José Miguel Arroyo “Joselito” Matador de toros español, nacido en Madrid el 1 de mayo de 1969. En el planeta de los toros es conocido por su sobrenombre artístico de "Joselito", con el que, después de haber dejado patente que era uno de los toreros más hondos y puros de su generación, consiguió borrar los recelos de quienes, en los comienzos de su carrera, le afeaban la osadía de haberse bautizado en los carteles con el mismo remoquete que hiciera universal el genial diestro sevillano José Gómez Ortega ("Joselito" o "Gallito"). Hábil ejecutor de numerosos lances añejos que habían caído ya en el olvido, su gracia y destreza en el manejo del capote, su poderío y seguridad en la colocación de las banderillas, su exquisito temple con la muleta y su extraordinaria decisión y rectitud en la interpretación de la suerte suprema le han convertido en el mejor referente del toreo clásico y estilista que intentó recuperar, a finales del siglo XX, la Escuela de Tauromaquia de Madrid, por lo que puede afirmarse que, con apenas veinticinco años de edad, ya era una figura histórica del Arte de Cúchares. Nacido en el seno de una familia modesta en cuyo enrarecido ambiente ocurrieron demasiados sucesos penosos que le depararon una infancia signada por la desgracia y la infelicidad, huyó en cuanto pudo de las penalidades que le rodeaban en su casa y, siguiendo los dictados de su precoz vocación, ingresó en esa Escuela de Tauromaquia que, a finales de los años setenta, habían fundado la Comunidad Autónoma y el Ayuntamiento de Madrid. Allí, al tiempo que encontraba distracción y camaradería para olvidar los problemas familiares, comenzó a mostrar una asombrosa aptitud natural para el ejercicio del toreo, hasta el extremo de convertirse muy pronto -y a pesar de su temprana edad- en uno de los alumnos más aventajados de la escuela, lo que dio pie, entre otros primeros "éxitos" del joven José Miguel Arroyo, a su inclusión en el reparto de la película taurina Tú solo (1983), del cineasta sevillano Teo Escamilla, en la que dio vida a un Juan Belmonte adolescente que -según testimonios del propio "Pasmo de Triana"- se colaba por las noches en las dehesas de las ganaderías para dar, desnudo bajo la luz de la luna, sus primeros capotazos. Un jovencísimo José Miguel Arroyo Delgado fue, en efecto, quien con poco más de doce años de edad encarnó en la gran pantalla nada menos que a Juan Belmonte, después de haber sobresalido por sus magníficas cualidades para el toreo en cuantas tientas y capeas había empezado a recorrer en compañía de otros destacados becerristas de su promoción, como sus compañeros de escuela José Luis Bote, José Pedro Prados ("el Fundi"), José Antonio Carretero y Luis Miguel Calvo. Ya en 1982, acompañado por los dos primeros, había acudido hasta la feria navarra de Sangüesa para enfrentarse -todavía sin el auxilio de los varilargueros- con reses de Martínez Elizondo, y había regresado luego a su escuela madrileña con una oreja en su esportón. A partir de entonces, la progresión del "Joselito" becerrista fue vertiginosa, por lo que pronto se convirtió en uno de los aspirantes a figura del Arte de Cúchares que a más temprana edad tomaba parte en novilladas sin picadores, algunas de las cuales se verificaron, incluso, en la plaza Monumental de Las Ventas. Atento a esta meteórica ascensión, Enrique Martínez Arranz -un antiguo novillero y sindicalista que, a la sazón, ocupaba el cargo público de director de la Escuela de Tauromaquia- decidió apoderar a la figura en ciernes y, sin temor a que lo prematuro de esta decisión pudiera dar al traste con sus expectativas de triunfo, introducir al jovencísimo "Joselito" en los circuitos profesionales de la Fiesta. Fue así como el precoz torero madrileño comenzó a prodigar sus actuaciones en funciones de novillos con tan sólo quince años de edad, para poner fin a la campaña de 1984 después de haber intervenido en veintinueve festejos. En la temporada siguiente -concretamente, el día 3 de mayo de 1985-, un "Joselito" con dieciséis años recién cumplidos toreó por vez primera con picadores en el redondel de Las Ventas, donde despachó un lote de novillos procedente de la vacada de Martín Peñato, bajo la atenta mirada de sus dos compañeros de cartel, Pedro Lara y Rafael Camino. La espléndida actuación del animoso novillero, que fue premiada con tres orejas por parte de un público al que le cuesta mucho otorgar un solo trofeo, le situó de inmediato en la cima del escalafón novilleril y le permitió emprender por todo el planeta de los toros una exitosa campaña que, entre otros triunfos, le reportó de nuevo un apéndice auricular en Madrid (esta vez, conseguido en su actuación del día 9 de junio). A pesar del agrado y la ilusión con que le habían recibido sus paisanos, cabe advertir que la afición capitalina, fiel a su acreditada justicia y severidad, no se dejó vencer por la simpatía que despertaba el jovencísimo novillero madrileño y le aplicó en todo momento los mismos criterios de rigor que utilizaba en el enjuiciamiento de la labor de otros espadas; de ahí que, durante aquella misma campaña de 1985 en la que "Joselito" había triunfado dos veces en Las Ventas, el público de la Villa y Corte olvidara justamente estos éxitos para silenciar o criticar la actuación de su paisano en otras tres tardes en las que la fortuna no le acompañó. Tampoco tuvo la suerte de cara -a pesar de los triunfos generalizados durante todo aquel año- en su presentación como novillero en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, en donde era esperado con cierta animadversión, en parte debido a su condición de madrileño y triunfador precoz en Las Ventas, y en parte por culpa de ese apodo de "Joselito" que, para los aficionados hispalenses más apegados a la tradición, era poco menos que un sacrilegio (de hecho, durante algún tiempo la incorregible guasa sevillana se complugo en llamarle "don Pepito", como si el diminutivo de José le viniera muy grande después de las cotas a las que lo había elevado el todavía llorado José Gómez Ortega). Pero lo cierto es que aquella temporada novilleril de 1985 (en la que llegó a cumplir treinta y seis ajustes) fue, en la trayectoria de José Miguel Arroyo Delgado, el umbral que anunciaba su inminente entrada en la historia del toreo de todos los tiempos. Aún era novillero cuando, a comienzos de la campaña siguiente, fue llamado a vestirse de luces en el festival benéfico organizado por la Federación Nacional Taurina para contribuir a paliar los terribles daños causados en Colombia por la erupción del volcán Nevado del Ruiz, llamamiento que no sólo implicaba el reconocimiento unánime, dentro del mundo taurino, de su condición de máxima figura del gremio novilleril, sino también la oportunidad de alternar por vez primera (y nada menos que en el coso de Las Ventas) con algunas glorias del toreo de otras épocas, como Manuel Benítez Pérez ("El Cordobés") o Antonio Chenel Albadalejo("Antoñete"). Consciente de la importancia de este compromiso, "Joselito", a pesar de que estaba anunciado en un mero festival, salió a la arena a por todas y puede afirmarse que, junto al susodicho "Antoñete", fue el auténtico triunfador de la tarde, con el subsiguiente revuelo creado de inmediato en todo el planeta de los toros por el extraordinario alcance de un festejo tan comentado y difundido. Así las cosas, era ya uno de los protagonistas indiscutibles de aquella incipiente campaña de 1986 cuando, después de sus anteriores triunfos novilleriles, optó por dar el paso decisivo en la andadura de cualquier torero e ingresar en el escalafón superior de los matadores de reses bravas. El día 20 de abril, en las arenas del coliseo taurino de Málaga, recibió la alternativa de manos del célebre espada albaceteño Dámaso González Carrasco, quien, bajo la atenta mirada del coletudo extremeño Juan José Gutiérrez Mora ("Juan Mora") -que hacía las veces de testigo-, le facultó para