1 ¿EL COMPLEJO DE EDIPO EXISTE TODAVÍA? 1 CATHERINE CHABERT En numerosas notas que jalonan las diferentes ediciones de los Tres ensayos, hay, algunas líneas consagradas, muy brevemente, al complejo de Edipo y a sus efectos. Más exactamente las notas se sitúan en el capítulo del tercer ensayo “Las metamorfosis de la pubertad” con el título de “Barrera contra el incesto” – después de la evocación de los fantasmas originarios. Allí encontramos una pequeña nota que data de 1920: “ Se dice, con mucha razón, que el complejo de Edipo es el complejo nuclear de las neurosis y constituye el elemento esencial de su contenido. En él culmina la sexualidad infantil, la cual ejerce influencia de manera decisiva en la sexualidad del adulto por sus efectos ulteriores. Cada recién llegado al mundo humano, debe disponerse a poner fin al complejo de Edipo; aquel que no lo logra, está condenado a la neurosis. El progreso del trabajo psicoanalítico ha señalado siempre de manera muy clara esta significación del complejo de Edipo; el reconocimiento de su existencia se ha vuelto el schibboleth que distingue a los partidarios del psicoanálisis de sus adversarios.” 2 Recordemos en primer lugar que los Tres ensayos han sido totalmente redactados en la primera edición, e incluso en la de 1910, sin referencia explícita al complejo de Edipo. Quiero decir, sin que el término mismo sea evocado – incluso si el tema de las atracciones incestuosas y la confrontación a sus prohibiciones está presente, incluso si, de entrada, la sexualidad humana se construye en un sistema bifásico, separada por la pausa o suspensión de la latencia. Que el conjunto de la obra pues, pero también que toda la obra de Freud hasta 1910 se desarrolle fuera del Edipo, puede dejarnos pensando. Y por tanto estamos, en ciertos aspectos, enfrentados a esta ausencia o a esta negligencia. ¿Podemos pensar en una sexualidad infantil sin Edipo? ¿Podríamos considerar la construcción de la neurosis infantil, su a posteriori, su reviviscencia en el análisis – y 1 Adolescence, 2009 Paris. n. 27 : 65-79. 2 Freud, 1905, pág.170 2 en la vida – sin que los diferentes componentes de este conflicto, fundamental, fundador incluso, sean tomados en cuenta? La tendencia más fuerte consiste en considerar al complejo de Edipo como característica de las neurosis, y a pensar en otras modalidades de funcionamientos psíquicos en términos exclusivamente pre-edípicos. ¿Podemos considerar que el acceso al Edipo esté reservado a algunos y no a otros? O bien, ¿ se puede razonablemente pensar que, como lo escribe Freud “cada recién llegado al mundo humano debe disponerse a acabar con el complejo de Edipo? En esta perspectiva, son los modos de organización y elaboración del complejo de Edipo, sus vías de resolución también, quienes marcarán su especificidad y sus diferencias: deberíamos entonces admitir que las formas edípicas son variables y singulares, que no obedecen a un prototipo. En fin, si la clínica psicoanalítica ha visto ensanchar los límites de sus indicaciones, lo sabemos, es también en nombre de esta apertura que algunos abandonan, en estos casos, la referencia al Edipo considerando que lo esencial de la enfermedad psíquica remarca graves dificultades en las capacidades de elaboración de la angustia de pérdida, a las cuales los obstáculos narcisistas están generalmente asociados. Esta constatación clínica no puede ser desmentida. La pregunta que yo planteo la integra de alguna manera y voy a tratar de formularla lo más claramente posible puesto que la continuación de mis palabras se vinculará esencialmente a analizar los desarrollos y los avatares: ¿para hablar de narcisismo y de angustia depresiva, debemos por ello olvidar la pertenencia de uno y otro al campo de la psico-sexualidad ? ¿ Debemos establecer una línea de demarcación efectiva entre lo que compete a las investiduras narcisistas y lo que implica a las investiduras objetales? No podemos pensar- metapsicológicamente pero antes clínicamente – una dialéctica que, para cada uno, sigue movimientos contradictorios, pero también complementarios? A partir del momento en el cual yo formulo mi pregunta utilizando la palabra – trillada también, es verdad – de investidura, me sitúo irremediablemente en el campo pulsional, y en ese campo, la sexualidad ocupa su lugar, cualquiera sea la teoría a la cual nos remitamos: la que dibuja la oposición entre pulsiones de auto-conservación y pulsiones sexuales: la que, muy discutida, designa el doble movimiento de las pulsiones de vida y de las