PRONUNCIAMIENTO TRANSFORMADO EN GUERRA CIVIL En la noche del 17 de julio de 1936, cuando empezó a circular en Madrid la noticia del alzamiento militar en África, aquellos elementos que esperaban que la solución de los problemas existente en el país se arreglarían mediante un golpe militar, se expresaban más o menos así. «Esta incertidumbre durará ocho horas, las necesarias para que Sanjurjo se plante en Madrid...» En cambio, aquellos que acostumbraban dejarse llevar por el pesimismo opinaban de esta manera. «Tendremos 72 horas malas, las necesarias para que los militares se apoderen de los resortes de poder.» Sin embargo, las cosas siguieron un rumbo que nadie pudo imaginarse en la tarde del 17 de Julio, cuando un grupo de oficiales iniciaron en Tetuán lo que estaban convencidos que sería un golpe militar con más o menos complicaciones. La primera de éstas, y probablemente la principal, fue el fracaso de los Jefes de la Marina en su intento de sumarse al alzamiento; las fuerzas africanistas, por falta de transporte marítimo, quedaron aisladas en Marruecos, con lo cual no pudo Yagüe enviar los dos cuerpos expedicionarios que Mola ordenó que desembarcaran en Málaga y Algeciras. Al fracaso de la Marina se agregó la derrota del general Goded en su intento de apoderarse de Barcelona a las siete de la tarde del domingo, 19 de Julio, a petición del presidente Companys, ante quien compareció Goded, caído prisionero, el general habló por radio y declaró: «La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero, por tanto desligo de su compromiso conmigo a aquellos que me seguían.» Estas palabras fueron difundidas por altavoces a los oficiales y falangistas que resistían aún, en la mañana del lunes 20 de julio, en el cuartel madrileño de la Montaña; unas banderas blancas señalaron que se acercaba el final, que fue trágico, pues algunas ametralladoras de los defensores continuaron disparando y los asaltantes enfurecidos no respetaron la Vida de nadie. En el cuartel de la Montaña había almacenados 50 000 fusiles y gran cantidad de municiones; una parte de este armamento pasó, sin ninguna clase de control oficial, a manos de las organizaciones obreras y de aquellos elementos que surgen a la vida pública, sin saberse de dónde proceden, cuando se desmorona por completo el Imperio de la ley. Tanto en Madrid como en Barcelona, los moradores que habitaban en el cinturón de ambas ciudades, utilizaron las armas para adueñarse de los centros de estas poblaciones y dejaron percibir su fuerza bruta empezando con la quema, de los templos y los conventos. Algunos burgueses pensaron que asistían a una invasión de pobres y hambrientos; otros criticaron a los gobernantes republicanos que no se ocuparon de mejorar la situación de los desvalidos y nada hicieron para empujar al país por el camino de la evolución y el progreso. La situación caótica que se conocía en España el lunes, 20 de julio, y que podía considerarse bien como el inicio de una guerra civil, la había previsto Azaña en la noche del 17 al 18, cuando en la mañana del vienes confió, en sus funciones de presidente de la República, a Martínez Barrio, presidente del Congreso, la misión de formar un gobierno que sustituiría al de Casares Quiroga, que había renunciado al quedar con los nervios deshechos al enterarse del alzamiento de Tetuán. Diego Martínez Barrio no era de la clase de políticos que se lo jugaban todo a una carta; como jefe de la masonería española poseía el difícil arte de salvar lo que se podía, que en este caso se trataba de evitar la guerra civil, que desgraciadamente facilitaría a los españoles la posibilidad de cazase los unos a los otros y hacer correr ríos de sangre y lagrimas. Azaña, reunido con Martínez Barrio, Prieto, Largo Caballero, Sánchez Román y alguno más, discutió cuál era el camino que se debía seguir: pacto o lucha. Se eligió, de momento, llevar a cabo un intento de mediación, o sea procurar formar un gobierno con posibilidades de pactar con los militares sublevados. Martínez Barrio, que se hizo cargo de la Jefatura, confió la cartera de Guerra al general Miaja; uno y otro se