261 Max Aub como crítico de la generación “Nepantla” Arturo Souto Alabarce Universidad Nacional Autónoma de México El solo nombre de Max Aub evoca en mí un cúmulo, no ya de recuerdos, sino de presencias constantes. En casa de Max Aub conocí a Matilde Mantecón, que sería más tarde mi esposa. Fue una tarde en el departamento que tenía el novelista, ubicado en el Paseo de la Reforma frente al monumento a Colón. Allí reunía los sábados a un grupo de jóvenes escritores que en esa época –mediados del siglo XX– habían empezado a publicar sus obras y unas primeras revistas más o menos efímeras. Max Aub, atento a todo lo que fuera literatura o pintura, y en esto muy parisino, nunca se mantuvo a distancia de los jóvenes que, como el mismo escribió, comienzan a “farfullar”. Pocos como él han tenido conciencia de su oficio con mayor pasión. Entre todos los muy variados y algunos sorprendentes trabajos que los intelectuales transterrados debieron hacer a su llegada a América, me atrevo a pensar que ninguno fue más puro, fiel, constante a su vocación de escritor. Max Aub se dedicó a escribir, a escribir, a escribir sobre todo y a todas horas. Poesía, teatro, cuento, novela, ensayo, crítica, historia literaria. Pero lo que tantas veces se ha subrayado, su fecundidad, no es lo importante. Lo verdaderamente significativo, lo que va quedando, cada vez más señero y notable, es su obra como novelista, y mejor sería decir: muralista de la guerra de España y del exilio en América; exilio, por cierto, que es a la vez espejo de las grandes crisis humanas del siglo que ahora, tempranamente, se ha dado en llamar pasado. Tanto escribió Max Aub que su fecundidad, en aquellos tiempos singularmente inesperada, llegó a ser objeto de burlas e ironías inmerecidas. Con esto, el mundillo literario no demostró sino ignorancia y con frecuencia envidia. A Max Aub no le quedó sino un modus 262 vivendi: escribir; y esto, en el México de los años cuarenta, parecía cosa de encantamiento o milagro. Hubo, creo yo, entre los escritores desterrados un mosaico caótico de grupos, revistas, idiomas, partidos, tendencias, opiniones y generaciones distintas en gran parte. So capa de un antifranquismo común, los españoles, una vez más, se fragmentaban en un disparadero de ideas y obsesiones opuestas. Parece razonable pensar que las fuerzas centrífugas son la maldición de los pueblos hispánicos. El exilio no fue excepción, pero sí ejemplo. Hoy, con la lejanía del tiempo, se tiende a olvidar, a escamotear el hecho de que, durante muchos años, hubo aquí antagonismos irreconciliables, odios y resentimientos profundos, divisiones tajantes que, a la española, no toleraban medias tintas. Dentro de la guerra civil existió otra más pequeña y no menos dura guerra civil. Y en el exilio, muchos exilios. Hubo, sí, acentos, lenguas diferentes; ritmos, tonos diversos; y asimismo clases, castas y muy distintos modos de vivir, y de sentir y pensar. Y de todo ello ha sido Max Aub el gran novelista que, sin condenar, ha hecho todo lo posible por explicárselo. Su Laberinto mágico es por eso un ciclo novelesco de excepcional calidad literaria e histórica. Quiero poner énfasis en el hecho de que Max Aub, escritor inagotable, metido siempre en lo suyo, su mundo de libros y lecturas, sus archivos perfectamente ordenados de donde podía sacar de todo –cuentos, reseñas, conferencias– fue también, raro entre muchos, un escritor que leía a los demás escritores. Escribir ante todo, pero también leer, asistir a las exposiciones de pintura y, como cosa casi insólita, y particularmente en ese mundillo de conflictos y polémicas interminables, escuchar a los jóvenes. Es decir, no mantenerse a desdeñosa distancia, no “ningunearlos”, sino al revés: conversar con ellos en el mismo plano, decirles, y a veces rudamente, lo que pensaba de sus poemas o cuentos, contarles con detalle de sus propias experiencias y aclararles el contexto, el clima donde se incuban las expresiones propias. Tenía, sin duda, la enorme ventaja de los años y el hecho de haber 263 vivido con gran intensidad los sucesos que narran sus libros, las ideas que en ellos campean. Estaba Max Aub en correspondencia con sus compañeros de oficio. Mientras que en el destierro, y en especial los primeros años, hubo una incomunicación casi completa con los escritores que se habían quedado en España, sufriendo todos los rigores de la dictadura, Max se escribía con los viejos amigos, se ocupaba de leer sus libros, se mantenía alerta y esperanzado. Recuerdo bien la tarde en que Max Aub nos invitó a unos cuantos jóvenes de los que se agrupan ahora bajo el término de “nepantla” (Manuel Durán, Jomi García Ascot, Tomás Segovia, Roberto Ruiz) a su departamento, más bien estudio, a presentarnos con Dámaso Alonso que estaba de visita en México. Fue un