Follet, Ken - La caída de los gigantes

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- Siento mucho haber herido tus sentimientos.
- No lo sientas. Nuestra amistad es lo mejor que me ha ocurrido nunca.
- Yo también la aprecio.
- Aseguraste que pronto olvidaría todo ese sentimentalismo, y que seríamos amigos
sin más. Pero te equivocabas. -Bernie se inclinó hacia delante en la silla-. A medida que
he ido conociéndote mejor, he llegado a amarte más que nunca.
Ethel advirtió el anhelo en sus ojos, y lamentó desesperadamente no poder
corresponder a sus sentimientos.
- Yo también te tengo mucho cariño -dijo-, pero no esa clase de cariño.
- ¿Qué sentido tiene que estemos solos? Nos apreciamos. ¡Formamos un gran equipo!
Tenemos los mismos ideales, los mismos propósitos en la vida, opiniones similares…
Es tamos hechos el uno para el otro.
- En el matrimonio hay más que eso.
- Lo sé. Y deseo abrazarte. -Movió un brazo, como a punto de alargar una mano y to
carla, pero ella cruzó las piernas y se volvió de lado en la silla. Él retiró la mano y una
sonrisa amarga nubló su semblante habitualmente cordial-. Sé que no soy el hombre
más atractivo que has conocido. Pero, créeme, nadie te ha amado nunca como te amo
yo.
En eso tenía razón, pensó Ethel apesadumbrada. Muchos hombres la habían
pretendido, y uno la había seducido, pero nadie le había dado muestras de la paciente
devoción de Bernie. Si se casaba con él, sin duda sería para siempre. Y, en algún
recoveco de su alma, era eso lo que deseaba.
Percibiendo su vacilación, Bernie dijo:
- Cásate conmigo, Ethel. Te amo. Consagraré mi vida a hacerte feliz. Es lo único que
quiero.
¿Necesitaba ella todo eso? No era infeliz. Lloyd constituía una alegría constante, con
su torpe caminar, sus balbuceos y su curiosidad sin límites. Él le bastaba.
- El pequeño Lloyd necesita un padre -dijo Bernie.
Aquello le provocó una punzada de culpa. Bernie ya estaba desempeñando esa
función a tiempo parcial. ¿Debía casarse con él por el bien de Lloyd? Aún no era
demasiado tarde para que empezara a llamarlo «papá».
Eso significaría renunciar a las pocas esperanzas que le quedaban de volver a
encontrar la pasión arrolladora que había sentido con Fitz. La añoranza seguía
asaltándola cada vez que pensaba en ello. Pero se preguntó, intentando pensar con
objetividad pese a sus senti mientos: «¿Qué gané yo con aquella aventura? Fitz me
decepcionó, mi familia me rechazó y tuve que dejar mi ciudad. ¿Por qué iba a volver a
querer eso?».
No obstante, por mucho que lo intentaba, no conseguía reunir el valor para aceptar la
proposición de Bernie.
- Deja que lo piense -dijo.
A él se le iluminó la cara. Era sin duda una respuesta más positiva de la que se había
at revido a esperar.
- Piénsalo tanto tiempo como quieras -declaró él-. Esperaré. Ethel abrió la puerta de
la calle.
- Buenas noches, Bernie.
- Buenas noches, Ethel. -Se inclinó hacia ella y la joven lo besó en la mejilla. Los
labios de él se demoraron un instante sobre la piel de Ethel, y ella se retiró de inmediato.
Él la tomó de una muñeca-: Ethel… -Que duermas bien, Bernie -dijo. Él dudó, y asintió.
- Tú también -repuso, y se marchó.
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