de burguesa estúpida empujó al poeta a los
burocráticos e infernales despachos de la
administración, la que engañó al poeta del
amor. La verdad es que resulta casi
imposible encontrar una frase amable al
tratar la figura de la que fue la mujer de
Bécquer. Al menos, los amigos de Bécquer
dispararon con saña contra su rostro:
“...se casó con Casta, mujer vulgar, por
despecho...”
“...se me olvidaba decir que en 1861 había
contraído matrimonio; verdad es que a él
parecía habérsele olvidado también pues,
apartado de su esposa, jamás le oí hablar de
ella...”
“...era, al parecer, una de tantas señoras
como hay por el mundo que desempeñan en
una casa funciones útiles, que pueden ser y
son fieles esposas y excelentes madres, sin
perjuicio de pasar un buen rato conversando
con las amigas de las contrariedades
domésticas, de las torpezas y picardías de
las criadas y de otras cosas por el estilo.
Deduje de aquella rápida impresión que mi
admirado amigo tenía una mujer de su casa,
y pensé, sin que el tiempo me haya hecho
cambiar de opinión, que no se casó, sino
que le casaron...”.
Para que los leas con tus ojos grises,
para que los cantes con tu clara voz,
para que llenen de emoción tu pecho
hice mis versos yo.
Estamos, dicen los maledicentes
cuervos, ante uno de los
mayores fiascos de la historia
de la literatura. ¿O no? La
Dulcinea de Bécquer que
surgió de la chistera peculiar
y juguetona de un
prestidigitador de lujo:
Fernando Iglesias Figueroa.
Si existió o no existió realmente Elisa
Guillén poco nos debería de importar ya. Si
tras su nombre se esconde un homenaje a
Julia Espín y Collbrand Guillén no nos
tiene que preocupar. Si ella fue la musa de
las Rimas, a estas alturas, resulta baladí. Lo
cierto es que durante decenas de años eso
fue lo que se pensó, hasta el punto de que
en todas las biografías y estudios sobre el
poeta sevillano la figura de Elisa Guillén
resplandecía con luz propia. Bécquer
escribió sus inmortales poesías para Elisa
Guillén: eso lo aprendimos todos en la
escuela. Luego, más tardé, llegó un
estudioso de Bécquer (otro más) que nos
intentó convencer de la inexistencia de
Elisa Guillén. ¡Como si fuese tan fácil
“...Gustavo está en los baños de Fitero con
su esposa. ¡Horror, horror, horror! (carta de
Correa a Campillo).
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Al parecer,
Casta surgió en el momento oportuno, o la
hicieron surgir los amigos del poeta en el
instante adecuado. Bécquer acaba de ser
rechazado por su musa y ya no atiende ni a
comidas, ni a razones, ni a las putas que le
pagan sus compañeros. Sólo recuerda o le
hacen recordar a la hija de un médico al que
había acudido en más de una ocasión.
Francisco Esteban era un notorio médico
oculista y también (dato que muchas veces
nos ha sido hurtado) un especialista en
enfermedades venéreas. Ya tenemos a
nuestro poeta enfermo de cuerpo y alma:
Una mujer me ha envenenado el alma,
otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
ninguna de las dos vino a buscarme,
yo de ninguna de las dos me quejo.
Casta tiene los ojos azules (una fijación del
poeta) y la desasosegante necesidad de
casarse cuanto antes. Vive en la calle del
Baño, en una casa de huéspedes en la que
sirve y a la que en seguida se traslada
Bécquer huyendo de la sombra alargada de
la calle Visitación. Decide tirarse al
precipicio y se casa en la iglesia de San
Sebastián el 19 de mayo de 1861. Pero,
¿por qué tantas prisas? El dolorido corazón
de Bécquer necesita recomponerse a base
de extirparlo por completo y por ello,
mientras decide dedicarse a sus poesías,
olvidándolas y rescatándolas con igual
ímpetu, toma la resolución de huir del amor
de la forma mejor posible, haciendo un
guiño a la derrota y a los oscuros prejuicios
de la época: casándose y formando una
familia burguesa y feliz. Sin embargo, no
dejan de resultar curiosas las circunstancias
que conducen a Bécquer hasta esta
precipitada
boda
(¿por
despecho?,
¿asumiendo que ha perdido y se retira, con
veinticuatro años, a sus cuarteles de
invierno?). El enigma de Bécquer se infla
por momentos: ¿Qué hacía una muchacha
de dieciocho años sola en una casa de
huéspedes? ¿Hubo problemas, de naturaleza
desconocida aunque imaginable, con un
antiguo novio de Casta conocido como El
Rubio? ¿Por qué a la boda sólo asistió el
doctor Esteban? ¿Hubo un embarazo y un
consiguiente aborto? ¿Hubo un pacto de
caballeros al que se prestó Bécquer,
totalmente desengañado de la vida?. Todo
hace pensar que más que una boda fue una
venganza, aunque los amigos de Bécquer
participaron en ella con la única y loable
voluntad de salvar la vida del poeta. Dos de
ellos, además, ejercieron como testigos de
la boda, García Luna y Augusto Ferrán que,
por cierto, también andaba en amores con la
hija de la portera de su casa. Está claro que
a los burguesitos les iba la clase proletaria.
