Del amor y otros demonios o las erosiones del discurso inquisitorial

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Del amor y otros demonios
o las erosiones del discurso inquisitorial
Guillermo Tedio
mortega@metrotel.net.co
Universidad del Atlántico
Barranquilla - Colombia
“Cuanto más transparente es la escritura
más se ve la poesía”.
Abrenuncio
El título de la novela, Del amor y otros demonios, crea entre sus
términos un cruce anafórico y catafórico en que amor y demonios se
homologan a través del adjetivo indefinido otros. El título expresa, en
un primer nivel, el punto de vista ideológico del actante iglesia entendida esta en su antiguo oficio de Inquisición- puesto que el amor
es igualado a lo demoníaco, sobre todo cuando se produce entre un
sacerdote y una niña de doce años. Sin embargo, se siente allí una
ironía que deconstruye el sentido ideológico emitido por el estamento
iglesia. Hay alguien que se burla detrás de las palabras,
estableciendo, en un segundo nivel, un sentido que devela o revela el
carácter cohercitivo contenido en la idea de considerar al amor como
demonio. Esa oposición al amor explicaría la existencia de las dos
instituciones: el Convento de Santa Clara y el Manicomio de locas (no
de locos) de la Divina Pastora. Al fin y al cabo, ambos tipos de
mujeres han llegado allí por haber experimentado el demonio del
amor. Tenemos el caso de Dulce Oliva, quien enamorada del
marqués de Casalduero, fue recluída en el manicomio. La diferencia
estaba quizás en que mientras las monjas silenciaban al demonio del
amor que llevaban dentro, las otras se resistían al exorcismo y
preferían el camino del manicomio. De allí que muchas veces, como
dice el médico Abrenuncio, se había confundido la locura con la
posesión demoníaca.
La novela incluye el paratexto1 firmado por el reportero Gabriel
García Márquez, en Cartagena de Indias, en 1994. Hay que entender
que este Gabriel García Márquez no es el escritor de la vida real sino
un personaje más de la novela. El solo hecho mágico de la cabellera
de más de veinte metros saca de la realidad al narrador del paratexto
y lo instala o lo pone a vivir en la mera ficción. El reportero se
convierte en un narrador extradiegético, en el neologismo de
Genette2, en la medida en que es la primera voz de la novela, voz
continente, abarcadora, de primer nivel, en la que están incluídas
todas las demás voces. Y es además una voz homodiegética porque
pertenece a un personaje que participa en los hechos que está
contando: Un 26 de octubre de 1949, el reportero fue enviado por el
jefe de redacción Clemente Manuel Zabala a que investigara sobre el
vaciamiento de las “criptas funerarias del antiguo convento de Santa
Clara”. Así que el periodista llegó al antiguo claustro, observó a los
obreros sacando las osamentas, leyó los nombres en las lápidas, se
asombró de la caballera de veintidós metros con once centímetros
que se derramó fuera de la cripta de Sierva María de Todos los
Ángeles, conversó con el maestro de obra sobre el crecimiento del
cabello después de la muerte y recordó la leyenda que su abuela le
contaba sobre una marquesita “venerada en los pueblos del Caribe
por sus muchos milagros” y “cuya cabellera le arrastraba como una
cola de novia” (p. 11)3.
Este narrador reportero extra-homodiegético reenvía al lector a los
cinco capítulos de la novela, cuyos hechos son contados, ahora, por
un narrador intra-héterodiegético, es decir, por una voz de segundo
nivel, incluída y contenida en la primera, y que no participa como
personaje en los hechos que cuenta pues funciona como el narrador
llamado omnisciente por la tradición, a pesar de que en la trama se
mantienen algunos enigmas no resueltos como la muerte en un aljibe
del exorcista Tomás de Aquino de Narváez (es decir, el narrador no
lo sabe todo o no quiere decirlo todo). En realidad -lo sabemos por
los estudios de Genette y de Rimmon-Kenan- no se trata de un
narrador omnisciente sino de un focalizador pretendidamente
omnisciente que utiliza una voz intra-heterodiegética. Esta extraña
dependencia del llamado narrador omnisciente de un narrador
personaje se entiende cuando el reportero dice, refiriéndose al
hallazgo de la cripta con la larga cabellera de la marquesita
recordada por la abuela : “La idea de que esa tumba pudiera ser la
suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro” (p. 11,
énfasis agregado). En otras palabras, un yo-personaje narrador Gabriel García Márquez- ha creado la voz omnisciente que relata los
hechos de la novela. Debe quedar claro pues que el narrador
reportero que firma el paratexto no es, en la ficción, el narrador de los
hechos contenidos en los cinco capítulos. Y no lo es porque como
personaje concreto no puede tener la omnisciencia, si se respeta la
verosimilitud, mucho menos a doscientos años de ocurridos los
hechos, ni convertirse en esa entelequia que se filtra en la mente de
los personajes y escudriña sus obsesiones y pensamientos más
íntimos.