pulsiones de muerte. ¿Debemos olvidar que el narcisismo es un destino pulsional y que, por esto, se inscribe definitivamente en el dominio de lo sexual, cualquiera sea su objeto, incluso si a veces su negatividad lo lleva a los límites del vivo? 3 Tenemos costumbre de considerar dos grandes modelos en la obra de Freud: el primero, el de la histeria, representa los tiempos fuertes de la sexualidad infantil y del descubrimiento del inconsciente. Llevado por los fantasmas de seducción, nos arrastra hacia el lado de los movimientos pulsionales y de la represión, inscribe la diferencia de los sexos y de las generaciones. Podemos pensar que culmina con la emergencia del complejo de Edipo y el análisis de la ambivalencia, sin considerar la fuerza de su acción en la invención y los desarrollos del método. Condensa la esperanza en la resolución de los síntomas y la confianza en las construcciones meta-psicológicas. El segundo, el modelo melancólico, que no borra al otro, encuentra sus premisas desde 1914-1915, a partir de “Para introducir el narcisismo” y “Duelo y Melancolía”. Lleva las marcas de la decepción, del reconocimiento del masoquismo, del rechazo a curarse. Y no obstante, está lleno de nuevas invenciones, de avanzadas premonitorias, de una testarudez fructífera. Estos dos paradigmas, en mi opinión, continúan siendo pertinentes. No son ciertamente exclusivos y son susceptibles de ser conjugados juntos gracias a una gramática complicada. Es a partir de los dos motivos que pueden ofrecer formas animadas que yo deseo encaminar mis pasos a la búsqueda de las conexiones entre el complejo de Edipo y la angustia de pérdida del amor del objeto, motivos esenciales alrededor de los cuales los movimientos pulsionales, la dinámica de los fantasmas y las identificaciones sellan el devenir de la psico-sexualidad. Katia tiene veinte años, ya no es más una adolescente, pero ella no se considera tampoco como una mujer adulta. Permanece psíquicamente detenida en sus trece años, como si, en efecto, un desgarrón hubiera venido a cortar el hilo del tiempo. Es una joven grande, delgada y delicada, que parece esforzarse en esconder todo lo que pudiera constituir el menor indicio de seducción. Una cara demacrada, un peinado sobrio, gruesos lentes ocultando la belleza de sus ojos y una apariencia andrógina, éstos son los primeros recuerdos que conservo de ella. Desde hace diez años, desde su pubertad pero también desde la separación de sus padres, ella pasa horas escrutando en el espejo las marcas más imperceptibles de las imperfecciones de su piel. No soporta la menor aspereza, busca milímetro por milímetro, todo lo que, al mirar o tocar, pudiera alterar una cara que debe estar totalmente lisa y sin defectos. Debo precisar que estas marcas han sido invisibles para mi, y que a pesar de mi miopía, 4 parecían muy poco aparentes, sin duda gracias al arte de camuflarlas en el cual Katia se destaca. Cada mañana, cada noche, ella está a la pesca de estas marcas. Las ataca, las quiere destruir, pero el resultado está allí, cada día más desesperante a sus ojos: no solamente sus marcas se regeneran, sino que también su ensañamiento compulsivo para hacerlas desaparecer deja trazas que ella intenta borrar de cualquier manera. Sus consultas a dermatología y endocrinología se multiplicaron sin resultados. Y con razón... lo que comienza a inquietarla y motiva su visita es un nuevo síntoma que apareció hace uno o dos años. Pasa mucho tiempo, cada mañana, cada vez más tiempo, organizando lo que ella llama su “planificación”.Cada instante de su jornada debería entrar en un casillero definido en el horario. El tiempo que le toma hacer su agenda aumenta sin cesar, lo que la obliga a recomenzar indefinidamente para tomar en cuenta los atrasos acumulados. Mismo escenario, mismo ritual que para su piel. “Mi piel, mi tiempo, dice, es el infierno de mi vida”. No piensa nada más que en eso. Excepto que, a pesar de todo, se inquieta por su calamitosa vida amorosa y se perturba por su porvenir profesional. Fue por azar, que en una enésima consulta al dermatólogo, tuvo la idea de ir a ver a un psicoanalista. Sin convicción y sin esperanza, agrega enseguida ella, y sin embargo hela aquí que habla, voluble, ávida por decir, descargando un raudal de palabras y de lágrimas como si, de pronto, una simple presencia atenta hiciera saltar los cerrojos de su prisión. Durante largos meses, Katia se apresura y se esfuerza por mostrarme que nadie, ni ella por supuesto, ni yo evidentemente, llegará a liberarla de