En todo caso la boda se celebró y todos los
amigos de Bécquer, a pesar de su culpa, no
se recataron lo más mínimo de acusar en
sus escritos a Casta de vulgar, ordinaria,
analfabeta, dándose cuenta demasiado tarde
que la rudeza, bravura y acometividad de
Casta no era precisamente lo más indicado
para la melancolía, delicadeza y
sensibilidad del poeta. El choque fue
profundo pero a Bécquer nunca pareció
importarle. Incluso, intentando limar
asperezas y guardar las apariencias, tuvo el
detalle de componer una rima dedicada a
Casta que, entre líneas, deja bastante claro
por dónde anda el corazón del poeta:
Tú prestas nueva vida y esperanza
a un corazón para el amor ya muerto;
tú creces de mi vida en el desierto
como crece en un páramo una flor.
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Poesía fría como un témpano. Desangelada
y triste. No es difícil suponer que maldita la
gracia que le haría a la nueva señora
Bécquer lo de “un corazón para el amor ya
muerto”. ¡Hay que joderse con el poeta del
amor! Se acaba de casar y lo primero que se
le ocurre decir a su querida esposa es que su
corazón ya no sabe lo que es el amor.
Parece evidente que, perdido el amor y toda
ilusión, el poeta se resigna a ser sólo
“comparsa en la inmensa comedia de la
humanidad”.
Será verdad, al fin y al cabo, lo que decía
uno de sus amigos cuando fue a visitar a
Bécquer unos días antes de su muerte,
alegrándose de su inmediato final: Hace
bien en morir, porque su reino no es de este
mundo. Y, recordando a Casta, sus
maneras, su ordinariez, su despreocupación
por el hogar, su inolvidable traición: “El
poeta no debería tener nunca mujer (...). El
matrimonio es enemigo mortal de la vida
imaginativa”. Algo parecido siempre pensó
Bécquer de su vida familiar quien llegó a
comentar que “las musas se asustan de los
niños llorones”. Sin embargo Valeriano,
que siempre mantuvo una particular lucha
con su cuñada, hasta el punto de que Casta
sólo regresó con Bécquer cuando Valeriano
hubo muerto, se encargó de pintar un
remilgado cuadro, una especie de canto al
hogar feliz, a la dicha y tranquilidad de la
familia, una especia de sagrada familia a lo
Murillo que, conociendo las interioridades
del matrimonio, resulta casi bufonesca. Es
el famoso cuadro de Cádiz, pintado en el
año 1863, donde se ve a Casta con su
primer hijo en brazos. Enfrente, sentado en
un sillón, convaleciente, está Gustavo y a
sus pies un perro terranova. Casta, por
entonces, ya se quejaba del “exceso de
poesía y la escasez de cocido” y empuja a
Gustavo a escribir horrorosas zarzuelas que
lleven dinero a la casa y un par de criadas
que den cuenta de su falsa y respetabilísima
situación económica. La situación, como no
puede ser de otra forma, acaba
desembocando en el fatídico año de 1868:
los hermanos Bécquer pierden sus trabajos
y el poeta descubre la infidelidad de Casta,
quien había marchado a Noviercas para
amancebarse con su antiguo novio, el
Rubio.
La historia de Casta, tras la muerte de
Bécquer, continuó siendo errática. Al año
de morir el poeta, casó con Manuel
Rodríguez Bernardo, recaudador de
contribuciones asturianos que acabaría en
manos de El Rubio.... Mientras tanto,
intentó sacar el máximo provecho de las
obras de su ex marido publicadas en 1871.
Incluso se atrevió a escribir un libro (Mi
primer ensayo, Madrid, 1884) que las malas
lenguas dicen que se lo escribió “un
empleado de ferrocarriles” (¿?). Acabó en
el Hospital de San Juan de Dios, un hospital
de enfermedades venéreas, donde sufrió
graves quemaduras al manipular un
quinqué, para finalmente morir el 30 de
marzo de 1885.
