Claves simbólicas del poder patriarcal y su relación con los malos tratos de género. Las claves simbólicas del poder patriarcal, para discriminar a las mujeres y apropiarse de los privilegios, han sido en la historia de la humanidad muy diversas y muy sutiles. Hoy me voy a referir a algunas de ellas como: el lenguaje, el espacio, la sexualidad, el cuerpo y la maternidad. Como dice Pilar Ballarín: “Las mujeres al afirmarse en sí mismas han sido y somos agentes de transformación de los espacios definidos por otros; las mujeres hemos traspasado las fronteras simbólicas entre el patio y la plaza y, al hacerlo, estamos contribuyendo a redefinir el mundo de forma más justa e igualitaria”. 1.- Respecto al lenguaje. Empezaremos por afirmar que la independencia es poder disponer de voz en los asuntos de la propia vida, tanto públicos como privados, en igualdad de condiciones. Todavía no se han conseguido las condiciones sociales que posibiliten el desarrollo autónomo de las mujeres, de forma mayoritaria. La presencia real en muchas actividades sociales sigue siendo minoritaria, y la selección de los textos académicos que pueden ser considerados valiosos, en todas las ramas del saber, así como la selección de los sujetos destacables en todas las actividades humanas, la siguen haciendo mayoritariamente hombres. Por poner un ejemplo del campo que conozco más de cerca, la filosofía, diré con Celia Amorós, que la filosofía, o el discurso filosófico, "es un discurso patriarcal, elaborado desde la perspectiva privilegiada a la vez que distorsionada del varón, y que toma al varón como su destinatario en la medida en que es identificado como el género en su capacidad de elevarse a la autoconciencia.". Por tanto, el discurso filosófico, que es tenido en cuenta, es elaborado por ellos y para ellos, las mujeres, según su opinión, carecen de logos (razón, palabra) y no pueden ni siquiera figurar como ausencia, porque su hueco o vacío no está en ninguna parte. Queda planteada así, una paradoja o contradicción que se produce en el seno de los seres racionales de la misma categoría que los varones: las mujeres. La pregunta definitiva, como dice C. Molina, es "¿Quién, en fin, es el que habla?". ¿Quién tiene el derecho de nombrar y decidir como son las cosas? No es la mujer, es la autoridad del hombre. La mayor parte de las mujeres, dada su situación de dependencia y el cumplimiento de las tareas domésticas, adquiere un tipo de conocimientos fragmentados como migajas, y como para ellas la instrucción es algo secundario, no tienen el ardor suficiente ni la perseverancia necesaria para seguir una 1 disciplina que desarrollaría sus facultades y aclararía sus juicios, por lo que ha sido fácil, descalificarlas, a lo largo de la historia, como un ser poco racional y poco dotado para el pensamiento abstracto de carácter superior. Esta situación determina que todo lo que ocurre en la especie humana es narrado en masculino. La Historia de la Humanidad es sólo la historia de lo que cuentan los hombres. El tener el poder de la palabra condiciona todos los demás poderes. En la actualidad las mujeres tienen acceso a la educación, y si nos fiamos de las estadísticas, las que se deciden a estudiar, tienen mejores expedientes académicos. Sin embargo, no se ha movido ni un ápice la composición de los puestos dirigentes de la sociedad, tanto de tipo político (salvo las representantes en el gobierno actual de España que constituyen el 50%) como de tipo económico (gerentes de grandes empresas, directoras generales de economía), como de tipo académico (jefes de departamentos universitarios, decanos, rectores), ni mucho menos de tipo científico, literario, filosófico o artístico. El número de mujeres que transita estos campos sigue siendo minoritario. Para gozar de una consideración equitativa las mujeres tendremos que luchar mucho todavía. Todos los puestos que son clave para la toma de decisiones de carácter público siguen estando controlados por hombres. Y no parece que la tendencia vaya a cambiar por sí misma. Por otra parte, la educación sentimental no ha variado ni un ápice. Desde la infancia se enseña a desear y a sentir las mismas cosas que cuando la sociedad era casi exclusivamente controlada por el poder masculino. Se produce, por tanto, un desfase que se traduce en frustración e impotencia. El lenguaje es esencial para la formación social. Sin lenguaje nuestro mundo sería caótico, no podríamos organizarnos ni comunicarnos. El lenguaje define las cosas, las emociones, los pensamientos, e incluso, nos define a nosotros-as mismos-as. Cuando nacemos y empezamos a desarrollar nuestra subjetividad, es el lenguaje el que nos constituye como personas. Por tanto somos formados por el lenguaje, que es controlado por los “aparatos ideológicos del estado”, que nos conforman a través de las distintas instituciones desde la cuna: la familia, la escuela, la Iglesia, las leyes, el sistema político, los medios de comunicación y la cultura. ¿Significa esto que no hay salida, que no hay posibilidad de cambio? ¿Puede existir un lenguaje no contaminado, que no discrimine a las personas? ¿O las mujeres estamos condenadas a ser siempre lo “otro” de los hombres, con referencia a ellos como norma universal? Desafortunadamente no tengo respuestas definitivas para estas preguntas, quizás tendremos que buscarlas entre todas y todos. Como decía hace un momento, la educación es una pieza clave. 