dar lidia y muerte a estoque a Correvías, un toro negro zaino, de quinientos diez kilos de peso, perteneciente a la ganadería de Carlos Núñez. Fiel a la expectación que había creado ya en todas las plazas de la Península, el toricantano estuvo a la altura de las circunstancias y cortó una oreja del mencionado cornúpeta. Frente a la actitud de otros espadas medrosos que, ante el temor al severo dictamen de la afición madrileña, retrasan cuanto pueden su obligada comparecencia en Las Ventas después de haber tomado la alternativa, José Miguel Arroyo Delgado se presentó de nuevo ante el riguroso tribunal de sus paisanos cuando sólo había transcurrido un mes desde su ingreso en la nómina de los matadores de toros, dispuesto a confirmar en la primera plaza del mundo la validez de su reciente título de doctor en Tauromaquia. Venía, a la sazón, apadrinado por el celebérrimo maestro sevillano Francisco Romero López ("Curro Romero"), quien, aquel 26 de mayo de 1986, en pleno ciclo isidril, puso en las manos del joven "Joselito" la flámula y el acero con los que había de muletear y estoquear a un burel castaño marcado con el hierro de Aldeanueva, que atendía a la voz de Cotidiano. Testigo de aquella emotiva ceremonia, el diestro gaditano Francisco Manuel Ojeda González ("Paco Ojeda") asistió momentos después a la espléndida lidia que desplegó "Joselito" frente al citado toro de su confirmación, que fue premiada con un apéndice auricular por el público venteño. Asombraban ya, tanto en las plazas de provincias menos acostumbradas a la presencia constante de figuras como en el propio coliseo madrileño, los depurados fundamentos técnicos que daban solidez al toreo de un maestro de tan sólo diecisiete años de edad, capaz de ensombrecer sobre la arena -como ocurrió aquella tarde de su confirmación- a figuras consagradas de la talla de Romero y Ojeda; pero, junto a este aventajado aprendizaje, causaban aún mayor pasmo y admiración la gracia y la naturalidad de "Joselito" ante la cara de los toros, así como la deslumbrante facilidad con que era capaz de ejecutar las suertes más vistosas o arriesgadas sin perder nunca un ápice de esa armonía que, adobada de clasicismo por sus cuatro costados, compendiaba en un mismo oficiante de la liturgia taurina todo el sabor añejo de la torería antigua y, a la par, toda la ilusión y esperanza de la afición en el presente y el futuro inmediato de la Fiesta. Por si todo esto fuera poco, el valor sereno y auténtico que venía acreditando el diestro madrileño desde sus primeras actuaciones como novillero le permitía pisar terrenos tan próximos al toro como cercanos a la pureza emocional de la Fiesta, con lo que lograba arrancar la ovación del respetable después de haberle hecho pasar por momentos de verdadera congoja, sin necesidad de recurrir, para ello, al tremendismo zafio, alocado e impetuoso de otros toreros menos tocados por la varita mágica del Arte. Pero este arrojo sincero y depurado de que hacía gala tarde tras tarde "Joselito" pronto empezó a cobrarse su factura en forma de cornadas, pues sólo los toreros renuentes a adentrarse en la jurisdicción de las reses pueden escapar libres de estos penosos gajes del oficio taurino. Y así, después de haber clausurado su primera campaña como matador de toros con cincuenta y un contratos cumplidos, José Miguel Arroyo Delgado abordó la temporada siguiente dispuesto a confirmar plenamente los vaticinios de quienes ya lo anunciaban como la gran figura del Arte de Cúchares durante los últimos años del milenio. El día 23 de marzo de 1987, en los primeros compases de dicha campaña, dejó bien patente esa intención de consagrarse pronto como la estrella más rutilante del firmamento taurino, pues salió a hombros de la plaza de Castellón después de haber cortado tres orejas a un lote procedente de las dehesas de Carlos Núñez, bajo la atenta mirada de sus compañeros de cartel, el salmantino Pedro Gutiérrez Moya("Niño de la Capea") y el ya