encuentro absurdo, casi grotescamente memorable. Al preguntar por nuestros nombres, a Dámaso Alonso no se le ocurrió otra cosa que decirnos “¡Ah, Manuel Durán, hijo de Durán,...!” y así uno por uno, recordándose de quienes éramos hijos. Max Aub, sereno y en el fondo desconcertado, fumaba su pipa en silencio mientras se iba desarrollando la escena cómica. Es indudable que teníamos mucho que decirnos, pero la verdad es que nunca supimos, ni Dámaso Alonso ni nosotros, cómo cruzar el tajo que nos tenía divididos. Si llegamos a entendernos fue por la erosión del tiempo y no por una reconciliación que todavía no se daba. Max Aub, siempre curioso, apasionado e infatigable, fue de los primeros escritores transterrados en interesarse por el grupo de los entonces jóvenes que con buen tino puede llamarse “nepantla”. Su actitud se resume en el ensayo titulado “Una nueva generación.” La ocasión, presentar a Roberto Ruiz, narrador por quien sentía predilección, en el Ateneo Español de México. La fecha: enero de 1950. A más de medio siglo, intentaré bosquejar algunas notas al margen de aquellas palabras. Ante todo, recordar que fueron dichas con buena intención y enérgica sinceridad. Nada de elogios retóricos ni paráfrasis amables. Por 264 lo contrario: fue una presentación dura y sobria. Tan escueta que de sus tres o cuatro páginas, al joven novelista no le tocaron sino dos párrafos finales. Un ejemplo y pretexto para hablar de los que por esos años habían publicado las revistas Clavileño, Presencia y Hoja. Otras, más precisas y elocuentes, vendrían después. Así como muchos libros individuales: poesía, cuento, novela, ensayo. Expresiones, algunas muy notables y supongo bien conocidas, de una promoción literaria que por diversas circunstancias no tenía mucho espacio donde hacerse escuchar. Lo que pueda valer deben ponderarlo sus lectores, pero no es éste el momento oportuno para referirme a ello. Me limitaré a señalar y comentar brevemente los rasgos del perfil colectivo que, según Max Aub, caracterizan lo que definió como “una nueva generación”. Si partimos del supuesto de que “Quien dijo que somos de allí donde estudiamos el bachillerato enunció una gran verdad”, es un hecho, en efecto, que el grupo “nepantla”, es decir, los hijos de los exiliados españoles en México, pasaron por diferentes colegios y ambientes: España, Francia, México, Casablanca, Santo Domingo, Estados Unidos. Esto da diversidad a sus formaciones; diversidad que implica, por un lado, una más ancha perspectiva y, por otro, una dudosa ambigüedad. Y me permito comentar aquí: Max Aub enfatiza la segunda más que la primera. Verdad es que nada fácil resulta clasificar a estos escritores, pero ¿a qué insistir en el afán aristotélico de sistematizarlo todo? ¿No hay suficientes ejemplos en el mundo de lo indefinido, de lo proteico, de lo mixto? Nada claro resulta ya el esquema taxonómico. Si en los datos el crítico es justo, no lo es en cuanto al tono, el matiz afectivo en el que creo reconocer un reflejo de su propia posición. Todavía hoy, en un reciente y monumental catálogo de su vida y obra, El universo de Max Aub (2003), abundan alusiones insoslayables a su mayor o menor adopción española, a su cosmopolitismo, a las coordenadas que desde Alemania o Francia hasta Valencia o México, 265 pasando por la legendaria de “judío errante”, pretenden fijarlo y rotularlo como a una mariposa. No, las cosas son demasiado complejas para encasillarlas. Un ejemplo clarísimo de individualidad humana es precisamente Max Aub, para mí el más fiel, sustancioso y consistente novelista del exilio español. En su breve conferencia dada en el nuevo y viejo Ateneo de la calle Morelos, derruido casi entero por el terremoto del 85, salvo la decrépita escalera de madera, especie de trágica ironía, el escritor enumeró con muy generoso detalle a los integrantes de lo que consideró una nueva generación: Rius, Espinasa, García Ascot, Blanco, Durán, Xirau, Tomás y Rafael Segovia; es decir, casi todos sus integrantes, incluyendo, desde luego, a Roberto Ruiz. Entre ellos, Alberto Gironella, entrañable compañero mexicano a quien en esos días muchos creían ser español. Poetas muchos –cosa que habrá de explicarse– de los que en su plática dio algunas citas que en cierto modo corroboran sus ideas acerca de los “nepantla”. Sin entrar en pormenores y yendo derecho a una certera caracterización, comenzó por decir: “Cogidos entre dos mundos, sin tierra firme bajo sus pies, influenciados por un movimiento filosófico irracionalista, con una España de segunda mano, no acaban de abrir los ojos a la realidad. Esa misma vaga disparidad hace que su posición política sea inestable.” Es obvio que se trata de una primera y muy rápida caracterización colectiva y como tal hay que verla ahora, y es obvio también que en 1950 