dedicaron a conferenciar con un buen número de generales a fin de establecer un mapa que fijara las posiciones que ocupaban las fuerzas leales a la República y las que se habían levantado contra ella. La conversación telefónica decisiva la sostuvo Martínez Barrio con Mola, pues de ella podía salir el pacto que cortara la guerra civil que se iba extendiendo por toda la Península. Martínez Barrio le manifestó a Mola que no había otra situación que la formación de un gobierno de concentración nacional, si se quería salvar el orden público y evitar una guerra civil. Mola le replicó que sólo el Ejército podía devolver la paz y la calma al país. Martínez Barrio pidió que recapacitara el general, y como prueba de la voluntad de colaboración le ofreció la cartera de la Guerra, cosa que le permitiría que los acontecimientos no degeneraran en una temida y cruenta guerra civil. Todavía insistió Martínez Barrio, explicando que si el fracasara en su cometido de restablecer la paz, el pueblo sufriría las consecuencias de la guerra civil, pues su sucesor armaría al pueblo. La respuesta de Mola fue: «Le honra a Usted, señor presidente, su actitud patriótica, pero yo ya no puedo dar marcha atrás... La suerte está echada. La situación exige situaciones muy diferentes de las que usted propone.» Las conversaciones telefónicas sirvieron para completar el mapa nacional en lo que sería la primera jornada de la guerra civil. Se estableció que los generales sublevados eran: Queipo de Llano, en Sevilla; Mola, en Pamplona; Cabanellas, en Zaragoza; Franco, en Canarias; Patxot primero sublevado en Málaga y luego arrepentido; Saliquet, en Valladolid; Varela, en Cádiz; Aranda, en Oviedo. Leales a la República continuaban: Llano de la. Encomienda y Aranguren, en Barcelona; Martínez Monje, en Valencia; Castelló y Riquelme, en Madrid. Generales leales que estaban presos fueron: Romerales y Gómez Morato en Marruecos; Núñez de Prado, en Zaragoza; Batet, en Burgos; los sublevados presos fueron: Fanjul, en Madrid, y Goded en Barcelona. La primera conclusión a que se llegó con la contemplación del mapa era que el cuerpo formado por los generales estaba dividido totalmente y esta falta de unidad significaba el rotundo fracaso del plan de golpe militar que había elaborado Mola. Aquellos que el lunes, 20 de julio, después del asalto del cuartel de la Montaña y el reparto de armas entre el pueblo, buscaban conservar las esperanzas y afirmaban: «Esto no puede durar dos semanas; Mola llegará pronto», debieron desechar todo optimismo y emprender una rápida fuga de la ciudad o buscar refugio en algunas de las misiones diplomáticas. Las vidas humanas habían perdido todo valor y estaban a la merced del primer miliciano, tipo nacido casi espontáneamente al comienzo de la lucha fraticida, que buscaba satisfacer sus viejos odios. No debieron transcurrir muchas Jornadas para que se cumpliera, el pronóstico que formuló Indalecio Prieto el 13 de julio, un día después del asesinato de Calvo Sotelo. «Si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento, como el de 1923, se equivoca de medio en medio... Será, lo tengo dicho muchas veces, una batalla a muerte, porque cada uno de los dos bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel.» Cuando Martínez Barrio cesó en sus gestiones para formar un gobierno que pactara con los sublevados, desaparecieron las pocas esperanzas que restaban para detener la gran matanza que se preveía. Azaña convocó a Prieto y Largo Caballero, entre otros, y planteó el dilema: ¿Resistimos o nos entregamos? Se acordó resistir y para ello se procedió a la distribución de armas entre los obreros y a crear un gobierno con este fin. José Giral, gran amigo de Azaña, se encargó de formar el gobierno que combatiría al fascismo; se había apuntado un primer éxito al lograr que las tripulaciones de las naves se adueñaran de ellas después de deshacerse de los oficiales rebeldes. Los reunidos con Azaña sabían que el reparto de armas entre las organizaciones obreras no se traduciría en su único empleo para combatir a los generales sublevados, sabían que tan bien serían utilizadas