JULIA ESPIN
“No es un secreto para nadie que Bécquer
estuvo ciegamente enamorado de una
hermosura que no debo nombrar porque
existe todavía y tiene ya legal y legítimo
dueño”. El pacto de silencio que impuso el
poeta sobre la identidad de su amada
pareció surtir efecto entre sus amigos. La
mayoría abrazaron el silencio impuesto
como dogma de fe. Además, casi todos
murieron antes que la musa. Sin embargo,
poco a poco, como la corriente de un río
pacífico pero insistente, las noticias sobre la
mujer que inspiró las rimas fueron
surgiendo. Al principio, de manera
dubitativa. Después, con la aparición en
escena de Elisa Guillén, la duda se
convirtió en silencio. Pero con el asesinato
literario de Elisa Guillén, Julia Espín se
destapa como la Julieta que esperaba a su
Romeo en el mítico callejón del Perro.
Julia Espín y Collbrand había nacido el 18
de noviembre de 1838. En la ya legendaria
mañana del balcón, Julia tiene 21 años, es
hermosa y distinguida, altiva y desdeñosa,
ambiciosa y con una aceptable voz de
soprano. Las campanillas azules de su
balcón brillan especialmente para ella. Por
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sus venas corre sangre mítica, de Rossini y
Napoleón, sangre de óperas imperiales y de
violines guillotinados. Su tía abuela, Isabela
Angela Colbrand, fue una de las grandes
cantantes de ópera de su tiempo. Cantó
varias veces en presencia del todopoderoso
Napoleón y, un año antes de su retirada, se
casó con el gran Rossini. Julia siempre soñó
con repetir sus pasos, con cantar ante los
más grandes, con ser agasajada, admirada,
con pasear su cuerpo por los principales
teatros de Europa. Ningún estúpido romeo
romántico y bobalicón le iba a apartar de su
destino.
Bécquer no podía saber lo que
cruzaba por la cabeza de la dama de sus
sueños. Lo único que tenía claro era que la
dama del balcón se alejaba de él porque no
tenía, siquiera, un traje decente con el que
subir a ese balcón. Sus amigos Nombela y
Correa intentaron introducirle en la casa de
los Espín donde se llevaba a cabo una
acreditada tertulia patrocinada, de alguna
forma, por el padre de Julia, don Joaquín
Espín y Guillén, músico reputado, maestro
de coros y director de la Banda Militar,
segundo organista de la Real Capilla y
profesor de solfeo del Conservatorio. Son
los querubines juguetones de la música que
no dejan de perseguir al joven poeta.
Bécquer se integró muy bien en la fauna de
aquellos rimbombantes y huecos papanatas
que consumían la noche entre música,
comida y sonrisas falsas. Al fin y al cabo,
nuestro poeta era un buen conversador,
culto, sensible, con gran fantasía y una
especial habilidad sentado al piano. Tenía
casi todo para triunfar entre aquella gente.
Sin embargo, era pobre y sucio. Y la
pobreza podía disimularla durante una
noche, alquilando un frac o vistiendo ropa
prestada, pero su habitual desaliño, el
permanente descuido de su aspecto externo
no podía pasar desapercibido para una
persona tan fina y remilgada como la
señorita Espín, que no disimuló nunca ante
sus amigos que la poca limpieza de Bécquer
suscitaba en ella una profunda repulsa. La
imagen es patética: el esforzado Romeo
sube al balcón de Verona y su Julieta se
aparta de él.
De todas formas, el poeta insiste e intenta
conquistarla con sus dotes de fabuloso
dibujante, dedicándole dos álbumes de
dibujo (es un dato significativo: tenía que
existir cierta amistad y complicidad para
que Bécquer se atreviese a tanto). Pero la
hermosa mujer de la nariz levemente
aguileña, la mujer de los ojos azules, de los
penetrantes ojos negros (no se ponen de
acuerdo las crónicas: estamos en otro caso
de bovaryzación del rostro femenino) tiene
otros proyectos y Bécquer no entra en ellos.
Tras cantar con éxito en palacio ante los
reyes, y después de solicitar una beca para
continuar en el extranjero sus estudios
musicales, llega a cantar en La Scala de
Milán, en Francia y en Rusia, siempre
acompañada en sus viajes por su hermano
Joaquín.
