El mito de los Atridas, el retorno y la muerte de Agamenón a manos de Clitemnestra y Egisto, el dolor y la soledad de Electra y la venganza de Orestes desde sus primeras manifestaciones literarias hasta las más recientes recreaciones dramáticas han ocupado estas páginas. Como es bien sabido el mito se ha ido configurando en los distintos géneros y autores de la literatura grecolatina y ha adquirido ciertos rasgos que lo determinan en su proyección hacia el futuro. De ellos, muchos permanecerán vivos hasta la actualidad. Pero ya en la literatura griega el mito que tratamos comienza a transformarse; paulatinamente se añaden a él matizaciones y novedosas visiones, mitemas hasta el momento ausentes o variaciones de ciertos motivos que lo conformarán desde Homero hasta los trágicos. En ellos, el arquetipo mítico encuentra la síntesis perfecta de la leyenda y la experiencia, de lo universal y lo concreto. En el teatro griego se levantan los caracteres míticos para representar sus conflictos y convertirse en vehículos de significados imperecederos. La tragedia constituye el lugar idóneo para la experiencia mítica y sus arquetipos universales convertidos en personajes vivos representan los conflictos eternos de la humanidad a cuya sugestión ninguna época se ha podido resistir. El arquetipo mítico trágico conformado en la antigüedad ha estado sujeto a continuas reelaboraciones que han provocado múltiples recreaciones del mismo, aportándole un carácter dinámico, de modo que la andadura de los Atridas continúa hasta nuestro siglo, tras haber protagonizado la obra de autores griegos y latinos hasta la pieza tardía de Emilio Draconcio, algunas refundiciones humanistas y nuevas creaciones de autores de los siglos XVIII y XIX. Ya en el siglo XX estos temas renacen bajo diferentes perspectivas, presentando un rico panorama protagonizado por las codificaciones dramáticas de los temas míticos. El estudio diacrónico de un solo mito permite distinguir las diferentes ópticas desde las que ha sido tratado y la transformación que éste ha sufrido. Aquellos significados que permanecen en su trayectoria y aquellos otros que pudieran resultar ocasionales se muestran en la configuración del mito a lo largo de la historia. Es indudable el interés de los autores contemporáneos por reflejar, a través de los esquemas míticos heredados, nuevas inquietudes que, precisamente, encuentran un reparto incomparable de temas y caracteres en la tradición trágica clásica. No sólo los significados que el mito pueda aportar son importantes sino que dignos de interés resultan también los procedimientos que han servido para llegar a la presentación de estos planos significativos a través de adaptaciones libres, obras de inspiración en las que el fondo clásico es evidente pero el desarrollo es completamente distinto; o bien, obras en las que se pueden diferenciar aspectos transmitidos directamente de la tragedia clásica y, sin embargo, se alejan de ésta en su conjunto. Por otra parte, el autor que se enfienta a la tradición lo hace desde un contexto social y personal característico y su visión del mito estará determinada por factores externos e internos, en una operación que no forzosamente ha de ser voluntaria, tal y como les ocurría también a los trágicos de época clásica. La transmisión mítica trágica se produce a través de un "filtro" en el que actúa la tradición posterior, sus múltiples recreaciones e interpretaciones, de manera que el prototipo heredado se modela en unas coordenadas cronológicas y espaciales concretas y evoluciona en cada una de sus nuevas manifestaciones. A este respecto se puede comprobar cómo, en numerosas ocasiones, el mito ha sido recibido con la impronta, ya imborrable, de autores como Pérez Galdós, O'Neill, Giraudoux o Sartre, e incluso con otras señales de tradición lejanas a él. El impacto, aquéllo que en palabras de L. Gil sería la carga mitopoética que el mito revierte en el autor, determinará también su posterior andadura, una vez que la pluma de éste ha vuelto a convertirlo en literatura dramática. Alojado en el teatro contemporáneo, el mito sigue manteniendo ese doble aspecto de tradición e innovación al que nos hemos referido. No serán sólo las recreaciones literarias las que condicionan su nueva configuración sino también las diferentes corrientes de pensamiento de nuestro siglo harán del mito vehículo de transmisión. La esencia simbólica del mito, su carácter de prototipo universal lo convierte en óptimo receptor y transmisor de modulaciones de muy diversa naturaleza que darán lugar a originales y significativos resultados.' Desde principios de siglo el psicoanálisis freudiano y las teorías de C.G. Jung sobre el arquetipo y los complejos psíquicos determinarán las nuevas recreaciones, los espacios oníricos y la fuerza del subconsciente dejan su impronta sobre los escenarios y sobre las figuras clásicas que en ellos aparecen y que se reflejan en distinta medida en la concepción de los autores contemporáneos. No menos importante es el devenir de la historia que en nuestro siglo está marcado por las guerras mundiales y, en España, por la guerra civil y la posguerra. En los mitos se encuentra el referente para reflejar acciones bélicas, para realizar críticas bajo la vestidura de la tradición y plantear unos problemas que vuelven a ser de actualidad al relacionar los prototipos trágicos con la realidad actual, como ya hicieran los autores griegos. Etéocles y Polinices sirven para denunciar la guerra fratricida; el dolor de Hécuba, la rebelión de Antígona o el sacrificio de