relato sincero de una pared enamorada

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Rafael Fernández
RELATO SINCERO
DE UNA PARED
ENAMORADA
Mi Cabeza Editorial
1
Desde el primer instante en que la vi, quedé de piedra.
Tan solo una rápida mirada sobre la fragilidad de aquella
figura demostraba, de forma definitiva, la existencia de la
tan buscada belleza absoluta, viviendo capturada, pero rebosante de salud y gracia en cada pedazo de su celestial cuerpo
de mujer. Eran miles los detalles, como el viento suave y
apacible que envolvía sus delicados movimientos; su salvaje
pelo prieto, guardado y archivado en un elegante rodete; sus
preciosos ojos negros, fabricados con la inmensidad de un
lejano océano lleno de corales y verdades que brillaban en
su oscuridad, suaves y sinceros; la blanca palidez que caía
sobre sus mejillas, pauta de todo lo inocente... y un ilimitado
sin fin de virtudes, un suma y sigue que haría creer al más
escéptico de los ateos en la grandeza del poder infinito de
Dios. Y de su buen gusto.
La contemplación continuada de tanta belleza, provocó
una hecatombe en toda la materia que me constituía. Hizo
que mi cemento hirviese, que mi plomo gritase, que mi cal
chirriase, que todos mis elementos me empujasen a revolverme frenéticamente para calmar la ilimitada excitación que su
presencia me ocasionaba: ¡Saltar!, ¡Brincar!, ¡Cerveza!, pero
luché con mis instintos y callé los gritos. Sabía que un solo
paso hacía mi admirada desencadenaría el derrumbamiento
de la vivienda donde nos encontrábamos.
Así que mantuve el aliento, emocionado mientras la chica
paseaba por la salita, escuchando el vivaracho e interminable
parloteo de la agente de la inmobiliaria. Era injusto, pero esta
mujer al lado de tan descomunal belleza parecía una grotesca caricatura de la especie humana, una broma de mal gusto,
un horror. Entre tanto, bastaba mirar a los transparentes ojos
de la muchacha para advertir su sentimiento de indiferencia
por la casa. Y ese afecto habría continuado palpitante si a la
empleada no llega a ocurrírsele la feliz idea de mostrar una
pequeña ventanita de la estancia.
Yo presentía, pues lo soñaba muy a menudo, que la vista
que enseñaba esa ventanita había sido encantada por un
mago de barba blanca hace tres mil millones de años; que
por allí el cielo y el mar se hacían un mismo azul; que si se
miraba mucho al infinito se podían observar otros mundos
con sus habitantes; que en la noche, las estrellas entonaban
canciones tristes para ver a la luna bailar desnuda y que sólo
el sol -al despertarse muy temprano- conseguía poner algo
de orden en semejante caos, antes que la humanidad se despertara y se volviera loca. Solamente que yo, desde mi eterna
posición, debía de contentarme con la vista de un minúsculo
cachito de cielo y una ventana por la que, en ocasiones, se
asomaba un tipo sin camisa fumando cigarrillos en tono
melancólico. Él era toda mi distracción ahora, al estar en la
vivienda deshabitada, pero en el momento que la joven dejó
de contemplar la vista pude escuchar, con gran alborozo por
mi parte, cómo le decía a la perseverante empleada que por
favor se callara, que si lo hacía, juraba quedarse con la casa.
Instantáneamente sentí a las gozosas cosquillas de la felicidad inundar mis sustancias. ¡La casa tenía nueva dueña!...
y mi corazón a la más bella de las reinas.
2
El ansiado día en que volví a verla, fue acompañada de
los hombres de la mudanza que, además de tirarle los tejos
de forma continuada, traían sus escasas cajas y muebles. Lo
subieron todo en menos de media hora y luego, ella tardó
mucho más tiempo en darle calabazas a uno de aquéllos que
en tener la casa lista.
La sencillez con que se nos decoró quitó un peso de encima a todas las paredes. Aún perduraba el recuerdo de los
anteriores propietarios -los Fernández- que habían sobrecargado demasiado ostentosamente cada una de nosotras. A mí,
y sin ser una de las paredes más visibles de la casa, me vistieron con cuatro pesados lienzos de 30x20, incrustaron una
lámpara bañada en bronce y me provocaron una profunda
abolladura con la dura mesita del televisor. Además, vivíamos bajo la permanente amenaza de su hijo menor, Vicente
que, como cavernícola del Paleolítico Superior, pintaba aspectos rupestres sobre nosotras. Nunca lo había pasado tan
mal, aunque sé que no debo quejarme. Peor hubiera sido que
me tocara ser una pared del cuarto de baño, las cuales, por
norma general, son totalmente tapadas con crueles azulejos
que imposibilitan la visión y, en algunos casos y dependiendo del grosor, les pueden provocar la muerte por asfixia.