Bécquer, mientras tanto, se encierra en su
pensión de la calle Visitación y compone
para ella el poemario más hermoso e
influyente de toda la historia de la literatura
española. Su orgullo, no cabe la menor
duda, sufrió lo indecible ante el desprecio
de la mujer que iba a marcar su vida, su
obra y toda la poesía española. Sin
embargo, con el recuerdo de los momentos
alegres vividos junto a ella y también con el
recuerdo de su displicencia, alimentó su
frágil cuerpo, su torturado espíritu. Al fin y
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al cabo, mientras sus amigos le llevaban
con otras mujeres y le buscaban esposa, él
empezaba a conformarse con el sacrificio
consolador de su recuerdo, de su amor
unidireccional, ya sin la esperanza de ser
correspondido.
Algunos amigos comenzaban a romper el
pacto de silencio, aunque de forma
enigmática, con jeroglíficos y descripciones
abstractas. Todos sufren porque ven a su
amigo penar y descargan su ira contra la
mujer que le ha rechazado, aunque
reconociendo, eso sí, su particular belleza:
“...una hermosa y enérgica deidad, de tez
melada, fuerte como una Juno y arrogante
como una Frega...”
“...rostro aniñado lleno de serenidad,
correcta la nariz, rasgada la boca, firme y
dulce la mirada, ondulado y recogido el
cabello...”
“...muy hermosa criatura, pero sin seso. Un
admirable busto como el de la fábula, y
muy incapaz de comprender las delicadezas
del hombre que quiso vivir para ella”
De sus amigos íntimos, el único que habla
de Julia Espín es el ambicioso Julio
Nombela, quien llega a decir directamente
que a ella dedicó todas sus rimas amatorias.
Aunque, según palabras suyas, sin ella
saberlo. ¿Estamos ante un amor oscuro, un
amor de contrabando, en el que Julia, como
una modelo educada se limitó a posar sin
más? La realidad es que Nombela, aunque
resulta ser la principal fuente de noticias
becqueriana, es poco fiable por muchos
motivos.
Lo único cierto son detalles fríos pero
significativos como que en diciembre de
1860 Bécquer hace que se imponga el
nombre de su amada a una sobrina o que en
junio de 1873 Julia Espín, con treinta y
cinco años, se casó en Madrid con Benigno
Quiroga y López Ballesteros, con quien,
seguramente mantendría relaciones desde
mucho antes. No podemos dudar de su
dinero y poder (Ingeniero de Montes,
Director General de Agricultura, Industria y
Comercio, Director General de Fomento en
Filipinas, Director General de Obras
Públicas, Ministro de la Gobernación), de
su juventud (tenía nueve años menos que
Julia Espín) y seguramente de su pulcritud,
higiene y limpieza. Tuvieron tres hijos y en
diciembre de 1906, a los 67 años, murió de
bronconeumonía en su casa de la calle
Alcalá.
Para terminar con una mujer mítica como
Julia Espín, de rara belleza y legendaria
trascendencia, es necesario regresar a la
leyenda y al ácido cotilleo (paradójicamente
desmitificador).
La leyenda: En 1869, Julia Espín regresa de
su largo y triunfal periplo europeo como
cantante de ópera. En Madrid se
reencuentra con sus viejos amigos, entre
ellos Rodríguez Correa a quien le dedica un
retrato suyo realizado en Moscú (“a mi
bueno y querido amigo, recuerdo cariñoso
de Julia Espín Collbrand. Madrid, 4 abril
70”). Muchos han supuesto, imaginado,
también deseado, que Julia Espín y Gustavo
Adolfo Bécquer se volvieran a ver. Incluso
hay una rima (en esos momentos el poeta
está recomponiendo el libro de poesías) en
la que Bécquer habla de la antigua amada y
de que “tiene alegre la tristeza y triste el
vino”. Es lícito que todos soñemos con ese
encuentro.
El cotilleo desmitificador: Ya entrado el
siglo XX, cuando la fama de Bécquer
comienza a alcanzar proporciones míticas,
cuenta la historia que Julia Espín, ya
anciana, negaba de forma rotunda sus
relaciones con el poeta. Incluso se alteraba
extrañamente cuando sus sobrinos le
solicitaban noticias sobre Bécquer. La
respuesta que daba siempre era la misma,
tan hiriente como injusta: “Bécquer era un
hombre sucio”. Con esa frase escueta y
brutal liquidaba el más bello capítulo de
amor protagonizado por la poesía española.
¿Por qué ese desdén, por qué ese desprecio,
por qué esa crueldad? Fin de la historia.
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