La sociedad colonial dominicana del siglo XVI: Mitos y realidades Palabras pronunciadas por el profesor Franklin Franco en el acto de inauguración de la Cátedra Fray Antón de Montesino en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Octubre 3 del año 2012 Franklin Franco La historia que todos nosotros hemos aprendido en la escuela y en no pocas universidades está llena de mitos, tergiversaciones y omisiones. En honor a la verdad, debo expresar que el fenómeno no es exclusivo de nuestro país, pues lo mismo ha ocurrido en una buena parte de las naciones latinoamericanas y también en los Estados Unidos. Pero debo advertir que en las últimas décadas ha surgido en nuestro país un pequeño grupo de sociólogos, historiadores, economistas, etc., que han realizado notables esfuerzos por esclarecer muchos aspectos oscuros, muchas interpretaciones maliciosas y no pocas mentiras burdas que aparecen en los textos tradicionales con los cuales nos han educado. Pero este esfuerzo sin embargo no ha sido suficiente. Además en los textos que la educación oficial utiliza para le enseñanza, y también en los que actualmente están vigentes en muchas universidades, se omiten estas importantes y novedosas aportaciones. De lo anterior se desprende que estamos frente a la presencia de una conjura que lleva casi cien años, expresamente dirigida a mantener en la confusión y en la mentira a la juventud dominicana. Principales instrumentos de esa conjura han sido los intelectuales de nuestro continente: historiadores, economistas, profesionales de las ciencias sociales en general, que han asumido como verdaderas las versiones sobre nuestra historia económica y social, elaboradas por historiadores, economistas y sociólogos europeos, y muy particularmente, españoles. 1 Así por ejemplo, todos los textos utilizados para la enseñanza de la historia en nuestro país desde se inician con el tema titulado: Descubrimiento de América y de nuestra isla, por lo que subrayamos que las falsedades comienzan desde el principio. Por ese motivo nos vemos obligados también nosotros a comenzar nuestra exposición también por ese punto, sosteniendo de entrada que en 1492 no hubo tal descubrimiento, ni mucho menos de la isla de Haití que habitamos, posteriormente bautizada, primeramente como La Española y más tarde como Santo Domingo. A decir verdad, los auténticos descubridores de América, según lo establecido por la ciencia moderna, fueron los miembros de las tribus o clanes de la era del paleolítico, los primeros, y otros grupos del mesolítico, todos procedentes de Asia, que en diferentes oleadas cruzaron el hoy llamado estrecho de Behring y se desparramaron durante cientos de años por la parte Norte, y luego, por todo nuestro continente hasta alcanzar el cono sur. Muchos más tarde, durante los siglos X y XI, los vikingos, llegaron a Terranova y otros puntos de Canadá. En ese mismo orden debemos agregar, que científicamente tampoco puede registrarse con la denominación de descubrimiento el arribo en tres carabelas, el 5 de diciembre de 1492, de los expedicionarios encabezados por Cristóbal Colón, que desembarcaron por la parte norte de esta isla que habitamos. Quienes en verdad llegaron por primera vez a la isla de Haití o Babeque, se establecieron en ella y desarrollaron una vertiente cultural que en la época moderna los antropólogos han denominado como taina, fueron los arahuacos, aborígenes procedentes de lo que es hoy la costa norte de Venezuela y Colombia. Los arahuacos llegaron aquí varios siglos antes que arribara la expedición capitaneada por Cristóbal Colón. En tal virtud, fueron los arahuacos los verdaderos descubridores de nuestra isla. Las informaciones que estoy ofreciendo no constituyen nada nuevo. Todo esto lo conocían (y conocen) muy bien los autores de los textos de historia con los cuales se enseñaba (y aún se enseña) en el sistema educativo oficial y en nuestras universidades. 2 Pero entonces, seguramente deben estar pensando muchos de los que me escuchan ¿Por cuales motivos estos historiadores no informaron en sus libros esas verdades? La respuesta a esa interrogante envuelve una realidad amarga que atañe, no solo al ordenamiento educativo nacional, sino también, como hemos expresado, a todo el continente y es la siguiente: la enseñanza de la historia, también la economía y otras ciencias sociales, en casi todos nuestros países ha sido diseñada para moldear la mente de la juventud con concepciones ajenas al propio desenvolvimiento real de los hechos. Esa tarea, o para mejor decir, ese proyecto malsano ha sido planificado sistemáticamente y científicamente. Todo lo anterior nos obliga a expresarles, teniendo como referencia siempre a nuestro país, que aquí una cosa ha sido la historia escrita, la que leemos en los manuales y otra cosa muy