A una transeúnte La calle atronadora aullaba en torno mío. Alta, esbelta, enlutada, con un dolor majestuoso una dama pasó, recogiendo con mano fastuosa las oscilantes vueltas de sus velos, ligera y distinguida, con piernas de estatua. De súbito bebí, crispado como un loco, de su mirada lívida, donde germina el huracán, la dulzura fascinante y el placer que aniquila. ¡Un relámpago… después la noche! Fugitiva belleza cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer. ¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás? ¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca! Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta, ¡tú a quien yo hubiese amado; oh tú, que lo sabías! Charles Baudelaire, Las flores del mal, 1857.