sus compulsiones. Para ella, ningún cambio puede ocurrir. Proclama sin cesar su independencia, y la fuerza de sus declaraciones está a la medida de su posición interna que, de mi punto de vista, mantiene una dependencia extrema con respecto a sus objetos, dependencia cuyo basamento esencial señala una repetición alienante que somete al Yo a la influencia del objeto y del narcisismo. En esta perspectiva, se puede considerar que muchas conductas compulsivas testimonian la dependencia al síntoma en si mismo, que se instaura ineluctablemente, se conserva y se embala porque sirve de máscara y de representante del objeto. El fundamento de la compulsión realza la lucha paradojal contra la pasividad, en el sentido que yo propuse definirla a partir de Freud, es decir, como “el ser excitado por el otro”, pero un otro que puede agarrarse a la red de la relación especular donde uno es el otro y el otro es uno. Lo que trato de decir, en esta breve presentación inicial de la cura de Katia , es que nosotros estamos aquí 5 confrontados a una forma de impasse narcisista, tope maligno que marca con su sello el compromiso transferencial. La versión de su historia, contada por Katia, era perentoria. Señalaba con el humor y la causticidad que la caracterizaban, el carácter banal, casi vulgar, tan común como decía ella, que se volvía hiriente, pues marcaba una representación de ella misma que defendía costara lo que costara: ella era cualquiera, afirmaba. Ella era del medio, mediocre y sin interés, si bien ella hubiera deseado por encima de todo ser alguien. Una historia banal pues: sus padres nunca se habían amado, o más bien no, su padre nunca había amado a su madre. Aceptó casarse con ella, por causa de ella, Katia, una niña en la panza!. El matrimonio se llevó mal durante trece años – Katia evacuaba literalmente el nacimiento de los dos niños que vinieron después de ella – después decidió separarse. Su madre estaba siempre herida, su odio contra su marido no había cedido nunca y se agravaba con el hecho de la soledad. El padre, era un monstruo de egoísmo y de crueldad inconciente y cada vez que ella hablaba de él, la voz de Katia subía varios tonos. No decía palabras demasiado fuertes para expresar su desprecio por él, la vergüenza de ser su hija, el horror que experimentaba cada vez que él se le aproximaba. Y sin embargo, ella era la única de la familia que lo veía. La figura del padre, objeto de toda su rabia y aflicción, ocupaba un gran lugar en la escena de su teatro interior. Y yo le dije un día que ella tenía el mismo ensañamiento para aplastarlo para hacerlo desaparecer de sus pensamientos que aquel ensañamiento con el que ella torturaba su cara. Yo pensaba, de esta manera, que allí había una verdadera intención de desfiguración que apuntaba, en efecto , más al padre (y sin duda a la madre) pero del cual ella se declaraba la primer víctima. La madre, en contraste, provocaba en ella una sumisión y una obediencia alarmantes. Katia la acechaba – la escrutaba, ella también – el menor signo de tristeza, de desinterés, de aburrimiento o de irritación, y la percepción de los estados de humor de su madre ordenaba sus propios movimientos de placer o de desagrado. No se trata de dejarla, de ir a vivir un poco más lejos de ella. Sería repetir el abandono del padre, su fuga odiosa, su cobardía y su egocentrismo detestables. Ella, Katia, debía quedarse allí, siempre, indefectiblemente destinada a su puesto; una centinela, una guardiana del templo, una vestal? Yo podía aplicarle literalmente las palabras de Freud en “Las metamorfosis de la pubertad” cuando él evoca la tarea que incumbe a los adolescentes – liberarse de su dependencia con respecto a las figuras parentales, y la dificultad de algunos – y sobre 6 todo de algunas!- de cumplirlo: “ Al mismo tiempo que estos fantasmas manifiestamente incestuosos son superados y rechazados, se cumple una de las realizaciones psíquicas más importantes, pero también las más dolorosas del período de la pubertad: la liberación de la autoridad parental, gracias a la cual solamente se creó la oposición entre la nueva y la anterior generación, tan importante para el progreso cultural (...). Hay personas que nunca han superado la autoridad de los padres y que no les han retirado la ternura que ellos les profesaban, y si lo han hecho ha sido de una manera muy imperfecta. La mayor parte de las chicas, para alegría de sus padres, continúan más allá de la pubertad dentro de un amor filial absoluto (...). Sabemos , de ese modo, que el amor