textos narrativos para clase

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Al comenzar el cuarto año se le ocurrió a Julio Aracil asistir a unos cursos de
enfermedades venéreas que daba un médico en el Hospital de San Juan de Dios.
Aracil invitó a Montaner y a Hurtado a que le acompañaran; unos meses
después iba a haber exámenes de alumnos internos para ingreso en el Hospital
General; pensaban presentarse los tres, y no estaba mal el ver enfermos con
frecuencia.
La visita en San Juan de Dios fue un nuevo motivo de depresión y melancolía
para Hurtado. Pensaba que por una causa o por otra el mundo le iba
presentando su cara más fea.
A los pocos días de frecuentar el hospital, Andrés se inclinaba a creer que el
pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática. El mundo le
parecía una mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente constituía una
desgracia, y sólo la felicidad podía venir de la inconsciencia y de la locura.
Lamela, sin pensarlo, viviendo con sus ilusiones, tomaba las proporciones de un
sabio.
Aracil, Montaner y Hurtado visitaron una sala de mujeres de San Juan de Dios.
Para un hombre excitado e inquieto como Andrés, el espectáculo tenía que ser
deprimente. Las enfermas eran de lo más caído y miserable. Ver tanta
desdichada sin hogar, abandonada, en una sala negra, en un estercolero
humano; comprobar y evidenciar la podredumbre que envenena la vida sexual,
le hizo a Andrés una angustiosa impresión.
El hospital aquel, ya derruido por fortuna, era un edificio inmundo, sucio, mal
oliente; las ventanas de las salas daban a la calle de Atocha y tenían, además de
las rejas, unas alambreras para que las mujeres recluidas no se asomaran y
escandalizaran. De este modo no entraba allí el sol ni el aire.
PÍO BAROJA. El árbol de la ciencia
El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los
antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de
la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de
averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que es
necesaria para la vida. ¿Se ríe usted?
—Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está dicho nada
menos que en la Biblia.
—¡Bah!
—Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos
árboles, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de
la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la
inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era; probablemente sería
mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo Dios a Adán?
—No recuerdo; la verdad.
—Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del
jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal,
porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente,
añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas,
revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia,
porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es
un consejo admirable?
PÍO BAROJA. El árbol de la ciencia
En el pueblo, la tienda de objetos de escritorio, era al mismo tiempo librería y
centro de suscripciones. Andrés iba a ella a comprar papel y algunos periódicos.
Un día le chocó ver que el librero tenía quince a veinte tomos con una cubierta
en donde aparecía una mujer desnuda. Eran de estas novelas a estilo francés;
novelas pornográficas, torpes, con cierto barniz psicológico hechas para uso de
militares, estudiantes y gente de poca mentalidad.
—¿Es que eso se vende? —le preguntó Andrés al librero.
—Sí; es lo único que se vende.
El fenómeno parecía paradójico y sin embargo era natural. Andrés había oído a
su tío Iturrioz que en Inglaterra, en donde las costumbres eran interiormente de
una libertad extraordinaria, libros, aun los menos sospechosos de libertinaje,
estaban prohibidos, y las novelas que las señoritas francesas o españolas leían
delante de sus madres, allí se consideraban nefandas.
En Alcolea sucedía lo contrario; la vida era de una moralidad terrible; llevarse a
una mujer sin casarse con ella, era más difícil que raptar a la Giralda de Sevilla a
las doce del día; pero en cambio se leían libros pornográficos de una
pornografía grotesca por lo trascendental. Todo esto era lógico. En Londres, al
agrandarse la vida sexual por la libertad de costumbres, se achicaba la
pornografía; en Alcolea, al achicarse la vida sexual, se agrandaba la
pornografía.
—Qué paradoja ésta de la sexualidad —pensaba Andrés al ir a su casa—. En los
países donde la vida es intensamente sexual no existen motivos de lubricidad;
en cambio en aquellos pueblos como Alcolea, en donde la vida sexual era tan
mezquina y tan pobre, las alusiones eróticas a la vida del sexo estaban en todo.