distinta, la historia real, es decir, la historia en la manifestación viva de los acontecimientos. Por esa razón en casi todos los textos con los cuales nos han enseñado los elementos esenciales de nuestro pasado, cuando es abordado el tema relativo a la llegada de los expedicionarios españoles que acompañaron a Cristóbal Colón a nuestra isla el 5 de diciembre de 1492, se emplea el falso término “descubrimiento” y no el verdadero, el de invasión. Entiendo perfectamente que para no pocos de los estudiantes que me están escuchando, la definición del “descubrimiento” de América como invasión puede resultar sorprendente o chocante. Pero debo agregar, para sacarlos de dudas, que las primeras medidas tomadas por los expedicionarios españoles a su llegada, permiten denominar ese acontecimiento de la manera como lo hemos hecho. ¿Cuáles fueron estás medidas? La apropiación, por instrucciones de la monarquía española, de las tierras y las riquezas en el lugar donde llegaran, en este caso, tierra de propiedad colectiva de los aborígenes, e inmediatamente después, su distribución entre los invasores a titulo de donación real, junto al sometimiento mediante la violencia al orden esclavista de sus habitantes, que vivían en un ambiente social de plena armonía, de tranquilidad y de paz, 3 dedicados al trabajo creador en sus predios agrícolas, a la caza y la pesca, a la formación de sus hijos y al cuidado de sus ancianos. La usurpación en nombre de la corona española de parte de los expedicionarios de Colón, de la propiedad colectiva de las tierras de nuestros aborígenes, que en aquel momento como sociedad transitaban el período que la ciencia de la antropología clasifica hoy como comunismo primitivo (también como neolítico), constituye sin ninguna duda la primera prueba que nos permite calificar lo ocurrido aquí, a partir del 5 de diciembre de 1492, como una invasión extranjera que tuvo como propósito fundamental la conquista territorial y sus riquezas con fines de explotación económica y comercial. Por lo tanto, hay que expulsar de nuestro sistema educativo esa vieja y obsoletas visión que nos presenta esa invasión, como el producto de la vocación civilizadora y evangelizadora de los monarcas españoles. Las famosas capitulaciones de Santa Fe, documento mediante el cual los reyes católicos asumieron la responsabilidad en esa invasión, fue en verdad un acuerdo comercial muy claro, que contemplaba incluso la distribución de las ganancias en términos porcentuales. En resumen: el uso inadecuado del término descubrimiento en lugar del concepto invasión, que es el verdadero, es parte de un proyecto funesto que ha tenido como propósito fundamental el introducir en la mente de nuestros jóvenes, interpretaciones creada por quienes fueron nuestros dominadores, a fin de moldear sus pensamientos acorde con la visión ideológica del colonialismo, todavía imperante en casi todo el mundo. Papel fundamental en ese camino lo ha jugado el sistema educativo oficial generalmente administrado y orientado –al igual que nuestro ordenamiento político- por intelectuales que han puesto su talento al servicio de la dominación extranjera. Otro de los grandes mitos que nos han trasmitido como verdad absoluta y que nuestros niños y jóvenes tienen que aprender en sus escuelas, aceptar como verdadero, y repetir de manera obligatoria para poder aprobar sus cursos correspondientes, gira en torno a la sociedad colonial del siglo XVI. Según los libros con los cuales nos hemos educado –manuales que muy poco informan sobre las características del más grande genocidio registrado en 4 la historia de la humanidad hasta este momento, como lo fue el completo exterminio de la población aborigen en tan solo tres décadas- según esos manuales, repito, nuestros colonizadores crearon en La Española una sociedad esplendorosa, admirable en todos los sentidos, con ciudades que alcanzaron niveles de desarrollo comparables a las principales de la metrópolis. Según esta visión fantasiosa, pregonada aquí por personajes que hoy son cumbres y paradigmas de nuestro mundo intelectual, la ciudad de Santo Domingo fu considerada en aquella época como la Atenas del Nuevo Mundo y Fray Nicolás de Ovando, segundo gobernador de las Indias, quien fue el brazo y la mente ejecutora de la política de exterminio de los tainos durante la conquista de nuestra isla por los invasores, es presentado por esa pseudo historia que nos enseñan en nuestras escuelas, como uno de los más preclaros urbanistas y constructores de nuestro continente. De paso es necesario recordar aquí, que el reconocimiento a este incendiario y empedernido genocida ha llegado tan lejos en nuestra patria, que en conmemoración a sus “aportes”, desde hace muchas décadas, una de las principales y más transitadas calles de la capital de la