aparentemente no sexual por los padres y el amor sexual se alimentan en las mismas fuentes, lo que quiere decir que el primero no corresponde nada más que a una fijación infantil de la libido” 2.Hubiera podido, en efecto, interpretar completamente la distribución de investiduras de Katia en la perspectiva de una fijación narcisista con la madre, a los efectos de una confrontación con una figura maternal deprimida, desfalleciente, insuficiente para satisfacer las necesidades de apuntalar a su hija. Evidentemente, no descuido este aspecto, el cual, yo pienso, que de todas maneras, está regularmente presente y activo; no reconocerlo sería contrario a la concepción psicoanalítica de la construcción de las identificaciones y, sobre este asunto, volveré más adelante. Pero trato de señalar que la exclusión del tercero, del padre, de la comprensión teórica y clínica de tales situaciones señala , en mi opinión, una trampa transferencial: la que llevaría a Katia (y a otros por supuesto) a demostrar que a semejanza de su apego indefectible y totalitario con su madre, nadie, aparte de su analista – y todavía faltaba que el desplazamiento tuviera lugar - era tenido en cuenta de ahora en adelante para ella. Katia había querido apasionadamente a un chico de su edad que había conocido en Bachillerato. Apasionadamente, sin mostrarle nunca el más pequeño signo de atracción, más aún, evitando sistemáticamente cualquier riesgo de intimidad entre ellos, aunque ella estaba convencida de la reciprocidad de su atracción. Consideraba que el joven era tan tímido e idealista como ella, se ilusionaba con esperas y sueños, hasta el día que finalmente él cayó en brazos de otra. Fue precisamente en ese momento, que comenzó frenéticamente con la programación de sus horarios. El dolor de esta decepción permanecía intacto. Después, Katia compartía su vida amorosa entre breves relaciones con hombres que ella despreciaba y largas aventuras virtuales en Internet. 7 En este aspecto, podríamos perfectamente representarnos la vida amorosa de Katia con el modelo simétrico de “Un tipo particular de elección de objeto en el hombre” desarrollado por Freud en 1910 y en el cual aparecía por primera vez el “complejo de Edipo”. Una buena parte de los propósitos de Katia consistía en rebajar a los hombres. Eran poco delicados, brutales, pero también más bien bobos , groseros, poco inteligentes y ella sentía un fuerte placer con estos retratos que ella dibujaba en una lengua intransigente, incisiva, acerada, mezclando siempre la rabia y las lágrimas en una suerte de lamento infinito, infiltrada por reivindicaciones hirientes y alimentadas sin cesar. Al mismo tiempo, mantenía escondida en lo más profundo de si misma , como un tesoro celosamente guardado, una figura de padre a la vez ideal y excitante, a la cual ella quedaba fundamentalmente amarrada. Conmigo, lo que estaba en juego era doble: en sus dificultades para admitir una relación fecunda entre nosotros dos, ella preservaba el vínculo con su madre y el vínculo con su padre puesto que, justamente, su análisis no le permitía de ninguna manera encontrar otro hombre. El problema, para Katia, era que, en su opinión, en la realidad, su padre y su madre, estando separados, quedaban efectivamente solos, y, que en esta situación, Katia podía verse como el objeto de amor privilegiado de uno o del otro, y entonces culpable de haberlos separado, tanto más culpable que inconscientemente realizaba plenamente sus deseos edípicos:; por supuesto, esta representación estaba escondida detrás de otra, invertida, y era llevada por los reproches que se hacía de haberlos obligado a casarse por el hecho de su concepción. Es durante este período, bien difícil, en el cual ella reaccionó muy negativamente a sus logros – terminaba de ser elegida como la mejor de su escuela , siendo “destacada” por la calidad excepcional de sus trabajos – cuando un día vino, completamente conmocionada. Hasta aquí, ella siempre se había quejado de la distancia de su padre, de su falta de interés por sus hijos, de su avaricia, de su carácter obsesivo... Este padre, para ella, no tenía nada a su favor. Llegó entonces, ese día, febril y tempestuosa: acababa de descubrir una foto que su padre le había sacado, de niña (debía tener cuatro o cinco años). En la foto, ella estaba parada sobre una mesa, y “tomada de abajo”. Desde este momento, todo se organizaba en su cabeza: su padre era un perverso, un voyeur y, sentía por su hija una atracción incestuosa. Esta era la causa, decía ella, de todas