Y era natural, era en el fondo un fenómeno de compensación.
PÍO BAROJA. El árbol de la ciencia
En verano sobre todo, Andrés quedaba reventado. Aquella gente de las casas de
vecindad, miserable, sucia, exasperada por el calor, se hallaba siempre
dispuesta a la cólera. El padre o la madre que veía que el niño se le moría,
necesitaba descargar en alguien su dolor, y lo descargaba en el médico. Andrés
algunas veces oía con calma las reconvenciones, pero otras veces se
encolerizaba y les decía la verdad: que eran unos miserables y unos cerdos; que
no se levantarían nunca de su postración por su incuria y su abandono. Iturrioz
tenía razón: la naturaleza no sólo hacía el esclavo, sino que le daba el espíritu de
la esclavitud.
Andrés había podido comprobar en Alcolea como en Madrid que, a medida que
el individuo sube, los medios que tiene de burlar las leyes comunes se hacen
mayores. Andrés pudo evidenciar que la fuerza de la ley disminuye
proporcionalmente al aumento de medios del triunfador. La ley es siempre más
dura con el débil. Automáticamente pesa sobre el miserable. Es lógico que el
miserable por instinto odie la ley.
Aquellos desdichados no comprendían todavía que la solidaridad del pobre
podía acabar con el rico, y no sabían más que lamentarse estérilmente de su
estado.
PÍO BAROJA. El árbol de la ciencia
Debió de ser entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas notas
encontradas en su bolsillo el día de su segunda muerte, la real, que tuvo lugar
más tarde, cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebatado a sus
guardianes.
“¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la
guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares, adonde no llegarán como
militares victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio,
y se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con
quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de
sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor
real, que venció al ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán
considerados protagonistas de la guerra.”
Todos los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar sepultados
bajo la fiebre, bajo el hambre, bajo el asco que sentía de sí mismo, porque
haciendo acopio de la poca fuerza que aún le quedaba, arrastrándose ya, pues
ni siquiera incorporarse pudo en el último momento, se aproximó al cuerpo de
guardia lentamente, sin importarle el asombro y la repulsión que sintieron los
soldados al ver arrastrarse esos despojos.
Cuando el llanto se lo permitió, dijo:
-Soy de los vuestros.
ALBERTO MÉNDEZ. Los girasoles ciegos
PÁGINA 23
El niño ha muerto y lo llamaré Rafael, como mi padre. No he tenido calor suficiente para
mantenerlo vivo. Aprendió de su madre a morir sin aspavientos y esta mañana no ha querido
escuchar mis palabras de aliento.
(El resto de la página, con una caligrafía mucho más cuidad que lo escrito hasta el momento,
casi primorosa, repite “Rafael”, “Rafael”, “Rafael” hasta sesenta y tres veces.. La R de Rafael
siempre es una floritura vertical a la que envuelve un trazo panzudo que comienza en la
izquierda, asciende por encima y se hincha a la derecha describiendo una curva que se junta al
trazo vertical más o menos a media altura para volver a separarse de él como una falda
almidonada y desvanecerse hacia abajo en un rasgo que se pierde. Es una R inglesa y gótica al
mismo tiempo.)
PÁGINA 24
(Vuelve a repetir “Rafael”, “Rafael” hasta sesenta y dos veces.)
PÁGINA 25
(Repite Rafael con el mismo tipo de letra, pero mucho más pequeño ciento diecinueve veces.)
PÁGINA 26
(Ya no está escrita con el mismo lápiz, pues es muy probable que se terminara, sino con un
tizón apagado o algo parecido. Cuesta leerlo porque, después de escribirlo, el autor pasó la
mano por encima, como si hubiera intentado borrarlo. Creemos, pues, que hemos leído
correctamente lo escrito, que transcribimos hechas estas slavedades.)
“Infame turba de nocturnas aves”.