2 Vamos a hacer una breve reflexión sobre la historia del problema para intentar comprenderlo mejor. Habrá que remontarse al principio: ¿Quién inventó este lenguaje del orden simbólico en nuestra cultura? El Evangelio de S. Juan nos enseña que Dios es la palabra y que la palabra hizo todas las cosas.”En el principio era el verbo y el verbo era Dios, y por él se hizo todo cuanto ha sido hecho”. Y el Génesis nos dice que Adán tuvo el poder de dar nombre a todas las cosas, a los animales e incluso a Eva. Sabemos, por tanto, desde el principio, que el que define tiene el poder. Adán define a Eva como su inferior y es castigada cuando pretende ser su igual, comiendo la fruta que le permitía conocer el bien y el mal. Es decir, se le castiga por querer saber y poder estar a su misma altura. Desde este relato originario, el sistema occidental patriarcal ha utilizado el silencio de las mujeres para mantenerse en el poder. Censurar la palabra siempre ha sido el arma más eficaz de los totalitarismos. Y de igual forma mantener a las mujeres alejadas de la lectura y la escritura fue durante mucho tiempo un arma del patriarcado. Así Sylvain Maréchal en 1801, a pesar de la Ilustración y la Revolución francesa, formuló un proyecto para prohibir el aprendizaje de la lectura a las mujeres. Nunca se aprobó, pero es significativo que lo haya intentado. Hasta bien entrado el S-XX no se les reconoció a las mujeres el derecho de tomar la palabra. El silencio siempre fue el método tradicional de excluir a las mujeres. En la tradición española hay una larga lista de autores que insistieron en el carácter necesario del silencio para las mujeres. Fray Luis de León, en el S-XVI decía en su obra “la perfecta casada”: “es justo que se precien de callar todas, así aquellas a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben; porque en todas es no solo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco”. Y más adelante insiste: “la naturaleza no las hizo para el estudio de las ciencias, ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender y, por consiguiente, les tasó las palabras y las razones”. Si acudimos al refranero español encontramos repetidos estos prejuicios, que en algunos casos todavía hoy siguen operando en el imaginario popular: “La mujer que no ha de ser loca, andan las manos y calla la boca”, “palabra de mujer, no vale alfiler”. En la España profunda del franquismo, (les recuerdo que duró hasta 1975), Pilar Primo de Rivera decía a las niñas y jovencitas: “que vuestra labor sea callada, que el contacto con la política no nos vaya a meter en asuntos impropios de mujeres”, “lo propio de la sección femenina es el servicio abnegado y el silencio. El temperamento de las mujeres es abnegación y silencio”. 3 Así pues, hasta bien entrada la segunda mitad del S-XX, las mujeres españolas sabían que no debían aprender demasiado. Limitarse a las palabras escritas por otros, pero sin exagerar, y no generar palabras propias, ni pensamientos autónomos. Así se decía en un texto de la época: “El exceso de instrucción convierte a la mujer en masculina, pedante y ridícula”. Esta educación para el silencio genera en las mujeres un miedo a enfrentarse con la palabra, miedo del que todavía hoy somos víctimas. Así como los hombres se han reservado la palabra que designa, que define y que autoriza, de igual modo le han asignado a la mujer la “palabrería” que solo sirve para cotillear y alborotar sin decir nada inteligente. De esta manera, desautorizadas intelectualmente por la tradición, sin conciencia de la propia identidad, poniendo siempre el bien de los otros por delante del bien propio, ha sido muy difícil que las mujeres pudieran empezar a tomar conciencia de sí mismas y construir su propio significado y su propia historia. El movimiento feminista de la 2ª motad del S-XX ha sido decisivo para que el cambio empezara a producirse. A finales del S-XX ha surgido un movimiento de mujeres, entre las que se encuentran las francesas Helene Cisoux, Julia Kristeva y Luce Irigaray, que critican el lenguaje simbólico patriarcal y proponen la construcción de un lenguaje femenino. No se trata de un lenguaje propio biológico sino metafórico, histórico “A través de la escritura femenina podemos escribir/ inscribir nuestros cuerpos en el texto”. No se si este sería el camino adecuado pero hay que valorar la intención. La tarea literaria de constitución de los estereotipos comienza en los cuentos infantiles, que representan la primera forma de aprendizaje y de socialización simbólica de los niños y de las niñas, en los que se presenta de forma recurrente la pasividad y la impotencia de los personajes femeninos frente a la actividad y capacidad de resolución de los personajes masculinos; el símbolo extremo, al