Con Cien años de soledad me pasó lo mismo

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Con Cien años de soledad me pasó lo mismo
que a fray Luis de León con la música de
don Francisco Salinas, gracias a la cual, en
palabras del poeta conquense y salmantino,
“despiertan los sentidos, / quedando a lo
demás adormecidos.” ¿No les pasó al leer la
novela que de buenas a primeras ya estaban
viviendo en aquella casona de Macondo y
deambulaban, insomnes, por el corredor de
las begonias en el que Rebeca y Amaranta
purificaban sus rencores? ¿Nunca ayudaron a
Úrsula Iguarán a buscar algún objeto perdido
que ella terminaba por encontrar antes
con los ojos de la memoria que con los del
rostro? ¿No visitaron alguna tarde lluviosa
en su melancólico laboratorio al coronel
Aureliano Buendía, aprisionado en el círculo
vicioso de transformar monedas de oro en
pescaditos de oro que vendía en monedas
de oro que transformaba en pescaditos de
oro? ¿No se asombraron de la sabiduría del
patriarca José Arcadio, amarrado a un árbol
para que no se le escapara la enceguecedora
lucidez de su locura? La verdad es que el
mundo creado por la pluma febricitante de
Gabriel García Márquez es más nuestro que
el que vivimos cotidianamente. En él están
plasmados nuestras historias más arcanas,
nuestros afanes más empeñosos, nuestras
ensoñaciones más esperanzadas.
Y el libro pasó de los estudiantes universitarios
a los profesores y de los profesores a esa
suerte de gineceos donde las señoras ricas
prefieren estudiar literatura, filosofía o
historia del arte que jugar canasta o comprar
zapatos, y de las mujeres sabias a sus maridos
y de ahí a los choferes y a las secretarias y a
los oficinistas y a quienes a lo mejor nunca
habían leído un libro en su vida y después
de Cien años de soledad se volvieron lectores
consuetudinarios.
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