para implantar la revolución social que poco o nada tenia que ver con el restablecimiento del orden público. Una nota de optimismo recibió Giral cuando obtuvo una respuesta positiva de León Blum, jefe del gobierno francés, al telegrama que había enviado el día 20 apelando al Frente Popular de Francia, que estaba en el poder, para que prestara ayuda, en forma de entrega de armas, al poder legítimo español que debía repeler una sublevación militar. Entre España y Francia existía un tratado comercial que incluía unas cláusulas referentes a la venta de equipo militar a España y, por lo tanto, el gobierno Giral estaba en su derecho legal a la busca de la ayuda francesa para reprimir la rebelión militar. Pero el 22 de julio, viajó Blum a Londres y el gobierno británico pidió a los franceses que desistieran de suministrar armas a las autoridades de Madrid, pues la Gran Bretaña se proponía quedar al margen de las consecuencias que se derivaran del caso español. Giral se quedó sin las armas francesas prometidas por Blum y en su lugar se organizó el Comité de No Intervención, que no evitó que Franco recibiera ayuda y armas de Roma y Berlín, y que Largo Caballero, cuando ascendió a jefe de gobierno obtuviera asimismo una importante ayuda de Moscú. Los fusiles no sólo se utilizaron para combatir a los generales sublevados, sino que se emplearon igualmente, como indicó Azaña, para que los llamados grupos incontrolables hicieran su guerra a todo individuo que les parecía tener algo de fascista. Serrano Suñer no estaba comprometido con el Alzamiento, pero además de ser hermano político de Franco estuvo en relación con Mola, con Orgaz, con Varela y con Yagüe, cuando -según declaró a la periodista Maria Mérida- «se pensaba en un golpe de Estado que frenara el proceso de disolución en que el país se precipitaba». Sin embargo, en julio y agosto de 1936 se establecían pocos distingos a la hora de dar el «paseo» a toda persona que se pudiera calificar de «fascista». Pronto abandono Serrano su domicilio, acompañado de su esposa Zita y de sus tres hijitos, para refugiarse en una pensión de la calle Velásquez, regentada por unas amigas de Oviedo. Sus hermanos Fernando y José, movilizados por la dirección de Obras Públicas, trabajaban en la construcción de fortificaciones en la Sierra y podían circular libremente, cosa que les permitía mantener contacto con su hermano Ramón; pudieron abandonar la zona republicana, pero no lo hicieron para no dejar desamparados al hermano, la cuñada y los tres pequeños. Pasaron los días y su situación se iba haciendo más difícil; algún diputado de la CEDA había sido ya asesinado y, por otra parte, no utilizó Franco los servicios secretos, que Mola bautizó más tarde como Quinta Columna, ni los contactos oficiales que se mantenían para formalizar el canje de personas. Era menester tomar una decisión, que consistió en que Zita y los tres pequeños cambiaran de pensión y Ramón aceptara el ofrecimiento de su buen amigo Ramón Feced, ex ministro de Agricultura, para trasladarse a su domicilio particular, situado en la calle Villanueva. Pero su nuevo refugio fue de corta duración; a las once de la noche siguiente fue detenido por un miliciano, conducido al departamento de sus hermanos, y luego de realizar un registro en busca de documentos, fue trasladado en automóvil al parque del Oeste. Se le interrogó sobre las relaciones de Franco con Gil Robles, con los monárquicos, etc. Al replicar que sus relaciones con estos personajes eran nulas, se le colocó junto a un árbol; creyó que había llegado su última hora, pero finalmente se le hizo subir nuevamente al auto y entregado a la Dirección General de Seguridad, de donde ingresó en la cárcel Modelo, donde permaneció tres meses y presenció los asaltos de «incontrolados» que se tomaban la justicia por su mano con personajes que habían figurado de forma destocada en la vida pública. Por medio de uno de sus hermanos, a quien dictó una carta para su amigo el abogado y diputado socialista Jerónimo Bugeda, logró que este se interesara por su suerte; no le fue posible conseguir su libertad, pero sobre la base de