respecto, es la Bella Durmiente. En estos relatos, fruto de la imaginación y el deseo de la mente masculina, ella duerme, o lamenta su impotencia, mientras espera a que llegue su príncipe y la despierte, y o la salve. Ella vive sólo por y para él, que se constituye en su único universo. Cixous hace hincapié en el hecho de que en los cuentos la narración acaba justo cuando la doncella es despertada, o rescatada, con un beso. Nada se dice acerca de qué ocurre después. Porque lo más probable es que ella se convirtiera en una ama de casa, esposa y madre, cuyo único horizonte en la vida es tener la suerte de dar con el detergente que lava más blanco, o asistir a la modista más chic y al peluquero más prestigiado, según la posición económica del esposo. Su recorrido vital, como el del personaje que describe Joyce en 4 el Ulises es ir de cama en cama: “Lecho nupcial, lecho de alumbramiento, lecho de muerte”1. Pero también podría ocurrir que al poco tiempo se desencante del matrimonio y se sienta estafada y desesperada por la rutina y la monotonía insoportable y sólo quiera escapar de ese infierno como el personaje de Flauvert: Madame Bovary. El papel que parece que le toca representar a las mujeres, en este reparto decidido por los hombres, es ser la mitad no-social, no-política, no-humana de la estructura viviente. Lo suyo es representar lo natural, lo dado, orientada a la escucha incansable de lo que ocurre en el interior, tanto de su vientre como de su casa, en relación directa con sus apetitos y sus afectos, que agotan toda su capacidad. Es decir, ser naturaleza, pasividad y por tanto, ser sintiente y afectivo, dispuesto a agradar y servir. Incapacitada para pensar, actuar o decidir. Este es el destino, el papel, que el logo-centrismo, el patriarcado, ha pensado y escrito para las mujeres. La fórmula mágica que el patriarcado ha ideado para hacer deseable este oscuro panorama es “el amor”, que en la vida de las mujeres ha representado la píldora dorada y envenenada, como la manzana de Blancanieves, hermosa por fuera y letal por dentro. El amor se mistifica y se convierte en la única finalidad y en la única ocupación de la vida de las mujeres. Y es utilizado como coartada perfecta para apartar a las mujeres de la vida profesional y política. Para la identidad masculina, en cambio, el amor se considera una cuestión descentrada, no constituye el eje central de la vida, ni define su identidad, sino que es un medio para la consecución de otros fines más elevados. El bienestar privado que les produce una buena relación amorosa es lo que les permite dedicarse de lleno a la vida profesional, política y social. Por todo esto en los relatos, en los textos literarios, ella está en la sombra “ella es la inhibición que asegura al sistema su funcionamiento”2, al estar apartada y silenciada, no tiene presencia real y se puede proyectar en su distancia y su silencio todo el misterio y seducción que se quiera. Pero sobre todo, se la ve como extraña e ignota, como dice Helene Cixous: “Ella es, en el interior de su economía, la extrañeza de la que a él le gusta apropiarse”3. Pero no sólo aparece como extraña para el hombre sino que termina por ser una extraña para sí misma. La mujer no se conoce ni, mucho menos, se reconoce. Y tampoco se reconocen las unas a las otras como aliadas o semejantes, sino 1 Ibidem. Op. cit., p. 20. 3 Ibidem. 2 5 que han sido educadas para odiarse y rivalizar entre sí. Por eso dice Cixous: “Nos han inmovilizado entre dos mitos horripilantes: entre la Medusa y el abismo”4. La distinción entre lo “propio” y lo “ajeno”, entre la identidad y la alteridad está en el corazón de toda discriminación. El conflicto primordial de la alteridad es la incapacidad para ser comprendida, al ser realmente lo “otro” no se puede conceptualizar, ni teorizar, no se puede entender. Este es uno de los grandes problemas que plantea la constitución de las identidades cerradas. En la Historia de la relación de los seres humanos, la alteridad que se predica es concreta, se afirma en un círculo dialéctico, es el otro de una relación. Esta relación se caracteriza por estar jerarquizada y por tanto, el que nombra al otro es el que controla, el que ostenta el poder ¿qué posibilidad le queda al que es nombrado como “otro” de encontrar su identidad, de ser un “yo mismo”? ¿Cómo puede salir del anonimato al que le condena el que tiene el poder de nombrar y, por tanto, de decidir quien es el “otro”? El gran meollo de la cuestión, que se vuelve casi imposible para las mujeres, es el intento de buscar una identidad abierta y liberadora. ¿Quién soy yo? ¿Dónde están los referentes históricos, literarios o mitológicos a los que poder acudir? En todos ellos la referencia a la mujer es “lo otro del hombre”, la que no cuenta, la que no actúa, la que sirve de comparsa. E incluso más: la engañada, la despojada, la negada sistemáticamente, utilizada y desechada. El denominador común de las mujeres que aparecen como símbolos en la escritura (en la literatura) es servir de instrumento, ser un medio para los planes y la grandeza de los