citado espada de Plasencia Juan José Gutiérrez Mora ("Juan Mora"). Alentado por estos buenos augurios iniciales, decidió jugarse el todo por el todo en la siguiente Feria de San Isidro, pues era bien consciente de que sólo un triunfo clamoroso en Las Ventas era capaz de catapultarle directamente hacia ese Olimpo de los dioses taurómacos que estaba empecinado en habitar. Por su parte, la empresa que regentaba y administraba el coso capitalino decidió incluir a "Joselito" nada menos que en tres funciones de toros a lo largo de aquel ciclo ferial, habida cuenta de la enorme expectación que se detectaba en los foros y mentideros taurinos de la Villa y Corte, alrededor de lo que muchos vaticinaban que habría de ser la definitiva consagración del joven y prometedor coletudo. Pero los avatares imprevistos que otorgan emoción y grandeza al Arte de Cúchares, esos riesgos que -como se han indicado más arriba- se ciernen sobre los diestros pundonorosos que no rehúyen la pelea en los terrenos más comprometidos, se cruzaron súbitamente en la arrolladora trayectoria profesional de "Joselito": en la primera de aquellas tres tardes isidriles en las que iba a vestirse de luces en Madrid, cuando sus paisanos conmemoraban la festividad del santo patrón que da nombre a la feria taurina más prestigiosa del planeta de los toros, Limonero, un zambombo descomunal criado en las dehesas de Peñajara, enfiló nada más salir a la arena sus más de seiscientos kilos contra la menuda figura del joven maestro y, en el primer lance de recibo, echó arriba la cara en un derrote tan brusco y avieso que alcanzó a "Joselito" en el cuello, donde le produjo una herida de tal gravedad -complicada, además, con una dolorosa fractura de clavícula- que hizo temer por su vida. La impresionante secuencia de esa inmensa alimaña enfurecida levantando los pitones hasta la altura de la cabeza de aquella frágil figura humana, conforma una imagen tremenda y verídica de la crudeza y el dramatismo de la Fiesta, imagen que difícilmente desaparecerá de la memoria de los aficionados que pasaron por el aterrador trance de presenciarla; sin embargo, el animoso espada madrileño -que, a sus dieciocho años de edad, podía haber cortado de plano su relación con el mundo del toreo y haberse adaptado fácilmente a cualquier otro oficio más sosegado- no sólo se sobrepuso rápidamente a las lesiones físicas -que le retuvieron convaleciente por espacio de dos meses- y a sus posibles secuelas psicológicas, sino que logró reaparecer en el transcurso de aquella misma temporada y concluir, a la postre, aquel terrible año de 1987 con la nada despreciable cifra de sesenta y dos corridas toreadas (cantidad asombrosa para un torero que ha pasado dos meses en el dique seco). Paradójicamente (o, tal vez, como claro indicio de esa despreocupación hacia uno mismo que, en las personas nobles y generosas, se traduce a la vez en un desmedido interés por quienes les rodean), la crisis y las dudas que no habían surgido a raíz de su propia desgracia irrumpieron en el espada madrileño tras haber visto muy de cerca cómo la fatalidad se cebaba en carne ajena. Anunciado, de nuevo, en tres carteles de la Feria de San Isidro de 1988, "Joselito" quiso contribuir, desde su ya incuestionable triunfo, al éxito de sus antiguos compañeros de andanzas novilleriles, y, de forma muy señalada, al despunte de las carreras de "el Fundi" y José Luis Bote, con los que había protagonizado infinidad de carteles cuando los tres se anunciaban en todas las plazas de España como los alumnos más aventajados de la floreciente Escuela de Tauromaquia de Madrid. Así las cosas, en su primera comparecencia de las tres previstas para aquel ciclo isidril, verificada el día 22 de mayo de 1988, José Miguel Arroyo Delgado se convirtió en padrino de la confirmación de alternativa de sus dos compañeros de escuela (a los que él mismo había apadrinado, en septiembre de 1987, en la pequeña población madrileña de Villaviciosa