su enfermedad estomacal logró su traslado a una clínica particular sometido a estrecha vigilancia policíaca. Instalado en la Clínica España, de la calle Covarrubias, de Madrid, a mediados de octubre y bajo vigilancia permanente y rigurosa, facilitada por los escasos huéspedes presentes en el establecimiento, resultaba sumamente complicado pensar en un plan de fuga. Diariamente recibía la visita de su hermana Carmen y por su intervención logró interesar al doctor Marañón por su caso; los perseguidos sabían que el famoso medico y hombre de letras aprovechaba sus excelentes relaciones con los miembros del cuerpo diplomático para salvar muchas vidas. Carmen entregó una carta de su hermano al doctor Marañón; en ella se exponía su proyecto de escaparse de la clínica disfrazado de mujer, y sólo le pedía, si tenia alguna posibilidad, de encontrar un diplomático extranjero lo bastante generoso para recogerlo en su automóvil y trasladarlo a su legación. Marañon primero rehusó por entender que era una operación con demasiado riesgo, pero Serrano le volvió a escribir recabando para si toda la responsabilidad y, finalmente, se organizó su escapada de la clínica. Su hermana Carmen le entregó un par de medias, una peluca, unos zapatos y un impermeable. Las circunstancias favorecieron la ejecución de la fuga, pues en uno de los ataques de la aviación insurgente sobre la capital, unas bombas estallaron no muy lejos de la Clínica España, y algunos heridos fueron internados en el establecimiento; esto se tradujo en una continua entrada y salida de los familiares y amigos que visitaban, a los lesionados. Correspondió al encargado de Negocios de la legación de Holanda el papel de subir hasta el segundo piso de la clínica para acompañar a una vieja dama temblorosa hasta el automóvil que aguardaba en la calle, con la puerta abierta, y que se dirigió sin contratiempo alguno al edificio de la misión diplomática. Serrano quedó confinado en el último piso, sin recibir ninguna clase de visita y tratado como huésped secreta; el general Mola había cometido la imprudencia de describir como quintacolumnistas a sus partidarios residentes en Madrid y algunas misiones diplomáticas fueron asaltadas por alguna confidencia de haberse refugiado en ellas algún personaje importante. Toda clase de precaución, en el Madrid asediado por las tropas de Franco y Mola, era poca si se quería realmente terminar con éxito una fuga repleta de riesgos mortales. Marañón cuando abandonó España para residir en París, no olvidó a su amigo Serrano; expuso el caso al embajador argentino Lebretón y éste decidió prestar su ayuda para la salida de Serrano. La Argentina tenía destacado en el Mediterráneo a su contratorpedero Tucumán, que realizaba viajes de Alicante a Marsella con el fin de evacuar de España a los súbditos argentinos y otras personas que recibían autorización para abandonar el país. El diplomático argentino Pérez Quesada Visitó a Serrano en su refugio y le anunció que había recibido del embajador Lebretón el encargo de ocuparse de su traslado de Madrid al consulado argentino en Alicante, operación difícil de llevar a cabo si no se hallaba una buena estratagema; ésta se encontró cuando el comandante, Fernández Castañeda, de la plana mayor del general Miaja, conectó con Pérez Quesada y solicitó su ayuda para «pasarse al otro lado»; el diplomático argentino aceptó incluirlo en una de las travesías del Tucumán a cambio de admitir en su coche oficial a Serrano en su viaje a Alicante. Fernández Castañeda aceptó y utilizó su cargo cerca de Miaja para hacerse con una misión militar a ejecutar en Alicante con el propósito de poder pasar todos los controles que encontraría en el trayecto. El viaje se efectuó sin tropiezos, y Serrano finalmente entró en las dependencias del consulado argentino en Alicante, donde durante varios días residió como huésped del cónsul. Quedaba por salvar el último y también peligroso paso; embarcar en el Tucumán, para lo cual era menester someterse a un control efectuado por milicianos de la FAI. Una tarde se presentaron en el consulado cinco marineros argentinos al mando de