hombres. Y en los pocos casos en que se rompe esa lógica, entonces nos encontramos con los personajes femeninos malditos, como la ya citada Madame Bovary o la Carmen de Bizet o la Lulú de Frank Wedekind, personajes que no tienen salida. El castigo por atreverse a romper el canon del patriarcado es la muerte prematura. No hay ningún modelo de auténtica liberación y emancipación. Ninguna posibilidad de ser la verdadera protagonista del relato, ningún vestigio de poder ser un sujeto autónomo. Y como coartada perfecta, el chantaje sentimental. El amor verdadero como única salvación, como única seña de la identidad femenina y como trampa mortal que conduce a la esclavitud, a la renuncia y a la muerte. Para terminar esta parte voy a citar un breve relato de Úrsula Le Guin que lleva por título “Ella los desnombra”, que representaría una posibilidad transgresora del lenguaje: La protagonista es Eva. Está en el jardín del Edén. Y les pregunta a los animales si están 4 Op. cit., p. 21. 6 de acuerdo con sus nombres. Todos aquellos animales que son explotados por su carne o por su piel, (vacas, ovejas, gallinas, zorros, etc) dicen que no. Todos votan y deciden por mayoría desnombrarse. Así lo hacen y salen corriendo del jardín del Edén, sin nombres. Eva entra en casa y le dice a Adán que los animales se han desnombrado y que ella también quiere hacerlo, él le contesta “bien cariño, y ¿a qué hora cenamos?, sin levantar siquiera la cabeza de lo que estaba haciendo. “No estoy segura, contestó Eva, me voy ahora con los...ellos, ¿sabes?” Y se fue pensando lo difícil que le hubiera sido explicarse, ya no podía hablar como solía hacerlo”. Eva se va y deja a Adán solo con un lenguaje que él ha inventado y que la discrimina. Va en busca de un lenguaje común que reúna a todos y a todas, no sabemos si lo encontrará algún día. 2.- Respecto al espacio. La segunda gran columna sobre la que se asienta el poder patriarcal es la distribución del espacio en público y privado. Según Laure Ortiz las mujeres nunca han participado de forma activa en el establecimiento de los poderes debido a su exclusión de las zonas centrales, han estado descentradas. Tampoco se les ha pedido consentimiento en su reproducción (del poder), ni complicidad, ni adhesión, sino que ha habido sumisión a la violencia simbólica. Y, en cuanto al espacio privado, no es un santuario de los poderes femeninos sino el lugar genérico de su opresión. “La subestimación social y política de las mujeres, su inferiorización en la distribución de los roles, las sitúan en posición de exterioridad fundamental respecto de la constitución de las relaciones de poder”, con lo que las mujeres adquieren la posición de víctimas, respecto a las relaciones de poder. Así el llamado “espacio privado”, lo doméstico, se convierte en espacio de encierro, de confinamiento de las mujeres, que perpetúa su minoría de edad política y social. No hay, por tanto, santuario, no hay “poderes femeninos”, puesto que la potencia y el poder, los símbolos y las representaciones, las categorías y los valores, toda la tela de araña que constituye el tejido social, se forma según el referente sexual masculino. Es lo que llamamos el sistema patriarcal. (Para un estudio de la violencia simbólica es muy interesante la obra de P. Bourdieu “La lógica de la dominación masculina”). La justificación teórica que el patriarcado ha utilizado para este confinamiento ha sido la asimilación de la mujer con la naturaleza. La mujer es definida como naturaleza, en el sentido de lo contrario a la razón, por tanto, como pasión que debe ser dominada y controlada por la razón, es decir, por el hombre. La naturaleza pasional femenina viene determinada por su potencia sexual que excita al hombre sin que éste pueda satisfacerla 7 por completo. (Este sentimiento de frustración respecto al deseo de control total, es una de las posibles explicaciones de los crecientes malos tratos y matanzas a las que venimos asistiendo horrorizadas en los últimos tiempos). Las mujeres, sólo se “salvan” por la maternidad y el servicio a la familia, son queridas y consideradas como medios, nunca como fines. Los protagonistas de la Historia son los varones. Las mujeres, en el mejor de los casos, les ayudan en su valiosa empresa. Si intentan ocupar el espacio de “sujeto”, si intentan ser autónomas, entonces excitan los deseos de impotencia del macho y son atacadas. Las mujeres sólo son admitidas por el sistema patriarcal como objetos de deseo o instrumentos de reproducción y de servicio. También la Iglesia Católica representa un poder masculino y, con frecuencia, achaca a la posibilidad de autonomía sexual de las mujeres el hecho de los malos tratos, del que son víctimas, con lo que se confirma esta teoría que venimos defendiendo en la que la mujer maltratada, si se descuida será tratada como culpable de su desgracia. Implícitamente se sugiere que si se hubiera quedado modestamente en su casa, “cumpliendo con su deber de esposa y madre” no le hubiera ocurrido nada malo. El origen de esta situación viene de muy atrás. Desde la antigüedad, el poder