víctimas inocentes como Políxena o Ifigenia desenmascaran la realidad presente. En momentos de crisis la tragedia es protagonista y el mito un recurso necesario, como ya nos mostraba Eurípides, una forma de expresar verdades universales que se repiten bajo diferentes denominaciones. Por otra parte, el mito en la tragedia permite realizar denuncias políticas y sociales que, en época de censura, no hubiera sido posible plasmar con el único referente de la historia que se estaba viviendo. Sin embargo, ha sido también el mito, bajo otra orientación, medio para hacer surgir ideas nacionalistas tras la máscara de la tradición. Por lo tanto, diferentes aspectos del mito trágico sufren una transformación determinada por la nueva orientación social, transformación que estará estrechamente relacionada con el proceso de desacralización que éstos han sufrido. Los dioses del Olimpo dejan paso a otras potencias que determinan a los héroes sin arrebatarles la libertad. La fuerza suprema de la divinidad ha sido sustituida por condicionamientos fuera de la esfera divina. Eliminado el Panteón grecolatino y perdida la fe en una esperanza trascendente, el hombre se encuentra solo consigo mismo, abocado al conflicto por una fuerza que lo supera pero que no participa de la justicia de Zeus. No obstante, algunos dramaturgos optan por recuperar a las divinidades olímpicas, como en el caso de Ragué, pero la confianza en sus acciones justas ya no existe. Valores tanto positivos como negativos condicionarán hoy el destino de los nuevos protagonistas: La lucha por la libertad, el deseo de poder, el abuso de la fuerza o los conflictos entre las clases sociales constituyen el fatum que determina a los actuales héroes y que los conducirá al error. La perspectiva teológica ha cambiado y con ella se ha desterrado a los dioses del Olimpo, la duda euripidea se ha llevado hasta sus últimas consecuencias y los héroes no encuentran ya un consuelo trascendente que los impulse a actuar, sucumbiendo bajo la fuerza de sus propios impulsos. La Gche no participa del ámbito divino y se limita a un azar que condiciona y que aboca a la catástrofe. Tampoco la esperanza de raigambre cristiana se cruza ahora en el camino de las nuevas figuras míticas, por lo que, perdidos en un mundo demasiado humano que determina las actuaciones y conduce al error, los héroes tendrán que actuar confiando en sus propias fuerzas. Los personajes actuales han sido despojados literal y metafóricamente de la máscara que en la tragedia clásica los transformaba en héroes y los introducía en una dimensión que trascendía la realidad y en una categoría distante de la exclusivamente humana. La nueva configuración del héroe no responde a la dictada por Aristóteles en su Poética sino que héroes degradados, antihéroes y hombres comunes se presentan bajo el nombre o las vestiduras de Agamenón, Clitemnestra o Electra; antítesis entre la forma y la esencia que, angustiados por los problemas de su entorno o de su espíritu, han de enfrentarse a una realidad en la que no hallan salida para establecer un diálogo en el que ni ellos mismos consiguen escucharse. El destino lo constituyen ahora los impulsos incontrolables de la psique, la estructura social o los nuevos valores de un universo humano que ha perdido cualquier consuelo si no es el egocéntrico. La tragedia se cifra en el conflicto del hombre consigo mismo y con su entorno y de este conflicto surgirán dramas psicológicos, sociales y existenciales. A partir de estos presupuestos es posible comprobar en cada una de las obras estudiadas con qué autor o autores se han identificado nuestros dramaturgos a la hora de reinterpretar la tragedia de los Atridas y de qué modo han querido desarrollar los significados que ésta aportaba. Qué temas, mitemas, o segmentos del mito han ofrecido mayor interés y de qué manera han sido adoptados y transformados. En las creaciones de muchos de los autores se distingue un desarrollo análogo al de la trilogía esquilea, sobre todo en aquellos que presentan dramas históricos, aunque frecuentemente la última parte de la trilogía no encuentra lugar para su recreación. La perspectiva pesimista responde, sin duda, a una herencia euripidea, autor que presenta unos caracteres mucho menos heroicos que sus predecesores y que, en la actualidad, se ha convertido en referencia inevitable de la mayoría de los dramas mitológicos; será, sin embargo, en la configuración de determinados personajes, como Electra, donde la luz sofoclea vuelva a brillar. La tragedia senecana también deja su huella en nuestro teatro. No tanto con relación a la presentación general, cuanto en algunos aspectos particulares y, sobre todo, en lo que respecta al tratamiento de los caracteres que se debaten entre su voluntad y la razón, las heroínas que se sienten víctimas y actúan por impulsos interiores como el despecho, los celos, la infidelidad; héroes que se consideran más fuertes que la naturaleza perdiendo la medida en sus palabras y en sus actos. La herencia se muestra también en la nueva relación que los héroes establecen con la divinidad, que ya no responde a la de los primeros trágicos griegos, dando lugar a un teatro de profundización psicológica descendiente de Eurípides y heredero de Séneca. Sin embargo, nuestros dramaturgos, como apuntamos, reinterpretan con libertad un arquetipo configurado por la tradición y tomado como motivo de inspiración para originales recreaciones, produciéndose, como señala Lasagabaster, un proceso de transmitificación. Por tanto, más allá de la identificación de un único modelo