Sin embargo, el presente era muy diferente. No había nada
que delatase la presencia de un atisbo de negrura o muerte
en nuestra casa. Pronto me di cuenta que todo lo que oliera
a ello se avergonzaba de sus propósitos, un segundo después de encontrarse con la nueva propietaria. Así y durante
aquellos días, vi a la vejez pusilánime ante la entrada de la
vivienda, gritando y llorando, implorando al cielo o a quien
pudiera darle otra misión que tocar aquella joven con su
manto senil, que ya llevaba más de un año y ocho meses de
retraso intentando rozarla sin atreverse a provocar un simple quiebro en tanta belleza, y que si alguien no hacía algo
pronto, esa chica se vería a los setenta años con el mismo
rostro que a los veintitrés. También la muerte aparecía por
la casa, triste y solitaria. Se hundía en el sofá de la salita y
nos contaba, angustiada, su esperanza de que aquí a la época
en que mandasen tocarla, le dieran por fin aquel empleo de
camarero en el restaurante de un tío suyo, que prefería cobrar mucho menos de la mitad de la mitad, que poner punto
y final a lo que Dios había creado con tanto esmero. Y el
mismísimo Dios se daba cuenta cada noche, contemplándola
desde su habitación, que se había pasado, que una cosa era
crear miles de universos con sus galaxias y misterios, y otra
bien distinta a una mujer como aquella.
En medio de todo este desequilibrio cósmico, fui perdiendo la cordura y, a veces, hasta el sentido del tiempo. Me pasaba horas y horas observándola ensimismado, encerrado en
lo que me hacía pared. Su simpatía, su sonrisa, un bostezo,
su cuerpo tendido en el sillón, un movimiento impensado,
o simplemente su forma de sorber el café con leche, hacían
de mí la pared más feliz del mundo. Desde mí ahora privilegiado lugar la veía venir, entrar, salir. Era cómplice de sus
pequeñas vesanias y de sus tiernos momentos, como cuando
una sola canción -nuestra canción- conseguía, sin demasiados esfuerzos, la lágrima que colmaba su pozo de ternura,
para hacerla pasear despreocupadamente en un digno desfile
de su mejilla a la barbilla, donde se despedía silenciosa y
caía, resignada, al vacío.
Eran tiempos felices, momentos sinceros que iluminaban
la casa, haciendo sentir a todo aquello que los seres humanos
creen, con su inmensa ignorancia, carente de vida.
3
El indeseado instante en que comencé a sospechar que
algo iba a ocurrir, fue al observar una sonrisa de cierta tonalidad extraña en el rostro de mi amada. Ella era una chica
simpática, siempre con gestos alegres, pero existía un matiz
en esa sonrisa que me producía mala espina. Pregunté a las
paredes del dormitorio por tal conducta, y sólo pudieron asegurar que aquella actitud de su faz era inalterable; tanto, que
se le sostenía imborrable hasta sumida en profundos sueños.
Al tiempo, la chica dejó de pasar las tardes en casa, estudiando o viendo la televisión, para desaparecer y volver a
aparecer luego, a las tres o a las cuatro de la madrugada, con
su sonrisa permanente, canturreando y como si no hubiera
pasado nada. Eché en falta la figura de una madre que le preguntara sobre dónde había estado toda la noche. El enigma,
cada vez mayor, crecía en progresión con mi angustia.
Fue la pared que sostenía el teléfono la que supo dar un
nombre y una respuesta fatídica a mis preguntas: Jorge, su
novio.
Los celos me sacudieron por la tarde, y por la noche me
reí de mí mismo, entre sollozos. Me maldecía por haberme
enamorado de aquella chica, por pensar que todo seguiría
igual, que ella reprimiría su naturaleza, que no fuera humana; de haber creído en toda una vida a su lado y por no haber
caído en la lógica observación de que yo no era más que una
simple pared, siempre quieta y muda. Lloré y lloré, pero mi
sufrimiento no hizo más que comenzar.
En la madrugada, no volvió sola. Oí unos pasos sigilosos
y cómo una llave se introducía en la cerradura casi sin hacer ruido. Luego, una voz de hombre y la risa de mí amada
entraron en la salita. Ella me tocó bruscamente, buscando el
interruptor, y al fin pude ver al provocador de sonrisas im-
borrables. Era un chico moreno, alto, de pelo engominado,
con una llamativa camisa bajo una reluciente chaqueta de
cuero negro. Su tez era rosada y me recordó la de un cerdo.
Simplemente no sabía lo que podía ver en él. Se abrazaron y
cayeron sobre el sillón, en tanto las manos de él la tocaban y
su boca la besaba. Ella devolvía sus besos y recibía sus caricias con jadeos. ¿Lo harían allí? ¿Delante de mí? No podría
soportarlo. De repente, ella paró y pulsó el mando a distancia del aparato de música. Sonó un “clic” y escapó nuestra
canción. Él sonrió y le quitó el traje; mi amada mostraba su
cuerpo en ropa interior. Mis lágrimas eran tan amargas que
provocaban surcos en mi superficie. Él la siguió besando,
mientras era ella ahora quién le quitaba la ropa, y lo acariciaba, presa del deseo.
Entonces, de forma inesperada y brusca, lo apartó. Mi
admirada se incorporó y me miró fijamente. También yo la
miraba con fijeza.
—¿Qué ocurre?—le preguntó Jorge.
—Vas a pensar que estoy loca —contestó ella— pero a
veces creo que esa pared me está mirando.
Él calló un momento, sin saber que decir; y luego, al recordar a que había venido, la abrazó. Las piernas de ella le
rodearon la cintura y lo recibió, apasionada, en su interior.
Yo, sin fuerzas ya para soportar aquello, me giré lo justo.
Lo justo para derrumbar el edificio.
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