patriarcal dividió los atributos según el sexo: lo sensible se consideró femenino frente a lo inteligible, que era considerado masculino. Con lo que no sólo se distribuyeron los atributos entre los dos sexos, sino que además, se discriminó por ellos a las mujeres que, al estar privadas de intelecto, sólo servían para los trabajos de reproducción y servidumbre, que no requerían capacidad de abstracción ni inteligencia. Con esta explicación (bastante burda, por otra parte), se recluyó a las mujeres en lo doméstico privándolas del derecho a la educación, a la política, a la economía y a la cultura. Con la Revolución ilustrada, y la defensa de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad, como grandes valores de la Modernidad, surgió un rayo de esperanza para las mujeres, pero pronto esta esperanza fue defraudada. Como dice C. Molina: "La razón que bendijo la Ilustración no fue la Razón Universal. La mujer quedó fuera de ella como aquel sector que las luces no quieren iluminar. La mujer, en el Siglo de las Luces, sigue siendo definida como la Pasión, la Naturaleza, el refugio fantasmático de lo original”. Como hemos repetido, una característica esencial del patriarcado, es la asignación del espacio social. El sistema patriarcal decidió que el lugar “natural” del hombre es la escena pública, mientras que el sitio de la mujer es lo doméstico, entendido como la resolución de los problemas básicos de la subsistencia, la esfera de la necesidad. Sólo podrá hablarse de liberación y justicia cuando se produzca la ruptura de la dicotomía 8 público-privado para las mujeres. La subsistencia, la necesidad, no debe ser "cosa de mujeres", y de igual modo, el universo afectivo no debe ser cosa de mujeres, ni debe traducirse en servicio doméstico. Sino que son problemas humanos tanto de sujetos masculinos como femeninos. Por otro lado hay que constatar que cuando el mundo de lo "privado" es valorado positivamente, como algo valioso, entonces se refiere a lo propio, a lo íntimo, de la interioridad masculina, al espíritu superior de los seres sensible masculinos que alcanza la cima en los poetas, y, por supuesto, no se extiende al sentido doméstico del término, que sigue siendo infravalorado y utilizado como medio de marginación de las mujeres. En definitiva, la razón por la que el género, es decir, el sexo, se ha cargado de connotaciones esencialistas, que determinan las vidas de las mujeres, no es otra que ese poder del patriarcado para asignar espacios, lugares apropiados, en especial la capacidad que tiene para asignar los espacios de lo femenino. 3.- La sexualidad, el cuerpo. La maternidad. “Lo privado es político” Esta frase se hizo famosa en el feminismo de los años setenta como reivindicación que afectaba a los derechos de las mujeres en las familias donde eran oprimidas. Para impedir que los padres o maridos pudieran considerar a sus mujeres como propiedad privada sobre la que podían disponer a su antojo. Como dice Carmen Clavo en su artículo “La exclusión de las mujeres en el ámbito público”: “Todo ello conduce a la redefinición de lo político, basada en la ya vieja máxima de lo privado también es político o público. Privado y público son dos términos artificiosos utilizados por el patriarcado para construir sobre ellos y sobre los géneros, un reparto dicotómico de la vida que conduce a la hegemonía de lo masculino-público, permitiendo en el ámbito privado unas relaciones de poder como relaciones de género a través de verdaderas dictaduras de poder privado, frente a las cuales el Estado Constitucional democrático debe ir arrojando algo más de luz”. No hace falta comentar la actualidad de este texto. (Para este punto he tenido en cuenta un trabajo de Asunción González de Chávez que se titula “Lo privado es político”). Ahora nos vamos a centrar en aquellos aspectos menos visibilizados por las cifras, pero que guardan relación con las vivencias más profundas de las mujeres y que tocan, además de la igualdad, otra cuestión /palabra, igualmente importante, LA LIBERTAD, muy vinculada a la igualdad y sin la cual la libertad no puede existir, pero con un registro 9 propio, que la remite al mundo de las emociones, los valores, los símbolos, es decir, el imaginario social. Me voy a centrar en tres aspectos, porque creo que conforman el núcleo central de la subjetividad femenina y constituyen algunas de las rémoras más importantes para lograr realmente una identidad como seres libres y una participación/ representación/ en el poder social más igualitarios, y que inciden de forma indirecta en la cuestión de los malos tratos. Me refiero a la MATERNIDAD, eL CUERPO, y la SEXUALIDAD: tres grandes temas femeninos, considerados por cierta tradición como “poderes” o “armas” de mujer, y convertidos en cárceles que maniatan la libertad de las mujeres y las esclavizan a cumplir con valores, modelos, símbolos encorsetadores: en definitiva, con el imaginario social (el deseo, o el temor) masculino. Empezaremos reflexionando sobre la reproducción biológica propiamente dicha: la maternidad. Es decir, el trabajo no reconocido ni valorado de las mujeres en el espacio de la exclusión: 1. La regeneración diaria de los trabajadores y de la futura mano de obra (los hijos y las hijas), además de la atención a los demás sectores no productivos (enferm@s, ancian@s, minusválid@s) a través de: .