resulta necesario aislar los rasgos que de cada uno de ellos han llamado la atención a los autores estudiados y cómo éstos han fundido las diversas perspectivas que ofrecían los textos heredados, aportándoles su impronta personal para obtener un producto original. A raíz de este proceso se encuentran en ocasiones obras que mantienen un desarrollo argumenta1paralelo al de la Orestía y, sin embargo, presentan a Electra como protagonista indiscutible de la obra, como ocurre en el caso de José María Pemán; por lo que finalmente el desenlace se acerca al sofocleo. En otras ocasiones los modelos se identifican en detalles concretos pero el tratamiento se aleja de cualquiera de los clásicos. El suicidio de Clitemnestra, o la muerte de ésta a manos de su hija antes de ejecutar a Agamenón, la ausencia de un Orestes vengador y tantos otros nuevos aspectos condicionan inevitablemente algunos de los desenlaces actuales. Muy significativa y recurrente es sobre nuestros escenarios la identificación de rasgos característicos de diversos héroes trágicos en un mismo personaje quedando explícita o implícita esta superposición de planos míticos. En la obra de Domingo Miras, la conversión de EgistoEdipo en Orestes se plantea en escena como conflicto central pero, no obstante, en otros casos el personaje recibe simplemente características que distinguen a diferentes personajes clásicos y que se funden en un único y nuevo perfil que se descubrirá a lo largo de su actuación. Aunque los procedimientos y resultados son de muy diversa naturaleza, entre las líneas generales que se extraen de las piezas se observa cómo en los autores contemporáneos el mito trágico sirve para atraer al lector espectador hacia una materia que transmite una serie de temas que por ser universales preocupan al hombre de todos los tiempos y fueron magistralmente presentados en la dramaturgia clásica. De este modo su presentación invita todavía hoy a la reflexión. Temas como la injusticia, el abuso del poder, la violencia, la guerra, la falta de libertad etc., tratados desde la dimensión colectiva o la individual y dramatizados a través de las historias míticas, conducen al receptor hacia la comprensión de otros significados, sugeridos o interpretados a partir de los planos de contenido que ofrece la tradición recuperada. El arquetipo sirve como signo para la identificación de momentos legendarios con hechos actuales hasta llegar a producir el temor y la piedad que provocan la catarsis, siendo tarea del receptor, en muchos casos, relacionar la historia mítica con la actual, hecho que asegura la verosimilitud de que se dota al mensaje y la identificación con éste. En muchas ocasiones el carácter universal de los personajes míticos y sus historias se transforma para presentarse proyectados en la realidad cotidiana, procedimiento ajeno a la tragedia clásica. Encuadrando el mito en situaciones concretas, históricas o fabuladas, se consigue un doble efecto. Se transmite, en primer lugar, el significado prototípico que subyace a la historia particular y, a su vez, se desarrolla una nueva fábula que se relaciona con un momento concreto que actualiza y distancia de la ambientación clásica. Otros autores, sin embargo, han preferido integrar la nueva dramaturgia en el mito para conservar en la medida de lo posible la universalidad del arquetipo y su validez, limitándose a introducir variantes a partir del modelo trágico heredado. Según lo dicho se puede realizar, a grandes rasgos, una clasificación de las obras contemporáneas a partir de su ambientación en época clásica o actual. Un primer grupo lo constituirían aquellas que mantienen con relativa precisión la ambientación clásica, como en el caso de Egisto de Domingo Miras o Clitemnestra de M" José Ragué. Esta integración oscilará entre el respeto a la tradición y la interrupción a través de anacronismos de una ambientación aparentemente fiel, como ocurre en la Electra de José María Pemán. En otras ocasiones se interrelacionan el presente y el pasado dando lugar a una atmósfera ambigua, atemporal y evocadora de diferentes momentos, así en la obra de Raúl Hernández; o se produce un contraste, violento en ocasiones, entre la presentación adecuada a la tradición en cuanto a la escenografía, la época, los lugares y la caracterización externa de los personajes con el lenguaje y la actitud de los mismos que dista mucho de la elegancia clásica, como ocurre en la pieza de Píriz. Se consigue un claro choque entre la apariencia y la realidad, los héroes se presentan como tales en su aspecto pero su naturaleza aparece degradada, en sus palabras se enfrentan con el arquetipo tal y como lo transmiten los clásicos con el fin de separar, en un intento de mostrar el engaño de los sentidos, la forma y la esencia; la primera permanente, la otra descubierta hoy en su más cruda dureza. Un segundo grupo general lo constituyen aquellas piezas en las que, a pesar de que se establezca un lazo de unión con la tragedia clásica (en algunas ya desde el título, como Orestíada 39 de Martínez Ballesteros, o Electra Babel de Lourdes Ortiz, en otras sólo identificable a través de una lectura atenta como es el caso de Elpan de todos de Alfonso Sastre), los elementos temáticos y formales que supondrían la herencia de la materia clásica habría que buscarlos dentro de una situación histórica concreta y contemporánea; es más, en un marco contextualizador que, en la mayoría de las ocasiones, en apariencia nada tiene que ver con el de los Atridas. También en este segundo grupo existen claramente diferenciados