un contramaestre; uno de ellos se quedó en el consulado y Serrano, vistiendo un uniforme de marinero argentino, pasó a formar parte del grupo que al mando del mismo contramaestre emprendió el regreso al Tucumán, salvando el control «faista», donde no se dieron cuenta de la sustitución realizada con uno de los marineros. Al subir a la nave argentina tuvo Serrano la sensación que terminaba bien la gran aventura de su vida, en el curso de la cual estuvo repetidas veces en peligro de encontrar la muerte. En el barco de guerra argentino recibió un trato afectuoso y sólo le parecieron interminables los días en que se demoró la partida de Alicante, pues fue preciso aguardar varias jornadas en espera de la llegada de otras personas anunciadas. Finalmente, pudo reunirse con su esposa Zita y los dos niños mayores, que llegaron a Alicante acompañados por el agregado comercial argentino. Por último, a comienzos de febrero de 1937, el Tucumán levó anclas rumbo a Marsella; desde esta ciudad francesa, el matrimonio y los dos hijos viajaron rápidamente a San Juan de Luz, desde donde pasaron la frontera. En un automóvil enviado desde el Cuartel General del Generalísimo -única ayuda directa que recibió de Franco a lo largo de todos los intentos realizados para escapar de Madrid- efectuó el viaje de Irún a Salamanca. Franco, al enterarse de la llegada de sus parientes, abandonó su oficina y recibió afectuosamente a Zita y Ramón; pareció olvidar por unos momentos que durante los meses que permanecieron separados se había convertido él en jefe absoluto de las fuerzas armadas y de la administración del Estado, es decir amo total de los destinos del país. El reencuentro tuvo lugar en un saloncito que se hallaba junto a la planta principal del palacio arzobispal, transformado en cuartel general, Y en el que estuvo igualmente presente doña Carmen, la hermana mayor de Zita. Franco no dio señales de desear modificar el trato familiar que siempre había existido entre los cuñados; de una manera simple dijo: «Podéis quedaros aquí.» El alojamiento no ofrecía la menor comodidad; era una especie de desván o gallinero, una habitación pequeña con restos de trastos y una mala ventana, donde se improvisaron dos camas; ésta fue la residencia del matrimonio Serrano Suñer, hasta que a comienzos del año 1938 se formó el primer gobierno franquista con sede en Burgos, lo que obligó a Franco a trasladar su domicilio a la morada de los condes de Muguiro, que tenia dos plantas no muy grandes: con la compensación de contar con un extenso jardín. Pronto, las circunstancias y su presencia al lado de Franco hicieron que Serrano se fuera convirtiendo en su colaborador principal en las cuestiones de carácter civil; no pasará mucho tiempo en que los observadores estimaran que de la misma manera que el Generalísimo tenía al coronel Juan Vigón como jefe de su Estado Mayor militar, contase con Serrano para una especie de jefe de su Estado Mayor civil. De muchas cosas se enteró Serrano en las primeras jornadas de su llegada a Salamanca. Supo que en el Cuartel General se le había dado por muerto; quien dio paso a los rumores acerca de su asesinato fue Nicolás, el hermano mayor del general, quien manejaba, como secretario del Caudillo, los asuntos políticos del régimen y no deseaba ver controlada y compartida su gestión, que por cierto se caracterizaba por su falta de orden, pues era bien sabido que tenía la costumbre de recibir las visitas y celebrar las entrevistas de carácter oficial después de medianoche; en el Gran Hotel de Salamanca encabezaba una tertulia, que abandonaba solo después de escuchar la lectura por la radio del comunicado de guerra y la charla que desde Sevilla daba Queipo de Llano, para trasladarse a su despacho a fin de tratar los asuntos oficiales con las personas que le visitaban. Este desorden tenía que finalizar con la llegada de Serrano, hombre habituado por su profesión jurídica a llevar las cuestiones en curso dentro de un orden determinado. También el reencuentro en Salamanca de doña Carmen con Zita, que era algo más que una hermana, pues cuando murió su madre la menor contaba