b R7 LATERCERA Domingo 6 de marzo de 2016 El revés de la trama Héctor Soto Días de bronca Si las rutinas humorísticas de Viña funcionaron es por algo. Significa que hay bronca. Aunque la clase política reaccionó, persiste la desconfianza. En parte porque la justicia aún no termina su trabajo. Sea que los humorista del Festival de Viña se hayan sobregirado o no, lo concreto es que si esas rutinas funcionaron es porque existe en la población un marcado resentimiento contra las autoridades de gobierno, las elites políticas y la clase empresarial. Este fenómeno no es nuevo. Bastante de eso se manifestó en las protestas del 2011 y, de hecho, buena parte del triunfo de Michelle Bachelet tres años después se explica en función de la capacidad que tuvo su candidatura para capitalizar tal descontento. El problema es que los propósitos reparadores de su administración fueron pulverizados por el escándalo Caval. A partir de ese momento, Bachelet se transformó en otra decepción más para todos quienes pensaban que con ella las cosas iban a ser distintas. Es más: buena parte del sentir ciudadano consideró que su deserción dejó el escenario peor que antes. Peor, porque el negociado de su nuera y su hijo convirtió en retórica hueca su discurso igualitarista. Y peor también porque en Chile no es habitual que las familias de los Presidentes se enriquezcan gracias a las ventajas asociadas al poder. Con el tiempo, tal vez llegue a dimensionarse mejor el alcance de la frustración colectiva con Bachelet. Su caída en los niveles de aprobación de las encuestas, más que describir un descontento político, habla de la ruptura del robusto nexo de confianza que ella tenía con la ciudadanía. Como este era un nexo hecho de cariño, sintonía y moralidad, muy distinto en su geología del construido por cualquier otro mandatario chileno, la ruptura lastimó hebras emocionales que son difíciles de reparar. El tema quizás sea más psicológico que político. Al parecer, en todo caso, el desafecto terminó generando en mucha gente un sentimiento de anomia y orfandad que es precisamente el que ahora sigue impidiendo la reconstitución de la confianza en las instituciones y dirigencias. Por decirlo de otro modo, la bronca se profundizó. ¿Tan mal lo ha hecho la elite chilena para haber quedado en el FOTO: AGENCIAUNO S banquillo y merecer el desprecio general? Desde cierto prisma, sí, lo hizo pésimo. Desde otro, no tan mal, e incluso bastante mejor que la de muchos otros países. No sólo eso. Si se mira el tablero con alguna objetividad, hay que reconocer que en los últimos años se han hecho importantes avances en materia de transparencia. Se amplió el acceso a la información pública. Desaparecieron varios bolsones de impunidad. En este mismo gobierno se han dictado normas sensiblemente más rigurosas para manejar conflictos de interés, resguardar la competencia o regular el financiamiento de las campañas y la política. Sin embargo, la desconfianza en las elites persiste, más allá de la indudable asimetría que pueda existir entre los estándares que la gente aplica a los líderes y a los poderosos y los que se concede a sí misma. Como se ha dicho –lo decía Max Colodro en este diario hace poco-, la misma gente que hace la vista gorda con la evasión en el Transantiago o que no tiene problema en trampear una licencia médica es capaz de rasgar vestiduras desde los más altos principios éti- cos para denostar al ministro que no hizo su declaración patrimonial a tiempo o fue visto en un auto oficial el fin de semana en el mall. Más que legalismo, lo que ahí pareciera haber es rencor. Rencor puro y duro, que no por eso pasa a ser anecdótico o menos relevante. Al revés: no sólo es relevante, sino también revelador y persistente. Esto último en alguna medida responde a que si bien la institucionalidad se ha perfeccionado (tapando forados por donde se colaban el compadrazgo, la inequidad o la sinvergüenzura), siguen en pleno desarrollo ante los tribunales de justicia, chorreando titulares y sospechas, las investigaciones relativas al financiamiento irregular de la política, al tráfico de influencias, a colusiones, sobornos y cohechos, entre otras infamias. Mientras la gente no vea sangre, penas y reparaciones contundentes en estos casos, la desconfianza permanecerá, dando por hecho, por lo demás, que para una parte de la galería toda sanción siempre va a ser poca. No será fácil para el país superar los desfases entre el tiempo político y el tiempo judicial. Mal que mal los políticos –con algunas excepciones, es cierto- se cuadraron con la probidad e hicieron lo que debían. Y mal que mal los fiscales y jueces están haciendo su trabajo. Las instituciones funcionan, claro que no al mismo ritmo. Los tiempos de la justicia no son iguales a los de la política, y por eso la confianza no mejora. Recomponerla va a ser un proceso muy lento. Tanto, que se hace improbable que Chile pueda salir a corto plazo de su estado de crispación por el solo efecto del cansancio o del desgaste del tiempo. Es aquí donde se echa de menos el liderazgo político. Para eso son justamente los líderes: para conducir, para acompañar, contener y recordar que hay una salida; para dar sentido y restaurar la fe en un proyecto que sea de todos. En definitiva, para llevar a cabo el intercambio de toda política con ribetes de grandeza. Están el carisma y la credibilidad personal del líder, por un lado, y la convocatoria y confianza colectiva, por el otro. ¿Habrá algún liderazgo en Chile que pueda estar dando este ancho? ¿Quedará algo, alguien, no contaminado, en quien confiar?R