de Odón), en el transcurso de una emotiva ceremonia que sólo fue el preludio de la mayor tragedia vivida en el coliseo venteño en los últimos tiempos. Promediada ya la corrida, después de los respectivos intercambios de trastos entre el padrino y los diestros confirmantes y de la reglamentaria alteración del orden natural de la lidia, salió a la arena el cuarto toro de la tarde, de nombre Vitola, marcado con el hierro de los Herederos de don Antonio Arribas Sancho y destinado a morir por efecto del estoque de "Joselito". Durante el tercio de banderillas, Vitola, que había manseado ya en su pelea con la cabalgadura, opuso muchas dificultades a los rehileteros de la cuadrilla del diestro madrileño (quien, desde su ingreso en el escalafón superior, había renunciado a poner las banderillas, a pesar de que era por aquel entonces uno de los espadas que con mayor limpieza y seguridad dejaba en todo lo alto los garapullos); cuando le tocaba parear al afanoso banderillero de Campo Real Antonio González Gordón ("el Campeño"), que recientemente había ocupado el puesto de "tercero" en la cuadrilla de "Joselito", el toro acortó su recorrido por el pitón derecho y puso en tal apretura al esforzado peón que éste pasó en falso sin clavar los palitroques. El acusado sentido del pundonor de que hacía gala "el Campeño" le movió a realizar un nuevo intento por el mismo pitón, a pesar de la seria advertencia que acababa de darle el astado: al llegar nuevamente al embroque, Vitola, que había vuelto a comerle todo el terreno al infortunado subalterno, derribó violentamente a "el Campeño" y, tan pronto como lo tuvo a su merced sobre la arena, la asestó una certera y mortífera cornada en el cuello, con tal presteza y ferocidad que hizo inútil cualquier intento de quite por parte de los toreros que habían acudido de inmediato al socorro del desventurado banderillero. La herida causó tales destrozos al buen peón de Campo Real que, aunque en un principio se confío en su milagrosa salvación merced a la portentosa intervención urgente del extraordinario equipo facultativo de Las Ventas, al cabo de nueve días sobrevino su óbito en la unidad de cuidados intensivos del hospital madrileño al que había sido trasladado. Aunque el espada madrileño de la calle Montesa cumplió con los dos contratos que aún le quedaban aquel año en San Isidro, y volvió luego a Las Ventas para hacer el paseíllo en la corrida de Beneficencia, pronto se echó de ver que "Joselito" ya no iba a ser el mismo después de la tragedia de "el Campeño", a cuyo sombrío recuerdo luego vino a sumarse la fragilidad psicológica del torero (que, sin lugar a dudas, hunde sus raíces en los tortuosos dominios de su infancia infeliz). Desde finales de los años ochenta y comienzos del decenio siguiente, la sonrisa serena y confiada de José Miguel Arroyo daba paso, sin solución de continuidad, a un carácter hosco y huraño que le llevaba a desconfiar de todo cuanto le rodeaba, empezando por su propia vocación taurina. Y así, unas tardes el público se encontraba con el "Joselito" alegre, juvenil y pletórico que era capaz de seguir escribiendo sobre la arena páginas inmarcesibles en la historia del Arte de Cúchares, y otras tardes -sin saber a ciencia cierta cuándo ni por qué-, se topaba sobre el albero a ese "Joselito" apático, desconfiado y, en ocasiones, hasta inseguro de su propio oficio, con lo que pronto la afición se empezó a dividir entre quienes seguían admirándole y defendiéndole por encima de todo, y quienes ya empezaban a mostrar cierto fastidio ante ese talante hosco y abúlico que nunca resulta adecuado para oficiar la liturgia taurina. Sus altibajos no procedían de una pérdida súbita del valor o un olvido imposible de esos fundamentos técnicos que tan bien conocía y dominaba desde su juventud, ya que quedaba patente, por un lado, que seguía atesorando ambas virtudes -arrojo y oficio- en las tardes en que volvía por sus fueros; y, por otro lado, que su desgana e