- el trabajo doméstico (como tarea específicamente femenina o como doble jornada en las mujeres asalariadas), cuyo valor económico y función social han sido históricamente invisibilizados). • el trabajo sexual-emocional de las mujeres dentro de la familia (el maternaje/ servicio/ sometimiento obligado de las mujeres a los hombres, que constituye el sustrato y, simultáneamente, el mantenimiento de la superioridad y los privilegios de los varones) • la transmisión de los valores patriarcales (la dualidad de trabajos, roles, modelos e identidades masculinos y femeninos) a través de la labor educadora de la familia/ la mujer, que significa un fortalecimiento de la división público /privado, productivo/ reproductivo-asistencial..., (de nuevo, hay que insistir que el cambio pasa por una nueva educación de valores igualitarios). La realidad poliédrica a que nos referimos abarca, como vemos, diversos aspectos, todos estrechamente entrelazados entre sí, conformando una circularidad que refuerza aún el statu quo. 10 Entre todas las cuestiones, la configuración de la subjetividad femenina (y posteriormente también la masculina) constituye una cuestión clave, en tanto invisible, que conforma el sustrato de la posición ocupada por las mujeres en la vida social y política. Las políticas “de igualdad” que se abrazan hoy, incluso, desde la derecha (aunque no sólo, por supuesto) y que constituye “la moda” de los esfuerzos más publicitados están orientadas a los aspectos más visibilizados por las estadísticas: 1. La desigualdad en el empleo (las inferiores tasas de ocupación, de salarios, de categorías, de estabilidad, de posesión de la riqueza /los recursos...) 2. Las diferencias en la asunción de las responsabilidades familiares y domésticas 3. La desigualdad en la representación política, en el asociacionismo políticosindical... Por supuesto se denuncia también en la actualidad ¡finalmente!, la violencia de género, la utilización del cuerpo de las mujeres en la publicidad y algunas otras cuestiones... Pero no se insiste en la necesidad de cambiar los valores, los símbolos, las referencias y expectativas para el deseo de las niñas y los niños. Que inciden de lleno en la vida emocional. CUERPO: Como OBJETO de deseo, objeto para ser mirado (o agredido, o abusado, o violado, incluso...), aquello por lo que la sociedad patriarcal nos confiere identidad social, por lo que se nos usa ligeras de ropa para vender mercancías o por lo que muchas se exhiben/ se venden (enseñando/ insinuando la mayor cantidad de “carne” posible, destrozando los pies y las vértebras con tacones enormes...) para que el posible “dueño de la presa” primero se fije en ellas y luego se enorgullezca, reafirmando su virilidad al ostentar su conquista... Objeto, por tanto, de alienación: ser cuerpo para otro, para las necesidades del Otro. Esta objetualidad del cuerpo es consecuencia de los valores y símbolos machistas que no han cambiado, aunque hayan cambiado las leyes de igualdad. Como PODER de unos pocos años (la juventud femenina, como veremos, es mucho más breve que la masculina...) que muchas mujeres “agraciadas” utilizan para excitar, seducir y conseguir privilegios que por sus otros “méritos” no conseguirían o al menos no con tanta facilidad y por el que obtienen un VALOR social añadido, pero rápidamente devaluable. Los espejos son testigos fidedignos de la ansiedad femenina por 11 conservar la imagen inalterable: siempre escrutando las arrugas, escondiendo las gorduras, retocando el maquillaje... Como IMAGEN de redondeces, planicies: medidas estandar, según mandan los cánones de cada época, que obliga actualmente a la tortura y el autocontrol/ autoflagelación permanente de las dietas, los gimnasios..., Auto-restringiéndose, culpabilizada por los placeres de la comida y con una insistente mirada autocrítica que fragmenta el cuerpo en pedazos vividos como imperfectos (pechos, barriga, muslos, trasero, caderas... siempre falta o sobra algo en alguna parte) que debe ser ocultado o resaltado debidamente, para cumplir con el Ideal. Permanentemente insatisfechas de nuestra imagen (de nosotras) devenimos esclavas de las modas y de los modelos, que nos convierte en adictas consumidoras de productos cosméticos, textiles, y, últimamente también de cirugía estética. Sustentamos así un ingente y prolífico mercado, que junto al de la decoración y los electrodomésticos, convierte nuestro cuerpo y nuestra casa en espejismos de ideales inalcanzables (la eterna juventud, la perfección estética, la casa de las revistas...), en el que la piel tersa, el cuerpo “moldeado” y la posesión de objetos esconde/ calma las carencias de amor, de cuidados, de (auto)valoración, de poder, etc. Amor y cuidados que las mujeres proveemos pero que no recibimos en igual reciprocidad. Valoración y poder que otorgamos a “lo