(NOTA DEL EDITOR: El año 1954 fui a una aldea de la provincia de Santander llamada
Caviedes. Efectivamente está colgada de la montaña y huele al mar próximo aunque desde él
no puede divisarse porque se asoma hacia el interior de un valle. Pregunté aquí y allá y supe
que el maestro, al que llamaban don Servando, fue ajusticiado por republicano en 1937 y que
su mejor alumno, que tenía una afición desmedida por la poesía, había huido con dieciséis
años, en 1937, a zona republicana para unirse al ejército que perdió la guerra. Ni sus padres,
que se llamaban Rafael y felisa, ni nadie del pueblo volvieron a saber de él. Tenía fama de loco
porque escribía y recitaba poesías. Se llamaba Eulalio ceballos Suárez. Si fue él el autor de
este cuaderno, lo escribió cuando tenía dieciocho años y creo que ésa no es edad para tanto
sufrimiento.)
ALBERTO MÉNDEZ: Los girasoles ciegos
Sabían que a las cinco de la mañana comenzarían a oírse nombres y apellidos en
el patio y que los nombrados subirían a unos camiones para ir al cementerio de
la Almudena de donde nunca volverían. Pero esos nombres eran sólo para los
de la cuarta galería, a ellos, los de la segunda, les quedaba un trámite: pasar
ante el coronel Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba
tiempo y el tiempo sólo transcurre para los que están vivos.
Sabían por el alférez capellán que no todos los condenados a muerte eran ya
fusilados. Intervenciones de familiares, recomendaciones especiales, gestos
arbitrarios de gracia, iban reduciendo el número de ejecutados a medida que
pasaban los meses. Se sabía que muchos iban de la cuarta galería a la Prisión de
Dueso, o a Ocaña o a Burgos. Por eso sólo pensaban en que pasara el tiempo,
que discurriera todo lo lenta y brutalmente que quisiera, pero que hubiera una
semana más, un día más, incluso una hora más. Seguramente ésa era la razón
por la que todos intentaban pasar desapercibidos, desleídos en el gris sucio de
las paredes de la celda colectiva.
Los primeros meses, cuando todavía el frío estaba fuera de sus huesos, había
siempre alguien que, encaramado a los barrotes de la ventana que daba al patio,
gritaba ¡Viva la República! cuando los de la cuarta, al amanecer, iban subiendo
a los camiones. Adiós, compañero, adiós, amigo. Te vengaremos. Sin embargo,
poco a poco, esos gestos se fueron apagando, se hicieron oscuros como se fue
oscureciendo el alba.
Al día siguiente Juan Senra no fue llamado a juicio. Fueron otros y ninguno
regresó.
ALBERTO MÉNDEZ. Los girasoles ciegos
Hoy pienso, Padre, que me llamó la atención algo que le distinguía de los
demás: era un niño triste pero con una serenidad extraña para su edad. En sus
juegos sin discordia, en su obediencia sin sumisión, en su interés por aprender
y su orgullo por saber, en su silencio... Quizás su infancia me recordó la mía y
quise revivir en aquel párvulo el niño que yo fui. Pensé que sería un buen
pastor en nuestra Iglesia. ¡Ay de mí!
Noté algunas otras diferencias: recuerdo que, cuando todos los alumnos en fila,
antes de salir del colegio, formaban marcialmente y entonaban el Cara al sol al
atardecer como despedida de una jornada de jubiloso aprendizaje, Lorenzo no
compartía el espíritu de Flecha que sus compañeros demostraban. Mantenía, sí,
la compostura, pero un día me acerqué a él sigilosamente por detrás y advertí
con sorpresa que mantenía el brazo en alto, movía los labios, pero no cantaba.
¡Le pedíamos amor a su Patria y nos devolvía su silencio!
Le castigué a no abandonar aquel patio si no cantaba el himno completo, pero
no cantó. Se mantuvo erguido y con el brazo en alto, aunque ni siquiera
comenzó la primera estrofa. No sé si prevaleció en mí la ira por su rebeldía o la
dicha por la oportunidad de doblegar con mi autoridad a un hijo impío de un
siglo sin fe. “¡Canta”, le ordené, “es el himno de los que quieren dar la vida por
su Patria!”