inseguridad sobre los ruedos se correspondían con aquellos períodos de su vida en los que andaba más cabizbajo y taciturno que nunca, sumido en un depresivo ensimismamiento que le incapacitaba para el ejercicio del toreo como hubiera podido impedirle el desarrollo de cualquier otra actividad. Pero, con todo y con eso, seguía siendo el número uno cuando lograba sobreponerse a sus propios fantasmas, como dejó bien claro el día 1 de junio de 1989 en la primera plaza del mundo, cuando, en medio del cartel de mayor expectación dentro del abono isidril de aquel año, desorejó a un astado de los Herederos de Atanasio Fernández, tras una exhibición de prodigiosa madurez torera que confundió a quienes le creían ya devorado por su apatía depresiva. Fue por aquel entonces cuando, con una dignidad torera que para sí hubiesen querido otras muchas figuras, desdeñó protagonizar una ficticia rivalidad, en la cumbre del escalafón, con otro de los matadores punteros de la época, Juan Antonio Ruiz Román ("Espartaco"), a pesar de que en los círculos profesionales taurinos se veía con agrado -por diversos interesesesta competencia, avivada desde las páginas del rotativo madrileño ABC. Pero "Joselito" no entró al trapo y, aunque tampoco rechazó el encuentro en un mismo cartel con "Espartaco" o con cualquier otro colega igual de digno, se negó a sostener premeditada y artificialmente una rivalidad que nunca habría podido existir, pues el clasicismo academicista que, enriquecido por su propia sensibilidad artística, venía practicando el diestro madrileño jamás había entrado a competir con el toreo esforzado y pundonoroso de "Espartaco" (dicho de otro modo: las respectivas concepciones del toreo de ambos matadores eran diametralmente opuestas y se encontraban en planos muy distintos). Desde entonces hasta el momento de redactar este artículo (año 2001), José Miguel Arroyo Delgado ha venido alternado tardes gloriosas con sombríos fracasos (en ocasiones, prolongados en peligrosos baches y retiradas parciales que han llevado a muchos a presumir, con temor, su definitivo abandono del ejercicio activo del toreo). Sin embargo, en medio de este paso del todo a la nada que de forma constante le provoca su fragilidad psíquica, ha tenido ocasión de conquistar a esa afición sevillana que tan adversa se le mostraba, y de seguir protagonizando gestas admirables, como la realizada el día 12 de septiembre de 1990, fecha en la que un morlaco de Cebada Gago le hirió gravemente en el pequeño coso madrileño de San Martín de Valdeiglesias, a pesar de lo cual siguió toreando y consiguió enviarlo al desolladero de una estocada fulminante, lo que le valió la entrega de las dos orejas del sañudo cornúpeta. Al término de aquella campaña quedó situado en el quinto puesto del escalafón -en lo que al número de corridas toreadas se refiere, claro está-, con un total de sesenta y ocho ajustes cumplidos, y en 1991 se vistió de luces en sesenta y una ocasiones, cifra que le permitía seguir ocupando los puestos superiores sin necesidad de entrar en la absurda polémica actual sobre quién sea el espada que más paseíllos hace a lo largo de una temporada (pues, aunque recibía constantemente ofertas para torear en cualquier coso del planeta taurino, antepuso siempre la calidad de su toreo a la cantidad de contratos firmados). El 10 de noviembre de 1991 confirmó su alternativa en la Monumental de México, con Mariano Ramos de padrino y Miguel Espinosa Menéndez ("Armillita Chico") como testigo, frente a toros del hierro de De Santiago (el de la ceremonia obedecía a la voz de Motorcito). En 1993 toreó en Madrid en solitario y de forma desinteresada la corrida de la Beneficencia, gesto que ha protagonizado -el de vestirse de luces para enviar sus honorarios a los más desfavorecidos- en numerosas ocasiones, unas veces por mero altruismo y otras obedeciendo a extraños designios de su interior que ni el propio torero acierta a explicarse. En este sentido, tal vez