sus desgracias. Debía de haber sido traumada y continuaba sufriendo los efectos de eso. Su odio por su padre estaba evidentemente exacerbado por este 8 hallazgo, pero al mismo tiempo, el sentido que ella le daba a la foto justificaba de alguna manera après-coup el estado de extrema excitación en el cual toda evocación de este padre la sumergía. En los meses siguientes, ella se encarnizó más contra su cara y entró en un movimiento de auto-mortificación inquietante. Al mismo tiempo, deploraba el fracaso de su análisis desarrollando unos feroces celos hacia los otros, esos pacientes que tenían aspecto de estar tan felices de vivir y respecto a los cuales ella recelaba que yo les ofrecía todos los cuidados, lo mejor de mi misma mientras que ella se sentía desatendida: los otros eran, evidentemente mucho más interesantes. “Interesantes”, dije yo, por si acaso.. Sí, ella pensaba que las otras mujeres eran mucho más interesantes. que ella. Ella tenía como prueba , el interés de su padre por las otras mujeres justamente, la seducción que él parecía ejercer sobre ellas y la rabia en la cual esto la sumergía:¿cómo un hombre tan poco agradable, tan repugnante podía desplegar un tal encanto? Los pensamientos incesantes que la atormentaban con respecto a esto eran una tortura: no comprendía por qué se encarnizaba tanto contra ella misma , ya que el culpable era él, este padre indigno y sin valor a quien ella ponía en la picota y del cual deseaba fuertemente liberarse. Quisiera ahora volver a algunas consideraciones metapsicológicas que se refieren especialmente a las identificaciones por un lado, y al Superyó por otro, estando además las dos ligadas. Para hacer esto, me referiré a textos posteriores a los Tres ensayos, señalando sin embargo que las diferentes ediciones “aumentadas” corresponden cada una a “nuevos” descubrimientos, a modificaciones importantes en el transcurso de la obra de Freud: 1910, 1915, 1920, 1924. Esto, en efecto nos recuerda, que el complejo de Edipo fue presentado en 1910, que “Pulsiones y destinos de las Pulsiones” apareció en 1915 – entre “Para introducir el narcisismo” y “Duelo y melancolía” – que “Más allá del principio de placer” apareció en 1920 y que en 1923, “El Yo y el ello” se editó. Lo que yo quiero decir con esto es que nosotros no sabríamos dar un salto de 1905 a 2005 sin tener en cuenta las modificaciones aportadas por Freud en los Tres ensayos, modificaciones ampliamente determinadas por la evolución de su experiencia y de su pensamiento. De paso, me di cuenta que primero, había tomado partido de no referirme nada más que a Freud en este artículo. Juego, seducción, fidelidad al padre? No iría más lejos en estas posibles interpretaciones... Más precisamente, quería detenerme en “El Yo y el Ello”, y sobre todo en dos capítulos de este ensayo – “El Yo y el Superyo ” y “Los vasallajes del yo” – porque 9 ellos me parecen particularmente esclarecedores para la búsqueda de puntos de contacto entre Edipo y la angustia de pérdida de amor del objeto. Porque ellos tratan identificaciones que nosotros sabemos que son herederas del complejo de Edipo, e indefectiblemente asociadas al abandono del objeto. Evidentemente, y ya con respecto a Katia, el paralelismo desarrollado por Freud entre neurosis obsesiva y melancolía me interesa. No porque yo me quiera enfrascar en una discusión diagnóstica, sino porque en la joven, pude identificar trazos psíquicos que pertenecen a estas dos afecciones, y sobre todo porque los finos engranajes que articulan los dos modos de funcionamiento son justamente analizados en la doble referencia a las identificaciones y a la construcción del Superyo, entendidos como resultantes de las vías de elaboración de la pérdida. Esta comparación entre neurosis obsesiva y melancolía pone en evidencia claramente cómo dos afecciones psíquicas que, al nivel de su organización respectiva, señalan entidades psicopatológicas muy diferentes – para abreviar neurosis y psicosis – se inscriben sin embargo en un continuum: el paralelismo entre las dos muestra también de qué manera el anclaje y los efectos del Superyo son susceptibles de encontrar formas plurales tanto ligadas por una trama libidinal que les asegura la vitalidad, tanto arrastradas por una desligazón (en sentido literal) pulsional destructora. En los comienzos, explica Freud, es muy difícil distinguir investidura de objeto e identificación. El Yo, todavía débil, o bien consiente a las tendencias eróticas y a las investiduras de objeto, o se defiende de eso ( vemos