Homilía en el 425 aniversario de la Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración Convento de Santo Domingo de Jerez de la Frontera (15 de junio de 2013) R.P. Prior de esta Casa que nos acoge; sacerdotes; religiosos/as; Director Espiritual de la Hdad. del Stmo. Cristo de la Expiración; Excma. Sra. Alcaldesa y Corporación Municipal; Ilmas. Autoridades civiles y militares; Delegado Episcopal de Hermandades y Cofradías, Presidente y miembros de la Junta de Hermandades y Cofradías, Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Pontificia y Real Archicofradía del Stmo. Cristo de la Expiración, María Stma. del Valle Coronada, San Juan Evangelista y San Pedro González Telmo. Queridos todos en el Señor. La celebración de los 425 años de presencia en Jerez de esta Cofradía es motivo suficiente para dar gracias a Dios por sus dones, su amor, su misericordia y su providencia sobre cada uno de los hermanos, que han vivido y viven su fe y su pertenencia a la Iglesia en esta Cofradía. 425 años son también ocasión para agradecer a los miembros de la Hermandad de todos estos siglos, con sus Hermanos Mayores a la cabeza, acompañados de sus respectivas Juntas, todo el esfuerzo realizado, todas las ilusiones puestas y todos los proyectos soñados. Juntos habéis mantenido una obra más de cuatro veces centenaria, que ha ayudado a muchos fieles a encontrarse con Jesucristo. Durante más de cuatro siglos son muchos los corazones tendidos ante este Rey divino. Son muchas las ofrendas y peticiones que se han realizado en la Ermita de San Telmo y en las calles de Jerez. Podemos decir que a lo largo de todos estos años la vida y la muerte de miles de hombres y mujeres han estado asociadas al misterio de Cristo. Y son muchos los que han aprendido contemplándolo y celebrando sus cultos que no es importante el vivir o el morir, sino el vivir en Cristo o el morir en Cristo; el tener los mismos sentimientos de Cristo. Ojalá podamos decir con todo gozo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal, 2, 20). Ese debería ser el objetivo último y principal de todo cofrade del Cristo. Y hoy teniendo presente la historia de nuestra Hermandad como bien evoca el hecho de la celebración de este Pontifical en este convento de Santo Domingo me gustaría invitaros a vivir la experiencia del centurión. Sus palabras ante la muerte de Cristo fueron, como hemos escuchado en el Evangelio, “Realmente este hombre era Hijo de Dios (Mc 15, 39). Esa fue su profesión de fe al ver cómo había expirado Jesús en la Cruz. También nosotros estamos hoy, como él, frente a esta bendita imagen del Cristo de la Expiración que nos invita a profundizar, o mejor a contemplar, al Crucificado con los ojos del centurión. Lo primero que nos admira es que no ha reconocido a Jesús haciendo milagros, ni escuchando sus palabras, sino al VERLO EXPIRAR DE AQUEL MODO. Un modo distinto a todos los ajusticiados de cuya muerte él había sido testigo. Pero no sólo eso, sino que parece ver en el momento de la expiración un acto de amor que sólo Dios podía cumplir. Entendió que dentro de la historia de las relaciones humanas, había acontecido algo totalmente nuevo que sólo podía tener su origen en Dios. El Hijo de Dios había venido a vivir nuestra muerte y nuestra vida para llenarlas de sentido a partir de aquel acontecimiento de la Cruz. El centurión entendió que aquella muerte había introducido en el mundo la verdadera vida. Nosotros contemplando nuestro Cristo entendemos que aquella muerte no fue un fracaso, sino un triunfo. El fin ignominioso del Señor parecía ser el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y la vida. Sin embargo, no fue así. En el Gólgota se erguía la Cruz, de la que colgaba 1 un hombre ya muerto, pero aquel Hombre era el Hijo de Dios. Con su muerte Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes (Benedicto XVI). AHÍ RADICA LA FUERZA DE ESA BENDITA IMAGEN. Su expiración se ha convertido en nuestra victoria y con su gracia, con su espíritu podemos desafiar al mal representado en la muerte. Por eso con el centurión miramos al que traspasaron; miramos al Crucificado para poder con Pablo entrar en el misterio de la Cruz y afirmar con él que la Cruz es escándalo para los judíos necedad para los griegos más para nosotros fuerza del amor de Dios. Amor de Dios que brilla en esa Cruz de plata que es un auténtico retablo en el que se nos muestra al Señor de San Telmo, que nos habla de un Dios rico en misericordia y del misterio de la iniquidad del hombre. Ni qué decir tiene que la contemplación del Cristo con su mirada desafiante, seductora y compasiva nos habla de Dios. De un Dios que ha decidido compartir nuestra condición humana hasta el límite de compartir nuestro sufrimiento y muerte. En esta Cruz Dios nos dice: contigo llego, hasta la muerte del pecador para que tú conmigo puedas conocer la salvación y la vida. Cristo ha abierto el camino de retorno al Padre. Dios se ha donado para poder atravesar con nosotros el tempestuoso mar de la existencia y hacer así la travesía más segura. La Expiración de nuestro Señor se ha convertido en la suprema manifestación del amor que se dona. Pero Cristo nos habla también del misterio del hombre y del misterio de la iniquidad. ¿Quién es el hombre? Personas capaces de pecar, capaces de vivir la enemistad con Dios, manifestada en la soledad de tantos jóvenes encerrados en el más radical individualismo, las desilusiones del más puro materialismo, las violencias, las guerras y el terrorismo que aniquila la vida de tantos inocentes. Pero a la vez a la pregunta -de ¿quién es el hombre?- encontramos en la mirada del Cristo otra respuesta: UN PECADOR PERDONADO. Es del perdón que Él ha derramado en la Cruz de donde puede venir la fuerza para que brote la grandeza del hombre. Es Él quien nos ilumina con su luz y nos alienta a seguir luchando y defendiendo, ante las amenazas de hoy, las bases morales en las que reposan nuestras sociedades y naciones de raíces cristianas: la afirmación de la dignidad inviolable de todo ser humano desde su concepción hasta su muerte natural; la integridad de los derechos fundamentales que le son inherentes y la comprensión solidaria del bien común. Es Él quien nos invita y nos llama a hacer crecer un amor compasivo con todos los que sufren; un amor suplicante para que ablande los corazones de todos los hombres endurecidos por el odio, la violencia, la intolerancia y la mentira; una amor esperanzado en la posibilidad de que crezcan jóvenes pensantes y defensores de la verdad y la paz. Por último en esta celebración tenemos que contemplar a María Santísima del Valle coronada y tomar conciencia también de un don particular y precioso que Cristo crucificado nos ha hecho: el don de su Madre y como a San Juan nos la entrega para que la acojamos en nuestra casa. Acoger a María en nuestra casa significa acogerla en el corazón de nuestra propia existencia; dejarle un espacio a María para que sea una presencia constante. Es pedirle que nos enseñe a estar frente a su Hijo para que lo conozcamos más profundamente. Acoger a María es sentir como Ella y ser testigo de que es posible vivir una relación con los otros en la verdad y en justicia, esto es, en la paz, desafiando el odio y la violencia. Acoger a María es mirar a Cristo porque Él es nuestra paz. Es descubrir que nuestro destino final no es la muerte eterna y por eso podemos rezarte hoy Cristo de la Expiración: “NOSOTROS TE ADORAMOS, O CRISTO, PORQUE CON TU SANTA EXPIRACIÓN HAS REDIMIDO EL MUNDO”. AMEN. + José Mazuelos Pérez Obispo de Asidonia-Jerez 2