la mejor muestra de su rara sensibilidad sea la anécdota relatada por "Joselito" en el transcurso de unas jornadas taurinas celebradas en un Colegio Mayor de Madrid, referida a una estancia suya en Colombia y a un posterior encierro en solitario frente a seis reses en Las Ventas, a petición propia y con fines benéficos. Al parecer, el diestro tenía que torear una tarde en una plaza colombiana y aguardaba el momento de la corrida en la soledad de la habitación de un hotel, ensimismado en sus propios pensamientos y envuelto en la tensión propia de esos instantes previos a la hora de la verdad; por distraerse un tanto -pues otra de sus peculiaridades estriba en que no es hombre de plegarias, estampas, rosarios y capillas, frente a lo que suele ser habitual entre sus colegas de oficio-, encendió la televisión y dio con un canal -probablemente, norteamericano- que retransmitía una adaptación del drama shakesperiano de Romeo y Julieta. Aunque la obra estaba en inglés -idioma que desconoce el diestro de la calle Montesa-, "Joselito" se enganchó de inmediato a la trama y, absorbido por ella, siguió con desmedida atención los avatares que escenificaban los actores hasta el punto de llegar a emocionarse con lo que estaba presenciando en la pequeña pantalla: cuando las lágrimas empezaron a saltársele (curiosamente, por asistir al drama fingido de unos actores, cuando en pocos minutos él había de jugarse la vida ante un toro), decidió que debía protagonizar algún episodio que, en su acusada sensibilidad, pudiera equiparse con la grandeza trágica de los jóvenes amantes de Verona. Fue entonces cuando determinó encerrarse en solitario frente a seis reses bravas y torear gratis en beneficio de los más necesitados. Durante la campaña de 1994 se ató los machos en setenta y siete ocasiones, demostrando que, a pesar de sus irregularidades, seguía siendo uno de los toreros predilectos de la afición. Y, siempre atento a esas gestas que ya no eran noticia en su carrera, el día 2 de mayo de 1996, con motivo de la festividad del Día de la Comunidad de Madrid, volvió a encerrarse en solitario con seis toros en Las Ventas, esta vez en un cartel goyesco cuyo pintoresco colorido añejo no estribó únicamente en la imitación de las indumentarias dieciochescas, ya que "Joselito" se decidió a animar constantemente el festejo con la mayor variedad posible de pases de capa y muleta, suertes de banderillas (él mismo llegó a tomar esos palitroques que tenía prácticamente abandonados desde su etapa novilleril) y, en general, lances vistosos del pasado (como el "salto de la garrocha", ya totalmente en desuso, que intentó realizar -con escaso acierto- su peón Manuel Ignacio Ruiz). En esta línea de deslumbrantes actuaciones seguidas de acusadas depresiones -tanto psíquicas como profesionales- se ha mantenido hasta comienzos del siglo XXI el toreo de José Miguel Arroyo Delgado, para quien siguen siendo rigurosamente válidas las atinadísimas palabras impresas hace casi diez años por el estudioso de la Tauromaquia Carlos Abella: "De todos los toreros jóvenes, es el de mayor antigüedad; de todos ellos él es también el más completo, porque torea muy de verdad con el capote, con las manos bajas, el cuerpo desmayado y muy poco engaño [...]. Con la muleta [...] torea relajado, con las muñecas muy sueltas y domina muy bien el toreo fundamental; sin ser un torero poderoso, suele instrumentar trincherazos y andar muy bien el toro. Su estatura y actitud corporal condicionan su toreo, que no está inspirado en la largura ni el poderío de los muletazos, sino en la gracia y ligereza con la que son interpretados. Torea muy airosamente por alto y conoce los secretos del toreo de adorno, aunque todo el tono general de su toreo sea la austeridad y la finura. A la hora de la verdad [...], él es el más contundente y auténtico estoqueador. Y sin embargo, los aficionados se preguntan el porqué de su irregular carácter". Fuente: http://www.mcnbiografias.com/