República, lleva su nombre. Como una contribución simpática, pero en el fondo ridícula –a la construcción de la imagen esplendorosa e idílica de nuestro pasado colonial, ciertos historiadores de la segunda ciudad importante de nuestro país, Santiago, se han inventado la versión que atribuye a treinta caballeros de la orden española de Santiago el Mayor, la iniciativa de su fundación en 1495. Esa población fue erigida como ciudad mediante Cédula Real del Rey Fernando el 6 de diciembre de 1506. Sobre ese infundio debemos decir, que es de dudar que en aquellos días residieran en la isla una docena de caballeros, título que solo alcanzaban en España los hidalgos considerados como muy meritorios. La especie sobre la presencia de treinta caballeros como fundadores de Santiago no es obra de la casualidad, sino que sigue el rumbo de las narraciones fantasiosas tradicionales que han tratado de convertir la primera etapa de la vida de nuestra historia colonial, en una novela rosa que se desenvuelve en un hermoso puro y limpio ambiente social supuestamente creado aquí por la nobleza y los hijosdalgos castellanos. 5 Nada más alejado de la verdad. Los documentos históricos son categóricos en sostener, primero la bajísima calaña de la mayoría del conjunto de los primeros pobladores que acompañaron a Colón en sus primeros viajes, y asimismo de los que llegaron en la gran expedición de 1502 de Fray Nicolás de Ovando. Dentro de tales grupos no pocos eran delincuentes expresamente excarcelados para que acompañaran a Colón y Ovando. En definitiva una buena parte procedían, del bajo mundo ibérico, pues en verdad, muy pocos españoles de bien, con trabajo seguro en la península o con recursos suficientes que le garantizaran una vida estable junto a sus familias, y en sus sanos juicios, se mostraban inclinados a embarcarse hacia América, acción considerada con razón en aquellos momentos como una aventura peligrosa. Cierto es, en el segundo y tercer viaje de Colón y en la gran expedición de Ovando quien llegó a nuestra isla con cerca de 2,500 expedicionarios, se embarcaron algunas personalidades de cierto valor social, moral y hasta religioso, como lo fueron el padre Boil y el Dr. Chanca, pero estas últimas excepciones no sumaban cuatro docenas entre los 8 mil o 12 mil viajeros que llegaron a esta isla entre 1492 y 1510; algunos para permanecer en ella, un parte considerable solo para hacer escala a la espera del abastecimiento de sus naves para seguir su aventura hacia otras islas o hacia territorio continental. Todos envueltos en febriles afanes de enriquecimiento verdaderamente demenciales. Dicho toda claridad, la mayor parte de los varones españoles –mujeres llegaron muy pocas- que viajaron a nuestras tierras en aquellos años, salvos los sacerdotes franciscanos y dominicos, procedían de los sectores más bajos de la sociedad española. Estos infelices, casi todos analfabetos, decidían tomar el camino de esa aventura, ganados por la propaganda muy bien orquestada en la península, que describía a nuestros continente y a sus islas como la tierra prometida, donde el oro y la plata fluían por ríos y montañas, tan espléndidamente que permitía el enriquecimiento como en los cuentos de hadas. Añádase a lo anterior, la creencia de que en América se encontraba la fuente de la eterna juventud y la atractiva fabula que hablaba de que aquí se encontraba el paraíso mencionado en la biblia. 6 De las anteriores observaciones sobre las características de los expedicionarios españoles se desprende, que con ese material humano llegado a nuestro territorio en aquellos años, no era posible construir una sociedad colonial que pueda ser considerada, como nos han contado algunos mentirosos, “Atenas del Nuevo Mundo”. Y en ese orden los documentos históricos procedentes de los propios archivos españoles son contundentes. Tan tempranamente como 1508, cuando la ciudad de Santo Domingo era apenas un asomo con 500 vecinos, ya existían en ella casas de prostitución y de juegos prohibidos y la vida social producía sus primeros escándalos y no pocos delincuentes condenados en la península practicaban sus reincidencias. Como un verdadero faro de luz esperanzador apareció en aquella época de tinieblas: la fundación de un Centro de Estudios Generales fundado por los padres dominicos, y poco más tarde, la creación mediante la bula “In Apostulato Culmine” en 1538, de la Universidad Santo Tomás de Aquino, y en ese mismo orden, el funcionamiento de varios monasterios. La descomposición social y moral de la sociedad colonial aquí establecida alcanzó tal magnitud que fue motivo de preocupación de sacerdotes, relatores y cronistas. Oviedo, designado por la monarquía cronista oficial de Indias, quien vivió aquí largos años escribiendo su Historia Natural de las Indias, y por tanto