El yo narrador del paratexto establece una relación de diálogo con
el narrador omnisciente de los cinco capítulos, de tal modo que por
un lado, el juego ficcional es sentido y aprehendido por el lector como
una serie de hechos novelados que se siembran en la realidad
histórica gracias al apuntalamiento periodístico, y por el otro, el hecho
noticioso encuentra su desarrollo en la leyenda de la marquesita.
Leída la novela, el lector siempre regresará al paratexto prologal para
escuchar que toda ficción solo se justifica si nos ilumina un fragmento
de la realidad. El lector siempre pensará que los hechos novelados
son ciertos porque el García Márquez del paratexto -identificado con
el García Márquez somático a través de la figura del autor implicadoafirma que vio la cabellera de la marquesita, un día de 1949, cuando
el jefe de redacción Clemente Manuel Zabala -otro personaje
histórico- lo envió a buscar noticias para el periódico de Cartagena en
que trabajaban.
Julio Ortega, sobre el texto prologal, anota que su propósito “es
establecer un triple origen discursivo del relato : el del periodismo
inmediato, el de la memoria popular y legendaria, y el del enigma de
una palabra de la muerte”4.
La historia ocurre en Cartagena de Indias, en la segunda mitad del
siglo XVIII, cuando los remanentes autoritarios de la Contrarreforma
se aferraban aún al Santo Oficio para mantener en América el
comercio negrero que favorecía a los señores feudales dentro de los
cuales la iglesia, como aparato ideológico de estado, jugaba un papel
protagónico. En el paratexto, el personaje periodista dice que en el
año de 1949 escribió una noticia sobre la niña cuya cripta mostraba,
al ser destapada, una cabellera que había crecido un centímetro por
mes durante doscientos años, lo que remontaba su sepultamiento a
la segunda mitad del siglo XVIII, postrimerías de la época colonial.
Luego, en el cuerpo propiamente dicho de la novela, se nos narra
que la marquesita Sierva María de Todos los Angeles, en el mercado
y a la edad de doce años, fue mordida en el tobillo por un perro con
mal de rabia. Los médicos anunciaron que moriría
irremediablemente. La niña, pasados los días, comenzó a mostrar
cierta extraña conducta agresiva. El obispo dispuso que la joven
debía ser recluida en el convento de Santa Clara para que fuera
exorcizada porque estaba poseída del demonio. El exorcista, el padre
Cayetano Delaura, se enamoró de la jovencita y fue correspondido.
Sus amores se desenvolvían de noche, cuando él se introducía al
convento por un pasadizo secreto y se amaban amparados por los
sonetos petrarquistas de Garcilaso que Cayetano recitaba con
vehemencia. Convencido de la sanidad de la marquesita, intercedió
ante el obispo por ella, sosteniendo que no estaba poseída. Por este
motivo, fue relevado de su función de exorcista y bajo la sospecha de
sus desvíos de amor, el obispo lo degradó a ser enfermero en el
hospital de leprosos. Seguidamente, la joven comenzó a ser
sometida a la dureza de los exorcismos. La historia termina cuando
un día: “La guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión de
exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos
radiantes y la piel de recién nacida. Los troncos de los cabellos le
brotaban como burbujas en el cráneo rapado, y se les veía crecer” (p.
198).
La voz y conciencia de sabelotodo que se escucha en los cinco
capítulos es la del narrador con autoridad que ya en otras novelas y
relatos nos ha dado a conocer García Márquez. Desde la
competencia de este narrador se transmiten los distintos puntos de
vista que contagian el discurso de polifonía textual e ideológica,
dialogismo e ironía. Por ejemplo, hay un contacto bastante estrecho
entre esta novela y Los cortejos del Diablo (1970), de Germán
Espinosa. Un hecho ya estudiado por la Sociología clásica de la
literatura (Lukacs, Goldmann), el grupo de Franckfurt y la Sociocrítica
(Cross, Zima) es el de que la sociedad con su lucha de clases y
grupos, el espacio y el tiempo en que el escritor emite su discurso o
produce su obra, determinan, como engranaje social y en muchos
casos de un modo no consciente, la visión o focalización que él tenga
sobre los hechos novelados, aunque estos sean sucesos del pasado
histórico lejano o “meros” productos fantásticos. Este idea de la
Sociocrítica me lleva a sopesar las visiones del mundo o mejor, las
estructuras mentales o ideologías que desarrollan Germán Espinosa
y García Márquez en sus respectivas obras sobre el tema de la
Inquisición.