no les cayó muy en gracia a los aludidos que la escucharon. Y a pesar de ello, con el tiempo, algunos fuimos entendiendo que Max Aub, en 1950 y a grosso modo, dijo con toda franqueza lo que pensaba, y no pensaba mal. Desde su perspectiva, estos hijos de exiliados, la segunda generación, como a veces se llama, fronteriza, hispanomexicana o “nepantla”, sorprendía por su aparente indiferencia política. Le parecían a Max Aub y a muchos escritores transterrados un extraño retoño, sorpresivo y muy distinto al que podrían esperar. Dice, por 266 ejemplo: “Estos jóvenes lo ven todo negro por la moda; flacos, templados, desfallecidos, acobardados”. Calificativos fuertes, sin duda, pero que deben explicarse según el contexto en el que se dijeron. En 1950 faltaban veinticinco años para que acabara (si es que acabó) la pesadilla franquista. Se iniciaba de inmediato otra más larga aún: la guerra fría. Sí, en efecto, no le faltaban razones a Max Aub, formado en la candente fermentación de las vanguardias, en los ideales de una juventud revolucionaria en todos los planos, para asombrarse de una generación que entraba en la república de las letras ensimismada, calladamente. En cierta ocasión, a propósito de unos poemas de Inocencio Burgos, pintor y poeta, el único bohemio rezagado en las tertulias de la época, me dijo Max Aub que le asombraba encontrarse de nuevo con un prerromántico del siglo XVIII a mediados del veinte. Esto es, toparse con algo así como las Noches lúgubres, de Cadalso. Y no resulta absurdo. Abundan en los libros de aquellos años, la melancolía, las nostalgias indefinibles, la angustia que no se nombra y sin embargo está presente no ya en las palabras, sino en el tono y en el ritmo. Pesimistas, sin duda; “terriblemente respetuosos”, los llama Max Aub. Y me permito comentar que tiene razones, vistas claro está en su tiempo, pues todos ellos habrían de madurar, transformarse, y creo que para bien. Razones, argumentos, sí, pero no una explicación cabal. Y esto ocurre porque, habiendo llevado a cabo una especie de diagnóstico apresurado, no se detiene a buscar las causas, los orígenes. Les falta empuje, dice, empenta al decir de los catalanes. “¡Qué caramba!, a pesar de lo que dicen los periódicos, todavía sale el sol cada día, a la hora convenida”, recuerda el escritor, una vez más lleno de entusiasmo, ese entusiasmo demoníaco que debe enardecer a los poetas. No dispongo ahora de pruebas para contradecirlo, pero sí me permito anotar algunas condiciones dignas de tomarse en cuenta. Por lo pronto, hay generaciones revolucionarias y generaciones acumulativas. Los “nepantla”, en efecto, entre dos mundos, dos tierras, dos 267 tiempos, pueden situarse en lo que Paz, refiriéndose al joven Manuel Durán, llegó a nombrar “limbo”. Tal vez. En lo que Max Aub yerra es en los orígenes de ese imaginario limbo. Parece escamotearlos, cosa rara en él, casi siempre directo. No son afrancesados, como creía, tachando de paso como artificiales nada menos a Racine y Sartre; no son tampoco existencialistas de la rive gauche. Es cierto que a mediados de lo que ahora es siglo pasado, hubo sin duda una “moda” existencialista en filosofía, novela, cine, con fuertes alcances en la Universidad, concretamente en Filosofía y Letras, donde se reunían aquellos nuevos escritores; es cierto que a los nuevos poetas tanto les repelía el comunismo como el capitalismo, pero en lo que yerra el juicio crítico es en no subrayar una nueva circunstancia muy evidente. Y a mi modo de ver el ensayo, de Max Aub, omite dos hechos básicos. Que la supuesta segunda generación de exiliados en primer lugar no es exiliada. La guerra civil les fue dada en su infancia y adolescencia como un destino fatal. No hubo en ellos voluntad ni elección. El exilio, como ha escrito certeramente Tomás Segovia, ha sido una condición de vida. Vivieron la guerra o más bien las guerras, en el espejo y en el escarmiento de sus mayores, es decir, en el mismo Max Aub, por ejemplo. Mucho va de Sala de Espera a sus escritos posteriores. La desilusión, el escarmiento, fueron las primeras lecciones aprendidas. Recuérdese, a esta hora de rescates y homenajes, que la guerra de España se prolongó en el destierro, diez, quince, veinte años, con todas sus contriciones, balances, recriminaciones y rectificaciones. El propio Max Aub fue más de una vez objeto de aquellos derrumbes. Quiero añadir, además, que la nueva generación se formó, nació al mundo literario, en México y por lo tanto en otro espacio y tiempo. Max Aub mismo vive más de la mitad de su vida consciente en México, qué decir de los “nepantla”, cosa en la que habrá de insistir en otra ocasión. Y el estar entre dos mundos, en el fondo dos tiempos, condiciona, a la vez, incertidumbre y certeza. 268 Muchas gracias México, 28 de octubre, 2003