ya, dibujarse dos destinos pulsionales posibles). Si el Yo abandona el objeto sexual o está allí forzado, pasa, como en la melancolía, una interiorización del objeto perdido. ¿Cómo se desarrolla esta sustitución? ¿Por una regresión a la fase oral? ¿Por una introyección que hace posible el abandono del objeto? En todo caso, y esta aserción es esencial, el carácter del Yo resulta de la sedimentación de las investiduras de objetos abandonados , contiene la historia de estas elecciones de objeto. Es allí, me parece, que las propuestas de 1923 son verdaderamente decisivas para comprender la continuidad de las experiencias psíquicas. Remarquemos desde ahora, hasta qué punto, para Freud, la condensación de las experiencias precoces y de aquellas que siguen durante el curso de la vida es masiva. Hasta qué punto esta condensación necesita, para ser analizada, que se deshagan las relaciones muy estrechas entre el pasado precoz y la continuación de los acontecimientos psíquicos. Hasta qué punto la descondensación puede extraviarnos a 10 veces en la búsqueda de una cronología establecida que, desde luego, parece clarificar la complejidad de los fenómenos psíquicos, pero también puede arrastrar desviaciones notorias, no solamente en la comprensión de las conductas psíquicas sino también y sobre todo en las modalidades de uso del método analítico. La clínica actual no debe hacernos olvidar esta coexistencia de la pérdida y de lo sexual. Por cierto, no se trata de desviarnos del desamparo en el sentido más freudiano del término (la “désaide” - como lo traduce J. Laplanche), sino entenderlo como una partición de muchas voces de cuya pluralidad no sabríamos deshacernos. Seguramente, las vías de tratamiento y de elaboración de la pérdida y las identificaciones que de ella derivan obedecen a procedimientos diferentes según que establezca de manera prevalente según la elección de objeto se una modalidad objetal o narcisista. Las premisas de este movimiento están ya firmemente establecidas en la comparación entre duelo y melancolía pero también en la puesta en perspectiva de las identificaciones histéricas y narcisistas. Por consiguiente, en ese entonces, esta clara oposición tiene esencialmente un valor didáctico y psicopatológico. Es más tarde, en 1923, que Freud se inspira más directamente en la melancolía para seguir el desarrollo “natural” de los procesos identificatorios en el curso del desarrollo. Para Freud, lo recuerdo, una de las instancias consideradas como la más diferenciada en la segunda tópica, el Superyo, tiene sus fuentes en dos factores biológicos esenciales: el prolongado estado de desamparo y de dependencia infantil del pequeño; y su complejo de Edipo, establecido en la instauración de su vida sexual. Evidentemente, si elijo hoy aproximarme a esta alta instancia , de la cual sabemos hasta qué punto las formas y los efectos son variables, es para volver a sus orígenes en el encuentro entre el desamparo, y el Edipo. El Superyo tiene una posición particular en el Yo, porque es la primera identificación que se produce mientras el Yo era débil y porque es el heredero del complejo de Edipo y ha introducido entonces en el Yo objetos de gran importancia. Pensemos simplemente en el impacto evidente en las dificultades de elaboración de la angustia de perder el amor del objeto sobre la resolución del complejo de Edipo: ésta exige el renunciamiento a los objetos de amor originarios, y será pues más o menos excesivamente trabada según la manera en que este renunciamiento se produzca: una pérdida dolorosa, irremediable o un abandono imposible de aceptar. Ya en este procedimiento, el renunciamiento edípico que constituye uno de los componentes mayores del complejo y las modalidades de tratamiento de la pérdida 11 entran en resonancia flagrante en el comienzo y desarrollo del sepultamiento del Edipo. Las cualidades de su heredero – el Superyo – serán tributarias de la fuerza de sus raíces pulsionales pero sin duda también de sus objetos. Freud describe a propósito del Superyo dos posiciones casi paradojales: “El Superyo conserva a lo largo de toda la vida el carácter que le confirió su origen en el complejo paternal, es decir, la capacidad de oponerse al Yo y de controlarlo.” Y por otra parte: “ Es el recordatorio de la debilidad y de la dependencia que eran en otros tiempos las del Yo y él perpetúa su dominio incluso sobre el Yo maduro”. Encontramos ahí el eco persistente de “Duelo y melancolía”: en la melancolía, la libido liberada por el abandono del objeto, en