DE LA AUSENCIA EN LA SENDA ESPIRITUAL Es verdad que me siento cada día más lejano del ámbito del filosofar que ha sido durante mucho tiempo topos clave de mi quehacer y fuente del sustento familiar. Sin embargo, sigue vivo en mí el querer entender lo que pasa, lo que es, lo que soy, lo que pasa en mí, una especie de querencia que no muere aunque la vereda ya no esté. Me pesa mucho, cada día más el leer filosofía, el acompañar procesos de aprendizaje relacionados con la filosofía, el generar textos que pudieran ser considerados de carácter filosófico. Pero puedo aun ―con relativa habilidad y claridad― realizar análisis de diversos tipos que pueden considerarse propios del ámbito de las ciencias sociales o las humanidades y, en algunos casos, explorar temas de carácter existencial y, más concretamente, de carácter espiritual en cuanto que tienen que ver con las profundidades de mi ser y de mi devenir, del ser y del devenir. En este orden de cosas, hace días que he sentido el impulso de explorar una etapa o periodo de mi devenir (y, con él del devenir espiritual) que vengo experimentando hace tiempo, sin ser capaz de precisar cuándo comenzó. ¿Qué es lo que caracteriza esta etapa o periodo que forma parte de un proceso más amplio con antes y después? Para precisar el carácter de la etapa o período (etapa sería un componente amplio del proceso total, mientras periodo sería un componente de una etapa, por lo que el proceso se dividiría en etapas y periodos a la manera como lo hace Enrique Dussel en su periodización de la historia) parece conveniente hablar del proceso o de la senda completa. A este respecto, me remito a la división o periodización del camino, senda, proceso o subida espiritual que, siguiendo a algunos de los grandes teóricos de la espiritualidad en el seno del cristianismo, ha plasmado San Juan de la Cruz en el Cántico de Amor B. En esa obra el Pequeño Séneca hace toda una reordenación significativa de las canciones comentadas en el Cántico de Amor A, a la vez 2 que añade una y divide el proceso espiritual cuya meta es la transformación del alma en su Dios en cinco momentos: purificativo o meditativo; contemplativo o iluminativo, de desposorio espiritual, de matrimonio espiritual y de vida eterna. Hablo de cinco momentos porque considero que San Juan de la Cruz conserva los tres momentos clásicos del proceso espiritual, a saber, purificativo, iluminativo y unitivo pero reconociendo, primero dos y después tres momentos que conforman el momento unitivo, por lo que se podría decir que en la concepción de San Juan de la Cruz el proceso espiritual tiene tres etapas básicas y que en la tercera de ellas hay tres periodos. Desde esta perspectiva, que es la que asumo en esta exploración reflexiva, el momento al que me refiero podría ser considerado como un subperiodo que forma parte del periodo que va del momento en que se da el desposorio espiritual o el compromiso entre los amantes y el momento del matrimonio. Dicho lo anterior, es posible ahora intentar caracterizar este momento. Se trata de un momento de un proceso que presupone de la parte humana el haber concluido las dos primeras etapas ―la purificativa y la meditativa― satisfactoriamente, lo que le hace elegible para un compromiso con su Dios, con ese Dios que ha llegado a ser el único anhelo de su ser, al grado que como fruto final de esa etapa se ha firmado un compromiso entre ambas partes, la humana y la divina, para unirse en matrimonio, para hacerse uno en un futuro no especificado. Por ello, este momento o subperiodo se caracteriza fundamentalmente, desde el punto de vista humano, por la ausencia de la parte divina en la experiencia cotidiana, o al menos, de la experiencia de su presencia. Quien se comprometió conmigo, no está, no aparece. Se ha ido, ha huido, se ha escondido. Esta situación trae consigo incertidumbre, duda, temor, enojo. Y de ella brotan interrogantes, lamentos, quejas, reproches… 3 ¿Volverá? ¿Habrá boda? ¿Será que no supe corresponder a sus amores? ¿Me quedaré vestid@ y alborotad@? Son algunos de los interrogantes que surgen. En cuanto a las quejas y reproches parecen ser más propios de un compromiso entre seres humanos pero hacen acto de presencia también en este contexto del desposorio entre los humanos y su Dios o, por decirlo en término heideggerianos y hölderlinianos, entre los humanos y los divinos, entre un ser humano con un alma predominantemente varonil o con un alma predominantemente femenil y lo femenino o masculino de Dios. Los lamentos están presentes, ni duda, con queja o sin ella, con reproches o sin ellos, porque, en verdad, la situación es lamentable, dramática y, eventualmente, trágica en caso de no haya retorno de parte de Dios y, por consiguiente, que no haya boda, por la razón ―o sin razón― que fuere. Es verdad que en esa larga senda o proceso que va de la insatisfacción con toda criatura ―incluidos los humanos y, sobre todo las humanas que constituyen el culmen de la creación― al anhelo de divinidad hay experiencias semejantes, previas y posteriores, pero distintas de esta. Las previas porque se trata de un anhelo de presencia de alguien