El concepto de visión del mundo nos lleva a la idea de conciencia
posible, es decir, al conjunto de aspiraciones que responden a los
intereses de una clase o grupo social, mientras que la ideología, por
su carácter de parcial, falsa y deformante, nos acerca a la idea de
que un grupo o un individuo está alienado por las estructuras
mentales de otros grupos sociales.
Espinosa escribe Los cortejos del diablo entre octubre de 1967 y
septiembre del 68 y la publica en noviembre de 1970, es decir, en
pleno auge propagandístico internacional del proyecto de sociedad
marxista, lo que indudablemente va a determinar que les dé la voz a
los que no la tienen, como ocurre con el grupo étnico de los negros
cimarrones en la Cartagena de la inquisición. El discurso se vuelve
así profundamente polifónico y dialógico en Espinosa. El narrador se
escinde en múltiples y variadas voces que se cruzan impulsadas por
las dos isotopías básicas de la novela : la ideología inquisitorial y la
ideología mágico-libertaria de los negros cimarrones.
Veamos, por ejemplo, un fragmento de los monólogos de Juan de
Mañozga, el inquisidor de Los cortejos del diablo. Aquí el discurso del
Torquemada aparece resquebrajado por el triunfo de la brujería
africana: “Tantos, tantos nombres de brujos brujuleados en mi
cerebro, apañuscados, felpudos como murciélagos de convento, y yo,
Mañozga, trepado en este mirador, escrutando la noche oceánica
que se tragó al Adelantado, en desquite de sus orgías y
malandanzas, y sabedor, sí, sabedor de que, al mover la vista,
encontré la pululante bandada baladora, baladrante, con las malditas
candelillas recorriendo los cuerpos macerados por ungüentos de tripa
de sapo. Es la vejez, Mañozga, es la vejez el infierno, es la vejez la
Caína, y yo me la labré de antemano con venirme a estas tierras de
Belcebú, donde el sol no se sacia, te chupa la sangre y te la saca
hecha agua de borrajas. Es la vejez el infierno”5.
El contacto intertextual6 entre la novela de García Márquez y la de
Germán Espinosa encuentra su razón de ser en que todo relato sobre
la inquisición tiene necesariamente que referirse a los tópicos de la
posesión demoníaca, la brujería, los exorcisimos, la persecución a los
científicos o filósofos y, por supuesto, la oposición del poder
inquisitorial al amor y a los desahogos del cuerpo, es decir, hay allí
toda una formación discursiva, como la llama Edmond Cros7, que
responde a una formación ideológica y a una formación social. La
diferencia fundamental entre la novela de García Márquez con la de
Espinosa, a nivel de la trama, estaría en que el primero introduce una
historia de amor garcilasiano, extremada en el hecho de ocurrir entre
el exorcista y la poseída, y el segundo no nos cuenta una historia de
amor, aunque los que ejercen el Santo Oficio y miembros de la
nobleza como Catalina de Alcántara, presumiblemente hija
extramatrimonial del rey Felipe, se dediquen a desaforados ejercicios
del cuerpo. Tampoco podía faltar la persecución a un portugués barbero y sacamuelas en Espinosa, médico en García Márquez-,
motivo que encuentra su explicación en la pugna internacional por el
dominio económico de los mares entre España y Portugal.
En la novela de Espinosa se respira cierto aire de autonomía y
dominio de las formaciones discursivas de la negrería, del discurso
de la hechicería africana, hasta el punto de que al final de la novela,
los brujos se llevan el cuerpo y el alma del inquisidor Juan de
Mañozga:
“Y las brujas bajaron y alzaron el cuerpo monumental del
Inquisidor por los aires impregnados de azufre, para conducirlo
a Tolú, tierra del bálsamo, donde por toda la eternidad habría
de besar a Buziraco -el espíritu de Luis Andrea- su salvohonor
negro y hediondo.