ocho años de edad y ella tuvo que hacer lo posible para remplazar a la desaparecida, representó un alivio para la esposa de Franco; estaba molesta por el comportamiento de su cuñada Isabel Pascual de Pobil, la mujer de Nicolás, emparentada con la familia Coca, conocidos banqueros de Salamanca, pues en torno a ella se había formado una minicorte y valiéndose de la confusión que se establecía con los cargos de los dos hermanos -Francisco era el Generalísimo y jefe de Estado y Nicolás ejercía sólo el cargo de Secretario General- muchas atenciones y algunos regalos iban a parar a manos de Isabel en lugar de las de Carmen. Y al detenernos en el tema de las relaciones femeninas en el amplio familiar de los Franco, sorprende observar que mientras Nicolás Franco logró salvar, con la ayuda alemana, a los 18 familiares de su esposa, según se ha detallado en el capítulo anterior dedicado a la suerte que corrió José Antonio Primo de Rivera, nada hizo el general Franco para sacar a sus cuñados y salvarlos de la zona republicana. Hemos visto cómo Serrano Suñer tuvo que valerse de sus propios medios y logró salir de la cárcel Modelo merced a la generosidad de su amigo Jerónimo Bugeda, que era diputado socialista. Zita, que al estallar la guerra civil contaba 23 años de edad y tenía a su cargo tres hijitos, vivió todo el drama de Madrid y no consiguió embarcar hasta enero de 1937 en el contratorpedero argentino Tucumán. Se debe tener en cuenta que Franco creyó oportuno y como medida de seguridad sacar a su esposa Carmen y su hija Carmencita de Canarias cuando se puso en marcha el golpe militar, que luego se transformó en guerra civil; ambas zarparon el 19 de julio del Puerto de la Luz en la nave alemana Waldi, con destino a El Havre, de donde se trasladaron a Bayona para esconderse en casa de su institutriz, madame Claverie, donde permanecieron diez semanas, antes de regresar a España. Si con la mayor de las hermanas Polo se tomó la precaución de gestionar su viaje a Francia cuando iba a estallar la sublevación, cabe preguntar, ¿por qué no se obró de igual manera con la menor de las hermanas Polo? Su traslado de Madrid a Bayona, hubiera sido mucho más fácil que el largo y complicado viaje que emprendió Carmen y su hija; un simple aviso, enviado a tiempo, hubiera ahorrado a la menor de las tres hermanas Polo el calvario que debió sufrir en Madrid. Este caso, junto con el de la hija mayor de Pilar Franco, la hermana de los tres Franco, permitiría deducir que en Salamanca no existió un verdadero interés por las mujeres de la familia del general. Pilar Jaráiz Franco contaba 19 años cuando fue detenida en noviembre de 1936, en Madrid, por ser sobrina del general Franco, e ingresó en la cárcel junto con un bebe de pocos meses; en enero de 1937 fue evacuada a Valencia y permaneció encarcelada hasta comienzos de 1938, que salió de la zona republicana mediante un canje. Y se tardó tanto tiempo en llevar a cabo el canje por demoras inexplicables, que terminaron el día en que Pilar Franco entró en el despacho de su hermano, el general, y le gritó: «Paco, me marcho a Valencia a buscar a mi hija Pilar, pues veo que tu nada haces para canjearla.» El general calmó a su explosiva hermana y la joven Pilar se benefició rápidamente de un canje. Es dificilísimo penetrar en la psicología de Francisco Franco, porque entre sus características principales figura el uso que hizo de su astucia para desorientar a todo el mundo, fueran colaboradores o adversarios. Mientras se luchó en los campos de batalla se preocupó principalmente de la estrategia militar y de la marcha de la represión, cuestiones en que se jugaba la vida de muchos seres. Hombre de carácter duro, como lo empezó a demostrar como jefe del Tercio, tal vez entendía que constituía una prueba de debilidad una intervención a favor de los privilegiados cuando no se puede obrar de igual manera con los desheredados de la vida. Éste es uno de los enigmas mayores de Franco que difícilmente se podrá aclarar. También quedará probablemente sin respuesta la pregunta: ¿Por qué no se ocuparon, ni él ni ella, de obras de caridad obligada?