grados de proximidad con respecto a los modelos. El estudio diacrónico permite comprobar en qué medida los condicionamientos ideológicos y las diversas evoluciones de la estética artística, determinados en cierto grado por el momento histórico, permiten trazar una línea que separe la época de guerra y posguerra, caracterizadas por el realismo, y las décadas siguientes, en que las estéticas innovadoras nos conducen hasta los años 90. El contenido y el desarrollo de los dramas depende de la anterior clasificación. Encontramos piezas en las que el mito sirve para analizar un tema histórico enmarcado en la guerra civil, en la posguerra o en las circunstancias atravesadas durante los años de guerra mundial o la guerra fría. La ambientación es entonces acorde con la época en la que se sitúa el desarrollo. En las décadas entre los años 40 y 60 la presentación de conflictos políticos relacionados con la historia a partir del mito de los Atridas es recurrente; tomando como punto de partida el confiicto general, surgen los problemas individuales de grupos deshechos por el dolor y la violencia que no son capaces de sobreponerse al trauma bélico y lo reflejan en sus relaciones personales, dando lugar una desintegración familiar, como comprobamos en Los Átridas de José Martín Recuerda, Orestíada 39 de Antonio Martínez Ballesteros o en La urna de cristal de Ramón Gil Novales. En otras ocasiones, el conflicto social se entromete en las vidas particulares obligando a tomar decisiones que, como la de Agamenón ante Ifigenia, condenan al héroe en la dimensión política o en la personal, situándolo en una situación trágica bajo la que en nuestro teatro sucumbe, así en Elpan de todos de Alfonso Sastre. Agamenón será en estas situaciones un republicano derrotado o un militar, sin nombre ni partido, que se refugia en el alcohol tras haber realizado un nóstos fi-ustrante; o un comunista militante que sobrepone la lucha social a la piedad filial y se condena por defender su causa. Comprobamos cómo estos autores, en líneas generales, eligen para el desarrollo de su pieza la estructura de la trilogía esquilea. La problemática político-social que en ella se presenta constituye el molde idóneo para recrear el conflicto de una pólis degradada en la que el enfrentamiento externo y sus consecuencias se aúnan indisolublemente con el drama que surge entre los muros de las casas. A partir de los años setenta, en la época de la transición y con la llegada de la democracia, se produce un cambio sustancial y el problema político-bélico y sus consecuencias, representado a través del ejemplo esquileo y sus posteriores interpretaciones, deja de ser el modelo principal, dando paso a la caracterización del ser humano y sus circunstancias según el modelo transmitido por Ewípides en sus tragedias. El poder y la opresión, la violencia y sus consecuencias siguen siendo protagonistas, pero el conflicto político queda en un segundo plano y es abordado desde otras perspectivas. Cobra protagonismo el análisis psicológico condicionado, en ocasiones, por los esquemas psicoanalíticos aplicados a las figuras míticas. La humanización de los héroes se lleva al extremo y se comienza a observar cierta tendencia hacia una dramaturgia de tema femenino en la que se efectúa una apología de las heroínas clásicas como modelos de reivindicación de la libertad y de denuncia del sometimiento al canon del varón, poniéndose en relación la heroína protagonista del mito que tratamos, Cliternnestra, con otras como Helena, Penélope o Fedra. Domingo Miras ejemplifica esta nueva orientación y después se dan en muchas obras estos tratamientos, así en Clitemnestra de M" José Ragué o Electra Babel de Lourdes Ortiz. Sus protagonistas proyectan una mirada retrospectiva y añorante hacia una época de poder ya perdido o, por el contrario, toman el pasado como ejemplo para llamar a la acción que permita eliminar el patriarcado, ya instaurado en época clásica, despojando a los varones de la violenta primacía que detentan. Se produce una recurrente alusión a una época en la que las mujeres gobernaban y el mundo se regía por la paz, la solidaridad, la igualdad y el amor. Un mundo lunar, nocturno y femenino que los autores relacionan con el momento del matriarcado aferrándose al mito de Orestes para representar al matricida que terminó con la Madre Universal y consiguió ganar la lucha que Apolo iniciara al desposeer a Gea del oráculo. La conciencia del devenir cíclico de la historia mítica anima a estas heroínas -Clitemnestra y las Erinies representantes del plano humano y del divino- a romper una lanza en pro de la lucha unida con el fin de recuperar aquellos momentos en los que las mujeres, casi divinizadas, no estaban sometidas al varón. Las teorías sobre la existencia de una ginecocracia que, a partir del siglo XIX, tuvieron gran aceptación por parte de antropólogos y estudiosos de la antigüedad se recuperan ahora como discurso dramático del que se hacen portavoces las heroínas clásicas. En otros lugares, o en estas mismas piezas, la introspección psicológica y el análisis de la verdad del héroe es objeto de la atención de los autores, el desenlace de cuyos dramas se produce a partir de una búsqueda interior, una inquietud de recuperar los recuerdos y conocerse a sí mismos; las piezas, en su mayoría, constituyen un proceso progresivo de anagnórisis del protagonista y su entorno. Así ocurre con el Egisto de Miras, con la Electra de Ortiz o la joven que presenta en escena Raúl Hernández. El tratamiento temporal es diferente según las distintas proyecciones