que nunca antes se ha hecho presente de esa manera; las posteriores porque se trata ya no de ausencia sino de anhelo de presencia total y adecuada que solo es posible después de la muerte. Lo específico, pues, de esta experiencia parece ser la ausencia de quien se hizo ya presente, se comprometió contigo y te comprometió con él y que se fue, huyó, se escondió; es más, que no solo se fue, sino que lo hizo sin previo aviso, sin haberse reportado nunca más hasta un momento dado, sembrando con ello una duda razonable y angustiante en torno al cumplimiento de su compromiso, sin serte posible, por otro lado amar a alguien más, no solo por el compromiso contraído, sino porque el corazón le ha sido robado o ha sido entregado. A diferencia de los compromisos humanos, en estos compromisos teándricos, es decir entre Dios y los humanos, se podría suponer que el Dios siempre fiel habrá de volver en su momento para cumplir la palabra empeñada; 4 que en algún momento dará señales de vida y de que sigue comprometido con su prometid@. Sin embargo, siempre cabe la duda por parte de los humanos porque nada pueden ellos exigir, porque en caso de no volver, de no hacerse la boda, los motivos no provendrán de parte de Dios, sino de la parte humana… Ahora bien, incluso en el supuesto de que Dios solo se comprometería para un matrimonio cuando su contraparte le ha robado el corazón por la belleza y fidelidad que ha alcanzado, eso no obsta para que la parte humana a la que se le prometió como espos@ no tenga ninguna certeza y que no adolezca, pene y muera por causa de la ausencia y de la duda… En este contexto adquieren su sentido canciones como las que me han hecho compañía en esta soledad de los meses recientes, entre las que menciono Un siglo de ausencia, Lamento borincano, Golpes en el Corazón, La mesa del rincón y hasta El siete mares y El andariego, por aquello del cambio que se opera tras ese encuentro que me cambia, que transforma, que inhabilita para volver a amar a alguien de carne y hueso… En el ámbito de la Palabra, las principales resonancias provienen de la experiencia del exilio babilónico: “¿Cómo cantar al Señor en tierra extraña?; del pasaje de María Magdalena que se entristece al ver que se han llevado a su Señor del sepulcro al que había ido para proceder a embalsamarlo. En el plano personal, la insatisfacción con los entornos laborales y la búsqueda inútil y frustrante de compensaciones y sustituciones conforman el estar. Como parte de esta exploración, voy a intentar hacer lo que pensaba hacer previamente, pero que ahora puedo hacer con ciertas luces: explorar las referencias a ausencias en el Cántico de Amor B, las específicas del periodo en que se centran estas letras, las previas y las posterias si es que todavía tienen caracteres de ausencia o si lo tienen simplemente de anhelo de plenitud: “acaba ya, si quieres…”. En el número 3 de la Declaración de la Canción 22 del Cántico Espiritual B, en el que San Juan de la Cruz hace mención de los momentos del proceso espiritual señala que las canciones previas a la que comienza “Mil gracias 5 derramando”, es decir, a la canción 3, se refieren a la etapa purgativa, purificativa o meditativa, a la etapa de los principiantes; que la etapa contemplativa o de avanzados abarca las canciones que van desde la tercera hasta la previa a aquella que comienza con “Apártalos, Amado…”, es decir, hasta la canción 13 y que a partir de la 14 y hasta la 21 abarcan el periodo del desposorio espiritual que, de acuerdo con la división previamente explicitada, sería el primer periodo de la etapa unitiva. Me llama la atención que las estrofas que contienen expresiones relacionadas o relacionables con ausencias, exilios, extranjerías, soledades, nostalgias, quejas, lamentos y reproches corresponden a las dos primeras etapas del camino espiritual, a la purificativa o de principiantes y a la contemplativa o de avanzados y que no se hagan presentes ya en la unitiva, sea en el periodo del desposorio, sea del matrimonio, sea de la vida eterna. Al respecto, caben, al menos, dos hipótesis: o la experiencia de ausencia como la que estoy experimentando corresponde a una etapa previa o, en algunos casos, la experiencia de la ausencia se puede presentar en periodos posteriores, al menos, durante el periodo del desposorio. Personalmente, me inclino por la segunda hipótesis, sin poder excluir que la experiencia que estoy viviendo corresponda a un encuentro previo, propio de principiantes más que de avanzados. Ahora bien, me inclino por esa hipótesis porque en su momento, fueron las canciones referidas por San Juan de la Cruz a la etapa del desposorio las que iluminaron las experiencias de los años recientes (2007-2010) por lo que consideré la experiencia como experiencia desponsorial o de compromiso definitivo y excluyente de alguien más. Dicho lo anterior, me doy a la tarea de explorar esas estrofas… De acuerdo con las primeras canciones, se dio un encuentro entre el alma y su Amado que deja al alma herida, adoleciendo, penando, muriendo, con gemido. Tras este encuentro, el Amado se ha escondido, ha huido, por lo que el alma sale tras Él