testigo singular, describió el ambiente de los burdeles o como él e llama, de las “casas de luxuria” de la ciudad de Santo Domingo, señalando que eran frecuentados no solo por aventureros, marinos y picaros, sino también “furtivamente” por los altos funcionarios de la administración colonial. Y aprovechando esa cita en que Oviedo nos habla de los altos funcionarios coloniales como violadores de las “buenas costumbres”, como asiduos visitantes a burdeles y casas de luxurias, permítanme ofrecerles esta primicia: Para una investigación que estoy realizando sobre este período de la historia dominicana, he codificado el número de funcionarios de la colonia que, en los primeros cincuenta años de la vida colonial registraron problemas con la justicia. No he terminado aún con el estudio y ya tengo registrado los nombres de cerca de cien funcionarios en posiciones de la más elevada importancia, 7 tales como magistrados de la justicia, es decir, jueces de la Real Audiencia, altos oficiales del ejército colonial, tesoreros de la colonia, oidores; veedores, abogados, e incluso, varios gobernadores y sus esposas, etc., con acusaciones y condenas, por diferentes actos de corrupción. Entre las acusaciones más comunes que he encontrado resaltan, las siguientes: Desfalcadores de los fondos públicos, la de contrabandistas y la de adúlteros. Durante el siglo XVI, solo durante 20 o 30 años después del surgimiento a partir de 1512 de la industria azucarera bajo explotación esclavista, nuestra isla registro algún nivel de desarrollo, pero sucumbió prontamente, primero, por las constantes insurrecciones de los negros esclavos y el surgimiento del cimarronaje y los manieles; segundo, por la inclinación de sus pobladores a abandonar la isla para dirigirse a México y Perú, donde se habían descubierto grandiosas minas de oro y plata, y también, por la casi absoluta monopolización del comercio de parte de los comerciantes de la metrópolis que controlaron el comercio en América, mediante La Casa de Contratación de Sevilla. Esa monopolización de la actividad comercial trajo su respuesta: la generalización del contrabando, conducta que subrayo, envolvió prácticamente a toda la población y de la que nos escaparon los funcionarios de la colonia. Esa situación solo pudo ser detenida con una formula funesta: la despoblación por orden de la monarquía de la banda norte de la isla de 1605 y 1606, que hundió a Santo Domingo durante más de un siglo de la más absoluta miseria. En el examen de los libros dominicanos que son empleados en la enseñanza de nuestro pasado, llama poderosamente la atención la poca atención que se le dedica a la cuestión de la esclavitud, y la casi total ausencia del fenómeno del cruzamiento racial, primero entre indios y blancos europeos, y más luego, entre negros y blancos. Y lo que es más significativo: la total ausencia a la fuerte vigencia del prejuicio racial, establecido por las leyes coloniales. El olvido de este último tópico, puesto que ocurre en una sociedad como la nuestra, mayoritariamente mulata y resultado de ese cruzamiento, que debemos subrayarlo, se inició de manera forzada mediante el uso de la 8 violencia del hombre blanco europeo sobre la mujer india, y más luego, contra las hembras negras, resulta de extrema gravedad. ¿Cuál ha sido el propósito de esos olvidos, de esas omisiones? El mismo que le he señalado desde un principio: el difundir entre nosotros una visión de nuestro pasado moldeado en los esquemas ideológicos del colonialismo, sobrecargados de una visión racista que postula la superioridad del blanco sobre el negro y el indio No estoy exagerando. En nuestro país, los pocos autores que han tratado el tema de la esclavitud, silencian la existencia del prejuicio racial durante la colonia. Según explican, fruto de la existencia aquí de lo que han denominado como “esclavitud patriarcal”, en nuestro país los amos blanco y los negros esclavos convivían en completa armonía; en el marco de unas relaciones tan cordiales, según refiere uno de los historiadores dominicanos de mayor reconocimiento, que los esclavos, luego de alcanzar la manumisión, retornaban voluntariamente a vivir felices en casa de sus amos. Los autores de los textos con los cuales nuestros niños y jóvenes son educados, tampoco son justos cuando reseñan la participación de algunos personajes que ellos consideran de importancia para el conocimiento de los educandos. Siguiendo la corriente colonialista que ya hemos señalado, muchos de estos libros solo eligen como favorito a ciertas figuras del periodo de la conquista y colonización, cuyas actuaciones merecen, no el reconocimiento, sino el repudio, o cuando menos la exposición franca y sincera de sus desafortunadas acciones, como es el caso del ya mencionado matarife, fray Nicolás de Ovando. 9