del mito trágico. Se produce, en algunos casos, la intersección del tiempo histórico, o del tiempo del recuerdo con el tiempo mítico y el de la representación. En ocasiones, tras el tiempo histórico concreto en el que se sitúa la acción y el tiempo de la "mediación", se encuentra implícita o explícitamente el tiempo mítico. Además en la mayoría de los ejemplos actuales, como se ha hecho notar en relación con otros autores, los tiempos se dilatan, la duración se prolonga y los personajes sufien evoluciones y desarrollos que amplían la dimensión en la que eran presentados en la tragedia griega. Frente al tiempo condensado y rectilíneo hay retrospecciones y suspensiones temporales que, a veces, constituyen la esencia del drama hasta su final, también irreversible pero tratado como un hecho pasado. Como vemos, el tiempo del mito es un tiempo simbólico que se manifiesta según la voluntad del autor en múltiples planos cronológicos jugando con la actualidad, el pasado próximo y el pasado legendario que evocan los arquetipos. En las primeras obras que hemos tratado (entre los años 40 y los 70) se comprueba un respeto a la linealidad del desarrollo, pero se produce ya la ampliación cronológica con respecto a las fuentes trágicas. Frente a esta etapa, se introducen en escena a partir de la obra de Domingo Miras presencias oníricas que detienen el tiempo real y se yuxtaponen al desarrollo lineal. M" José Ragué opera una original reorganización cronológica al adaptar en su obra todas las piezas que tienen relación con la tragedia de Agamenón, desde el momento en que decide sacrificar a Ifigenia en Áulide hasta la tercera parte de la trilogía, incluyendo las Electras sofoclea y euripidea y el Orestes de este último, y elimina sólo aquellas partes que pudieran considerarse conclusivas en cada una de las obras adaptadas. Al llegar a la última parte de la trilogía el tiempo cíclico del mito se superpone al trágico y no hay salida posible hacia el futuro. La pieza de Lourdes Ortiz se construye con la fusión del pasado y el presente en breves cuadros que evocan diferentes momentos representativos de la leyenda y de la realidad, simbolizados en dos escenarios: la playa, espacio de la realidad, y el mar del que surgen los recuerdos míticos. En Los restos ... de Raúl Hernández las dos figuras antagonistas, Electra y Agamenón, combinan sus relatos, en una estructura que pretende acercarse a la de la tragedia clásica desde la organización en estásimos -ahora monológicos- y partes dialogadas. Por otra parte en la pieza de Gil Novales escrita en los años 80 pero enrnarcada en la guerra civil la retrospección se opera a partir del recurso del teatro dentro del teatro uniéndose tres tiempos históricos representados de forma realista con el trasfondo de la historia mítica. En relación con todo ello, se presenta la "conciencia mítica" que encuentra su desarrollo en muchos de nuestros autores; se trata de la realización de una referencia directa al tiempo mítico clásico presente en la mente de los nuevos protagonistas y de los efectos que esta consciente rememoración produce en ellos. Al recordar una historia de la que creen de manera explícita o implícita formar parte y cuya repetición esperan, los nuevos héroes añoran convertirse en sus modelos legendarios o aguardan la repetición del esquema mítico tradicional que, casi de modo espontáneo, demuestran conocer. Frente a esta situación reaccionan de diferentes maneras: Algunos de ellos contemplan la tradición con distanciamiento como un hecho que no se volverá a repetir o que, en caso de suceder, no respetará la lógica que regía los acontecimientos de entonces y se distancian de ella, haciendo un guiño al espectador y rechazando el apego a su historia pasada; en otros casos, el distanciamiento conduce a un efecto irónico que provoca la parodia de ciertos momentos tradicionales. Pero en diversos ejemplos el protagonista busca a su alrededor, entre los seres que ahora se cruzan con él y en sus comportamientos, la repetición de un arquetipo que conoce y con el que pretende identificarse a sí mismo y a su entorno, como le ocurre a la Electra de Miras al enfrentarse a EgistoIOrestes, o a la protagonista de Lourdes Ortiz, que pretende aplicar el arquetipo de su tragedia legendaria en el entorno actual; o a la muchacha de Raúl Hernández, que lamenta que no exista ahora un Orestes que la vengue de la injusticia sufrida. Sólo cuando tomen conciencia de su realidad mítica pasada y presente, pasarán de ser personajes anónimos a recobrar los nombres de los héroes trágicos clásicos. La imposibilidad de encontrar los equivalentes tradicionales en la nueva escena, o el reconocimiento de la situación a la que ahora se ven expuestos, produce en la mente de estos seres la destrucción violenta del arquetipo y la consecuente "frustración mítica", puesto que el nuevo héroe, pese a sus intentos de aferrarse a un pasado legendario en el que se identifica, no consigue la repetición de los esquemas y ello conduce, en muchas ocasiones, a un conflicto dramático que lleva a la catástrofe trágica. Al margen de las consideraciones generales algunas características de las nuevas piezas responden al interés por la adaptación de ciertos aspectos relevantes y significativos en las tragedias clásicas: Así entre los elementos simbólicos, la luz y la sombra reveladoras de vida y muerte, de esperanza y desasosiego, desde las antorchas que en la trilogía anuncian la llegada de Agamenón hasta la conversión de las Erinies, son rescatadas en numerosos de los dramas contemporáneos con