“Y lo asegura el romancerista: aún se oye en las noches
cartageneras el último grito de Mañozga al perderse entre las
nubes.
“-¡Zopenco de mí, que un día me vi en sueños Papa de Roma
! ¡Bien merecido lo tenía ! ¡Güevón de mí... !”8.
En otras palabras, pienso que el aire de cercanías del cambio social
que la propaganda marxista hacía respirar por el mundo en la década
de los setenta, va a determinar que el discurso de Espinosa
desarrolle cierto optimismo, cierta utopía de triunfo, sin importar que
esté novelando hechos acaecidos doscientos o más años atrás. Al fin
y al cabo, toda obra sobre el pasado es una visión sobre el presente,
o mejor, toda novela sobre el pasado es un pretexto para expresar la
utopía del presente.
En relación con la novela de García Márquez y aplicable también a
la de Espinosa, dice acertadamente julio Ortega: “Esta escéptica
parábola sobre la autoridad es también una reflexión íntimamente
desencantada sobre nuestro tiempo presente, hecho de nuevos
fundamentalismos y más víctimas”9.
La novela de García Márquez, escrita y publicada en 1994, en pleno
derrumbe y desprestigio del modelo marxista, se construye con un
discurso mesurado en cuanto a la actitud de darles la voz a los
grupos que no la tienen. No quiero decir que se trate de un discurso
monológico y monofónico en el sentido de sentirse solo la ideología y
la voz del Santo Oficio, por que en García Márquez, el discurso
inquisitorial se deconstruye y erosiona permanentemente pero sobre
todo a través de la ironía y no desde la posición triunfal de los negros
como grupo social. Mientras que en Espinosa, el final de la novela
muestra un mundo invadido por el aquelarre cimarrón llevando al
infierno a Mañozga, en García Márquez, el final muestra a la heroína
Sierva María de Todos los Angeles muerta no solo de amor sino por
la tortura de los exorcismos, y al héroe Cayetano Delaura degradado
a enfermero de leprosos: “Cayetano llegó al final de sus fuerzas. Fue
puesto a disposición del Santo Oficio, y condenado en un juicio de
plaza pública que arrojó sobre él sospechas de herejía y provocó
disturbios populares y controversias en el seno de la iglesia. Por una
gracia especial cumplió la condena como enfermero en el hospital del
Amor de Dios, donde vivió muchos años en contubernio con sus
enfermos, comiendo y durmiendo con ellos por los suelos, y
lavándose en sus artesas aun con aguas usadas, pero no consiguió
su anhelo confesado de contraer la lepra” (p. 196).
De un modo menos ostensible, en la novela de García Márquez
también se percibe la demonización que sufren los agentes de la
autoridad: la abadesa, el obispo, el marqués y su esposa. De la
abadesa dice el propio obispo: “Si alguien está poseído por todos los
demonios es Josefa Miranda”, dijo. “Demonios de rencor, de
intolerancia, de imbecilidad. ¡Es detestable!” (p. 128). Del obispo dice
el narrador que estaba “corroído por un asma maligna” y “su
respiración era grande y pedregosa” (p. 72 y 74). El marqués de
Casalduero, padre de Sierva María, siente que se está pudriendo, lo
mismo que su esposa Bernarda, a quien el médico Abrenuncio
encuentra “en carne viva, desnuda y abierta en cruz en el suelo, y
envuelta en el fulgor de sus flatos letales” (p. 67). Y el mismo
lenguaje construye muchas de sus referencias al demonio a partir de
animales tomados por la tradición como encarnaciones diabólicas:
cerdo, gallo, chivo, iguana, araña, comején, serpiente, tigre.
Al final, queda la imagen del crecimiento del cabello de Sierva
María, un centímetro por mes durante doscientos años, como una
metáfora hiperbólica de la continuidad del amor y la vida.
El narrador dominante que orienta el foco o los puntos de vista de la
historia, deja escuchar la voz o la ideología del grupo social de la
iglesia inquisidora, la concepción del mundo de una clase feudal que
apoyada en la Contrarreforma se oponía al contenido de la palabra
libertad: el amor, la ciencia, los libros de imaginación como el Amadís
de Gaula, El quijote, Voltaire con sus Cartas filosóficas, la poesía de
Garcilaso de la Vega.