masculino”, devaluando, al igual que han hecho siempre los hombres, los valores y posiciones que las mujeres hemos desarrollado en función del lugar que nos ha sido adjudicado: ser las sustentadoras del narcisismo del varón, figura central de la familia y cuidadora esencial de todos los humanos, especialmente los más frágiles y necesitados: niños, enfermos y ancianos. SEXUALIDAD: Nos enfrentamos a una nueva farsa: la de la liberación sexual femenina. Libertad imposible ante un doble código en el que la actividad sexual enaltece a los varones pero desprestigia a las mujeres, que deben esconder siempre su vida sexual para no ser despreciadas y no despertar los temores masculinos. Falsa libertad en la que, además, los hombres imponen sus modos, sus tiempos y su vivencia de la sexualidad como autoafirmación, en la que el Número (de mujeres seducidas, de orgasmos femeninos logrados...) acrecienta su valor fálico. 12 Las mujeres, entretanto, controlan su deseo y/ o su manifestación de él, para conseguir el respeto de su imagen y/ o de sus necesidades (“si me entrego muy pronto me tratará al trancazo y no se preocupará de que yo goce”), en una versión moderna de proteger su “honra”. Si la mujer no respeta el juego que la tradición patriarcal ha acuñado respecto a quien debe llevar la voz cantante en la relación sexual y se muestra activamente deseante revivificará la imagen de las mujeres animalizadas de los mitos: la esfinge, la medusa... devoradora de hombres, insensible, castradora, la mujer fatal, la anti-buena-madre, en definitiva será despreciada y demonizada. La “entrega” sexual femenina (y hay que observar que también en la terminología usada en nuestra sociedad hay diferencias: cuando hablamos de los varones utilizamos el término “conquista” y no “entrega”) constituye, en muchas ocasiones, una contraprestación a cambio de cubrir otras necesidades: de aceptación, de seguridad, de estabilidad, de status socio-económico, etc. Que todavía están en vigor con más frecuencia de la que nos gustaría reconocer. Por otra parte, las diferencias hombre/ mujer en la vida sexual están muy marcadas por el reloj de la vida. A partir de los 40 años, más o menos, las mujeres pierden valor en el “mercado sexual”, mientras los hombres, especialmente los que ostentan otros poderes fálicos (poder, riqueza. Fama, éxito) pueden prolongar su capacidad de conquista amorosa durante muchos más años, lo que es discriminatorio para las mujeres, y, con una cierta frecuencia, con otras mucho más jóvenes. Esta tremenda desigualdad de oportunidades, aunque no tenga un responsable visible, y se trate de una costumbre patriarcal ancestral, tiene enormes consecuencias en el seno/ paridad de la pareja y en el modo en que las mujeres viven el envejecimiento. Este es un tema en el que también es urgente la transformación de valores y símbolos que ya no tendrían razón de ser. Y por esto, las mujeres viven también con mayor angustia el envejecimiento porque sienten que, aún siendo todavía jóvenes y llenas de energía, han perdido, sin embargo, la capacidad de atraer, de ser deseadas: es decir, que, en la mitad de la vida, su cuerpo, a veces también deteriorado por las maternidades y/ o descuidado por las múltiples tareas/ responsabilidades asumidas, ya no se cotiza. Mientras, a la misma edad, ellos conservan la posibilidad de conquistar a mujeres y tener una vida sexual activa, con las que reparar/ fortalecer su narcisismo. Y así escuchamos repetidamente a mujeres, con tono resignado, que aguantan muchos sinsabores y frustraciones. Y, a veces, hasta humillaciones, porque “él se puede 13 cansar de mí e irse con otra, y yo me quedaré sola, porque a esta edad ¿quién me va a querer?”. Es esa desigualdad sustancial en los valores, en el reconocimiento social, en las posibilidades reales de tener una vida sexual y en el consiguiente modo de vivir la relación con los hombres, la que constituye el germen de los malos tratos y el sustrato del sometimiento femenino a una vida de pareja llena de injusticias, a menudo muy desequilibrada entre lo que se da y lo que se recibe, en el seno de la cual es imposible o muy difícil la existencia de la libertad: cualquier deseo de cambio, cualquier exigencia puede representar una amenaza y el consiguiente abandono, o la causa de un maltrato físico y/ o psíquico. Maltrato que constituye la punta de iceberg de la profunda violencia simbólica y generalizada que late en el modo en que se ha estructurado la identidad y la pareja hombre-mujer y las posibilidades que tienen las mujeres de una autonomía equivalente a la de los hombres en la sociedad. El coste de la libertad es, por tanto, muy alto, porque puede suponer la sombra de la soledad, la pérdida de un amor que, aunque venenoso y aprisionante, se ha aprendido a vivir como imprescindible. Esta situación de inferioridad de las mujeres en lo que podemos llamar “el mercado del amor”, constituye el sustrato del mantenimiento de una relación absolutamente desigual en la repartición de las tareas domésticas, parentales y cuidadoras. Y es el motivo de que lo haya sacado