un significado equivalente. Las redes en las que caen los personajes, con las que son atrapados y engañados hasta convertirse en metáfora del desastre trágico han llamado también la atención de nuestros dramaturgos que utilizan este motivo jugando con el plano de significado real y metafórico. De este modo, Juan Germán Schroeder sitúa la acción en el ambiente marinero de Ibiza alrededor de un coro de pescadores que extienden sus redes sobre las arenas de la playa; la misma red, como destino inextricable, envolverá la casa maldita de los Dabio. Se recuperarán también otras sensaciones. El temor que recorre la trilogía y que provoca la expectación de los personajes, como le ocurría al coro de ancianos esquileos, ahora aparecerá como una lluvia incesante que cubre el eterno invierno en el que se ha detenido la historia de Alfonso Sastre; unas tinieblas que sumen a sus personajes en esa congoja inevitable y sin explicación que también los coreutas esquileos sintieron. Las manchas del crimen, que empañaron las manos de Clitemnestra como gotas de rocío en la obra de Esquilo y constituían el miasma que distinguió al hijo matricida en Coéforos y Euménides, se transforman en la obra de Domingo Miras en una marca imborrable que aparece en la frente de aquellos que han actuado y se han cmvertido en culpables; o empaparán la vestidura blanca de la muchacha de Raúl Hernández revelando su secreto criminal. El trono arrebatado a Agamenón por Egisto será la sede que éste anhelará ocupar, como reflejo de la usurpación del poder real. La espada del Atrida comparte el poder evocador del trono, así como el escudo y otras armas presentes en la literatura clásica y en la escena actual. El arma de doble filo auna, cuando aparece, diversos significados. Es la espada transmitida generación tras generación con la que se rasgan los lazos de la unión familiar, pero también adquiere, a través de la perspectiva psicoanalítica, otras connotaciones ausentes en la escena griega. En manos de Electra responde a su deseo de convertirse en varón para aniquilar a sus enemigos; en manos de Orestes, o de un Egisto hijo de Agamenón y Cliternnestra y amante de su madre, como lo presenta Miras, simbolizará el proceso de suplantación de la figura paterna y la nueva adquisición del poder del progenitor y, paradójicamente, terminará con la aniquilación de su portador. Como en muchas otras mitologías, en la escena griega y en la actual los objetos adquieren la capacidad de transmitir el odio, la culpa y la destrucción. Por otra parte, en los tratamientos actuales desaparece, aparentemente, una de las claves de la tragedia a partir de Esquilo. La herencia de la culpa, la cadena criminal que se sucede en la familia de los Pelópidas hasta alcanzar a Agamenón y a Egisto, es aludida en muchos de los casos, pero el crimen no se retrotrae a sus ancestros sino que se concreta en los actos realizados en el presente, prescindiendo de la existencia de la mancha imborrable que presentaban los clásicos. Sin embargo, el sentido último de esta herencia está en algunos momentos de los nuevos dramas. En aquellos enmarcados en la guerra civil, la herencia criminal se representa en los atentados entre las familias y las rivalidades sin sentido, en la división irracional de los hijos de una misma tierra y en la desgracia que persigue a los miembros de las familias que no soportan el azote bélico; así en Los Átridas, Orestíada 39 y La urna de cristal. Pero también la importancia del linaje se presenta no en el aspecto de la herencia criminal sino en la fuerza que impulsa al crimen a la madre de la tragedia de Schroeder. En cuanto a la evolución de los personajes, se pueden trazar igualmente unas líneas generales que muestran cómo, pese a las transformaciones, matizaciones y modulaciones en su caracterización, los prototipos míticos mantienen unos rasgos de los que no son despojados en las nuevas recreaciones. Agamenón es, por lo general, un hombre orgulloso que termina vencido, poseído por la hibris en sus acciones, aunque su caracterización positiva o negativa dependerá, tal y como apreciábamos en los trágicos clásicos, de la actitud de los personajes que actúan a su alrededor y del desenlace de la pieza, llegando a extremos de perversidad, como en la obra de María José Ragué o Lourdes Ortiz, para subrayar la validez de las razones de Cliternnestra, o presentándose como un bondadoso gobernante amante de su pueblo y traicionado por su familia con el fin de reafirmar la posición de la nueva Electra, tal y como lo presenta Pemán. Egisto, dotado de mayor o menor poder (según la línea euripidea o la esquilea) aparece como ruin y cobarde, bien actúe movido sólo por sus intereses y el deseo de venganza, bien haya sido redimido por el autor y permanezca fiel a Cliternnestra, impulsado casi exclusivamente por sentimientos sinceros. En cuanto a Electra, la fuerza del modelo sofocleo ha imperado en la tradición y ha marcado la recepción de su figura en la escena contemporánea. No obstante, el proceso vital al que es sometida en los nuevos dramas la diferencia del modelo trágico grecolatino puesto que suele ofrecérsele la posibilidad de madurar en escena. Electra disfnita de la presencia de Agamenón antes de su muerte al ampliarse el tiempo de la acción y observamos en estos casos una evolución de la joven, que se transforma desde la ingenuidad infantil de una hija enloquecida por la alegría de reencontrase con el Atrida, a la tradicional presa del dolor una vez asesinado éste en su presencia. En los momentos que permanece junto a Agamenón, muestra