lugar de aferrarse a un nuevo objeto, es llevada de nuevo hacia el Yo y sirve “para instaurar una identificación del Yo con el objeto abandonado”. Ustedes conocen el resultado: la sombra del objeto cae sobre el Yo, quien es entonces “juzgado”, el conflicto entre el Yo y la persona amada se transforma en escisión entre la crítica del Yo y el Yo modificado por la identificación. Al mismo tiempo, un doble movimiento caracteriza el trabajo melancólico: seguro que, el Yo se deprecia y causa estragos contra él mismo y, en este sentido, su “debilidad” permanece. Pero conjuntamente, en la base, el objeto. también él, está desvalorizado, abatido, derribado. El Yo puede entonces, disfrutar de la satisfacción de reconocerse legítimamente como superior al objeto. Este movimiento puede ser reconocible en ciertos destinos edípicos. El desplazamiento de las investiduras sobre un nuevo objeto no se realiza por el hecho de su debilidad libidinal: la decepción acarrea un abandono del objeto amado, una desinvestidura a la medida del ataque narcisista que ella implica. Es en esta situación que la sombra de Edipo puede caer sobre el Yo. Podemos, al mismo tiempo, aproximarnos un poco más a la noción de objeto interno: éste no es simplemente la representación interna de una figura de la realidad o incluso de una imagen, está más bien constituida por la red complicada de los movimientos pulsionales, identificaciones y fantasmas que él condensa, es más una configuración que una encarnación. En Katia, coexisten dos objetos de ataque incesante, su padre y ella, tomados juntos a la vez en una especularidad confirmada por identificaciones narcisistas evidentes y al mismo tiempo en una conflictualidad edìpica no menos activa. En esta batalla encarnizada, la madre queda, en apariencia, preservada, salvo que, entre Katia y ella la red narcisista y edípica está igualmente movilizada. Por sus estados de humor depresivo, por su soledad y rechazo al placer, Katia pega a la imagen de su madre que 12 ella cultiva con pasión: manifestando la permanencia de su insatisfacción, busca mostrar, endosar incluso, la ausencia de toda satisfacción en su madre. La dinámica narcicista y su resultado en el reflejo y el espejo conducen a una afirmación doblemente apoyada por una negación de importancia: el deseo de la hija está anulado en unión con el rechazo de percepción del de la madre. Sin embargo, esta dinámica narcisista constituye solamente una vertiente de la problemática. La otra se reduce, evidentemente , en términos edípicos: negar el deseo entre la madre y el padre vuelve a negar el vínculo sexual entre ellos, manteniendo la imposibilidad infantil de representarse la sexualidad de los padres, realizando también el deseo de separación del matrimonio, rebelándose contra una exclusión amenazante impuesta por su vida amorosa. Aquí, por supuesto, se descubre la asociación estrecha entre el complejo de Edipo y los fantasmas originarios. Para Katia, los esfuerzos incesantes para excluir toda representación de la escena primitiva, la negativa de admitir la incidencia y luego la fuerza de la represión que le aseguraba el alejamiento, se revelan de acuerdo con sus manifestaciones, en apariencia, las más extrañas. Lo que surge en ella con una violencia conmovedora podría sin embargo, estar muy bien asociado al fantasma: la escena de la foto, escena de seducción si la hay , donde ella no oye sus propias palabras – “ tomada de abajo” revela un ligero desplazamiento, en apariencia, pero un desplazamiento cargado de consecuencias. En la escena de seducción, más allá de sus acusaciones contra la “perversidad” de su padre, ella ocupa un lugar central, condensando el triunfo de la infancia y de la feminidad. Y al mismo tiempo es a su analista, a quien ella se muestra, revelando “lo que hay debajo de” sus quejas, y al mismo tiempo anulándolos puesto que de ahora en adelante ella se presenta ante mi como “amada”. Amada por el padre porque es su única hija, porque ella se le parece en su combatividad y en la vitalidad de su gusto por vivir, amada porque, finalmente, su amor mutuo ha superado la prueba de la separación. Amada que también debe pagar por sus pecados, por el placer tan fuerte que debió ser borrado, escondido fuera , reprimido dentro, por este placer infantil que debe permanecer en secreto. Ser amada por el Superyo, aunque sea al mínimo, es condición para poder seguir vivo pues el Superyo asegura, por identificación e interiorización, una mirada condescendiente por el Yo, a semejanza del padre que