“Mi hijo no quiere morir por nadie, quiere vivir para mí”, dijo una voz suave y
melosa a mis espaldas. Me volví y era ella.
ALBERTO MÉNDEZ, Los girasoles ciegos
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana
para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un
bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz
en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de
pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre,
evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana
anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba
sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien
ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran
en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños
de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las
mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin
quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo
de cobre en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda
de bodas que se había prolongado hasta después de la media noche. Más aún:
las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta
que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco
soñoliento pero de buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que
era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del
tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante con
una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que
lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo
en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de
aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una
llovizna menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del
sueño. Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo
apostólico de María Alejandrina Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto
de las campanas tocando a rebato, porque pensé que las habían soltado en
honor del obispo.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. Crónica de una muerte anunciada
Ángela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre,
Poncio Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer
primores de oro para mantener el honor de la casa. Purísima del Carmen, su
madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para siempre. Su
aspecto manso y un tanto afligido, disimulaba muy bien el rigor de su carácter.
«Parecía una monja», recuerda Mercedes. Se consagró con tal espíritu de
sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de los hijos, que a uno se le
olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos hijas mayores se habían casado
muy tarde. Además de los gemelos, tuvieron una hija intermedia que había
muerto de fiebres crepusculares, y dos años después seguían guardándole un
luto aliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron
criados para ser hombres. Ellas habían sido educadas para casarse. Sabían
bordar en bastidor, coser a máquina, tejer encaje de bolillo, lavar y planchar,
hacer flores artificiales y dulces de fantasía, y redactar esquelas de compromiso.
A diferencia de las muchachas de la época, que habían descuidado el culto de la
muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia antigua de velar a los enfermos,
confortar a los moribundos y amortajar a los muertos. […] [La madre] pensaba
que no había hijas mejor educadas. «Son perfectas», le oía decir con frecuencia.
«Cualquier hombre sería feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.»
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada
Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas.
Contó que sus amigas la habían adiestrado para que emborrachara al esposo en
la cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más vergüenza de la que
sintiera para que él apagara la luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas
de alumbre para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con mercurio
cromo para que pudiera exhibirla al día siguiente en su patio de recién casada.
Sólo dos cosas no tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia
de bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela Vicario
llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre. «No hice nada
de lo que me dijeron —me dijo—, porque mientras más lo pensaba más me
daba cuenta de que todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a
nadie, y menos al pobre hombre que había tenido la mala suerte de casarse
conmigo.» De modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio
iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le habían malogrado
la vida. «Fue muy fácil —me dijo—, porque estaba resuelta a morir.»
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada
Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria,
dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de
golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del
amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que
habían hecho posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un
anhelo de esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir
viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había
asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a ser un cirujano
notable, no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de esperar dos
horas donde sus abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar
en la casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para
alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen
y sin embargo no lo hicieron, se consolaron con el pretexto de que los asuntos
de honor son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del
drama. «La honra es el amor», le oía decir a mi madre. Hortensia Baute, cuya
única participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos que todavía no
lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación que cayó en una crisis de
penitencia, y un día no pudo soportarla más y se echó desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente
de fronteras que la prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la
comadrona que había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un espasmo
de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta el día de su muerte necesitó una
sonda para orinar. Don Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta,
que era un prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó por última vez para
ver cómo desguazaban a Santiago Nasar contra la puerta cerrada de su propia
casa, y no sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero había cerrado esa puerta
en el último instante, pero se liberó a tiempo de la culpa. «La cerré porque
Divina Flor me juró que había visto entrar a mi hijo -me contó-, y no era cierto.»
Por el contrario, nunca se perdonó el haber confundido el augurio magnífico de
los árboles con el infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre
de su tiempo de masticar semillas de cardamina.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. Crónica de una muerte anunciada
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