la imagen idealizada de su progenitor y el profundo apego que a éste la une para, tras el crimen, sufrir un cambio que la convierta en hermana de las clásicas. La peripecia de las nuevas Electras las sume en la soledad y el padecimiento psíquico, que coincide con una precoz maduración física provocada por el golpe de la fortuna y no por el paso de los años. Con la transformación de esta figura los dramaturgos han llevado a escena una original lectura de la lección esquilea del páthei máthos. Orestes, por su parte, es en la mayoría de los casos un heredero del protagonista euripideo que terminará azotado por su conciencia tras haber sido impulsado, por su hermana o por cualquier otro tipo de fuerza que en contadas ocasiones coincide con el oráculo apolíneo, a realizar un crimen cuyo peso, una vez cometido, no se ve capaz de soportar. La relación de éste con Electra, en muchas de las obras contemporáneas, se inspira también en la euripidea, matizada con ciertos tintes psicoanalítico~que se manifiestan de modo diverso en las diferentes dramatizaciones. Cliternnestra está, en general, dotada de una consistente personalidad, a imagen de la esquilea, aunque en ocasiones se debate entre sus sentimientos y los dictados de la razón, como la encontramos en la obra de Séneca, o se aferra a las razones que en sus versos pusiera Eurípides para defender su situación y su sexo, el génos gynaikón que está siendo maltratado y que ella representa. Ifigenia aparece en alguna ocasión como la hija sacrificada en favor de una guerra injusta, razón del odio de Clitemnestra hacia Agamenón. La virgen inmolada por una navegación propicia es ahora una enfermera que careció de la protección de su progenitor, coronel del ejército, en la obra de Martínez Ballesteros; o una joven monja que fallece en la quema de los monasterios llevada a cabo por los republicanos y ordenada por su padre durante el desarrollo de la guerra civil, en la de Gil Novales. Pero tanto ella como Casandra en otros casos no están presentes en la escena actual y no sirven de justificación para un crimen que responde ahora sólo al deseo de liberarse del yugo del varón, razón suficiente para la insumisión de la heroína. Con ellas en escena, la decisión de Cliternnestra estaría justificada por el dolor de la pérdida y el rencor de la infidelidad, como argumentaba la reina en los agones clásicos. Algunos autores actuales se cuestionan estos argumentos, como ya hicieran Píndaro o la Electra sofoclea, y deciden dejarlos a un lado para poner frente a frente a los antagonistas arropados sólo por sus acciones presentes y los sentimientos que el trato con el otro ha despertado. A las nuevas perspectivas responde no sólo la eliminación de personajes sino el modo en que algunos de ellos son presentados sin aparecer en escena. En la tragedia de los Atridas surge siempre el recuerdo de Helena, la gran culpable por la que los griegos lucharon diez años en Troya, a quien el coro esquileo dedica dos estásimos, considerándola causante de todos los males presentes. La bella Helena se presenta para ser criticada o elevada entre los dioses en diferentes autores de la literatura clásica y se convierte en muchos casos en objeto del odio de sus sobrinos. Culpable o instrumento de un destino fuera de su voluntad, Helena estará sometida ahora también al juicio de quienes sufren las consecuencias de la tragedia. En algunos casos ni siquiera se la menciona ni se presenta un trasunto de su figura; en otros ejemplos, como en la obra de Pemán, aparece junto a Menelao, observados con una mirada irónica que parece demostrar la imposibilidad de que provocara tal tragedia. En los dramas en los que se defiende la figura de Clitemnestra, Helena se convierte en un símbolo de conducta ejemplar y modelo que hay que seguir, una verdadera heroína que eligió la libertad y se marchó liberándose del yugo de su esposo. Se pone entonces de manifiesto que la guerra de Troya, o como quiera que se la llame, no tiene nada que ver con la hermosa mujer hermana de Clitemnestra; ésta es sólo una víctima de los hombres que buscan razones inconsistentes para justificar sus aficiones bélicas y su tendencia a la destrucción sin sentido. Helena es una imagen, el eídolon que de Estesícoro a Eurípides la hace víctima del odio de aquellos que desean la lucha a cualquier precio. En cuanto a la estructura de las piezas, la mayoría de las veces se prescinde del coro en las nuevas recreaciones y, si se mantiene, su implicación y actuación en el drama quedarán, por lo general, significativamente reducidas. Su papel se introduce en escena a través de procedimientos diversos; bien representando ahora momentos que en la antigüedad el coro evocaba como hechos míticos pasados o eliminando los mismos; bien introduciendo en los agones de los personajes ideas y reflexiones características de los versos de los coreutas. Pero también su ausencia es significativa, ya que ésta sumirá en una soledad todavía más radical a los protagonistas. Agamenón carece de un coro de fieles ancianos que lo aclamen a su regreso, Electra no encuentra la comprensión y el ánimo en un coro de coéforos o troyanas cautivas y Clitemnestra morirá sin oportunidad de incitar a las furias a vengar su crimen. En estrecha relación con este último aspecto se encuentra la configuración del desarrollo de los acontecimientos hasta la catástrofe final. Aunque las obras fluctúan entre la elección como modelo de la trilogía o de alguno de los segmentos del mito tanto dramatizados por los clásicos como de nueva creación, existe una