prohíbe porque él ama y protege. Pero es también una formación del Yo salida del complejo de Edipo o, al menos consolidada por él; recoge como toda identificación, una sedimentación a partir de la 13 cual un doble movimiento se acuerda – identificación con padre y con la madre en el contexto de un Edipo completo. Doble identificación en la constitución misma del Superyo: una que se ancla en el estado de impotencia y de debilidad del Yo infantil, en busca de protección; la otra, unida con el desarrollo del Edipo, reclamando, ella también, una prohibición preservando la confusión incestuosa. Lo que ya, en 1905, Freud llamaba “la barrera del incesto” mantiene la condición para que la parte tomada del otro, la apropiación del rasgo por identificación mantenga la dimensión viva de el “ser como”, compromiso efectivo entre la frustración y la satisfacción del deseo – ser como, en efecto, pero en otro lugar, fuera del campo originario del fantasma. Así, la capacidad de renunciar, sin ser destruido puede ser considerada como un producto de la función protectora del Superyo, de su efectividad. Este destino de la culpabilidad pone en evidencia la parte viva del Yo, su huella libidinal, indefectiblemente unida al objeto aunque la orientación melancólica, ella, lo abandona y lo engolfa en la vía narcisista rápidamente atascada por la parasitación de un objeto introyectado desde luego, pero desanimado, destruido, muerto. Descubriendo y reconociendo su amor por su padre ( al mismo tiempo que su odio por él), Katia seguramente, experimenta la dimensión transgresiva, casi criminal. Pero al mismo tiempo, el amor del padre por ella constituye un formidable apuntalamiento, luego de neutralizar las convicciones incestuosas : es un padre a la vez tierno y exigente, preocupado por su hija, asombrosamente presente en la realidad de su vida, quien se dibuja poco a poco. Es ahí, que el Superyo, tiránico y severo al cual Katia se había masoquistamente sometido encuentra otra fuente, condescendiente, que la autoriza al fin, a abandonar sus compulsiones auto-destructivas (no retomo aquí el lugar y los efectos de la transferencia). Freud ha insistido en las correlaciones inconscientes entre el apego al padre y a la madre, señalando particularmente que, detrás de todo gran amor por el padre se esconde – y se descubre un gran amor por la madre. ¿Podemos plantearnos la misma pregunta a propósito del odio? Al principio del tratamiento de Katia, yo me había rápidamente convencido de la inversión en su contrario de su inmenso amor por su padre. Su hostilidad declarada, su fogosidad, sus rubores, sus lágrimas, iban verdaderamente en el sentido de una extrema ambivalencia en la cual el complejo de Edipo proponía una orquestación parcial clara pero que no permitía sin embargo, una distribución pulsional en la madre y en el padre. Es esta partición que se despliega en la transferencia y la que permite el análisis. No creo que hubiera sido posible abordar y sobre todo interpretar de entrada la 14 ambivalencia de Katia con respecto a su madre. Fue gracias al análisis de su relación con su padre – en la cual por supuesto, su madre no estaba ausente, y apoyándose también en su ambivalencia, en mi opinión, que ella pudo verdaderamente confrontarse, en primer lugar, admitiendo al fin que su madre había sido el objeto de deseo de su padre. Con esa madre, con aquella joven madre de la infancia, las vías de identificación estaban abiertas y con ellas una posible resolución de la neurosis infantil. VER EN EL OLVIDO DEL PADRE. ARTICULO DE CHABERT LA VOZ DEL PADRE: UNA SEGUNDA CHANCE BIBLIOGRAFÍA - - FREUD S. (1905). Las metamorfosis de la pubertad, :Tres ensayos sobre la teoría sexual, Paris: Gallimard, 1987, páginas 141-175 . FREUD S. (1910). Un tipo particular de elección de objeto en el hombre: Contribución a la psicología de la vida amorosa: La vida sexual. París: PUF, 1969, páginas 263-324. FREUD S. (1915). Pulsiones y destinos de las pulsiones. Meta psicología. Paris: Gallimard, 1971, páginas 11-44. FREUD s. (1917). Duelo y melancolía: Metapsicología. Paris: Gallimard, 1971, páginas 147-174. FREUD S. (1920. Más allá del principio de placer. Ensayos de psicoanálisis. París. Payot, 1981, páginas 41-115. FREUD S. (1923). El Yo y el Ello. Ensayos de psicoanálisis. París. Payot, 1981, páginas 219-275. Catherine Chabert Universidad de París V – René Descartes Instituto de Psicología 71. av. Édouard Vaillant 92100 Boulogne-Billancourt, Francia catherine@chabert.org Traducción realizada por Elías Adler.