Esta ideología autoritaria representada principalmente en la figura
del obispo De Cáceres y Virtudes aparece horadada por la ironía de
una mirada que seguramente viene de la clase víctima compuesta
por los negros, mestizos, el médico Abrenuncio, Sierva María y
finalmente el padre Cayetano Delaura, quienes a pesar de provenir
respectivamente de distintos estamentos -esclavos, servidumbre,
ciencia, nobleza criolla y clero-, conforman el grupo que sufre la
violencia. Esta ironía que desacraliza desde lo demoníaco, aparece
ya expresada en el título de la novela en el que late el señalamiento
de que alguien concibe al amor como demonio. En realidad, todo el
discurso aparece atravesado por la isotopía de lo demoníaco. El
nombre Sierva María de Todos los Ángeles es un apelativo que
resulta irónico pues la sobreabundancia de sus términos religiosos no
corresponde con el alma indomable de la jovencita. Sierva María,
abandonada por el desamor de sus padres a la educación que le
impartieron los negros esclavos sirvientes en la casa del marqués,
fue rebautizada con el nombre de María Mandinga, alias que en su
contradicción expresa la pugna de dos ideologías religiosas, de dos
culturas, de lo sagrado y lo demoníaco, de lo judeo-cristiano y lo
africano.
Hija del marqués de Casalduero y de Bernarda Cabrera, es decir,
hija de la nobleza criolla, Sierva María fue criada por los esclavos
negros de la casa, quienes le inculcaron toda su rebeldía agazapada,
todos sus anhelos de libertad, sus costumbres, su fe y hasta sus
gustos gastronómicos. Sierva María es entonces una blanca de piel
pero con el alma de negra. “La niña, hija de noble y plebeya, tuvo una
infancia de expósita. La madre la odió desde que le dio de mamar por
la única vez, y se negó a tenerla con ella por temor de matarla.
Dominga de Adviento la amamantó, la bautizó en Cristo y la consagró
a Olokun, una deidad yoruba de sexo incierto, cuyo rostro se
presume tan temible que solo se deja ver en sueños, y siempre con
una máscara. Traspuesta en el patio de los esclavos, Sierva María
aprendió a bailar desde antes de hablar, aprendió tres lenguas
africanas al mismo tiempo, a beber sangre de gallo en ayunas y a
deslizarse por entre los cristianos sin ser vista ni sentida, como un ser
inmaterial. Dominga de Adviento la circundó de una corte jubilosa de
esclavas negras, criadas mestizas, mandaderas indias, que la
bañaban con aguas propicias, la purificaban con la verbena de
Yemayá y le cuidaban como un rosal la rauda cabellera que a los
cinco años le daba a la cintura. Poco a poco, las esclavas le habían
ido colgando los collares de distintos dioses, hasta el número de
dieciseis” (p. 60).
Desde su iniciación de negra, Sierva María aprendió a mentir sin el
menor sentido de estarlo haciendo contra una ética sino como el feliz
subterfugio de una experiencia lúdica. Los negros esclavos debían
mentir siempre ante el amo para burlar la autoridad y el castigo y
poder sobrevivir. Mentir era para ellos una forma de mantener sus
sueños de libertad.
Como se puede ver, en las lenguas africanas que aprendió (yoruba,
congo y mandinga), en la fe africana que iluminó su rebeldía
(Yemayá, Olokun), en los alimentos que consumió (sangre de gallo,
escabeche de iguana, guiso de armadillo, criadillas y ojos de chivo
preparados “en manteca de cerdo y sazonados con especias
ardientes” (p. 89), Sierva María de Todos los Ángeles expresó y
practicó su alma de negra transmitida por la educación impartida en
el patio de los esclavos, donde recibía el amor que sus padres no le
daban.
Ya Julio Ortega, señaló tangencialmente el contacto entre Sierva
María y Cenicienta. Aunque con los padres vivos, la marquesita
recibe en su propia casa un trato de huérfana. También puede
señalarse el contacto transtextual (intertextual) de Sierva María con
Segismundo, el príncipe de La vida es sueño, de Calderón de la
Barca, uno de los ingenios del Siglo de oro español. Sabemos, por
sus declaraciones y su narrativa, que García Márquez ha dado
suficientes pruebas de su deuda con los autores de este periodo.