clamando, interrogando a todo lo que encuentra, enviándole 6 mensajes sobre el estado en que se encuentra (con la finalidad de conmoverle y hacerle volver), buscándole sin que nada ni nadie le distraiga o detenga. A las interrogantes del alma las criaturas responden diciendo que la belleza que tienen es producto de su paso presuroso. El clamor lo dirige el alma al Amado ido, huido, al gran ausente. Si bien con esa canción culmina la etapa purificativa, las canciones parecen conformar una especie de todo continuo. A partir de la siguiente estrofa, irrumpe con diáfana claridad la incapacidad de las criaturas para curar su herida, su estado adolescente, penante, morente, para calmar su gemido. Son mensajeros que no saben decirle lo que quiere, que con sus referencias mil más le llagan y le dejan muriendo por lo que balbucean de él. Ante esta situación, el alma se dirige a su Amado con quejas y reproches: ya no me envíes más mensajero; ¿Por qué no sanas el corazón que heriste? ¿Por qué no tomas el robo que robaste? Y en seguida, ya sin quejas ni reproches, suplica: ¡Apaga mis enojos que ninguno basta a deshacerlos! ¡Descubre tu presencia y máteme tu vista y tu hermosura! ¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados! Y, como respuesta, el Amado se hace presente de manera que el alma casi muere y aunque se va de nuevo, no lo hace sin signar su compromiso matrimonial, dejando al alma perdidamente enamorada y pidiendo que nada impida el cumplimiento de la promesa (mutua) de amor. De ahí, hasta la canción 22, la del encuentro nupcial ya no hay quejas, ya no hay reproches, ya no hay lamentos, ni siquiera súplicas dirigidas al amado, más bien piropos para el Amado y exhortaciones para que los malos espíritus se marchen y los buenos acompañen y aceleren el caminar… En casos como el mío, sin embargo, el drama parece ser el del prometido o de la prometida que se ha ido tras signar el compromiso, dejando al alma enamorada y también comprometida a ser su esposa, en soledad e incertidumbre. 7 ¿Será que cada caso es único? ¿Qué cada proceso depende de la personalidad del implicado y del contexto epocal? Creo que sí, que así es. Que por eso el caminar en tales situaciones se torna dramático. ¿Qué se puede decir en tales situaciones? Vuelve ya, si quieres… Ven a tomar el robo que robaste… Mi amor es ya solo para ti, gracias a ti; todo mi ser, todavía no lo es, lo sé muy bien… Ya no puedo amar a nadie más, mas no se cómo amarte… En tales condiciones ya no se trata tanto de que nada ni nadie sepa decirme lo que quiero, sino de experimentar la pérdida del ganado que antes seguía, el ya no me dejarse ver en el ejido y que, a pesar de ello, no está presente, ni has sido reparado como tu madre, Aminabad todavía se aparece, con frecuencia, por aquí y por allá, el cierzo sigue soplando y el austro no; las ninfas de Judea tocan y tocan tus umbrales de noche y de día… Se trata de un subperiodo o momento en que falta tanto que parece faltar todo… en que parece que nada se hubiese logrado aún, que se estuviera en los principios o, incluso que ese proceso habría sido fallido, que habría sido abortado sin ser posible ya ni volver atrás, ni avanzar… Que no habrá retorno ni boda. Esto y mucho más constituye este momento, este subperiodo cuyo carácter central es la ausencia tras la presencia desposorial… un momento tan cercano y tan lejano tanto del punto de partida como del eventual punto de llegada. Un momento que, en cada caso adquiere rasgos singulares por ser un proceso semejante a todos, pero único e irrepetible… Particularmente dramático cuando el proceso no respeta las etapas y periodos que podrían considerarse normales; cuando el proceso avanza 8 dejando asuntos pendientes que en las etapas o periodos subsiguientes hacen más penoso y doloroso el caminar. Para concluir, aquel pasaje que Don Quijote sintió que estaba dirigida a él y que para él significaba que nunca más vería a su amada Dulcinea del Toboso, tal como sucedería; pasaje que bien puede aplicarse a lo que se experimenta en ese momento del caminar, en ese momento del proceso espiritual como temor de que no volverle a ver nunca más, de que no vuelva, de que la promesa no se cumpla o, si no se tratase de esta etapa sino de una previa que no implica promesa, simplemente como temor de no volverle a ver nunca más, de que nunca vuelva a aparecer por la campiña, de que nunca te bese con los besos de su boca como rezan las palabras iniciales del Cantar de los Cantares. ― No te canses Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida. Oyólo don Quijote y dijo a Sancho: ― ¿No adviertes, amigo, lo que aquel muchacho ha dicho: “no las has de ver en todos los días de tu vida? ― Pues bien, ¿qué importa ―respondió Sancho― que haya dicho ese muchacho? ― ¿Qué? ―replicó don Quijote―. ¿No ves tú que, aplicando aquella palabra a mi intención, quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea? ¿Será el caso? Espero y amo que no… Desde este momento de la senda, de la subida, del proceso solo surgen expresiones que del anhelo del retorno, del regreso: ¡Vuelve! ¡Vuelve pronto! ¡Regresa! Que adolezco… peno… muero…