diferencia fundamental en todas las obras que tratamos, que responde al problema de la conclusión trágica en relación con la aparición de las Erinies y la conciliación final en la tercera parte de la trilogía. El teatro español en algunas de las manifestaciones aquí tratadas rescata la figura de las Erinies pero no privilegia, sin embargo, la presencia de las Euménides. Un fenómeno que se produce con frecuencia en los dramas del teatro contemporáneo es la falta de reconciliación final en obras que, hasta su conclusión, mantenían el esquema de contenido de la trilogía. Los dramaturgos actuales no encuentran lugar para la armónica solución esquilea. Sus obras están condicionadas por la humanización que han sufrido los héroes trágicos y el pesimismo reinante provocado, en parte, por la pérdida de la perspectiva teológica. Ahora, cuando los dioses del Olimpo ya no tienen lugar en el mundo de los nuevos héroes, las Erinies manifiestan una crisis, ya no religiosa, sino de valores personales, como anunciaba el Orestes euripideo. El conflicto deja de lado las instituciones para situarse en los sentimientos más profundos de un hombre amargado al enfrentarse a sus actos, como le ocurre a Alberto en Orestíada 39 o al Orestes protagonista de la pieza de Miras. Destrozados por un crimen producto de un trastorno momentáneo, o arrepentidos de su acción tras haber contemplado el rostro de su madre inoribunda, sobre ellos surgen las Erinies como el fnito de su conciencia perturbada. En ocasiones son tratadas desde una perspectiva psicoanalítica, como hiciera Giraudoux, presentando ahora en su figura y su rostro la imagen de la bella Clitemnestra asesinada. Estas Erinies no son sólo contempladas por Orestes, sino que incluso Electra las siente y sufre su castigo porque cada personaje se ahoga en los remordimientos de un acto criminal libremente ejecutado y, precisamente por ello, es aniquilado por sus Furias. Las Erinies no son otras veces más que la fuerza del odio y el deseo de destrucción; se trata ahora de un furor, como el que la Casandra senecana augura a Egisto y Clitemnestra, una fuerza sin rostro que anida en lapsique y que se apodera de los personajes provocando que no sean capaces de reprimirse gobernados por una potencia interior que supera el control y que los conduce a unirse a las sombras de ultratumba para luchar contra los seres condenados por ella, como comprobamos en la madre protagonista de La esfinge furiosa. En algunos casos, los personajes actúan como Erinis humana, recuerdo encarnado del acto culpable y personificación del remordimiento, así las beatas enlutadas que lloran a los muertos en la obra de Martínez Ballesteros, el personaje de Ariel, el ángel caído de La esfinge furiosa, o la anciana tía que recuerda la perversión de la humanidad, la degradación de los valores y la actuación criminal de David Harko en Elpan de todos. El espacio para la conversión en Euménides ha desaparecido también en el conflicto que presenta María José Ragué, donde las Damas de la noche no aceptan la sentencia del tribunal del Areópago y prometen seguir luchando junto a la sombra de Cliternnestra hasta que el crimen desaparezca de la humanidad y recuperen la situación que les ha sido arrebatada por los nuevos dioses y los hijos matricidas. Por último, son significativos algunos aspectos que los propios autores destacan al referirse a la pervivencia dramática de los mitos clásicos codificados en la tragedia ática. Por una parte, en los ejemplos tratados no siempre la tragedia es el género escogido para recrear los mitos de los trágicos grecolatinos, bien por considerarla un género imposible en la actualidad, como es el caso de Pemán, bien por el deseo de presentar el distanciamiento de los modelos. Pese a todo, algunos autores como Domingo Miras ponen en escena un conflicto y unos héroes que aportan la dimensión trágica a la escena contemporánea. No obstante, los autores se acercan a la tragedia clásica porque ven en ella la posibilidad del retorno a los orígenes, la relación perfecta entre el rito y el mito. En sus dramas, trágicos o no, buscan la recuperación de estos valores originarios a través de la reintroducción de la música, la danza o incluso en ocasiones el alcohol que conduce al éxtasis orgiástico. Una tendencia que, sin embargo, no está reñida con la intención de crear un teatro de la palabra, dialéctico y, en ocasiones, lírico, que responda al modelo de la tragedia del siglo V a. C. Los autores representantes del realismo se decantan por la segunda opción intentado recuperar, como afirma Martín Recuerda, la fuerza que la palabra cobró en la tragedia clásica. Otros, influidos por nuevas estéticas, realizan una fusión que da lugar a una forma en la que se descubre la intención de volver a los orígenes rituales del teatro. Aunque se haya producido una desacralización, aunque los coros clásicos difícilmente encuentren lugar en la escena contemporánea, los autores no desean olvidar las raíces del género predilecto y, tal y como recuperan sus temas adaptándolos a la contemporaneidad, buscan también la reintroducción de aspectos que enlazan con los ritos arcaicos de fertilidad y las representaciones de los ciclos de muerte y nacimiento, con los espacios de ultratumba y la unión con lo sagrado y maravilloso. El rito, el mito y el teatro están estrechamente unidos y con ellos la palabra que dota de fuerza a los antagonistas que, desde Esquilo hasta nuestros días, surgen en escena para transmitimos sus verdades universales y representar la eterna pulsión entre Éros y Thánatos.