En la obra de Calderón10, para que no se cumplieran las
predicciones nefastas de los horóscopos y oráculos de que
Segismundo sería un mal hijo y un mal gobernante, el padre del
príncipe, el rey Basilio, lo recluyó desde pequeño en una cueva bajo
la vigilancia de Clotaldo. Así que Segismundo, obligado a no
socializar su vida, no sabía comportarse entre sus semejantes y
cuando su padre, para probar la verdad de los horóscopos, lo trajo al
palacio, aquel mató a un criado, peleó con su primo, el duque Astolfo,
e intentó abusar de Rosaura.
Del mismo modo que Segismundo y guardadas las proporciones
entre teatro barroco español y novela latinoamericana, Sierva María,
socializada entre negros y no entre blancos, cuando fue llevada al
Convento de Santa Clara -que tenía en sus claustros ochenta y seis
monjas españolas y treinta y seis criollas de las grandes familiaspara que se le practicara el exorcismo, se comportó como negra, es
decir, mintió, mordió la mano a una novicia que intentó quitarle los
collares de santería africana que llevaba al cuello, decía llamarse
María Mandinga, bebía el agua con gusarapos del estanque,
consumía alimentos considerados ofrendas de demonio (sangre de
gallo, ojos y criadillas de chivo), cantaba en lenguas extrañas (las
aprendidas a los negros), jugaba al diábolo y les ganaba a niños y
adultos, hechos que solo fueron comprendidos en su real tamaño por
la servidumbre esclava del convento pero interpretados por la
abadesa como signos inequívocos de posesión demoníaca. Y así
como el rey Basilio, al ver el comportamiento violento de su hijo, lo
recluyó de nuevo en la cueva donde lo había tenido, haciéndole creer
que su momentánea vida palaciega había sido un sueño, Sierva
María fue encerrada en su celda y sometida al suplicio del exorcismo.
Otro Contacto entre la obra de García Márquez y la de Calderón es
la ocurrencia en ambas de un eclipse de sol. Al nacer Segismundo,
“el sol, en su sangre tinto,/ entraba sañudamente/ con la luna en
desafío”11 y la madre murió al dar a luz, hecho que en la mente de
Basilio, el necio padre, confirmaba que el hijo sería un déspota si se
le criaba en sociedad. Del mismo modo, en Del amor y otros
demonios se produjo un eclipse que en el discurso de la inquisición y
en el ánimo agorero de las gentes confirmaba la presencia del diablo
en el cuerpo de Sierva María.
Sin lugar a dudas, con esta novela que toma como motivo narrativo
los antiguos hechos del Santo Oficio (amor como posesión
demoníaca, exorcismo, oposición a la ciencia, a la imaginación de la
literatura y a las ideas libertarias), García Márquez tiende una mirada
despiadada y tierna a la vez al presente, valiéndose del mejor
instrumento crítico: el lenguaje irónico, que va haciendo trizas todas
las “certezas complacientes” y poniendo en jaque todos los
autoritarismos, al tiempo que siembra la convicción de que en el
mundo todos necesitamos la utopía del amor.
Notas:
[1] Gérard Genette. Palimpsestos: Literatura en segundo grado.
Madrid : Taurus, 1989. p. 11. Genette define la paratextualidad
como “la relación, generalmente menos explícita y más distante,
que, en el todo formado por una obra literaria, el texto
propiamente dicho mantiene con lo que solo podemos nombrar
como su paratexto: título, subtítulo, intertítulos, prefacios,
epílogos, advertencias, prólogos, etc.”.
[2] Gérard Genette. Figures III. Paris: Editions du Seuil, 1972. p.
255-256.
[3] Gabriel García Márquez. Bogotá: Editorial Norma, 1974. Todas
las citas pertenecen a esta edición.
[4] Julio Ortega. “Del amor y otras lecturas”. En: Repertorio crítico
sobre Gabriel García Márquez. Tomo II. Compilación y prólogo
de Juan Gustavo Cobo Borda. Santafé de Bogotá: Instituto Caro
y Cuervo, 1995. p. 405-423.
[5] Germán Espinosa. Los cortejos del diablo. Bogotá: Editorial
Pluma, 1977. p. 15.
[6] Gérard Genette. Palimpsestos. p. 10-11.
[7] Edmond Cros. Literatura, ideología y sociedad. Madrid: Gredos,
1986. p. 187.
[8] Germán Espinosa. Op. Cit. p. 247.
[9] Julio Ortega. Op. Cit. p. 423.
[10] Calderón de la Barca. La vida es sueño, El Alcalde de
Zalamea. Barcelona: Planeta, 1994.
[11] Ibid. p. 48.
© Guillermo Tedio 2005
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