a colación aquí en el interior del discurso “lo personal es político”, ya que la sustancial diferencia en la asunción de las responsabilidades familiares es uno de los principales obstáculos para conseguir una pretendida igualdad de derechos también en el ámbito de lo público: en el mundo laboral, en el acceso a la representación y el poder político. Y también el ejercicio de la libertad en el terreno de la vida pública (profesional, asociativa, política en general...) porque actuar de forma que suponga una ruptura con los modelos de género establecidos y reivindicar un nuevo modo de hacer -y de invertir los recursos, en el caso de la política-, puede entrañar la pérdida de la aceptación, el deseo, la simpatía masculina, y, a veces, también femenina. Y la consiguiente “caída de las listas”, sea de los ascensos laborales como de los políticos. Y por ello encontramos a tan poquitas mujeres dispuestas de verdad a “ejercer de mujeres”, y no de “mujeres-mujeres”, como reclamaba el ex_presidente del gobierno, José Mª Aznar, entendidas como adoradoras de los hombres, especialmente de los que están en el poder, sino en un sentido verdaderamente feminista, autónomo e igualitario. 14 Si la democracia se define como pacto social y político, debemos denunciar que hasta ahora, poco han podido pactar las mujeres, ausentes de los circuitos de poder donde se negocian las Constituciones o las leyes. Pero habría que ir aún más lejos, habrá que denunciar que en el otro pacto, en ese de carácter “privado” del amor y del sexo, las relaciones son de explotación y de subordinación. Todo ello genera un uso y abuso de las mujeres por parte de los hombres, para vivir en otra escala de valores que les proporciona la posibilidad de alcanzar con más facilidad la independencia, la libertad y todos los beneficios psíquicos y materiales de sentirse autónomos como seres humanos. No debemos dejarnos engañar por los avances de los derechos civiles y sociales de las mujeres, que los hay, a pesar de la doble jornada. Lo que debemos recordar es que el estatuto real de las mujeres dentro del ámbito familiar, donde las cifras de malos tratos violaciones y muertes, es cada vez mayor, constituye una de las contradicciones más aberrantes de la democracia civilizada. Y debemos afirmar que las condiciones reales de las vidas de las mujeres conducen a una infra-ciudadanía, tanto en el ámbito de lo público como en el de lo privado, por estar basadas en unas relaciones de poder desiguales, que son relaciones políticas tanto en la vida de familia como en la vida social, y que en ambos casos el sexo masculino actúa como dominador del sexo femenino que es dominado. Los prejuicios de género y las creencias que los sustentan están fuertemente anclados en la sensibilidad y participan por igual de razones y emociones, y se constituyen en la base de la identidad de las y los sujetos, no bastará, por tanto, con argumentos racionales para modificarlos. La modificación de la sensibilidad, incluidas las emociones y los sentimientos, modificación imprescindible para que la igualdad sea posible, necesita de cambios de hábitos y reflejos, profundamente alojados en el subconsciente desde muy antiguo en la sociedad patriarcal, y transmitidos de generación en generación, a través de los recursos ideológicos, en especial de la literatura. “La opresión machista consiste en imponer ciertos modelos sociales de feminidad a todas las mujeres, con el fin de hacernos creer que estos modelos de “feminidad” son los “naturales””5. Con la modernidad estos estereotipos no han cambiado sino que han adoptado formas nuevas, más flexibles, y más difíciles de detectar pero igualmente discriminatorias en cuanto a los valores y las creencias. De tal manera que la formación de la identidad, tanto masculina como 5 Op. cit., p. 75 15 femenina, en gran parte, sigue los mismos estereotipos que se acuñaron en la literatura romántica del siglo XIX. Es muy ilustrativo, al respecto, la cantidad de revistas para jovencitas adolescentes en las que se explica, como tener un cuerpo deseable, cómo gustar a los chicos, qué estrategias usar para retenerlos, etc. Vuelvo a insistir en que los malos tratos explícitos y los asesinatos de mujeres no son más que la punta del iceberg de una dominación patriarcal simbólica y emocional, que no se regula con las leyes. En el momento actual estamos viviendo una situación casi paradójica como es la de que las leyes son más progresistas que la realidad y la sensibilidad social. Con la Ley de Igualdad, podemos decir que no hay prácticamente discriminación de género. Pero como no ha cambiado la educación sentimental, los sentimientos y los deseos de las niñas y los niños, de las y los adolescentes y de las mujeres y los hombres, siguen siendo, en un alto porcentaje, deudores de la ideología patriarcal, que hemos comentado. Así que desde mi punto de vista, es urgente una educación en criterios de igualdad de género, de forma explícita e implícita. En esta reforma de la educación están las claves de la transformación liberadora e igualitaria y está por hacer. 16